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Mi primer gatillo fácil, por Ricardo Ragendorfer

La riña había sido desigual: dos roperos –después se supo que jugaban en las inferiores de algún equipo de rugby– contra un muchacho de contextura bien plantada, pero nada más. Fue en una parada de colectivos sobre la Avenida del Libertador, a la altura de la Quinta Presidencial de Olivos. La instancia previa consistió en un ríspido intercambio de palabras, cuando desde una Estanciera los primeros se burlaron del otro por su aspecto algo estrafalario. Todo parecía indicar que éste no iría a salir indemne del asunto. Sin embargo, en menos de un minuto doblegó a sus rivales. Entonces tuvo la deferencia de ofrecerles un armisticio honorable. Ello derivó en una súbita empatía entre los tres hombres, quienes se estrecharon las manos como caballeros. En ese instante, un disparo congeló la escena. Eran las cinco y media de la tarde del 17 de julio de 1966.

Tres semanas antes, Onganía había tomado el poder. 

A pesar de que yo apenas tenía ocho años, el día del derrocamiento del presidente Illia quedó grabado en mi memoria. En parte, por la musiquita del informativo de Radio Colonia que aquel lunes mi padre oía con expresión de tristeza. También recuerdo otra melodía de la época: la cortina musical del programa Titanes en el Ring. Al respecto, estoy en condiciones de afirmar que, a sólo horas del golpe de Estado, El Gitano Ivanoff fue vencido en una pelea de fondo por el gran Martín Karadagián. 

Lo cierto es que por entonces no había nada en el mundo que esperara tanto como los domingos a las ocho de la noche. Era cuando el relator Rodolfo Di Sarli irrumpía en la pantalla del viejo Canal 9 para anticipar la velada. Lo suyo era literatura oral, y de la buena. Su método: cierta exaltación en los adjetivos y una fantasía desbordante, casi surrealista. Hasta bautizó tomas con nombres un tanto categóricos: “el torniquete”, “la tabla marina” y “el tirante japonés”. Incluso había luchadores con alguno de aquellos recursos a modo de marca personal. Como Rubén “El Ancho” Peucelle y su “quebradora”, los “dedos magnéticos” del Indio Comanche y el inolvidable “cortito” de Karadagián. Todo en ese cuadrilátero era posible. Ulises el Griego no era otro que el de La Odisea, pero estaba allí. Iván el Terrible era zar de todas las Rusias, y estaba allí. Al entrar al ring, Mister Chile hacía bailar sus pectorales y bíceps como si tuvieran vida propia. Don Quijote llegaba a lomo de un matungo. Y el árabe Tufic Memet, un gordo envuelto en sábanas, aparecía rodeado de odaliscas. También Jean Pierre, el Beatle Francés, solía presentarse en buena compañía: cuatro groupies que se sacudían al compás de Eight Days a Week. El público aullaba. Yo seguía su campaña con mucha atención. 

Había debutado el 11 de junio de 1965 en un combate contra el italiano Gino Scarzi. Con su melenita inspirada en Paul McCartney y una sólida formación en la lucha grecorromana, el tipo supo cosechar una popularidad vertiginosa. En aquella temporada, haciendo gala de una agilidad rayana con la insolencia, encorvó al Tigre Paraguayo, al campeón nazi Georg Müller y a Barba Roja. Su duelo con El Caballero Rojo fue memorable. Éste lo tenía trabado por la espalda con una “doble Nelson”. Él se zafó para aplicar esa misma llave sobre su rival. Al cabo de unos segundos, quedó nuevamente atrapado, pero luego logró revertir otra vez la situación. Y así, sucesivamente. Como en un paso de baile. Al final, los brazos de ambos luchadores fueron alzados en señal de triunfo. En la tribuna, el delirio era absoluto. 

En el otoño del año siguiente, fui con mi madre a ver Titanes en el Ring al estudio mayor de Canal 9, sobre el pasaje Gelly. Ese lugar no era como el que se veía por el televisor; poseía color, otros ángulos y los relatos de Di Sarli se filtraban desde la distancia como un lejano eco. 

Días antes hubo que ir por las entradas a un local de la galería situada en la avenida Córdoba, a metros de Callao. Fuimos atendidos de inmediato, ya que no había otra gente a tal fin. En esas circunstancias, advertí una silueta junto al pasillo. No daba crédito a mis ojos: era nada menos que El Beatle Francés. Al percibir mi asombro, hizo una sonrisa. Entonces se acercó, antes de inclinarse para emparejar mi estatura. Cruzamos algunas palabras, recibí un autógrafo y un apretón de manos. Quedé mudo por la emoción. 

Ahora transcurría el octavo combate de la noche. El Beatle Francés, tomado por los cabellos, aguantaba el impiadoso castigo del armenio Ararat, una mole de grasa con la espalda peluda y malla de bailarín. Éste descargaba una y otra vez el antebrazo sobre la nuca del rival. Hasta que, de pronto, un palmazo seco le pegó de lleno en la nariz. La montaña humana no acusó el golpe. Pero tres segundos después, los ojos se le pusieron en blanco. Y cayó de bruces. Tuvo que ser retirado. Semejante epílogo hizo rugir a la multitud. En el centro del ring, El Beatle Francés retribuyó las ovaciones agitando un brazo. Aún hoy sigo aferrado a la ilusoria creencia de que llegó a reconocerme y me saludo. 

