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Después del coronavirus, por Alain de Benoist

Traducido en exclusiva del equipo de Nomos. El siguiente artículo apareció en el sitio Valeurs actuelles el 2 de abril del año en curso. El medio planteaba entonces al filósofo y ensayista francés las siguientes preguntas: «¿Qué mundo ha visto nacer la epidemia de coronavirus? ¿Qué dogmas viene repentinamente a poner en cuestión? ¿Cómo será el mañana que engendrará esta crisis mayor?».

La historia está siempre abierta, como todos saben, lo que la vuelve impredecible. En ciertas circunstancias, sin embargo, es más fácil prever el mediano y largo plazo que prever el corto. Lo evidencia la pandemia de coronavirus. A corto plazo, uno imagina lo peor: los sistemas de salud saturados, muertos por cientos de miles, incluso millones, rupturas en la cadena de aprovisionamiento, disturbios, saqueos y todo lo que le sigue a eso. En realidad, nos vemos arrastrados por una ola de la que nadie es capaz de saber hasta dónde llegará, ni cuándo terminará de romper. Pero si uno mira más lejos, aparecen algunas evidencias.

Ya lo hemos dicho demasiadas veces, pero es necesario volver a decirlo: la crisis sanitaria está (¿provisoriamente?) haciendo sonar las campanadas finales de la globalización y la ideología progresista dominante. Ciertamente, las grandes epidemias de la Antigüedad y de la Edad Media no tuvieron necesidad de la globalización para producir decenas de millones de muertes, pero cae de maduro que la generalización del transporte, del intercambio y las comunicaciones en el mundo no han hecho sino agravar las cosas. En la «sociedad abierta» el virus es muy conformista: hace como todo el mundo, circula. Y bien, nosotros no circulamos más. Dicho de otro modo, hemos roto con el principio de la libre circulación de los hombres, de las mercancías y de los capitales que resume la fórmula: «Laissez faire, laissez passer» [dejar hacer, dejar pasar]. Este no es el fin del mundo, pero es el fin de un mundo.

Recordemos. Después de la implosión del sistema soviético, todos los Alain Minc del planeta nos anunciaban una «mundialización feliz». El mismo Francis Fukuyama profetizaba el fin de la historia, convencido de que la democracia liberal y el sistema de mercado lo habían acarreado. Íbamos a transformar la Tierra en un inmenso centro comercial, disolver las fronteras, reemplazar países por territorios e instaurar la «paz universal» de la que hablaba Kant. Las identidades colectivas «arcaicas» serían progresivamente erradicadas y las soberanías se volverían obsoletas.

Las fronteras, lejos de su anhelada desaparición, están para quedarse

La globalización reposaba sobre el imperativo de producir, de vender y de comprar, de moverse, circular, avanzar y mezclarse de manera «inclusiva». Reposaba sobre la ideología del progreso y la idea de que la economía debe definitivamente suplantar a la política. La esencia del sistema era la inexistencia de límites: siempre más intercambios, siempre más mercaderías, siempre más ganancia para permitirle al dinero nutrirse de sí mismo y transformarse en capital.

Sucediendo al antiguo capitalismo industrial, que todavía tenía algunos anclajes nacionales, un nuevo capitalismo cada vez más desconectado de la economía real, enteramente desterritorializado y operando en tiempo cero, tuvo su desarrollo demandando a los Estados, de aquí en adelante prisioneros de los mercados financieros, que adoptasen una «buena gobernanza» susceptible de servir a sus intereses. Las privatizaciones se multiplicaron, las relocalizaciones y los contratos de subcontratación internacional también, acarreando desindustrialización, baja de salarios y alza del desempleo. Se hizo uso y abuso del viejo principio ricardiano de la división internacional del trabajo, lo que resultó en la competencia, bajo condiciones de dumping, entre los trabajadores de los países occidentales y los de los confines del mundo. La clase media de los países occidentales empezó a declinar, mientras que las clases populares se engrosaban con un creciente número de vulnerables y precarizados. Los servicios públicos fueron sacrificados en el altar de los grandes principios presupuestarios de la ortodoxia liberal. El libre cambio se convirtió más que nunca en un dogma y el proteccionismo algo repelente. Cuando eso no anduvo más, en lugar de retroceder, ¡se optó por pisar a fondo el acelerador!

Y en eso, ¡pum! Nos envanecíamos del movimiento, del «circulacionismo» y del desarraigo, y ahora todo está parado. Habíamos anunciado la pronta desaparición de las fronteras, en cambio ahora las vemos por todos lados: la Unión Europea cierra las suyas (entonces, ¿era eso posible?) y se levantan más fronteras entre las ciudades, entre las regiones, entre los edificios, entre los individuos. Uno después de otro, todos los países restablecen los controles fronterizos. Y todo el mundo lo aplaude.

Ayer nomás la orden del día era vivir juntos en una sociedad sin fronteras («no borders»); hoy es «quédense en casa», ¡y no se mezclen con nadie! Los bobos [del francés «bourgeois bohème»: burgués bohemio] de las grandes metrópolis están huyendo como roedores a refugiarse en esa Francia periférica que tanto despreciaban ayer. Quedó lejos la época en que solo hablábamos de «cordón sanitario» para mantener a raya el pensamiento inconformista. En el mundo «marítimo» de los flujos y reflujos, estamos presenciando un regreso de lo telúrico, del lugar que hace a los vínculos.

