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Lecturas Recomendadas

La mujer quemada,por Horacio González | La Tecl@ Eñe

No sé si lo escuché decir, o ahora que estoy muerta lo estoy soñando. Siempre se deja una huella en la vida. Pero mis huellas, aunque no me avergüenzan, son muy extrañas. ¿Quién podrá descifrarlas? Soy apenas una sombra de hollín en una pared, bajo un viaducto. Permaneceré unos días, difusa e informe. Si ese manchón que yo fui tiene suerte, se prolongará todo lo que la prisa de los empleados de limpieza disponga. No me sorprende mi muerte porque si algo puedo recordar, con el esfuerzo que eso significa, es una precaria casa de chapas en un barrio lejano. Por lo menos, muy lejano de este viaducto que ahora me acoge. No es lo mejor, pues si se entiende una casa como protección del viento, del frío, de la lluvia o del fuego, sólo un pobre puñado de esas cosas me tocó en suerte. Bajo el viaducto no llueve, pero hay mucho viento. El frío está contenido por algunas frazadas, y cuando pasa el camioncito de la Asamblea, hay un plato de comida y me preguntan si preciso algún abrigo. ¿Ir a un Albergue? Estuve, pero me recordaba a una cárcel.Alguien como yo recuerda cárceles, encierros. Cierta vez tuve una ráfaga de inspiración, y sin saber si hacía bien o mal, me fui. Qué bueno sería si la ciudad fuera una vivienda. Puentes, plazas, zaguanes. Pero hay que acostumbrarse al paso de los automóviles, uno tras otro, que producen un pequeño temblor acompasado en el puente de hormigón. Me sirven de reloj, es mi minutero, mi vida pasa al compás del tiempo que marcan los neumáticos sobre la raya alquitranada. El tiempo es diferente siempre. Recuerdo una escuela y alguna vez que canté una canción, y siempre que pienso en ello me siento feliz. Febo asoma, decía. Sólo eso me ha quedado, y también saber que Febo es otra manera de llamar al Sol. Acá, bajo el viaducto, no veo ningún sol, sólo me consuela Febo, que es mi amigo y si tuviera un perrito, como tienen en general los que ahora están recostados como yo sobre la vereda, entre unos tarritos, uno platos y una olla renegrida, le pondría como nombre Febo, Febo vení para acá, andá para allá, no duermas encima de mí. Pero aquí el sol no asoma y yo no puedo explicar porqué llegué hasta aquí.Todas las imágenes de mi pasado están borrosas, la villa, los pequeños negocios, los golpes que recibía en cualquier lugar en que intentaba ponerme. Abandoné y me abandonaron, recibí la ofrenda de cachetazos que no podían ser desviados. Era habitual ver tanto la solidaridad como el grito destemplado, la ayuda mutua como la orden de riesgo. “Y si no, andate a dormir al viaducto, hay muchos en la ciudad”. Hice más que ir a dormir, conocí el fuego sobre mí. Se proyectó mi cuerpo ya desvaído sobre esa pared, quedó una mancha que parece de alquitrán, pero fue mi contorno, mi perrito ilusorio y el propio Febo lo que quedó en ese frío cemento, rociado por lo que yo fui. A veces los cuerpos tienen un contorno que cuando desaparecen, siempre se respeta, aunque sea en forma tosca, dibujado sobre un cartón, lo que le da mayor dramatismo. Brazos abiertos, piernas distanciadas, una cruz los brazos y un ángulo las piernas. Pero el mío fue puro carbón; eso sí que no sabía. Que una vida se carbonice, es sorprendente.Al principio se siente mucho calor, es insoportable pero dura poco, luego el fuego hace tranquilamente su trabajo hasta que alguien llama a los bomberos y limpian todo menos mi conciencia de hollín debajo de la ruta donde pasan muy rápido los autos. Lo que no me explico, ya que fui expulsada de un villorrio, alguna vez de una escuela y muy pocas veces recibida como persona, es por qué razón alguien eligió no sólo expulsarme otra vez, sino disolverme usando el fuego. ¿Es que mi cuerpo precisaba esa gasolina, que primero la sentí fría y con el olor de riesgo que se siente en las estaciones de servicio? Sentí los pasos del que se acercaba con un bidón, luego un encendedor con su seco chasquido, como el de quien enciende un sigiloso cigarrillo. Y luego, les aseguro, un intenso dolor, pero muy breve. No me impidió escuchar los pasos de alguien que salía corriendo. ¿Quién decidió quemarme viva? Ahora que soy sólo unas gotas de cenizas que ennegrecen la pared puedo hacerme las preguntas de mi destino. ¿Quién podía odiarme hasta ese punto si yo no tenía nombre y sigo sin tenerlo? ¿A quién insultaba mi cobija raída? Los que me dijeron andá al viaducto, querían denigrarme, pero no me hicieron pensar que allí había sesiones de quema de cuerpos, que personajes nocturnos veían en los pobres una herejía y en los humillados una falta de fe.No sé rezar, pero a alguien tengo que preguntarle porqué me mandaron a la hoguera en mi dormitorio, recorrido por el viento gélido de un barrio porteño. ¿Fue una persona en representación de otras personas, que en una noche de maldición deciden cuántos cuerpos se deben desechar? Si me dicen que la fue la ciudad entera que llamó por mi suplicio, no lo creo. Desde estas paredes desde las que hablo, donde me mandó transitoriamente el combustible, me quedo pensando quién fui antes de ser humo oscurecido. Si no les molesta, les dejo mi habitación al aire libre. Pero intuyo con mi última partícula incendiada que esta ciudad se va hundiendo en su pandemonio del odio. Toda ciudad contiene partes que abrigan un deseo criminal. Algunos ven sus tanques de nafta, y les pasa por la cabeza una ráfaga de limpieza racial. Deliciosa manera de vivir con imágenes inusuales que en general consiguen apartar de la acción, pero no de sus conversaciones desatinadas.Pero hay alguien que se anima, que se sintió turbiamente inspirado por el olor a crematorio y pobreza. Por mí, no se preocupen, duraré un par de días más extendida como polvillo sufriente sobre un muro inexpresivo. Aprendí aquí mismo que no se sabe entender del todo a una ciudad si no se desciende al último escalón, el más sórdido del alma humana. El humo pegajoso que ahora me lastima sobre la pared anónima que me aloja, aquí donde ahora yazgo, hace que los diarios digan que soy la anónima mujer quemada, un alma abolida por una simple llama que incendió mi cuerpo odiado. ¡Viandante, observe la pared! Quizás ya no hay partículas de mí, pero yo ya soy otra, ya estoy envuelta en una interrogación que sale de la sangre que ya no tengo. ¿Quién sabe lo que puede un Odio? ¿Quién se anima en nombre de esas tinieblas del corazón a hacer brasas de una vida? Parece un deporte gratuito de señoritos o la necedad de abominables alfeñiques. Pero allí están, caminan subrepticios, con el bidón en las manos y la muerte en el corazón.