Lo vi luchar por última vez desde el pequeño Noblex rojo que tenía en mi habitación. Su contrincante: Il Bersagliere, un individuo disfrazado de soldado del ejército italiano. Era el 3 de julio de 1966. Por alguna extraña razón, me es imposible recordar el resultado. 

Recién ahora –a más de diez lustros de aquellos días– pude saber detalles sobre su existencia. El Beatle Francés se llamaba Alberto Korobeinik, tenía 26 años y era el primogénito de un matrimonio judío afincado en la ciudad de Tandil, tras escapar del Holocausto nazi. Alternaba la lucha profesional con el trabajo de estibador en el puerto. Fue en las playitas de Olivos en donde se relacionó con algunos integrantes de la troupe de Karadagián; entre ellos, Juan Enrique Dos Santos (El Gitano Ivanoff) y Rubén Ovidio Piucelli (El Ancho Peucelle), de quien, además, era vecino. Vivía con su mujer, Nelly Argañaraz, en una prefabricada sobre la calle Arenales y el río, de Vicente López. Ella estaba embarazada. 

El 17 de julio, ya en vísperas de dar a luz, se encontraba en un hospital de Florida. Allí estuvo su hombre hasta el atardecer. Luego partió hacia Canal 9. Debía enfrentarse con Benito Durante. 

Ese domingo, poco antes de las cinco y media, el sargento primero de la Policía Federal Ramón Rosario Arellano dormitaba en una garita de la Quinta Presidencial de Olivos. El chillido de una vecina –siempre hay una vecina en estos casos– lo arrancó de la modorra. Ella chillaba con un dedo extendido hacia la esquina. El suboficial, aún adormilado, se encaminó en aquella dirección, ya con la reglamentaria sin seguro en la mano. El tinto del mediodía le había enturbiado los sentidos. En tales condiciones, sólo advirtió tres sombras humanas en actitud incierta. Una de ellas –la de pelo largo– lo habría perturbado más de la cuenta. Fue cuando una bala de su Ballester Molina congeló la escena. 

Alberto Korobeinik, con el hígado partido por el plomo, murió unas horas después. 

Como en las malas novelas, esa noche nació su bebé. 

A su modo, Jean Pierre, el Beatle Francés, se había convertido en la primera víctima de la flamante dictadura. 

Y fue mi despertar en el mundo del gatillo fácil.

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El origen de los 30.000 desaparecidos. Investigación de Oscar Taffetani

El 9 de diciembre de 2016, un despacho de la agencia Télam envió a los medios el resultado de una investigación sobre los antecedentes documentales de los 30.000 desaparecidos, cifra que se convertiría en símbolo de la lucha contra la dictadura genocida primero y del reclamo de verdad y justicia después. Ciertos negacionistas locales, imitando a los negacionistas de la Shoá y de los otros genocidios del siglo XX, pretenden reducir la valoración de esas tragedias históricas a la exactitud de unos pocos datos que son variables y casi siempre inverificables. La investigación –rescatada del archivo de Télam- nos invita a remontarnos al origen verdadero de esa cifra que fue inicialmente calculada por el terrorismo de Estado, pero que fue resignificada por la lucha de varias generaciones argentinas.

En una carta fechada el 2 de enero de 1976 y dirigida al escritor cubano Roberto Fernández Retamar, el narrador argentino Haroldo Conti, referente del FAS y vinculado con el PRT-ERP, hace una alhelante predicción: “Me acaba de informar muy confidencialmente mi cuñado, que es militar, que se espera un golpe sangriento para marzo. Inclusive los servicios de Inteligencia calculan una cuota de 30 mil muertos”. Consultado Retamar sobre la autenticidad del documento, respondió a quien esto escribe: “La carta que me envió el compañero Haroldo el 2 de enero de 1976 se encuentra en el archivo de la Casa de las Américas”.

“También publiqué dicha carta -agregó Retamar- en mi libro ‘Fervor de la Argentina’, que apareció en Buenos Aires en 1993 y tuvo reedición cubana”. A cuatro décadas de ser escrita, esa carta de Haroldo, lo mismo que el contexto histórico, merecen una reconstrucción.

No fue aquella la primera vez en que Haroldo Conti dio a entender que disponía de información de Inteligencia, por contactos propios –-no sólo familiares– en las fuerzas armadas y de seguridad. En otra misiva, también dirigida a Retamar y fechada el 15 de octubre de 1973, dice: “Acabo de enterarme por una persona de mi amistad, que corrió el riesgo para informarme, que en una orden que se distribuye entre los comandos de asalto hay una lista de unas 30 personas a liquidar. Yo figuro entre las primeras. Otro es Rodolfo Mattarollo, director de ‘Nuevo Hombre’, abogado de presos políticos, entrañable amigo de quien les hablé más de una vez” (el abogado Rodolfo Mattarollo, autor de un temprano ensayo sobre la obra de Haroldo Conti, participó en aquel tiempo de la revista Nuevo Hombre y de la última época del diario El Mundo, ambos medios vinculados con el PRT-ERP).