La Comisión Europea, a los suscriptores ausentes

Desinflada, en todos los sentidos del término, la Comisión Europea parece una liebre encandilada: desconcertada, aturdida, paralizada. Incapaz de decidir cualquier cosa en este momento de emergencia, ha suspendido lastimosamente aquello que pretendía tener en mayor consideración: los «criterios de Maastricht», es decir, el «pacto de estabilidad» que limita los déficits estatales al 3% del PIB y la deuda pública al 60%. Después de lo cual, el Banco Central Europeo liberó 750 mil millones de euros que supuestamente permitirían enfrentar la situación, pero cuyo objetivo es de hecho salvar el euro. En la emergencia, cada país decide y actúa por sí mismo.

En un mundo globalizado, se supone que las normas sirven para enfrentar cualquier eventualidad. Eso es olvidar que cuando surge un estado de excepción, como bien lo señaló Carl Schmitt, las normas ya no se pueden aplicar. Según los «buenos apóstoles» el Estado era el problema, pero ahora se convierte nuevamente en la solución. Tal como en 2008, cuando los bancos y los fondos de pensión reclamaron a los mismos poderes públicos que habían denunciado en las vísperas, pidiéndoles que los protegieran para no desaparecer. Macron mismo decía que las ayudas sociales costaban un ojo de la cara. Hoy el mismo sujeto declara que, para intentar remontar la crisis sanitaria, se gastará todo lo que sea necesario. Cuanto más se desarrolle la pandemia, más deberá aumentar el gasto público. Para financiar el desempleo parcial y cubrir los rojos en las cuentas de las empresas, los estados liberarán centenas de billones, aunque ya se encuentren totalmente endeudados.

Las leyes laborales se han suavizado, la reforma previsional se pospone, se deja para quién sabe cuándo el diseño de los nuevos seguros de desempleo. Incluso el tabú de las nacionalizaciones ha saltado por los aires. Aparentemente encontraremos el dinero que decíamos inhallable, porque todo lo que era imposible ahora se vuelve posible.

También actuamos como si de repente descubriésemos que China se convirtió en la fábrica del mundo (en 2018, representaba el 28% del valor agregado a la producción manufacturera global), que produce todo tipo de cosas que nosotros hemos renunciado a producir por nosotros mismos, por empezar nuestros medicamentos (¡desde 2008 no producimos ni un gramo de paracetamol en Europa!), y que esa dependencia nos convierte en objetos de la historia ajena. El jefe de Estado -¡vaya sorpresa!- ha declarado que «delegar nuestra alimentación, nuestra protección, nuestra capacidad de cuidarnos, nuestro estilo de vida básicamente, a otros es una locura». «Las próximas semanas y los próximos meses requerirán decisiones de ruptura», dijo también. ¿Será posible reubicar sectores enteros de nuestra economía y diversificar las fuentes de suministro?

Tampoco subestimemos el choque antropológico. La concepción del hombre transmitida por la doxa dominante era la de un individuo separado de sus semejantes, enteramente dueño de sí mismo («¡mi cuerpo es mío!»), que supuestamente contribuye al equilibrio general buscando constantemente maximizar el interés propio en una sociedad completamente regida por los contratos jurídicos y los reportes de mercado. Es esta visión del homo economicus la que está entrando en bancarrota. Mientras Emmanuel Macron apela a la responsabilidad de todos, a la solidaridad local e incluso a la «unidad nacional», la crisis sanitaria recrea sentimientos de pertenencia. Toda relación nuestra con el tiempo y el espacio se ve modificada: nuestra relación con el propio estilo de vida, con la razón misma de nuestra existencia y con los valores, que no se limitan a aquellos de la «República». En lugar de quejarnos, admiramos el heroísmo del personal de enfermería. Redescubrimos la importancia de lo común, de lo trágico, de la guerra, de la muerte; para ser breves, de todo aquello que queríamos olvidar. Formidable retorno de lo real.

Y mientras tanto, ¿qué es lo que viene? En primer lugar, evidentemente, una crisis económica que tendrá consecuencias sociales gravísimas. Todo el mundo espera una recesión a escala mayor, que afectará a Europa, tanto como a los Estados Unidos. Decenas de miles de empresas irán a la quiebra, millones de empleos se verán amenazados y se esperan bajas de los PBI que podrían llegar hasta un 20%. Los estados tendrán que endeudarse nuevamente, lo que debilitará aún más el tejido social.

Esta crisis económica y social bien podría desembocar en una nueva crisis financiera de una magnitud superior a la de 2008. El coronavirus no será el factor desencadenante de dicha crisis, ya que se la ha esperado durante años, pero puede ser el catalizador. Los mercados bursátiles ya empezaron a desajustarse, mientras que el precio del petróleo se está derrumbando. Un crack bursátil en teoría se relaciona solamente con las acciones, pero también afecta a los bancos cuyo valor depende del de los títulos que aparecen en sus activos y de la hipertrofia de los precios de estos valores financieros, resultado de la actividad especulativa del mercado bancario, perseguida a expensas de su actividad tradicional de depósito y garantía. Si el crack bursátil se combina con una crisis de los mercados de deuda, como sucedió durante la crisis de las hipotecas subprime, la propagación de los incumplimientos de pago dentro del sistema bancario deja prever un colapso general.

