Libros y alpargatas
Llegó a la justicia la masacre de San Javier, por Marcelo Valko

El 21 de abril de 1904, pocos meses antes del final de la segunda presidencia de Julio Roca, se perpetró una masacre de proporciones consistente en la matanza, persecución y represión de integrantes del pueblo moqoit (mocoví) en San Javier (Santa Fe). Las víctimas entre muertos y heridos superan el centenar, aunque no todas fueron “blanqueadas” ante la Justicia, sino apenas cierta cantidad que figuran en Actas del Registro Civil de San Javier.
Existen testimonios que refieren a heridos enterrados con vida y hubo fosas comunes que en la actualidad intentan ser ubicadas. Se trató de un delito de lesa humanidad y se inscribe dentro del marco del genocidio contra los pueblos originarios cometidos durante la conformación del Estado Nacional. Todavía hay casas cuyas azoteas fueron utilizadas como cantones desde donde disparaban a los mocovíes pauperizados, incluso las aberturas del campanario de la iglesia fueron utilizadas por los tiradores. Si bien en aquel entonces la mayoría de la prensa se encolumnó domesticada ante el discurso oficial que tergiversó el crimen transformando a las víctimas en victimarios.

La distancia existente entre la matanza y la versión oficial elaborada por la prensa una semana después “del malón” es notable, pero no difiere de infinidad de falsificaciones similares perpetradas durante “nuestro trato pacífico con los indios” como señalaba nuestra Constitución modificada en 1994 para reelegir al presidente peronista Carlos Menem.
Lo cierto es que en el forcejeo dialéctico de memoria y silencio “el hecho de sangre” se fue desvaneciendo hasta desaparecer por completo. Contribuyó a ello la película “El último malón” del director Alcides Greca estrenada en 1918 que pretende reflejar lo ocurrido de acuerdo a la versión oficial del millar de indios que intentaron asolar al pueblo. Greca, nativo de San Javier hace actuar a los sobrevivientes de la matanza de maloneros. Lo sucedido y su recreación cinematográfica es propio del realismo mágico de García Márquez. ¿Acaso es posible aceptar que un grupo de mocovíes que padecieron una matanza preventiva en 1904, terminen actuando en 1918 en un drama que en realidad ocurrió de manera inversa? La desmemoria actúa desde el mismo título, dando por bueno que se trató de un ataque.
Tal como me fuera informado por el Dr. Gabriel Hernández Crosetto el 27/12/2022 se presentó una denuncia sobre la Masacre de San Javier. La carátula es “N.N. S/ AVERIGUACIÓN DE DELITO”; FISCALÍA FEDERAL 2/24, que la profesora Liliana Janko tuvo a bien enviarme. La denuncia la presentaron Ángela Lanche (Cacica Comunidad Layik Ra’Apiguin), los referentes Néstor Lanche (comunidad 21 de abril), Julio Lanche (comunidad Esperanza Viva de Colonia Francesa) junto a Lucila Puyol Secretaria de Derechos Humanos de la Provincia de Santa Fe. Los denunciantes solicitan “la correspondiente acción penal promoviendo la investigación de los hechos sucedidos el 21 de abril de 1904 y sus consecuencias sobre el pueblo Moqoit (mocoví), y que se “eleve la causa para la realización del Juicio Oral y Público por la Verdad Histórica.
Me reconforta que parte de la denuncia se nutra con mi libro “El Malón que no fue”, una investigación que expone pistas, confronta datos y muestra las contradicciones del relato oficial que reflejan cómo se disfrazó el crimen como defensa ante un “ataque de salvajes que intentaron tomar la población” cuando en realidad se trató de “un correctivo” o matanza disciplinadora de mano de obra barata como luego ocurrió en 1924 en Napalpí y en 1947 en Rincón Bomba entre otras, con miles de muertos indígenas que fueron invisibilizados.