Haroldo Conti: “Calculan 30.000 muertos”

Ahora, veamos lo que escribió desde las antípodas, en su autobiografía “Yo fui Vargas”, el capitán del Ejército y criminal dos veces condenado Héctor Vergez, quien después de haber actuado en la represión ilegal en el área del III Cuerpo de Ejército y después de haber sido denunciado en Córdoba por apropiación y venta de bienes de desaparecidos, pasó a actuar como agente encubierto del Batallón 601 de Inteligencia, en Buenos Aires:

“Cabe advertir al lector no informado o a menudo desinformado –dice Vergez- que la lucha con la delincuencia subversiva fue una lucha de Inteligencia y que los medios y apoyos del terrorismo sobrepasaron muchísimas veces los del Estado argentino”, agregando en otro pasaje y aludiendo específicamente al aparato de inteligencia del PRT-ERP: “La reunión informativa se realizaba, lógicamente, a través de infiltrados en los diversos ‘frentes’ o ámbitos sociales, empresariales y políticos”.

Podemos descontar que si Haroldo Conti y Rodolfo Mattarollo ya figuraban en las listas de “objetivos” de los organismos de Inteligencia en octubre de 1973, también lo estaban el 24 de marzo de 1976, cuando se produjo el golpe de Estado que inició la dictadura del Proceso. No pasó mucho, desde el día del golpe, hasta que fue secuestrado Haroldo Conti, la madrugada del 5 de mayo de 1976, en su domicilio de Fitz Roy 1205, Villa Crespo, Buenos Aires.

El GT1 del Primer Cuerpo de Ejército reforzado con PCI (personal Civil de Inteligencia) que, según documentos disponibles, realizó el operativo, también se llevó a un presunto compañero de militancia de Haroldo llamado Héctor Fabiani, que pernoctaba en la casa y que había quedado al cuidado de los niños, aunque el grupo de tareas optó por dejar allí (presumiblemente, porque prefirieron llevar en sus automóviles el producto del saqueo) a Marta Scavac, pareja del escritor, lo mismo que a su hijo Ernesto, de apenas tres meses, y a la niña Miriam Acuña (de 7 años, hija de Marta).

Con fecha 6 de mayo fue presentado por Lidia Olga Conti, hermana de Haroldo (y esposa del militar aludido en la carta de enero) el primer hábeas corpus pidiendo la aparición de Haroldo. El recurso, como los que siguieron después, no tuvo resultado.

Personal de inteligencia del Batallón 601 estuvo a cargo del interrogatorio, tortura y muerte de Haroldo Conti

Haroldo Conti había sido detenido ilegalmente y elementos del Batallón 601 de Inteligencia y del Cuerpo I de Ejército se ocuparon de interrogarlo bajo tortura, destruyéndolo psíquica y físicamente, al punto de que cuando el cura Leonardo Castellani, tras solicitarlo personalmente a Videla, pudo verlo en el ya desaparecido CCD “Coordinación Federal” –a una cuadra del Departamento Central de Policía–, sólo alcanzó a darle la extremaunción. Castellani reveló eso, bajo secreto, a dos periodistas de la revista Crisis y a Marta Scavac, poco antes de que ésta partiera –con protección de la Marina, por un pedido personal que hiciera Omar Torrijos a Emilio Eduardo Massera– al exilio, junto a sus dos hijos más pequeños.

Dos de los abogados que integraban la flamante CADHU (Comisión Argentina de Derechos Humanos) –Mario Hernández y Roberto Sinigaglia– que estaban coordinando acciones para denunciar atentados y secuestros en Córdoba y Buenos Aires, fueron secuestrados ellos mismos el 11 de mayo de 1976 y permanecen desaparecidos.

La orden de batalla del Proceso (cuyos documentos no terminan de salir a la luz) se estaba ejecutando en aquellos días de otoño con rapidez y ferocidad, lo que obligó a la mayoría de los integrantes de la CADHU, ex adherentes de la muy raleada Gremial de Abogados, a tomar la decisión de poner a salvo a sus familias primero y de abandonar el país poco después, para continuar con la denuncia de los crímenes de la dictadura y con el apoyo a las víctimas desde lugares o países más seguros.

Gustavo Roca y Lucio Garzón Maceda, defensores de gremialistas y presos políticos de Córdoba que sufrían el feroz hostigamiento de las patotas del Comando Libertadores de América y el III Cuerpo de Ejército, fueron a España y a Francia primero, y allí tuvieron oportunidad, por gestión de dos integrantes de la CADHU residentes en Washington, de obtener un “hearing” ante una Subcomisión de Diputados del Congreso de los Estados Unidos dedicada a los Asuntos Externos y presidida por el diputado demócrata Donald Fraser (aquella invitación no era ingenua: los dos miembros de CADHU anfitriones –el ingeniero Gino Lofredo y la ex detenida Olga Talamante, ambos con ciudadanía norteamericana– sabían que la llegada al gobierno de Jimmy Carter significaría un reimpulso de los derechos humanos, tanto en política interior como en política exterior).