(Publicado en https://lateclaenerevista.com/ el 10 de julio de 2020)

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La golondrina y el colibrí, por Juan Forn

Cuenta Petronio que en la Roma de Nerón había un esclavo que daba tan buenos consejos de negocios a su amo que éste decidió premiarlo con la libertad. El liberto, llamado Trimalción, siguió haciendo buenos negocios por las suyas y se enriqueció de tal manera que lo celebró con un banquete al cual invitó a todos los amigos de su viejo amo ya muerto. La mitad no lo conocía, pero acudió igual. El banquete fue fastuoso, orgiástico, incluso para los parámetros de la Roma de Nerón. A lo largo de la noche los invitados fueron dando rienda suelta a su envidia hasta terminar destrozando todo y prendiéndole fuego la casa. Entre las ruinas se encontró el cuerpo exánime de Trimalción.

Saltemos ahora diecinueve siglos, hasta el año 1922. James Joyce acaba de publicar su Ulises, nadie habla de otro libro: para algunos resume veinte siglos de cultura occidental, para otros los dinamita. En la Riviera francesa, Francis Scott Fitzgerald tiene un ejemplar del Ulises sobre su escritorio, pero carece de tiempo o de paciencia para leerlo: él mismo está terminando una novela que aspira que sea, para América, lo que era el Ulises para Europa, su celebración y su derrumbe. La novela es, por supuesto, El gran Gatsby. Pero Fitzgerald le anuncia por carta a su editor que quiere llamarla Trimalción. La historia es conocida: Maxwell Perkins, el editor de Fitzgerald, famoso por su paciencia y delicadeza de santo (y por haberse leído todos los libros del mundo), fue convenciendo carta a carta al volátil Fitzgerald de cambiarle el título y de hacer, además, ciertos toques en la novela que, según la leyenda, la convirtieron en la obra maestra que es. El mito tiene su razón de ser: Fitzgerald era el anti-Joyce, era suicida autocompararse con él. Donde uno craneaba cada línea de su texto “para dejar a los críticos discutiendo durante cien años”, el otro escribía sin darse cuenta casi de la resonancia de lo que contaba. Fizgerald no pensaba, su gracia era la del colibrí: su propio vuelo (eso decía Hemingway: “No sabe adónde va, no sabe cómo vuela, no sabe cuándo es tiempo de migrar, pero nadie vuela como él”). El propio Fitzgerald lo reconocía: alguien tenía que pensar por él. Maxwell Perkins lo hizo y, gracias a él, el Gatsby es tal como lo conocemos.