Una vez ocurrido el “hecho de sangre” y dada la dimensión del crimen, nace un discreto pacto de silencio al estilo de “Fuenteovejuna” pero al revés, ya que las fuerzas vivas sanjaverianas advierten “que se les fue la mano…”. De inmediato comienza un maquillaje conveniente a través de la prensa alimentada por voceros locales y provinciales. Lo primero es incrementar “el numero de maloneros”, de alrededor de los 200 los primeros días crecen a 1200 una semana después como consta en diversas publicaciones periodísticas que cito, algo similar sucede con el armamento de los indios. En cambio la cantidad de víctimas es un tema más delicado y se maneja con enorme cautela, más allá de algunas ligeras variantes se mantienen en alrededor de una veintena. Ahora bien. Estamos hablando de los muertos que fueron “blanqueados” en las Actas del Registro Civil de San Javier (Actas 47 a 66 asentadas el 23 de abril de 1904). Tal como se advierte en el facsímil que acompaña esta nota correspondiente al Acta 50 de Feliz Nocotel, en la causa de muerte consta “heridas por arma de fuego”.
Otro dato relevante es que todos los mocoviés mueren exactamente en el mismo horario: las 13,30hs. En cambio, como es lógico suponer nada se menciona sobre fosas comunes. Ni tampoco sobre el destino de aquellos que fueron alcanzados durante la persecución posterior. La denuncia presentada pide realizar una inspección ocular en el denominado “viejo cementerio indio” donde se habrían cavado fosas comunes para arrojar a los muertos originados por la masacre.
Cabe recordar que a poco de salir el libro en 2018, la CTA Autónoma de Santa Fe me invitó a dictar el taller “Descolonizar la Memoria – Resistencia y Libertad” basado en el libro tanto en Rosario, Santa Fe y Reconquista y así el sindicato contribuyó en gran medida en llamar la atención de un grave delito que goza de increíble desmemoria e impunidad. Si bien pasado más de un siglo a los responsables de la matanza no los puede alcanzar la justicia, es imprescindible sacar a luz lo ocurrido, recobrar la memoria, retomar la palabra sanadora y así revertir el amplio catálogo de quienes son depositarios naturales de la culpa de no encajar en “el ser nacional que descendió de los barcos europeos”. Es necesario quebrar el discurso de silencio y la negación del dolor padecido por la comunidad mocoví. El silencio solo genera silencio y el dolor genera dolor, una angustia sin anclaje concreto donde fijarse produce severos trastornos. Es imprescindible acceder a la palabra que contribuye a la reparación de lo traumático, la palabra acompañada de justicia. Nombrar es el comienzo de la elaboración no sólo de la pérdida, sino también del posicionamiento como individuo dentro de una comunidad que fue golpeada con el asesinato que instauró en su relato de ser-en-el-mundo una herida profunda en su mismidad como seres humanos. Por eso es imprescindible que la verdad la pronuncie la Justicia. Si eso no llega, si la Justicia no se pronuncia quedará flotando un margen de inelaborabilidad: ¿hasta qué punto ese margen se extiende cuando además de la no justicia, se niega e invisibiliza la existencia del suceso? ¿Hasta dónde es posible elaborar la percepción de la constante impunidad de los victimarios y la permanente indefensión de las víctimas en tales circunstancias? Una justicia que llega a cuenta gotas y deja sin sanción crímenes evidentes instauran en el imaginario la posibilidad latente de la repetición, que el crimen se reitere.
No hubo malón, ni último malón. Hubo masacre, impunidad y desmemoria. La prensa al servicio del poder habló de “hasta 1200 indios salvajes que correteaban a caballo con sus chuzas durante horas adueñándose de las calles del pueblo”. Increíble como se puede mentir tanto y como tanta gente puede ser receptiva a la mentira y acabe manipulada. Siempre es la misma disyuntiva, pensás o te piensan… siempre el poder estará dispuesto a pensar por nosotros y hacernos hablar su discurso. No hubo malón solo olvido y desmemoria. Apenas la impunidad de los matadores habituales y los mismos muertos de siempre. http://marcelovalko.com Es lento, pero viene…
Será justicia…!
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Lecturas obligatorias #5, por Daniel Divinsky

Entre mis múltiples falencias, me confieso antisnob, al menos en materia de lecturas. Cuando un libro está MUY de moda y se convierte en tema de conversación en los circuitos bienpensantes, desarrollo un fuerte deseo de no leerlo. Muy a menudo lo hago tiempo después, para descubrir que mi prejuicio era injustificado. Me pasó hace poco con Las malas, la excelente autoficción de Camila Sosa Villada y muchísimos años atrás, con Cien años de soledad: la leí, con retraso respecto a la fecha de su aparición, con enorme disfrute, en un viaje en micro a Córdoba. Era, eso sí, la primera edición cuya tapa ofrecía una visión confusa de un barco de velas en medio de una selva en dibujos lineales de color azul.