Las exposiciones de Gustavo Roca y de Lucio Garzón Maceda el 28 y 29 de septiembre de 1976, inscriptas en una serie que incluía otras denuncias por las violaciones a los DDHH en Chile y el Uruguay, llevaban el pedido concreto de que cesara la ayuda militar estadounidense a aquellas tres dictaduras del Cono Sur, objetivo que fue alcanzado en todos los casos.

Sin embargo, en el caso argentino, el haber hecho aquella solicitud les costó a Roca y a Garzón Maceda una causa judicial por “traición a la patria”, que los tuvo en vilo hasta el regreso de la democracia argentina, cuando obtuvieron el sobreseimiento definitivo.

Ya se había iniciado en los Estado Unidos, a fines de 1976, la investigación que generaría dos visitas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la última de las cuales fue en 1979. Y el cálculo aproximado de víctimas de ejecuciones extrajudiciales, secuestros y desapariciones, era el mismo que habían hecho los servicios de Inteligencia argentinos meses antes del golpe de Estado, y sobre el que había alertado Haroldo Conti en su carta a Fernández Retamar. A fines de 1976 se hablaba, tanto en Europa como en América del Norte, de “30.000”.

En enero del año siguiente, 1977, al prologar el libro de denuncia de la CADHU titulado “Argentina. Proceso al Genocidio”, el abogado Eduardo Luis Duhalde, quien se había trasladado a Madrid con el propósito de crear sedes y bases en Europa para denunciar la situación argentina, escribió: “Más de 2.300 personas fueron muertas oficialmente por las fuerzas militares y policiales entre marzo y diciembre de 1976. Sacerdotes, abogados, parlamentarios, profesores, científicos, artistas, asilados políticos latinoamericanos, dirigentes sindicales y de organizaciones populares se cuentan entre las víctimas. 20.000 han sido secuestradas y han desaparecido, y más de 10.000 están prisioneros en cárceles y campos de concentración militares” (como se advierte, las víctimas de la represión ilegal seguían siendo, en ese documento, 30.000).

Dos meses después, al intervenir como miembro de la CADHU y en representación de Pax Romana ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, Rodolfo Mattarollo –el amigo y compañero de Haroldo Conti que mencionamos al comienzo– expresó lo siguiente: “Según varias organizaciones humanitarias, éste es el trágico saldo del año 1976 en Argentina: 2.300 muertos, 10.000 presos políticos y de 20 a 30 mil desaparecidos. Grupos armados que innegablemente forman parte de las Fuerzas Armadas y la Policía han secuestrado y continúan secuestrando a alrededor de 2.500 personas por mes. Las víctimas son argentinos de toda clase y condición social y latinoamericanos refugiados en territorio argentino”.

Las cifras que difundían la CADHU, el TYSAE (Trabajadores y Sindicalistas Argentinos en el Exilio) y otras organizaciones de resistencia y denuncia que actuaban en el exterior, no diferían mucho de las que el mismo Departamento de Estado norteamericano, que recibía cotidianamente los partes de sus propios servicios de Inteligencia y de su propia diplomacia, manejaba.

Uno de los documentos desclasificados que tiene la organización Archivo de Seguridad Nacional en la Georgetown University, perteneciente al denominado Plan Cóndor, es un mensaje del agente de la DINA chilena Enrique Arancibia Clavel, dirigido con seudónimo a sus superiores en Santiago, en julio de 1978. 

“Adjunto -dice Arancibia Clavel- la lista de todos los muertos en el año 1975. La lista va clasificada por mes. Es decir, en estas líneas van tanto los muertos ‘oficialistas’ (sic) como los ‘no oficialistas’ (sic). Este trabajo se logró conseguir en el Batallón 601 de Inteligencia del Ejército, sito en Callao y Viamonte, de esta capital, que depende de la Jefatura II de Inteligencia del Ejército, del Comando General del Ejército y del Estado Mayor General del Ejército. (…) Las listas corresponden al anexo 74.888.75/A1.E.A. y al anexo 74.889.75/id. Los que aparecen NN son aquellos cuerpos imposibles de identificar. Casi en un 100% corresponden a elementos extremistas eliminados ‘por izquierda’, por las fuerzas de seguridad. (…) Se tienen computados 22.000 entre muertos y desaparecidos, desde 1975 a la fecha. En próximos envíos seguiré ampliando las listas. Atentos saludos. Luis Felipe Alemparte Díaz”.