Nos arriesgamos, entonces, a tener que lidiar simultáneamente con una crisis sanitaria, una crisis económica y social y una crisis financiera, sin olvidar la crisis ecológica y la crisis migratoria. Una conjunción de catástrofes: este es el gran tsunami por venir.

Algunas consecuencias políticas de importancia

Pero también habrá consecuencias políticas. Y en todos los países. ¿Cuál es el futuro del presidente chino después del despegue del «dragón»? ¿Qué pasará en los países árabe-musulmanes? ¿Qué efecto tendrá en la campaña presidencial estadounidense, país donde decenas de millones de habitantes no tienen ninguna cobertura médica?

Los franceses no son ciegos. Pueden ver que la epidemia fue recibida en principio con escepticismo, incluso con indiferencia, y que luego hubo dudas sobre la estrategia a seguir: detección sistemática, inmunidad de grupo o confinamiento. Las pérdidas de tiempo y las declaraciones contradictorias (no es una enfermedad grave, pero provocará muchas muertes; los barbijos no sirven de nada, pero el personal de salud necesita más; las pruebas de detección son un despropósito, pero vamos a probar hacerlas masivamente; quédense en sus casa, pero vayan a votar) duraron dos meses. A finales de enero, Agnès Buzyn aseguraba que el virus no saldría de China. El 26 de febrero, Jérôme Salomon afirmaba delante de la comisión de asuntos sociales del Senado que no había ningún problema con las máscaras. El 11 de marzo, Jean-Michel Blanquer no veía ninguna razón para cerrar escuelas y universidades. El mismo día Macron inflaba el pecho («¡No renunciaremos a nada, especialmente a la libertad!») después de haber ido al teatro ostentosamente unos días antes porque «la vida debe continuar normalmente». Ocho días después, cambio de tono: aislamiento para todo el mundo. ¿Quién puede tomar en serio a semejantes personas?

«Estamos en guerra», dijo el jefe de estado. Una guerra exige líderes y recursos. En cambio, no tenemos más que «expertos» que no están de acuerdo entre sí y, como armas, pistolas de cebita. El resultado es que, tres meses después del comienzo de la epidemia, aún faltan máscaras, pruebas de detección, gel desinfectante, camas de hospital, respiradores. Nos falta todo porque no habíamos previsto nada y porque no nos apuramos a ponernos a reparo hasta que estalló la tormenta. Numerosos médicos ya lo están diciendo: los responsables algún día deberán rendir cuentas.

El caso del sistema hospitalario es sintomático, ya que hoy está en el corazón de la crisis. En tren de aplicar la doxa liberal se quiso someter a los hospitales del sector público al arancelamiento, instándolos a ganar más dinero en nombre del principio sacrosanto de la rentabilidad, como si su actividad pudiera subordinarse al simple juego de oferta y demanda. En otras palabras, se quiso someter a un sector ajeno a los principios del mercado, buscando introducir una racionalidad gerencial basada únicamente en el Sistema de Producción Justo a Tiempo, que condujo a los hospitales públicos al borde de la parálisis y el colapso. ¿Sabíamos que el sistema de salud regional (SRS), por ejemplo, establece un límite en el número de reanimaciones basado en la «tarjeta sanitaria»? ¿Que Francia eliminó 100.000 camas de hospital en los últimos veinte años? ¿Que en Mayotte hay actualmente 16 camas de cuidados intensivos para 300,000 habitantes? Los profesionales de la salud lo han estado diciendo en todos los tonos posibles durante años. No los escuchamos.

El fin del consumismo, ¿de verdad?

Cuando todo esto haya pasado, ¿volveremos al desorden establecido? ¿O hallaremos en esta crisis sanitaria la oportunidad de comenzar de nuevo con mejores bases, alejados del demonio de la mercantilización del mundo, del productivismo y el consumismo a todo precio? Nos encantaría creerlo, si los mismos hombres no se hubieran revelado ya incorregibles. La crisis de 2008 podría haberles servido de lección, pero prevalecieron los viejos hábitos: prioridad a la rentabilidad financiera y la acumulación de capital a expensas de los servicios públicos y el empleo. Tan pronto como las cosas parecieron ir mejor, nos arrojamos de nuevo en la lógica infernal de la deuda, las «burbujas» comenzaron a inflarse nuevamente, los productos financieros tóxicos de vuelta a circular, los accionistas a exigir siempre mayor retorno de su inversión. Mientras, con el pretexto de restablecer el equilibrio, se implementaban políticas de austeridad devastadoras para los pueblos. La «sociedad abierta» siguió su inclinación natural: ¡siempre más!

En lo inmediato podríamos aprovechar el confinamiento para releer (o descubrir) la obra de ese formidable sociólogo que fue Jean Baudrillard. En un mundo «hiperreal», donde lo virtual ha prevalecido sobre la realidad, fue el primero en hablar de una «alteridad que [por resultar imposible] segrega esa otra alteridad invisible, diabólica, inasible, ese Otro absoluto que es el virus». Virus informático, virus epidémico, virus bursátil, virus del terrorismo, circulación viral de información digital: todo esto, decía él, obedece «al mismo protocolo de virulencia y de irradiación, cuyo poder, incluso sobre la imaginación, es viral». La viralidad, en otros términos, es el gran principio actual del contagio de los desórdenes.