Más recientemente me acaba de suceder con Fortuna, la segunda novela de Hernán Díaz, publicada por Anagrama, escrita originalmente en inglés y que fue galardonada este año en los Estados Unidos con el muy importante premio Pulitzer de narrativa.
Por un lado, me causaba cierto rechazo que el autor – nacido en la Argentina en 1973, migrado a Suecia con sus padres por razones políticas durante la última dictadura, regresado al país para cursar sus estudios universitarios en Literatura y luego radicado en Londres con una beca y finalmente en Nueva York donde hizo su doctorado y dicta clases– hubiera decidido escribir en inglés.
Por otro, la temática del libro, ampliamente difundida luego de su premio, no me resulta atractiva a primera vista: se ocupa de inversores, de altas fortunas, de juegos de Bolsa en Wall Street…
Pero sí me sumergí, con enorme provecho, en la lectura de la anterior novela de Díaz: A lo lejos, publicada por la pequeña y refinada editorial española Impedimenta en impecable traducción de Jon Bilbao. Cabe hacer notar que, después del Pulitzer, el autor o su agente literario (este oficio suele implicar tareas de chivo emisario) llevaron la otra novela a un sello de mayores dimensiones.
Hay que aclarar desde el principio que se trata de un libro de temática poco común. Narra la epopeya de un sueco analfabeto, que, a mediados del siglo XIX y motivado por la extrema pobreza de su familia, decide partir con su hermano mayor hacia Norteamérica. Por una confusión, se separan en el muy movido puerto inglés de Portsmouth. El hermano va a parar efectivamente a Nueva York, como estaba previsto, en tanto Hakan Söderström, el protagonista, un gigantón descomunal, se embarca en un navío que pasa por Buenos Aires y que luego de dar la vuelta al continente por el Cabo de Hornos, lo deja en California en plena efervescencia de la ”fiebre del oro”.
A partir de ese desencuentro, el protagonista emprende una travesía plagada de incidentes a través del desierto norteamericano, para tratar de llegar a Nueva York, lo que convierte a la novela, como dijo un comentarista, en un eastern, en el sentido de que, al revés de los westerns el recorrido se hace a la inversa del de las caravanas.
Hakan (el nombre debería escribirse con un º sobre la “a”, pero no encuentro el símbolo en mi teclado) no solo no sabe leer ni escribir, sino que no entiende una palabra de inglés. A pesar de ello, va trabando relaciones con diversos personajes, (unos amistosos, otros nefastos), a través de una mezcla de mímica y palabras aprendidas por necesidad.
En la agotadora travesía que inicia, Hakan aprende a cazar animales para alimentarse y a curtir sus pieles para abrigarse. Pasa parte del recorrido con un naturalista, que le enseña a reconocer los usos posibles de las plantas y, al mismo tiempo, rudimentos de medicina y cirugía que habrán de serle muy útiles. Otro compañero de ruta, con hábitos de gourmet, le enseña a cocinar.
Buena parte del tiempo está solo, meditando filosóficamente casi sin saberlo. Se incorpora por un tiempo a una caravana con la sola aspiración de conseguir un caballo que facilite sus desplazamientos. Lo consigue y lo bautiza “Pingo”, único guiño perceptible del autor a sus orígenes argentinos.
Perderá ese caballo tras un enfrentamiento a tiros. Se ve envuelto en varios de ellos a los que sobrevive prácticamente ileso, traba un esbozo de relación afectiva con una joven cuya familia está en una de esas caravanas, pero todo se frustrará cuando tras un ataque, mate a varios de los intrusos y también, por accidente, a la muchacha.
Eso lo convertirá en prófugo de la justicia y, como su estatura y corpulencia lo hacen muy evidente, deberá ocultarse largo tiempo hasta que un avieso sheriff lo detiene y lo exhibe como fenómeno circense para recolectar fondos en su propio beneficio.