Los casos verificados de asesinatos, secuestros y desapariciones se hacían constar, con detalle, en los escasos medios de difusión disponibles (entre ellos, dos periódicos del exilio en España, titulados “Presencia Argentina” y “Correo Argentino”). Ya en diciembre de 1977, Correo Argentino publicó la primera “Lista de prisioneros reconocidos por la Junta Militar”, con nombres y apellidos de los detenidos en Villa Devoto, La Plata, Coronda, Sierra Chica, Resistencia, Córdoba y otras cárceles argentinas, así como los casos en que se había concedido libertad, salida del país o libertad vigilada. El resto, lo que no se había podido verificar pero que sin duda estaba ocurriendo en los más de 500 centros clandestinos de detención habilitados por la dictadura en el territorio nacional, seguía perteneciendo a esa terrorífica nebulosa de los “30.000”, aquel cálculo proyectivo que habían hecho los mismos autores del golpe de Estado y ejecutores del plan genocida.

El General Ramón Camps dió la cifra de 30.000 desaparecidos

Llegado por fin a la Argentina, el ciclo de la democracia y recuperación de las instituciones, ciertos referentes de la dictadura como el sanguinario general Ramón Camps –quien murió antes de ser alcanzado definitivamente por la justicia– escribían columnas de opinión en medios “amigos” como el diario La Prensa y, además de jactarse de sus crímenes, se permitían aconsejar a los dirigentes y a la ciudadanía de nuestra débil democracia recuperada.

Fue justamente en aquel clima de alivio y a la vez de temor que reinaba a la salida de la dictadura cuando Jorge Luis Borges, entrevistado por periodistas del diario francés Le Monde, en un reportaje que se publicaría a doble página el domingo 6 de mayo de 1984, dijo lo siguiente: “Aquí se usa ese eufemismo de desaparecidos, pero la realidad es mucho más terrible: esas personas no desaparecieron, fueron secuestradas, quizás torturadas y seguramente asesinadas. El general (Ramón) Camps da la cifra de treinta mil. Lo más terrible es que –al parecer– aumentaron, redondearon la cifra para vanagloriarse” (extracto del artículo, reproducido por el vespertino La Razón de Buenos Aires, diario dirigido por Félix Laiño, un hombre que respondía al Ejército Argentino, que era el verdadero propietario del medio, el lunes 7 de mayo de 1984).

En el principio y el final de este relato, donde hemos dejado que hablen los documentos, son los mismos verdugos de la Argentina y de los argentinos quienes lanzaron la cifra de 30.000, cifra que luego fue recogida por la CADHU y las primeras organizaciones que denunciaron a la dictadura cívico militar, con el deseo de parar la matanza y de recuperar vivas a la mayor cantidad de víctimas posibles.

Nuestros 30.000, lo mismo que los seis millones de judíos de la Shoá, lo mismo que el millón del genocidio armenio, los de la posguerra civil en España, los comunistas asesinados en la Indonesia de Suharto o, viniendo más cerca, las víctimas sin nombre y sin tumba de dictaduras genocidas en Asia, África y América latina, son una cuenta abierta, que cada día puede ser incrementada por un nuevo hallazgo o una nueva denuncia. Y son también una herida abierta que sólo una política sostenida de memoria, verdad y justicia  (proeza argentina, que aún no hemos sido capaces de dimensionar ni valorar) puede cerrar. El dictador argentino Leopoldo Fortunato Galtieri (1926-2003), minimizando la demanda por los caídos en aquella guerra de Malvinas que él mismo había desatado, dijo en un reportaje que todos los años “muere más gente en accidentes de tránsito”. Pareja frivolidad y desprecio por la vida humana ostentan aquellos que piden hoy un cálculo “exacto” y “cerrado” de las víctimas de la peor dictadura que sufrimos los argentinos.

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Vladimir Putin: ayer y hoy, por Oscar Taffetani

Electo con el 87% de los votos (y una participación del 74,22% del padrón) Vladimir Putin se prepara para un nuevo ciclo de gobierno en Rusia, enorme país euroasiático cuyo poder controla directa o indirectamente desde el fin del siglo XX. La nota que reproducimos, publicada en 2006 en Nuevo Siglo On Line y ahora rescatada de su archivo, analiza y caracteriza el poder de Putin, a propósito del asesinato en 2006 de Anna Politkovskaya, una periodista muerta “en confusas circunstancias” cuando estaba denunciando la matanza de rebeldes de Chechenia. Poco antes de las últimas elecciones en Rusia, el mundo se enteró del supuesto suicidio, en una prisión de Siberia, de Alexei Navalny, otro líder y referente de la oposición a Putin. La lista de muertes dudosas, en Rusia, ya es interminable. Y por eso la foto que ilustra la nota rescatada de archivo no difiere mucho de la que podría tomarse hoy. Los muertos, por supuesto, no salen en la foto..

MENSAJE DE ANNA, DESDE EL PAÍS DE PUTIN

Anna Politkovskaya

La naturaleza del poder de Vladimir Putin, su innegable ascendiente sobre los antiguos “”apparatchik”” del imperio soviético y su presencia impetuosa y a la vez amenazante, quedó reflejada en una instantánea tomada en 2001 por algún fotógrafo oficial.
Putin se había reunido con los titulares de las nuevas repúblicas de la Federación Rusa como en los mejores tiempos de Stalin, cuando esa clase de meetings se celebraban en alguna dacha de las afueras de la Capital, llegados los amables calores de estío, a la sombra de los altos (y emblemáticos) abedules. Allí se lo ve a Stalin, perdón, a Putin, saliendo del bosque acompañado por diez presidentes, todos con ropa informal, aunque uniformados en el aspecto que más importa: el mental.