A la hora en que yo escribo estas líneas, los habitantes de Wuhan y de Shanghai redescubren que, en su estado natural, el cielo es azul.

(En nomos.com.ar podés encontrar otros artículos tan interesantes como éste)

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Amenaza de despidos en la Biblioteca Nacional

Trabajadores y trabajadoras de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno viven la angustia de una nueva ola de depidos masivos, como ya ocurrió en tiempos de Macri. Sin medias tintas, las autoridades han hecho trascender que el próximo martes es la fecha elegida para reducir en un 30% el personal, lo que significa, aproximadamente 300 personas que llevan adelante desde hace años una tarea que las enorgullece.

La Biblioteca Nacional es la institución cultural más antigua del país. Fue creada en 1810, bajo los ideales iluministas del siglo XIX. Desde su fundación tuvo como misión custodiar, registrar, preservar y difundir el patrimonio bibliográfico y documental a su alcance. En la actualidad, no sólo es una de las instituciones más importantes de latinoamerica por su acervo bibliográfico, también se ha amoldado a los tiempos digitales, es consultada en el mundo entero y posee uno de los archivos de fondos personales más interesantes de los protagonistas culturales del siglo XX, así como una impresionante audioteca, fototeca, y la misión de recuperar archivos gráficos de magnitud como los del diario Crónica, entre otros. En las últimas décadas se ha convertido en un espacio ineludible para el debate, la formación y la divulgación cultural a través de muestras, talleres, encuentros de poesías, ciclos de cine, entre otras actividades.

Entre sus directores, figuran algunos de los nombres más destacados de la cultura nacional: Paul Groussac, Jorge Luis Borges y Horacio González supieron interpretar el legado de su creador, Mariano Moreno. Durante sus gestiones, crecieron los acervos y sus lectores; se ampliaron y mejoraron sus servicios y sus sedes; se diversificaron las preocupaciones e intereses y se estableció un vínculo cada vez más afianzado con la comunidad.

“La Biblioteca es una ciudad, un universo, sostenido por una comunidad de empleados altamente capacitados en cada una de las especialidades de las que, los aquí firmantes, hicimos y hacemos buen uso y agradecemos”, señala la carta en circulación que ya ha reunido un centenar de firmas.

“Por todo esto y, en vista del congelamiento del presupuesto institucional y de los anunciados despidos de muchos de sus trabajadores -medidas que, de concretarse, ponen en riesgo el funcionamiento de la entidad y el mantenimiento de sus colecciones-, nos dirigimos a las autoridades pertinentes –al presidente de la República Argentina, Javier Milei; a la ministra de Capital Humano, Sandra Petovello; al secretario de Cultura, Leonardo Cifelli y a la directora de la Biblioteca Nacional, Susana Soto Pérez– para solicitarles la urgente revisión de esta situación en favor de la identidad nacional y el bien social. Un país sin cultura es otro modo, complementario a las políticas económicas, de condenar a sus habitantes al hambre, concluye el documento.

Para leer y adherir, aquí la carta completa:

https://docs.google.com/forms/d/e/1FAIpQLSchpY-fftXoRiu53dq6oTZO40EiXlhys-Rf9aQk4W99rdobGw/viewform

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El origen de los 30.000 desaparecidos. Investigación de Oscar Taffetani

El 9 de diciembre de 2016, un despacho de la agencia Télam envió a los medios el resultado de una investigación sobre los antecedentes documentales de los 30.000 desaparecidos, cifra que se convertiría en símbolo de la lucha contra la dictadura genocida primero y del reclamo de verdad y justicia después. Ciertos negacionistas locales, imitando a los negacionistas de la Shoá y de los otros genocidios del siglo XX, pretenden reducir la valoración de esas tragedias históricas a la exactitud de unos pocos datos que son variables y casi siempre inverificables. La investigación –rescatada del archivo de Télam- nos invita a remontarnos al origen verdadero de esa cifra que fue inicialmente calculada por el terrorismo de Estado, pero que fue resignificada por la lucha de varias generaciones argentinas.

En una carta fechada el 2 de enero de 1976 y dirigida al escritor cubano Roberto Fernández Retamar, el narrador argentino Haroldo Conti, referente del FAS y vinculado con el PRT-ERP, hace una alhelante predicción: “Me acaba de informar muy confidencialmente mi cuñado, que es militar, que se espera un golpe sangriento para marzo. Inclusive los servicios de Inteligencia calculan una cuota de 30 mil muertos”. Consultado Retamar sobre la autenticidad del documento, respondió a quien esto escribe: “La carta que me envió el compañero Haroldo el 2 de enero de 1976 se encuentra en el archivo de la Casa de las Américas”.

“También publiqué dicha carta -agregó Retamar- en mi libro ‘Fervor de la Argentina’, que apareció en Buenos Aires en 1993 y tuvo reedición cubana”. A cuatro décadas de ser escrita, esa carta de Haroldo, lo mismo que el contexto histórico, merecen una reconstrucción.