Pero la fama del Gatsby, y el mito alrededor de él, fue creciendo tanto con los años que finalmente, en la edición Cambridge de las obras completas de Fitzgerald, se publicó el Trimalción, tal como era antes de que Scott lo convirtiese en el Gatsby. Juan Boido lleva años queriendo traducirlo, y tiene toda la razón, entre otros motivos porque todas las traducciones al castellano que hay del Gatsby son tan malas que estamos en una situación única para que el Trimalción nos parta la cabeza. Y que después aparezca una buena traducción del Gatsby y que recién ahí el círculo se cierre. Déjenme explicarles por qué.

Jay Gatsby, como todos sabemos, irrumpe de la nada y conquista durante un verano a la sociedad neoyorquina de los Años de la Prohibición, con sus fastuosas fiestas en fastuosa mansión a orillas del Hudson. Todo lo hace para conquistar a una mujer casada que es el amor de su vida, Daisy Buchanan, pero eso nadie lo sabe, así como no se sabe nada de Gatsby, de dónde vino, cómo hizo su fortuna, qué hará a continuación. Cuando terminan esas fiestas, puede verse a Gatsby solo en su terraza, contemplando la luz verde que titila al otro lado de la bahía, en el amarradero de la mansión donde vive Daisy con su marido. El único que ve esa escena es un joven sin dinero que alquila una cabaña pegada a los jardines de Gatsby y que es primo de Daisy. El es el que propicia el encuentro entre Daisy y Gatsby, el testigo de su pasión clandestina, el que nos cuenta la novela que, como todos saben, termina con el cadáver de Gatsby flotando boca abajo en su pileta y su mansión abandonada y cubierta de pintadas insultantes, mientras Daisy parte a Europa con su marido polista y millonario.

No sé a ustedes, pero lo que a mí me enganchó para siempre del Gatsby desde la primera vez que lo leí es ese tránsito de la curiosidad a la fascinación al asco por los ricos que experimenta y nos hace experimentar Nick Carraway, el primo de provincia de Daisy, el vecino pobre de Gatsby, el sapo de otro pozo entre los ricos y famosos de Nueva York, el tipo común y corriente por excelencia: el hombre invisible, el confidente perfecto, el custodio único, en el final del libro, de un secreto que a ninguno de los demás personajes le interesa ya: por qué murió Jay Gatsby. Los fanáticos del libro a lo largo de los años, cuando están en confianza, confiesan que lo único que quizá le falte al Gatsby es un poco de Gatsby, pero siempre se ha dado por sentado que eso era un mérito del libro, que llevaba a releerlo una y otra vez. Doy fe: a pesar de la insistencia de Boido, tardé años en leer el Trimalción. Prefería releer el Gatsby, confiar en Maxwell Perkins, ¿para qué leer una versión imperfecta de un libro perfecto? Cómo me equivocaba.