Putín año 2001 junto a 9 presidentes

A nadie le cabe duda, a esta altura de los acontecimientos, de que Putin es la nueva máscara de un antiguo régimen, la fórmula que encontraron los rusos para tranquilizar a un Occidente en donde se había puesto peligrosamente de moda -allá por los ’90- derribar muros y exigir bagatelas como la democracia y los derechos humanos.
La matriz estalinista -construida sobre los sedimentos del despotismo zarista- no había cambiado en absoluto: empresas estatales privatizadas, con enormes activos heredados de tiempos socialistas, brindaban ahora “oportunidades de negocios” al capital trasnacional. Pero sus gerentes eran invariablemente rusos: jóvenes ejecutivos y “tycoons” nacidos del desmadre soviético, aunque siempre concientes de las deudas contraídas con el viejo régimen (y cuando se olvidaban, como en el caso de la petrolera Yukos, el antiguo régimen se encargaba de recordárselos) .

Cuando pasó la borrachera liberal de Mr. Jack Daniel’s (así le decían a Boris Yeltsin), Rusia volvió a lo de siempre: a la censura sistemática, al disciplinamiento y castigo del disidente, al “pogrom” contra los pueblos o las etnias en rebeldía.

En el Pravda soviético no se podían publicar notas policiales, para no desmoralizar a la población. Y sobre las campañas del Ejército Rojo más allá de las fronteras del imperio, sólo podía tenerse la versión oficial, por ejemplo, que se había aplastado la conspiración capitalista-imperialista en Hungría, en Polonia o Checoslovaquia; que se había terminado con el feudalismo de algún jeque árabe en un pequeño país del África; que se había liberado a algún pueblo del Asia central del retrógrado fundamentalismo musulmán, y así.

En el Pravda de estos tiempos, el pluralismo consiste en no hacer preguntas molestas, no recordar el pasado de los funcionarios, no ayudar a los “enemigos de la patria” y no dar espacio al “terrorismo” en ninguna de sus formas. Y los medios que no cumplen con la consigna son presionados económicamente, políticamente y también del modo que hemos visto con la periodista Anna Politkovskaya.
Así, las familias del submarino nuclear Kursk debieron asistir por interminables horas, destrozadas, a la agonía y la muerte decretada de los tripulantes, sepultados a escasos metros de profundidad en el Mar de Barents, todo para no brindar al “enemigo” secretos sobre el accidente ocurrido.
Así, las familias de los rehenes en un teatro de Moscú, o las de los rehenes en la escuela de Beslán, debieron admitir, estoicamente, que un rescate eficaz tiene siempre un alto costo en vidas inocentes. Luego, llegará el turno de los claveles rojos, las condecoraciones y las lágrimas sobre las frías piedras de los cementerios.

Ésta es la nueva Rusia, que conduce con mano firme Vladimir Putin. Cualquier semejanza con la Rusia de Stalin es pura coincidencia. O malintencionada crítica, hecha por el “enemigo”.

Novaya Gazeta

Nóvaya Gazeta -el medio para el que trabajaba Anna Politkovskaya hasta el sábado 7 de octubre, cuando la mataron a balazos- ya había perdido hasta ese momento dos corresponsales, Igor Domnikov y Yuri Schekochijin. En el primer caso, gracias a una investigación realizada por el staff del quincenario, se logró poner a los autores materiales a disposición de la justicia. En el segundo, no se pudo hacer nada, ya que ni siquiera a los familiares de la víctima se les permitió ver los resultados de la autopsia.

Así están las cosas en Rusia, enorme nación que pudo construirse, históricamente, sobre la sangre de millones de seres humanos, y cuyas diversidades y conflictos quedaron aplastadas bajo el peso de un implacable Estado que maneja -como todos los Estados- oscuras e impenetrables “cuestiones de Estado”.

Viacheslav Titiokin, compañero de Anna, también periodista de Nóvaya Gazeta, escribió una emocionante despedida para la colega, con la promesa de investigar -si es necesario, hasta la muerte- el asesinato. “Continuaremos la investigación -escribió- y los asesinos serán castigados. Mientras Nóvaya Gazeta exista, los asesinos de Anna no dormirán tranquilos”.

He ahí un magnífico mensaje moral que nos dan los periodistas rusos, de coraje y amor por la profesión, en tiempos difíciles.

(Artículo publicado en 2006 en Nuevo Siglo On Line , bajo el título “Mensaje de Anna, desde el país de Putin” y rescatado por su autor, Oscar Taffetani, para formar parte del Archivo LCV)




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No siempre la venganza es un plato frío, por Ricardo Ragendorfer

Rescatamos del archivo personal de Ricardo Ragendorfer esta maravillosa crónica de vengadores argentinos publicada originalmente en el diario Tiempo Argentino en el 2016.