No fue aquella la primera vez en que Haroldo Conti dio a entender que disponía de información de Inteligencia, por contactos propios –-no sólo familiares– en las fuerzas armadas y de seguridad. En otra misiva, también dirigida a Retamar y fechada el 15 de octubre de 1973, dice: “Acabo de enterarme por una persona de mi amistad, que corrió el riesgo para informarme, que en una orden que se distribuye entre los comandos de asalto hay una lista de unas 30 personas a liquidar. Yo figuro entre las primeras. Otro es Rodolfo Mattarollo, director de ‘Nuevo Hombre’, abogado de presos políticos, entrañable amigo de quien les hablé más de una vez” (el abogado Rodolfo Mattarollo, autor de un temprano ensayo sobre la obra de Haroldo Conti, participó en aquel tiempo de la revista Nuevo Hombre y de la última época del diario El Mundo, ambos medios vinculados con el PRT-ERP).

Haroldo Conti: “Calculan 30.000 muertos”

Ahora, veamos lo que escribió desde las antípodas, en su autobiografía “Yo fui Vargas”, el capitán del Ejército y criminal dos veces condenado Héctor Vergez, quien después de haber actuado en la represión ilegal en el área del III Cuerpo de Ejército y después de haber sido denunciado en Córdoba por apropiación y venta de bienes de desaparecidos, pasó a actuar como agente encubierto del Batallón 601 de Inteligencia, en Buenos Aires:

“Cabe advertir al lector no informado o a menudo desinformado –dice Vergez- que la lucha con la delincuencia subversiva fue una lucha de Inteligencia y que los medios y apoyos del terrorismo sobrepasaron muchísimas veces los del Estado argentino”, agregando en otro pasaje y aludiendo específicamente al aparato de inteligencia del PRT-ERP: “La reunión informativa se realizaba, lógicamente, a través de infiltrados en los diversos ‘frentes’ o ámbitos sociales, empresariales y políticos”.

Podemos descontar que si Haroldo Conti y Rodolfo Mattarollo ya figuraban en las listas de “objetivos” de los organismos de Inteligencia en octubre de 1973, también lo estaban el 24 de marzo de 1976, cuando se produjo el golpe de Estado que inició la dictadura del Proceso. No pasó mucho, desde el día del golpe, hasta que fue secuestrado Haroldo Conti, la madrugada del 5 de mayo de 1976, en su domicilio de Fitz Roy 1205, Villa Crespo, Buenos Aires.

El GT1 del Primer Cuerpo de Ejército reforzado con PCI (personal Civil de Inteligencia) que, según documentos disponibles, realizó el operativo, también se llevó a un presunto compañero de militancia de Haroldo llamado Héctor Fabiani, que pernoctaba en la casa y que había quedado al cuidado de los niños, aunque el grupo de tareas optó por dejar allí (presumiblemente, porque prefirieron llevar en sus automóviles el producto del saqueo) a Marta Scavac, pareja del escritor, lo mismo que a su hijo Ernesto, de apenas tres meses, y a la niña Miriam Acuña (de 7 años, hija de Marta).

Con fecha 6 de mayo fue presentado por Lidia Olga Conti, hermana de Haroldo (y esposa del militar aludido en la carta de enero) el primer hábeas corpus pidiendo la aparición de Haroldo. El recurso, como los que siguieron después, no tuvo resultado.

Personal de inteligencia del Batallón 601 estuvo a cargo del interrogatorio, tortura y muerte de Haroldo Conti

Haroldo Conti había sido detenido ilegalmente y elementos del Batallón 601 de Inteligencia y del Cuerpo I de Ejército se ocuparon de interrogarlo bajo tortura, destruyéndolo psíquica y físicamente, al punto de que cuando el cura Leonardo Castellani, tras solicitarlo personalmente a Videla, pudo verlo en el ya desaparecido CCD “Coordinación Federal” –a una cuadra del Departamento Central de Policía–, sólo alcanzó a darle la extremaunción. Castellani reveló eso, bajo secreto, a dos periodistas de la revista Crisis y a Marta Scavac, poco antes de que ésta partiera –con protección de la Marina, por un pedido personal que hiciera Omar Torrijos a Emilio Eduardo Massera– al exilio, junto a sus dos hijos más pequeños.

Dos de los abogados que integraban la flamante CADHU (Comisión Argentina de Derechos Humanos) –Mario Hernández y Roberto Sinigaglia– que estaban coordinando acciones para denunciar atentados y secuestros en Córdoba y Buenos Aires, fueron secuestrados ellos mismos el 11 de mayo de 1976 y permanecen desaparecidos.

La orden de batalla del Proceso (cuyos documentos no terminan de salir a la luz) se estaba ejecutando en aquellos días de otoño con rapidez y ferocidad, lo que obligó a la mayoría de los integrantes de la CADHU, ex adherentes de la muy raleada Gremial de Abogados, a tomar la decisión de poner a salvo a sus familias primero y de abandonar el país poco después, para continuar con la denuncia de los crímenes de la dictadura y con el apoyo a las víctimas desde lugares o países más seguros.

Gustavo Roca y Lucio Garzón Maceda, defensores de gremialistas y presos políticos de Córdoba que sufrían el feroz hostigamiento de las patotas del Comando Libertadores de América y el III Cuerpo de Ejército, fueron a España y a Francia primero, y allí tuvieron oportunidad, por gestión de dos integrantes de la CADHU residentes en Washington, de obtener un “hearing” ante una Subcomisión de Diputados del Congreso de los Estados Unidos dedicada a los Asuntos Externos y presidida por el diputado demócrata Donald Fraser (aquella invitación no era ingenua: los dos miembros de CADHU anfitriones –el ingeniero Gino Lofredo y la ex detenida Olga Talamante, ambos con ciudadanía norteamericana– sabían que la llegada al gobierno de Jimmy Carter significaría un reimpulso de los derechos humanos, tanto en política interior como en política exterior).