Dice la leyenda que Perkins creía que era un defecto que a lo largo del libro no se supiera nada del pasado de Gatsby salvo las habladurías sobre él (“¡Dicen que mató un hombre! ¡Dicen que se hizo rico vendiendo armas! ¡Dicen que fue espía alemán! ¡Dicen que hizo un acueducto desde Canadá para contrabandear alcohol!”) y que convenció a Fitzgerald de que fuera dosificando información a lo largo del relato. Dice la leyenda que Fitzgerald, de una sentada, fue agregando pinceladas de cinco o diez líneas a lo largo del relato y mandó el libro de vuelta, mágicamente terminado. No es cierto: lo que hizo Fitzgerald fue romper y diseminar a lo largo del libro un monólogo excepcional de Trimalción, en el que Gatsby le cuenta a Nick su pasado, en una noche insomne, cuando todavía ignora que ya ha perdido a Daisy y que en pocas horas más perderá también la vida. El efecto de ese monólogo es monumental: puesto todo junto, en ese momento culminante, es infinitamente más poderoso que desperdigado en dosis homeopáticas, y aligeradas de lirismo, a lo largo del libro. Parece que dijera el doble, y de hecho lo hace, porque lo dice en el momento en que más ávidos estamos por saber y más abiertos estamos a que nos noqueen: el efecto es tan asombroso que terminé comparando línea por línea mis ediciones de Gatsby y de Trimalción y me asombró el doble cuando descubrí que eran casi las mismas palabras, sólo que dispersas se diluían.Todo libro esconde su secreto. Era cierta la añoranza de los fanáticos fitzgeraldianos: falta un poco de Gatsby en el Gatsby. Pero eso que falta está en el Trimalción. Fitzgerald necesitó toda la vida que alguien pensara por él, pero esa vez tenía razón: deforme, desequilibrada, su criatura era doblemente bella. Lástima que Maxwell Perkins prefiriera una golondrina a un colibrí. Lástima que Fitzgerald creyera más en él que en sí mismo.

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Que coman tierra, por Chris Hedges

En este artículo Chris Hedges describe la fase final del genocidio de Israel en Gaza. Una hambruna masiva orquestada ha comenzado. La comunidad internacional no tiene ninguna intención de detenerla.

Autor: Chris Hedges

Nunca hubo ninguna posibilidad de que el gobierno israelí aceptara una pausa en los combates propuesta por el Secretario de Estado Antony Blinken, y mucho menos un alto el fuego. Israel está a punto de dar el golpe de gracia en su guerra contra los palestinos de Gaza: la inanición masiva. Cuando los dirigentes israelíes utilizan el término «victoria absoluta», quieren decir diezmación total, eliminación total. En 1942, los nazis mataron de hambre sistemáticamente a los 500.000 hombres, mujeres y niños del gueto de Varsovia. Esta es una cifra que Israel pretende superar.

Israel y su principal patrocinador, Estados Unidos, al intentar cerrar el Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en el Cercano Oriente (OOPS), que proporciona alimentos y ayuda a Gaza, no sólo están cometiendo un crimen de guerra, sino que están desafiando flagrantemente a la Corte Internacional de Justicia (CIJ). El tribunal consideró plausibles las acusaciones de genocidio presentadas por Sudáfrica, que incluían declaraciones y hechos recogidos por la UNWRA. Ordenó a Israel que acatara seis medidas provisionales para prevenir el genocidio y paliar la catástrofe humanitaria. La cuarta medida provisional pide a Israel que garantice medidas inmediatas y efectivas para proporcionar ayuda humanitaria y servicios esenciales en Gaza.

Los informes de la UNRWA sobre las condiciones en Gaza, que cubrí como reportero durante siete años, y su documentación sobre los ataques indiscriminados israelíes ilustran que, como dijo la UNRWA, «las ‘zonas seguras’ declaradas unilateralmente no son seguras en absoluto. Ningún lugar de Gaza es seguro».

El papel de la UNRWA en la documentación del genocidio, así como en el suministro de alimentos y ayuda a los palestinos, enfurece al gobierno israelí. El Primer Ministro Benjamin Netanyahu acusó a la UNRWA tras la sentencia de proporcionar información falsa a la CIJ. Israel, que ya tenía a la UNRWA como objetivo desde hacía décadas, decidió que la agencia, que ayuda a 5,9 millones de refugiados palestinos en todo Oriente Medio con clínicas, escuelas y alimentos, tenía que ser eliminada. La destrucción de la UNRWA por parte de Israel responde a un objetivo tanto político como material.

Las acusaciones israelíes sin pruebas contra la UNRWA de que una docena de los 13.000 empleados tenían vínculos con los que llevaron a cabo los ataques en Israel el 7 de octubre, en los que murieron unos 1.200 israelíes, lograron su objetivo. Llevó a 16 grandes donantes, entre ellos Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Italia, Países Bajos, Austria, Suiza, Finlandia, Australia, Canadá, Suecia, Estonia y Japón, a suspender la ayuda financiera a la agencia de ayuda de la que dependen casi todos los palestinos de Gaza para alimentarse. Israel ha matado a 152 trabajadores de la UNRWA y ha dañado 147 instalaciones de la UNRWA desde el 7 de octubre. Israel también ha bombardeado camiones de ayuda de la UNRWA.