El tipo avanzó resueltamente hacia un sector de celdas situado en el ala este de la Penitenciaría Nacional. Fue curioso que nadie reparara en él, puesto que su uniforme –mucho más pulcro que el de los otros guardias– le quedaba algo holgado. La visera del birrete grisáceo ocultaba sus facciones. Y su tranco era marcial, al igual que el modo con el que sostenía el fusil Mauser. Poco antes, durante el cambio de turno nocturno, había ingresado por el enorme portón de la avenida Las Heras, mezclado entre unos 20 de carceleros a punto de iniciar su franja de servicio. Y, ahora, tras internarse en un angosto pasillo, se detuvo ante las rejas de un calabozo; su único ocupante dormía sobre un camastro de cemento. Al rato, retumbó entre los muros el inequívoco sonido de un disparo. Era ya la madrugada del 15 de junio de 1923.

Jorge Pérez Millán, vengador de la Liga Patriótica

La siguiente escena transcurrió durante la mañana de aquel mismo viernes, en el despacho de un jefe policial apellidado Conti.

–He sido subalterno y pariente del comandante Varela. Acabo de vengar su muerte –declamó el hombre sentado frente a él.

Sobre la pechera del uniforme lucía una salpicadura de sangre ajena.

El comisario no tardó en asociar ese apellido con los sucesos ocurridos dos años antes en la provincia de Santa Cruz. El teniente coronel Héctor Benigno Varela había sido el fusilador de unos 1.500 obreros rurales que reclamaban mejores condiciones de trabajo. La masacre, por cierto, había potenciado su carrera, ya que a modo de retribución fue designado director de la Escuela de Caballería de Campo de Mayo. Ejerció dicho cargo hasta el 27 de enero de 1923. Aquel día fue ejecutado en la puerta de su casa, ubicada sobre la calle Fizt Roy 2461, de Palermo, por el anarquista alemán Kurt Gustav Wilckens. Éste fue expeditivo: le arrojó una bomba, antes de prodigarle cuatro tiros.

– Acabo de vengar su muerte –repitió el hombre de la casaca ensangrentada, ahora con un dejo de furia.

El comisario Conti lo observaba con una expresión comprensiva.

Kurt Gustav Wilckens militante anarquista que asesinó al responsable de la represión en la Patagonia, el teniente coronel Héctor Benigno Varela.

Aquella tarde, el diario Crítica saldría con el siguiente titular: “Wilckens fue cobardemente asesinado en la Prisión Nacional”.

Su tirada fue de 500 mil ejemplares.

La cobertura del hecho incluía –en exclusiva– la identidad del asesino: Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley, de 26 años.

Se trataba de un muchacho de abolengo, muy católico y nacionalista. Ello lo llevó a enrolarse en la Liga Patriótica, el grupo de choque de ultraderecha que encabezaba Manuel Carlés. Desde sus filas, Pérez Millán participó con ahínco en la represión desatada durante la Semana Trágica de 1919. Luego se enroló en la policía para solicitar –en 1921– su traslado en comisión a la provincia de Santa Cruz. Y sería allí en donde actuó bajo las órdenes de Varela. Aunque no con demasiada fortuna: durante un enfrentamiento con los huelguistas resultó herido en una nalga. Tal percance le proporcionaría una módica celebridad, ya que en marzo de aquel año el diario La Nación publicó una entrevista suya, donde relataba su martirio. Después pidió la baja en la fuerza policial. Y tras regresar a Buenos Aires se incorporó otra vez en la Liga Patriótica.

Crítica, ya en su edición del 15 de junio, deslizó que la muerte de Wilckens, lejos de ser una iniciativa individual de su asesino, había sido una operación gestada en las entrañas de la milicia encabezada por Carlés.

Un ejemplar ya amarillento de ese diario llegó dos años después a la cárcel de Ushuaia, escondido entre las ropas del anarquista irlandés Lian Balsrik.

Su celda estaba junto a la de otro ácrata, cuyo estado físico era penoso: pese a tener 57 años, parecía un anciano y, debido a los castigos recibidos luego de su arresto, apenas podía caminar. Su nombre: Germán Boris Wladimirovich.

Éste no ocultó su consternación ante el sangriento final de Wilckens, a quien había conocido años atrás. Tanto es así que solía leer una y otra vez la noticia de su asesinato publicado en el viejo tabloide traído por Balsrik, quien además, le relató la continuidad de la historia: las influencias de Pérez Millán, junto con una dudosa pericia psiquiátrica, le evitaron ser imputado; en vez de ello, logró que lo alojaran en el Hospicio de las Mercedes. Allí llevaba una vida tranquila. Y a salvo de un posible atentado contra su vida.

Al enterarse de ello, Wladimirovich blasfemó por lo bajo.