Las exposiciones de Gustavo Roca y de Lucio Garzón Maceda el 28 y 29 de septiembre de 1976, inscriptas en una serie que incluía otras denuncias por las violaciones a los DDHH en Chile y el Uruguay, llevaban el pedido concreto de que cesara la ayuda militar estadounidense a aquellas tres dictaduras del Cono Sur, objetivo que fue alcanzado en todos los casos.

Sin embargo, en el caso argentino, el haber hecho aquella solicitud les costó a Roca y a Garzón Maceda una causa judicial por “traición a la patria”, que los tuvo en vilo hasta el regreso de la democracia argentina, cuando obtuvieron el sobreseimiento definitivo.

Ya se había iniciado en los Estado Unidos, a fines de 1976, la investigación que generaría dos visitas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la última de las cuales fue en 1979. Y el cálculo aproximado de víctimas de ejecuciones extrajudiciales, secuestros y desapariciones, era el mismo que habían hecho los servicios de Inteligencia argentinos meses antes del golpe de Estado, y sobre el que había alertado Haroldo Conti en su carta a Fernández Retamar. A fines de 1976 se hablaba, tanto en Europa como en América del Norte, de “30.000”.

En enero del año siguiente, 1977, al prologar el libro de denuncia de la CADHU titulado “Argentina. Proceso al Genocidio”, el abogado Eduardo Luis Duhalde, quien se había trasladado a Madrid con el propósito de crear sedes y bases en Europa para denunciar la situación argentina, escribió: “Más de 2.300 personas fueron muertas oficialmente por las fuerzas militares y policiales entre marzo y diciembre de 1976. Sacerdotes, abogados, parlamentarios, profesores, científicos, artistas, asilados políticos latinoamericanos, dirigentes sindicales y de organizaciones populares se cuentan entre las víctimas. 20.000 han sido secuestradas y han desaparecido, y más de 10.000 están prisioneros en cárceles y campos de concentración militares” (como se advierte, las víctimas de la represión ilegal seguían siendo, en ese documento, 30.000).

Dos meses después, al intervenir como miembro de la CADHU y en representación de Pax Romana ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, Rodolfo Mattarollo –el amigo y compañero de Haroldo Conti que mencionamos al comienzo– expresó lo siguiente: “Según varias organizaciones humanitarias, éste es el trágico saldo del año 1976 en Argentina: 2.300 muertos, 10.000 presos políticos y de 20 a 30 mil desaparecidos. Grupos armados que innegablemente forman parte de las Fuerzas Armadas y la Policía han secuestrado y continúan secuestrando a alrededor de 2.500 personas por mes. Las víctimas son argentinos de toda clase y condición social y latinoamericanos refugiados en territorio argentino”.

Las cifras que difundían la CADHU, el TYSAE (Trabajadores y Sindicalistas Argentinos en el Exilio) y otras organizaciones de resistencia y denuncia que actuaban en el exterior, no diferían mucho de las que el mismo Departamento de Estado norteamericano, que recibía cotidianamente los partes de sus propios servicios de Inteligencia y de su propia diplomacia, manejaba.

Uno de los documentos desclasificados que tiene la organización Archivo de Seguridad Nacional en la Georgetown University, perteneciente al denominado Plan Cóndor, es un mensaje del agente de la DINA chilena Enrique Arancibia Clavel, dirigido con seudónimo a sus superiores en Santiago, en julio de 1978. 

“Adjunto -dice Arancibia Clavel- la lista de todos los muertos en el año 1975. La lista va clasificada por mes. Es decir, en estas líneas van tanto los muertos ‘oficialistas’ (sic) como los ‘no oficialistas’ (sic). Este trabajo se logró conseguir en el Batallón 601 de Inteligencia del Ejército, sito en Callao y Viamonte, de esta capital, que depende de la Jefatura II de Inteligencia del Ejército, del Comando General del Ejército y del Estado Mayor General del Ejército. (…) Las listas corresponden al anexo 74.888.75/A1.E.A. y al anexo 74.889.75/id. Los que aparecen NN son aquellos cuerpos imposibles de identificar. Casi en un 100% corresponden a elementos extremistas eliminados ‘por izquierda’, por las fuerzas de seguridad. (…) Se tienen computados 22.000 entre muertos y desaparecidos, desde 1975 a la fecha. En próximos envíos seguiré ampliando las listas. Atentos saludos. Luis Felipe Alemparte Díaz”.

Los casos verificados de asesinatos, secuestros y desapariciones se hacían constar, con detalle, en los escasos medios de difusión disponibles (entre ellos, dos periódicos del exilio en España, titulados “Presencia Argentina” y “Correo Argentino”). Ya en diciembre de 1977, Correo Argentino publicó la primera “Lista de prisioneros reconocidos por la Junta Militar”, con nombres y apellidos de los detenidos en Villa Devoto, La Plata, Coronda, Sierra Chica, Resistencia, Córdoba y otras cárceles argentinas, así como los casos en que se había concedido libertad, salida del país o libertad vigilada. El resto, lo que no se había podido verificar pero que sin duda estaba ocurriendo en los más de 500 centros clandestinos de detención habilitados por la dictadura en el territorio nacional, seguía perteneciendo a esa terrorífica nebulosa de los “30.000”, aquel cálculo proyectivo que habían hecho los mismos autores del golpe de Estado y ejecutores del plan genocida.