A esta altura el lector de esta columna estará legítimamente preguntándose: “¿Qué tengo que ver yo, habitante de esta Argentina en crisis recurrentes, con esta historia ambientada ‘allá lejos y hace tiempo’?”. La respuesta es que la habilidad con que el relato está escrito hace que uno se identifique con este personaje en cierta medida patético y se apasione con la lectura.
Como escribió un crítico del diario inglés The Guardian se trata de “un viaje de la inocencia a la experiencia. David Copperfield con sabor a Tarantino.” No es una referencia exagerada. Objeto de su propia historia, el gigantón protagonista termina arrojándose al mar entre témpanos desde un barco recolector de hielo para refrigeración. Emerge como si tal cosa en la primera escena de la novela, que enlaza directamente con la última.
Un libro apasionante, que confirma que la buena escritura puede hacer deseable seguir casi cualquier trayectoria humana.
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Lecturas obligatorias #4, por Daniel Divinsky

Juan Verdaguer, el actor y performer uruguayo que triunfó en la Argentina como precursor del stand up basó su éxito en contar chistes a repetición conservando un gesto de seriedad. También protagonizó la película Rosaura a las diez, basada en la novela de Marco Denevi, en la que interpretaba, muy bien, el dramático rol de Camilo Canegato, huésped de una miserable pensión que vivía una historia de amor fantaseada.
Él confesaba, solo medio en broma, que narraba siempre los mismos chistes, pero como hacía giras por el continente, era el público el que cambiaba.
Lo digo a propósito de que el libro que voy a “prescribir” hoy, Dos veces junio, (la novela de Martín Kohan publicada originalmente en 2002 y reeditada recientemente por Random House) lo reseñé hace bastante tiempo en mi columna de “Leamos”, la publicación literaria digital de Infobae, por lo que es posible que me plagie a mí mismo, eso sí, con mi autorización. Y confiando en que el público haya cambiado.

La dictadura cívico-militar-eclesiástica que devastó nuestro país entre 1976 y 1983 hasta la aparición de esta obra no había tenido, a mi juicio, una narrativa que la reflejara, especialmente a partir de casos individuales.
Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso, aparecida en 1984, posiblemente hay sido el primer intento de novela testimonial sobre la represión, las cárceles clandestinas y la tortura “basado en hechos reales”. El título proviene de un poema de Quevedo y puede encuadrarse el libro en el género no ficción, pese a que ganó el premio Rodolfo Walsh en la Semana Negra de Gijón, Asturias, en la categoría novela.
Con posterioridad a la novela de Kohan se publicaron (entre muchas otras que no he leído), La casa de los conejos de Laura Alcoba, El camino de las hormigas, de Laura Fernández Berro, los cuentos de 76 y la novela Campo de Mayo de Félix Bruzzone, todas muy eficaces y recomendables.
Pero destaco Dos veces junio por su poder de síntesis y la forma en que se cuenta una cosa cuando aparentemente se está relatando otra.
Primero, hablemos del autor. Nació en Buenos Aires y tiene más de treinta títulos publicados, entre novelas, libros de cuentos, ensayos (entre ellos, un muy original ¿Hola? Réquiem por el teléfono fijo y otro que refleja su declarada pasión boquense más varios históricos y de crítica literaria). Su novela Ciencias morales ganó el premio Herralde del género otorgado por esa editorial española y fue llevada al cine por Diego Lerman con el título de La mirada invisible. Su novela más reciente, Confesión, cuenta una historia ligada a la juventud del dictador Videla y no hace mucho publicó Me acuerdo, un inventario de recuerdos personales objetivos muy compartibles por sus coetáneos.
Y si se trata de recordar, hay muchos libros cuyas primeras líneas son inolvidables para quienes los leyeron:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. (Cien años de soledad)
“El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”. (Crónica de una muerte anunciada)
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. (La metamorfosis)
Seguramente hay muchos más ejemplos de buenos inicios de textos en la literatura argentina (sin ir más lejos Aquí me pongo a cantar…), pero la de Dos veces junio y el contexto en el que aparece son particularmente memorables, al menos para mí.
“¿A partir de qué edad se puede empezar (sic) a torturar a un niño?”