Lo cierto es que, a partir de entonces, su conducta cambió por completo: al principio, sólo fue un desequilibrio nervioso. Pero ello después derivaría en la locura más absoluta. Semejante cuadro impresionó a presos y carceleros por igual. Nadie llegó a imaginar que era el primer paso de una venganza.

Alguien voló sobre el nido del cuco

Germán Boris Wladimirovich

Wladimirovich –al igual que Pérez Millán– era un muchacho de abolengo. Había nacido en 1876 en el seno de una aristocrática familia rusa. Al cumplir los 20 años rompió con ella al formar pareja con una obrera revolucionaria. Y completaría sus estudios de médico y biólogo. Pero, con la excepción de una cátedra dictada en Suiza, jamás ejerció su profesión. En cambio, se volcaría a la acción política, primero en las filas de la socialdemocracia. En 1904 fue uno de los delegados rusos en el Congreso Socialista de Ginebra. Allí llegó a polemizar con Lenin y Trosky. Ello, junto con el fracaso de la revolución de 1905, lo llevaría hacia el anarquismo. Por entonces ya era autor de tres libros de sociología, además de ser un agudo propagandista. Hablaba alemán, inglés, francés y español con suma fluidez. Años después, la muerte de su mujer lo sumió en una aguda depresión que solía mitigar con litros de vodka. Y luego de donar su casa de Ginebra a una organización anarquista local, llegó al país en 1909. Primero vivió en Santa Fe, antes de trasladarse al Chaco, en donde se dedicó exclusivamente a efectuar exploraciones geográficas del territorio. En 1919 arribó a Buenos Aires.

Los anarquistas del Río de la Plata –en virtud de la prestigiosa trayectoria de Wladimirovich en los círculos revolucionarios europeos– lo recibieron como a un héroe. Y él volvió a lanzarse de lleno a la actividad política. Los disturbios que derivaron en la Semana Trágica lo sorprendieron mientras organizaba un comité de base en el barrio de Chacarita. Y se puso al frente de la resistencia contra la represión. Pero el precario sentido de la disciplina que evidenciaban los cuadros que él mismo había formado, le causó un enorme desaliento.

Eso lo llevó a saltar de la política de masas al bandolerismo expropiador. Y por cierto, sería un precursor en la materia.

En el anochecer del 19 de mayo de 1919, Wladimirovich y dos compañeros –el ruso Andrés Babby y Luis Chelli –asaltaron a un tal Pedro Perazzo, quien regenteaba una agencia bursátil, cuando descendía con su esposa de un tranvía en una esquina de Belgrano. El repliegue de los atracadores fue desaforado y funesto; su saldo: un vecino herido y un vigilante muerto.

Babby y Chelli fueron atrapados poco después en una pensión de la avenida Corrientes. Boris, en cambio, cayó en la ciudad misionera de San Ignacio. En esa ocasión, el dirigente ácrata se convirtió en una atracción pública, al punto de que el propio gobernador provincial, junto con sus ministros y el jefe de la policía local acudieron a su celda en Posadas para fotografiarse con él.

Meses después fue condenado a perpetua y trasladado a Ushuaia.

Ahora, hecho un guiñapo, había encontrado su última razón para vivir.

La revancha

La presunta locura del recluso alarmó cada vez más a las autoridades de la cárcel. Y luego de que los forenses certificaran el carácter irrecuperable de su dolencia psíquica, se dispuso su regreso a Buenos Aires para internarlo en él único manicomio que contaba con un pabellón penitenciario: el Hospicio de las Mercedes, más conocido como “El Vieytes”, debido al nombre de su calle.

La primera parte del plan de Boris había concluido con éxito.

Sin embargo, su nuevo lugar de residencia lo impresionaba sobremanera; en especial, una placa de bronce adosada en su pabellón: “Al Dr. Lucio López Lecube, fallecido el 7 de febrero de 1921 en el cumplimiento del deber”. Era un psiquiatra que murió degollado con el mango de una cuchara afilada por un paciente. El facultativo –según dicen– era muy severo con ellos.

Boris se fue integrando a ese medio con… normalidad.

Después logró que alguien desde afuera le trajera un revolver.

Y no tardó en localizar el sector en el que permanecía alojado el asesino de Wilckens. Pero grande fue su desazón al saber que Pérez Millán se encontraba aislado del resto de los internos, en un coqueto departamento del primer piso.

Aún así hallaría el modo de llegar a él: la llave sería un tal Esteban Lucich, un loquito pequeño y jorobado que, por gozar de la estima del personal, tenía libre acceso a todos los sectores del hospicio.

Boris, haciendo gala de sus dotes persuasivas, lo ganó para su causa. De esta manera, Lucich se convirtió en su brazo ejecutor.

El 9 de octubre de 1925, Millán leía una carta enviada por su amigo Carlés. En ese preciso instante, arma en mano, irrumpió su matador.

Sus únicas palabras fueron:

– ¡Esto te lo manda Wilckens!

Entonces retumbó entre los muros el inequívoco sonido de un disparo.

Pérez Millán murió tras una breve agonía.

Wladimirovich pasó a mejor vida unos años después.

Había ganado su última batalla.

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