Más de 27.708 palestinos han muerto en Gaza, unos 67.000 han resultado heridos y al menos 7.000 están desaparecidos, probablemente muertos y enterrados bajo los escombros.

Más de medio millón de palestinos -uno de cada cuatro- mueren de hambre en Gaza, según la ONU. Los palestinos de Gaza, de los que al menos 1,9 millones han sido desplazados internos, no sólo carecen de alimentos suficientes, sino también de agua potable, cobijo y medicinas. Hay pocas frutas y verduras. Hay poca harina para hacer pan. La pasta, junto con la carne, el queso y los huevos, han desaparecido. Los precios en el mercado negro de productos secos como lentejas y judías se han multiplicado por 25 con respecto a los precios de antes de la guerra. Un saco de harina en el mercado negro ha subido de 8 a 200 dólares. El sistema sanitario de Gaza, del que sólo quedan tres de los 36 hospitales que funcionan parcialmente, se ha colapsado en gran medida. Alrededor de 1,3 millones de palestinos desplazados viven en las calles de la ciudad meridional de Rafah, que Israel designó «zona segura», pero que ha empezado a bombardear. Las familias tiemblan bajo las lluvias invernales bajo endebles lonas en medio de charcos de aguas residuales sin tratar. Se calcula que el 90% de los 2,3 millones de habitantes de Gaza han sido expulsados de sus hogares.

«No existe ningún caso desde la Segunda Guerra Mundial en el que una población entera haya sido reducida al hambre extrema y la indigencia con tanta rapidez», escribe Alex de Waal, director ejecutivo de la Fundación para la Paz Mundial de la Universidad de Tufts y autor de «Mass Starvation: La historia y el futuro de la hambruna», en The Guardian. «Y no hay ningún caso en el que la obligación internacional de detenerla haya sido tan clara».
Estados Unidos, anteriormente el mayor contribuyente de la UNRWA, proporcionó 422 millones de dólares a la agencia en 2023. La interrupción de los fondos asegura que las entregas de alimentos de UNRWA, ya muy escasas debido a los bloqueos de Israel, se detendrán en gran medida a finales de febrero o principios de marzo.

Israel ha dado a los palestinos de Gaza dos opciones. Marcharse o morir.
Yo cubrí la hambruna de Sudán en 1988, que se cobró 250.000 vidas. Tengo marcas en los pulmones, cicatrices de estar entre cientos de sudaneses que morían de tuberculosis. Yo era fuerte y sano y luché contra el contagio. Ellos estaban débiles y demacrados y no lo hicieron. La comunidad internacional, al igual que en Gaza, hizo poco por intervenir.

El precursor de la inanición -la desnutrición- afecta ya a la mayoría de los palestinos de Gaza. Los que mueren de hambre carecen de calorías suficientes para mantenerse. Desesperados, empiezan a comer forraje, hierba, hojas, insectos, roedores e incluso tierra. Sufren diarrea e infecciones respiratorias. Arrancan pequeños trozos de comida, a menudo estropeada, y la racionan.
Pronto, al carecer de hierro suficiente para producir hemoglobina, una proteína de los glóbulos rojos que transporta el oxígeno de los pulmones al cuerpo, y mioglobina, una proteína que proporciona oxígeno a los músculos, unido a la falta de vitamina B1, se vuelven anémicos. El cuerpo se alimenta de sí mismo. Los tejidos y los músculos se desgastan. Es imposible regular la temperatura corporal. Los riñones se bloquean. El sistema inmunitario colapsa. Los órganos vitales (cerebro, corazón, pulmones, ovarios y testículos) se atrofian. La circulación sanguínea se ralentiza. El volumen de sangre disminuye. Las enfermedades infecciosas como la fiebre tifoidea, la tuberculosis y el cólera se convierten en una epidemia que mata a miles de personas.

Es imposible concentrarse. Las víctimas demacradas sucumben al retraimiento mental y emocional y a la apatía. No quieren que las toquen ni que las muevan. El músculo cardíaco se debilita. Las víctimas, incluso en reposo, se encuentran prácticamente en un estado de insuficiencia cardíaca. Las heridas no cicatrizan. La visión se deteriora con cataratas, incluso entre los jóvenes. Finalmente, asolado por convulsiones y alucinaciones, el corazón se detiene. Este proceso puede durar hasta 40 días para un adulto. Los niños, los ancianos y los enfermos mueren más rápidamente.