El General Ramón Camps dió la cifra de 30.000 desaparecidos

Llegado por fin a la Argentina, el ciclo de la democracia y recuperación de las instituciones, ciertos referentes de la dictadura como el sanguinario general Ramón Camps –quien murió antes de ser alcanzado definitivamente por la justicia– escribían columnas de opinión en medios “amigos” como el diario La Prensa y, además de jactarse de sus crímenes, se permitían aconsejar a los dirigentes y a la ciudadanía de nuestra débil democracia recuperada.

Fue justamente en aquel clima de alivio y a la vez de temor que reinaba a la salida de la dictadura cuando Jorge Luis Borges, entrevistado por periodistas del diario francés Le Monde, en un reportaje que se publicaría a doble página el domingo 6 de mayo de 1984, dijo lo siguiente: “Aquí se usa ese eufemismo de desaparecidos, pero la realidad es mucho más terrible: esas personas no desaparecieron, fueron secuestradas, quizás torturadas y seguramente asesinadas. El general (Ramón) Camps da la cifra de treinta mil. Lo más terrible es que –al parecer– aumentaron, redondearon la cifra para vanagloriarse” (extracto del artículo, reproducido por el vespertino La Razón de Buenos Aires, diario dirigido por Félix Laiño, un hombre que respondía al Ejército Argentino, que era el verdadero propietario del medio, el lunes 7 de mayo de 1984).

En el principio y el final de este relato, donde hemos dejado que hablen los documentos, son los mismos verdugos de la Argentina y de los argentinos quienes lanzaron la cifra de 30.000, cifra que luego fue recogida por la CADHU y las primeras organizaciones que denunciaron a la dictadura cívico militar, con el deseo de parar la matanza y de recuperar vivas a la mayor cantidad de víctimas posibles.

Nuestros 30.000, lo mismo que los seis millones de judíos de la Shoá, lo mismo que el millón del genocidio armenio, los de la posguerra civil en España, los comunistas asesinados en la Indonesia de Suharto o, viniendo más cerca, las víctimas sin nombre y sin tumba de dictaduras genocidas en Asia, África y América latina, son una cuenta abierta, que cada día puede ser incrementada por un nuevo hallazgo o una nueva denuncia. Y son también una herida abierta que sólo una política sostenida de memoria, verdad y justicia  (proeza argentina, que aún no hemos sido capaces de dimensionar ni valorar) puede cerrar. El dictador argentino Leopoldo Fortunato Galtieri (1926-2003), minimizando la demanda por los caídos en aquella guerra de Malvinas que él mismo había desatado, dijo en un reportaje que todos los años “muere más gente en accidentes de tránsito”. Pareja frivolidad y desprecio por la vida humana ostentan aquellos que piden hoy un cálculo “exacto” y “cerrado” de las víctimas de la peor dictadura que sufrimos los argentinos.

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Ana María Soffiantini: “Nuestra recomposición humana fue a partir de la palabra, contar lo que nos había sucedido”

Al cumplirse 20 años de la primera vez que los sobrevivientes de la ESMA entraron junto al presidente Néstor Kirchner y recorrieron el lugar en donde habían permanecido cautivos sufriendo todo tipo de aberraciones, se realizó la entrega de los premios Sara Solarz en reconocimiento a quienes trabajaron por la Memoria, la Verdad y la Justicia que este año fueron entregados a Pablo LLonto, Luciana Bertoia y Giancarlo Ceraudo. Nora Anchart entrevistó a Ana María Soffiantini, sobreviviente de la ESMA quien aquel 19 de marzo de 2004 volvió a recorrer su lugar de secuestro. Uno de los momentos más emotivos de la democracia argentina.

Ana María Soffiantini, “Rosita”

LCV: Contanos qué pasó aquel 19 de marzo de 2004 ¿Cómo fue ese día junto a Néstor Kirchner?

—Nosotros los sobrevivientes tuvimos una sobrevida muy difícil a partir de que terminó la dictadura. No hablar sobre lo que pasamos en el centro clandestino de detención, tortura y exterminio que fue la ESMA, o lo que pasaron todas y todos nuestros compañeros que estuvieron en campos de concentración. Nos costó muchos años recomponernos como personas, integrarnos, poder poner en valor nuestra memoria para poder hacer justicia realmente, decir nuestra verdad y hacer justicia.

Un día de marzo nos llega la invitación, una nota, que nos convocan a todos los que sobrevivimos de ESMA para ingresar con Néstor Kirchner a la ESMA. Fue para todos una noticia que nos asombró, nos alegró y no te puedo describir, porque no es alegría, es algo que te explota el corazón, ¿no? Saber que estamos siendo reconocidos, que nuestra verdad, nuestra memoria tiene peso. Los que sobrevivimos, estamos. Ese día nos volvimos a encontrar. Algunos por ahí nos seguimos viendo, muy pocos, pero nos volvimos a encontrar con compañeros que no los habíamos visto más desde el momento que habíamos estado secuestrados. Así que fue una experiencia muy profunda.

