Entre mis múltiples falencias, me confieso antisnob, al menos en materia de lecturas. Cuando un libro está MUY de moda y se convierte en tema de conversación en los circuitos bienpensantes, desarrollo un fuerte deseo de no leerlo. Muy a menudo lo hago tiempo después, para descubrir que mi prejuicio era injustificado. Me pasó hace poco con Las malas, la excelente autoficción de Camila Sosa Villada y muchísimos años atrás, con Cien años de soledad: la leí, con retraso respecto a la fecha de su aparición, con enorme disfrute, en un viaje en micro a Córdoba. Era, eso sí, la primera edición cuya tapa ofrecía una visión confusa de un barco de velas en medio de una selva en dibujos lineales de color azul.
Más recientemente me acaba de suceder con Fortuna, la segunda novela de Hernán Díaz, publicada por Anagrama, escrita originalmente en inglés y que fue galardonada este año en los Estados Unidos con el muy importante premio Pulitzer de narrativa.
Por un lado, me causaba cierto rechazo que el autor – nacido en la Argentina en 1973, migrado a Suecia con sus padres por razones políticas durante la última dictadura, regresado al país para cursar sus estudios universitarios en Literatura y luego radicado en Londres con una beca y finalmente en Nueva York donde hizo su doctorado y dicta clases– hubiera decidido escribir en inglés.
Por otro, la temática del libro, ampliamente difundida luego de su premio, no me resulta atractiva a primera vista: se ocupa de inversores, de altas fortunas, de juegos de Bolsa en Wall Street…
Pero sí me sumergí, con enorme provecho, en la lectura de la anterior novela de Díaz: A lo lejos, publicada por la pequeña y refinada editorial española Impedimenta en impecable traducción de Jon Bilbao. Cabe hacer notar que, después del Pulitzer, el autor o su agente literario (este oficio suele implicar tareas de chivo emisario) llevaron la otra novela a un sello de mayores dimensiones.
Hay que aclarar desde el principio que se trata de un libro de temática poco común. Narra la epopeya de un sueco analfabeto, que, a mediados del siglo XIX y motivado por la extrema pobreza de su familia, decide partir con su hermano mayor hacia Norteamérica. Por una confusión, se separan en el muy movido puerto inglés de Portsmouth. El hermano va a parar efectivamente a Nueva York, como estaba previsto, en tanto Hakan Söderström, el protagonista, un gigantón descomunal, se embarca en un navío que pasa por Buenos Aires y que luego de dar la vuelta al continente por el Cabo de Hornos, lo deja en California en plena efervescencia de la ”fiebre del oro”.
A partir de ese desencuentro, el protagonista emprende una travesía plagada de incidentes a través del desierto norteamericano, para tratar de llegar a Nueva York, lo que convierte a la novela, como dijo un comentarista, en un eastern, en el sentido de que, al revés de los westerns el recorrido se hace a la inversa del de las caravanas.
Hakan (el nombre debería escribirse con un º sobre la “a”, pero no encuentro el símbolo en mi teclado) no solo no sabe leer ni escribir, sino que no entiende una palabra de inglés. A pesar de ello, va trabando relaciones con diversos personajes, (unos amistosos, otros nefastos), a través de una mezcla de mímica y palabras aprendidas por necesidad.
En la agotadora travesía que inicia, Hakan aprende a cazar animales para alimentarse y a curtir sus pieles para abrigarse. Pasa parte del recorrido con un naturalista, que le enseña a reconocer los usos posibles de las plantas y, al mismo tiempo, rudimentos de medicina y cirugía que habrán de serle muy útiles. Otro compañero de ruta, con hábitos de gourmet, le enseña a cocinar.
Buena parte del tiempo está solo, meditando filosóficamente casi sin saberlo. Se incorpora por un tiempo a una caravana con la sola aspiración de conseguir un caballo que facilite sus desplazamientos. Lo consigue y lo bautiza “Pingo”, único guiño perceptible del autor a sus orígenes argentinos.
Perderá ese caballo tras un enfrentamiento a tiros. Se ve envuelto en varios de ellos a los que sobrevive prácticamente ileso, traba un esbozo de relación afectiva con una joven cuya familia está en una de esas caravanas, pero todo se frustrará cuando tras un ataque, mate a varios de los intrusos y también, por accidente, a la muchacha.
Eso lo convertirá en prófugo de la justicia y, como su estatura y corpulencia lo hacen muy evidente, deberá ocultarse largo tiempo hasta que un avieso sheriff lo detiene y lo exhibe como fenómeno circense para recolectar fondos en su propio beneficio.
A esta altura el lector de esta columna estará legítimamente preguntándose: “¿Qué tengo que ver yo, habitante de esta Argentina en crisis recurrentes, con esta historia ambientada ‘allá lejos y hace tiempo’?”. La respuesta es que la habilidad con que el relato está escrito hace que uno se identifique con este personaje en cierta medida patético y se apasione con la lectura.
Como escribió un crítico del diario inglés The Guardian se trata de “un viaje de la inocencia a la experiencia. David Copperfield con sabor a Tarantino.” No es una referencia exagerada. Objeto de su propia historia, el gigantón protagonista termina arrojándose al mar entre témpanos desde un barco recolector de hielo para refrigeración. Emerge como si tal cosa en la primera escena de la novela, que enlaza directamente con la última.
Un libro apasionante, que confirma que la buena escritura puede hacer deseable seguir casi cualquier trayectoria humana.