Vi cientos de figuras esqueléticas, espectros de seres humanos, que se movían desolados a un ritmo glacial por el árido paisaje sudanés. Las hienas, acostumbradas a comer carne humana, se llevaban a los niños pequeños. Me detuve ante grupos de huesos humanos blanqueados en las afueras de aldeas donde docenas de personas, demasiado débiles para caminar, se habían tumbado en grupo y nunca se habían levantado. Muchos eran los restos de familias enteras.

En el pueblo abandonado de Maya Abun, los murciélagos colgaban de las vigas de la iglesia de la misión italiana, que había sido destruida. Las calles estaban cubiertas de matojos de hierba. La pista de aterrizaje de tierra estaba flanqueada por cientos de huesos humanos, cráneos y restos de pulseras de hierro, cuentas de colores, cestos y jirones de ropa. Las palmeras habían sido cortadas por la mitad. La gente se había comido las hojas y la pulpa del interior. Corría el rumor de que la comida llegaría en avión. La gente había caminado durante días hasta la pista de aterrizaje. Esperaron y esperaron. No llegó ningún avión. Nadie enterró a los muertos.

Ahora, desde la distancia, observo lo que sucede en otra tierra, en otro tiempo. Conozco la indiferencia que condenó a los sudaneses, en su mayoría dinkas, y que hoy condena a los palestinos. Los pobres, especialmente cuando son de color, no cuentan. Se les puede matar como a moscas. La hambruna en Gaza no es un desastre natural. Es el plan maestro de Israel.

Habrá académicos e historiadores que escribirán sobre este genocidio, creyendo falsamente que podemos aprender del pasado, que somos diferentes, que la historia puede evitar que seamos, una vez más, bárbaros. Celebrarán conferencias académicas. Dirán «¡Nunca más!». Se alabarán a sí mismos por ser más humanos y civilizados. Pero cuando llegue el momento de pronunciarse con cada nuevo genocidio, temerosos de perder su estatus o sus posiciones académicas, se escurrirán como ratas a sus madrigueras. La historia de la humanidad es una larga atrocidad para los pobres y vulnerables del mundo. Gaza es un capítulo más.

(Publicado en: rafaelpoch.com/2024/02/10/que-coman-tierra/)

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Ambiente

Rincón de Darwin, por Hernán López Echagüe

Primer capítulo del libro “Crónica del Ocaso” publicado por Editorial Norma en el año 2005

Al otro lado del río Uruguay, en las islas largas y estrechas que se extienden como cordones verdes en el medio del agua acaramelada, las volutas de humo negro que despide la quemazón de pastizales y arbustos secos eclipsan de a ratos la luminosidad del cielo. Durante un espacio de tiempo improbable, encaramado en la cima de la barranca, de pie junto al hito de piedra que indica al forastero que se encuentra en el kilómetro cero del Río de la Plata, contemplo, abstraído, el río inmóvil, el río liso, sin oscilaciones. Un pescador regresa a tierra en su bote de madera mustia; pese a la distancia, puedo oírlo tararear una vieja melodía italiana que acompaña con el movimiento pausado de los remos. Bandadas de patos silvestres, de plumaje negro, inician su marcha veloz hacia las islas y la protección de la naturaleza compacta, todavía virgen. En la ribera, a uno y otro lado del angosto camino terroso, sauces criollos y mataojos se entreveran con el ramaje caótico de los ceibos, sus brazos excéntricos orientados hacia todas partes. Cielo, barranca, y humareda; islas, silencio y río postrado. Todo da la impresión de haber sido dispuesto con meticulosidad para brindarle a la escena un aire de suspensión de los sentidos, de somnolencia profunda.

A mi derecha, no más de veinte metros, la rústica escalera de peldaños de piedra que conduce a la costa y en cuyo trayecto, en el segundo rellano, el visitante puede encontrar esa suerte de altar, mural gris sucio, de argamasa, con la inscripción: “Rincón de Darwin. Visitado por el sabio en 1833”. “Por la mañana temprano nos dirigimos a un sitio llamado punta Gorda”, refiere Darwin en `Viaje de un naturalista alrededor del mundo´, “que forma un promontorio a orilla del río. En el camino nos proponemos encontrar un jaguar. Las huellas recientes de estos animales abundan por todas partes, pero no conseguimos dar la vuelta ni a uno solo. El río Uruguay, visto desde ese punto, presenta una magnífica masa de agua. Lo claro y lo rápido de la corriente hacen que el aspecto de este río sea muy superior al de su vecino, Paraná. En la margen opuesta, varios brazos de este último río desaguan en el Uruguay. Brillaba el sol y podía distinguirse con claridad el diferente color de ambos ríos”.