LCV: ¿Cómo fue enfrentar otra vez esos muros, esos caminos, esos árboles, ese lugar? Hace poco escuchaba una sobreviviente que decía que lo recordaba inmenso y sin embargo era tan chico el espacio donde había habido un infierno tan grande.

—A mí me pasó lo siguiente, yo estuve todo el tiempo con capucha y cuando estuvimos trabajando como mano de obra esclava, que a un grupo nos habían puesto en el sótano, para mí fue al contrario, las dimensiones para mí eran las de la capucha y el espacio pequeño en donde trabajaba en situación de esclavitud. Pero cuando entré caminando a la ESMA, yo no soy de Buenos Aires, a la ESMA sabía que quedaba en un lugar y la veía de lejos cuando llevaba a mis alumnos a algún museo a Buenos Aires, y veía el edificio desde la Lugones, sabía que en algún techo de esos 30 o más edificios que había en el predio nos habían tenido a nosotros, ni sabía cuál era. Cuando entro a la ESMA y veo, porque en ese horror, el lugar, si vos vas y vas a ver los árboles, hay épocas que están los pisos llenos de flores, flores amarillas, flores violetas, y los pájaros, y te puedo asegurar que mientras estábamos en cautiverio yo no sentía un solo perfume, no escuché un solo pájaro, entonces no podía creer que ese lugar al que entraba en libertad, por primera vez, y viendo, mirando, sintiendo lo que había, tocando lo que había, era el lugar de la muerte. Una contradicción terrible. Hasta que llegamos al lugar y estallamos todos, ¿no? Porque empezamos a tocar, a medir, porque medíamos con los sentidos, pero no podíamos ver mucho cuando estábamos en cautiverio. O sea que aprendías por los ruidos, aprendías por los golpes que dabas con el codo, y por otras formas también.

LCV: Ana María, vos recién dijiste cuando yo a mis alumnos, ¿sos trabajadora docente?

—Sí, soy ya jubilada, viejita, pero fui docente, por suerte. Es algo extraordinario, porque eso me ayudó mucho a la sobrevida. La maravilla de estar enseñando y aprendiendo a la vez de mis alumnos. Es así.

LCV: ¿En dónde?

—Acá en Ramallo. Cuando a mí me dicen de irme del país no lo acepté porque además quedaba mi familia acá, estaba en una situación muy precaria y después de varias situaciones muy, muy terribles, de deambular por La Pampa con mi compañero de la ESMA, termino acá en Ramallo, donde vivían mis viejos. Yo tenía que darle de comer a mis niños, habíamos quedado solas. Mamá me dice, acordate que tenés un título, que sos profesora y maestra, y por suerte desplegué el título.

LCV: ¿Tu compañero sobrevivió?

—No, no. Mi compañero, el padre de mis dos primeros hijos, lo asesinaron en ESMA, lo secuestraron antes que a mí y lo asesinaron en la tortura. Después, al año casi, me secuestran a mí con mis dos hijos, con María y Luisito. Luisito tenía un mes… No, cuando cae Hugo, Luis tenía un mes. Cuando caigo yo tenía cerca del año y María ya tenía dos añitos. Yo no supe a dónde se los llevaron a ellos hasta que, bueno, con el tiempo me entero. Se los devolvieron a mis padres después de un tiempito largo. Todos los que pasaron por ahí, los que pudimos sobrevivir y los compañeros que no, vivimos lo mismo. Las condiciones fueron realmente infernales. Infernales.

LCV: Este martes se recrea ese recorrido del 19 de marzo y hay una entrega de premios. Decime, ¿desde cuándo se entregan los reconocimientos Sara Solarz y por qué eligieron a estos compañeros que mañana lo van a recibir?

—Nosotros hace tres años que decidimos reconocer a… yo les llamo compañeros, ¿no? A los que siempre estuvieron con el abrazo, con nosotros, con oreja, y además permitiéndonos hacer buenos testimonios, porque la recomposición humana nuestra fue a partir de la palabra y contar lo que nos había sucedido. Porque cuando salimos del cautiverio el mundo estaba silenciado, no existían las preguntas. En un momento también teníamos culpa porque nos preguntaban, ¿por qué vos estás vivo? y no podíamos contestarlo porque los que tendrían que contestarlo son los genocidas. Fuimos armando como una familia de abrazos. Al primero que hemos reconocido fue a Maco Somigliana, de Antropólogos, que trabajó muchísimo con nosotros. El año pasado se los dimos a Jansson, a Flavia Fernández Brozzi, a La Mecha. Son abogados fiscales, pero no podemos expresar lo que han sido con nosotros. Y bueno, y así en esa lista larga que tenemos de reconocimientos y abrazos, queremos decirle que le reconocemos su trayectoria, su acompañamiento, su búsqueda por la verdad, a Pablo Llonto, a Luciana Bertoia, que es alguien que constantemente nos está dando el lugar para poder hablar, a Ceraudo, que junto con Miriam Lewin, pero Miriam es una sobreviviente, por eso a él lo reconocemos, fueron los que hicieron toda la investigación del avión Skyvan, donde arrojaron a las madres de la Santa Cruz y a muchos otros compañeros más.

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