Resulta difícil aceptar que aquellas islas delgadas, que brotaron quince años atrás, a cinco, seis kilómetros de esta orilla uruguaya, pertenecen a la Argentina, a otro país.

Resulta difícil aceptar que aquellas islas delgadas, que brotaron quince años atrás a cinco, seis kilómetros de esta orilla uruguaya, pertenecen a la Argentina, a otro país.

En el vértice del delta, donde concurren para formar el Río de la Plata, pueden apreciarse los diversos y azarosos matices del Paraná y del Uruguay, que, según la reverberación del sol y la intensidad de las corrientes, van del pardo al verde marino, del cobrizo al azafranado. “Mar Dulce” resolvió denominar Solís a este ríomar sin márgenes visibles que nace a mis pies, descarga veinte mil metros cúbicos de agua por segundo y tiene una superficie fluvial de treinta y cuatro mil kilómetros cuadrados, similar a la de Holanda; el tercero más caudaloso del planeta, después del Amazonas y el Congo. Mar dulce, acaso un oxímoron que actuó a la manera de cruel presagio latinoamericano: rica pobreza, miserable opulencia. Desmesurado continente de agua que en su historia guarda infinidad de misterios y leyendas; naufragios, epopeyas y célebres batallas fluviales; frustraciones y equívocos, como el de Solís, o el de Magallanes, que, en enero de 1520, al llegar a su desembocadura –donde, en el continente, ve levantarse un montículo sobre la llanura inabarcable, sitio al que llama “Montevidi”–, supone que es el mar tendiéndose hacia el oeste, en dirección a las Molucas, el ansiado paso al “mar del Sur”. Quince días gastará buscando en vano, ignorando que estaba en un río extraordinariamente caudaloso.

El río y la historia nos han unido y no nos separa el chauvinismo, que en mi concepto no es más que un nacionalismo de derecha. De ahí al fascismo no hay más que un paso.

Resulta difícil aceptar que aquellas islas delgadas, que brotaron quince años atrás a cinco, seis kilómetros de esta orilla uruguaya, pertenecen a la Argentina, a otro país. El río Uruguay, “río de los pájaros pintados” como lo llamó Juan Zorrilla de San Martín echando mano de una interpretación lírica del término guaraní, no es un límite; es un trazo engañoso, de naturaleza fantasmagórica, a menudo invisible; enlaza, vincula, reúne, echa por tierra el concepto de frontera. Amalgama y le proporciona una identidad singular a esta región cargada de códigos y complicidades indescifrables; geografía litoral que los habitantes de uno y otro lado atraviesan campechanamente, una y otra vez, con el ánimo de conseguir un trabajo efímero, comprar un alimento más barato, transportar mercaderías de contrabando, buscar fortuna en el juego, satisfacer su sed de sexo, visitar algún pariente, cazar, pescar. “El río Uruguay”, dijo el poeta y cantante uruguayo Aníbal Sampayo, “es un tiento de plata cosiendo dos lonjas de un mismo cuero: Uruguay y Argentina. Por debajo del agua corre la tierra y esa es de todos, de los entrerrianos, los sanduceros, los correntinos, los misioneros, de toda esa gente que habita a orillas del Uruguay. El río y la historia nos han unido y no nos separa el chauvinismo, que en mi concepto no es más que un nacionalismo de derecha. De ahí al fascismo no hay más que un paso. La patria que querían Artigas, Bolívar o San Martín era la patria grande. No estaba dividida ni por fronteras ni por aduanas”.

La venta de colosales superficies de tierra a empresarios extranjeros, en particular argentinos de reputación sombría es contínua.

En la laguna Solís, a cuatrocientos metros del río, hoy es imposible sorprenderse con una nutria, con una garza mora o un carpincho, y en el monte arenoso de Punta Gorda, camino al bosque de pinos, ni vestigios quedan de los zorritos o las liebres. Todo lo que me había movido a instalarme en este lugar, ha desaparecido; algunas estampas cotidianas han sufrido una transfiguración natural, como los cinco álamos, siempre los había tenido a pocos metros de la casa, de la ventana de mi estudio. El primero en morir fue el álamo de la izquierda; una mañana, al cabo de una tormenta feroz, apareció desplomado, repleto de hojas verdes todavía; la cima, delgada, entremetida en el camino. Lo sucedió un aromo, partido al medio por un rayo. Y luego, obra entonces de hachas y sierras gobernadas por la mano y el abuso del hombre, fueron decenas y decenas; del bosque que solía recorrer cuando arribé al paraje, restan pálidos mojones, residuos de madera marchita y grisácea que semejan un páramo que ya nunca más habrá de recibir los favores del sol y del agua.

La tala de árboles es moneda corriente y el cercado de playas públicas…Los nuevos dueños de la tierra desvían el curso de arroyos a su antojo, desplazan médanos de un lado a otro…construyen muelles privados adonde arriban, sin inspección aduanera alguna, yates suntuosos.

La venta de colosales superficies de tierra a empresarios extranjeros, en particular argentinos de reputación sombría, es continua. Cuentan, desde luego, con la hospitalidad de lugareños y funcionarios públicos que nada preguntan, que nada controlan, porque las inversiones, presumen sin rodeos, significan progreso y empleo y bienestar; así las cosas, la tala de árboles es moneda corriente y el cercado de playas públicas un hábito que todos acogen en silencio. Los nuevos dueños de la tierra desvían el curso de arroyos a su antojo; desplazan médanos de uno a otro lado; contratan máquinas tremebundas y abren caminos o cavan canales donde y cuando lo desean; levantan muros en tierras públicas; construyen muelles privados adonde arriban, sin inspección aduanera alguna, yates suntuosos.

El sur del mundo se ha convertido en un generoso albergue de despojos, de residuos y desperdicios ponzoñosos; la tierra y el agua, en las presas más codiciadas de la mesopotamia argentina y el litoral uruguayo. Formidables plantaciones de pinos y eucaliptos, destinados a la producción de pulpa de celulosa, han desplazado a las tradicionales actividades agropecuarias; estupendas praderas corrompidas por el monocultivo de soja transgénica; tierra, agua, aire y gente intoxicados a causa del disparatado empleo de plaguicidas simplemente mortíferos; el éxodo de chacareros y pequeños productores hacia los suburbios de las grandes ciudades, es incesante. Los asentamientos están creciendo con la misma celeridad que los pinos y eucaliptos.

Los poderosos países del norte han seguido a rajatabla la recomendación que, en 1992, soltó Laurence Summers, vicepresidente del Banco Mundial: “Entre nosotros ¿no debería el Banco Mundial alentar una mayor transferencia de industrias sucias al tercer mundo?…Las sustancias cancerígenas tardan muchas años en producir sus efectos, sería menos llamativo en países con expectativas de vida bajas…”

Camino a Nueva Palmira, frente a la zona franca, la espaciosa “cancha de acopio” de la empresa Tile Forestal está colmada de enormes atados de troncos de eucaliptos. Su destino: las empresas productoras de pasta de celulosa que las firmas Botnia, finlandesa, y ENCE, española, han comenzado a construir en la costa de Fray Bentos al amparo de un gobierno uruguayo que se ha empecinado en apoyar, con inaudita y singular tenacidad, el despropósito.

Los poderosos países del norte han seguido a rajatabla la recomendación que, en 1992, soltó Laurence Summers, en aquel tiempo vicepresidente del Banco Mundial: “Entre nosotros, ¿no debería el Banco Mundial alentar una mayor transferencia de industrias sucias al tercer mundo? Numerosos países se encuentran muy limpios, por lo que sería lógico que recibieran industrias sucias y residuos industriales ya que tienen una mayor capacidad de absorción de contaminación sin que produzcan grandes costos. Los costos de esta contaminación están ligados al aumento del retroceso de la mortalidad. Desde este enfoque, una cierta cantidad de contaminación perniciosa debiera ser realizada en países con costos más bajos, con menores salarios, por lo que las indemnizaciones a pagar por los daños serán también más bajas que en los países desarrollados. Creo que la lógica económica que existe en la exportación de una carga de basura tóxica a un país con salarios más bajos, es impecable y debemos tenerla en cuenta. Las sustancias cancerígenas tardan muchos años en producir sus efectos, por lo que esto sería mucho menos llamativo en los países con una expectativa de vida baja, es decir, en los países pobres donde la gente se muere antes de que el cáncer tenga tiempo de aparecer”.

Hace casi 20 años, cuando López Echagüe escribía estas líneas, la Laguna de Solís que mencionaba era así. Transparente.
Hoy, esa misma laguna, se ve así. Nadie sabe dar razones del motivo.

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