Esta frase es leída por un soldado conscripto que trabaja como tal en el consultorio de un médico militar, en el cuaderno de notas en el que se registran las llamadas telefónicas. El joven no puede eludir la compulsión de corregir el error de ortografía. A partir de allí, se desarrolla una historia que tiene como telón de fondo al Mundial de Fútbol de 1982, y que describe el mecanismo de apropiación de los bebés hijos de los eufemísticamente llamados “desaparecidos”, una palabra que tenemos el triste privilegio de haber incorporado al léxico incluso en idiomas diferentes al castellano. Esos chicos que, ya grandes, todavía siguen siendo buscados incansablemente por las sobrevivientes Abuelas de Plaza de Mayo, cada vez menos numerosas pero igualmente tenaces y combativas.
El libro es ficción, pero como refleja historias parecidas a otras que se conocen con datos precisos, tiene la verosimilitud que lo convierte en un útil ayudamemoria. Cumple ese rol sin perder la fluida belleza literaria con la que está escrito.
Es bueno leer este libro o releerlo en el marco de la conmemoración de los cuarenta años de democracia en el país, Porque, cito a regañadientes a un político conservador y británico como Churchill, “La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”.
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Lecturas obligatorias/3, por Daniel Divinsky

Los premios literarios, se sabe, no son tipos confiables en general. Muchos de ellos están amañados, no por venalidad o parcialidad de los jurados, sino por los intereses de quienes organizan los concursos para otorgarlos. El premio Planeta España, bien dotado económicamente, arrastra un largo anecdotario en ese sentido: el viejo Lara, fundador y dueño original de la editorial, le anticipó en una oportunidad a mi amigo, el escritor gaditano Fernando Quiñones, que había postulado una novela: “A ti te daremos la mención, porque tus libros siempre se venden. El premio se lo daremos a un autor menos conocido que tú”.
Tal vez algunos recuerden el triste papel que su agente literario (de iniciales G. S.) hizo desempeñar al incorruptible Ricardo Piglia cuando se le concedió el Planeta argentino en 1997, con la novela Plata quemada, muy buena sin dudas y merecedora del galardón, pero cuya publicación ya estaba contratada por el sello, con el texto compuesto y listo para imprimir. Este hecho generó una demanda judicial del escritor Gustavo Nielsen, que había estado entre los finalistas de ese año.
Uno de los pocos galardones literarios que no entra en zona de sospecha es el premio Alfaguara España, dotado de 175.000 euros y una escultura de Martín Chirino, que ha sido otorgado muchas veces a escritores de currículum cero. En 1998 lo obtuvieron ex aequo el cubano Eliseo Alberto y el nicaragüense Sergio Ramírez (hoy privado de su nacionalidad por el autoritario gobierno de Ortega y su perversa y atrabiliaria mujer).
Entre los varios argentinos que ganaron ese premio se cuentan Tomás Eloy Martínez, por El vuelo de la reina; Graciela Montes y Ema Wolf, por El turno del escriba, de su coautoría; Andrés Neuman, por El viajero del siglo; Leopoldo Brizuela, por Una misma noche; Eduardo Sacheri por La noche de la usina (base del exitoso filme La odisea de los giles) y Patricio Pron, por Mañana tendremos otros nombres. El año pasado lo obtuvo Cristian Alarcón, un escritor chileno radicado en la Argentina, eximio cronista, con su primera novela, El tercer paraíso que, personalmente, no me gustó nadita, pues me resultó una combinación de historias de exilio con sobredosis de botánica.
En cambio, me pareció estupenda la obra premiada este año por un jurado que presidió nuestra ubicua Claudia Piñeiro e integrado, entre otros, por Carolina Orloff, escritora, editora y traductora argentina residente en Edimburgo, fundadora de Charcopress, la primera editorial del mundo anglosajón dedicada a publicar autores latinoamericanos.
El título es Cien cuyes (que entre nosotros debería haber sido Cien cuises, ya que el cuy o cuis es ese roedor que en muchos países como Perú y Ecuador deviene manjar exquisito en las mesas locales). Su autor, el peruano Gustavo Rodríguez, nacido en Lima en 1968, con varias novelas y libros infantiles y juveniles publicados. Una de ellas, Madrugada, ya editada por Alfaguara, es una de sus obras más conocidas.
La novela es espléndida, escrita con un estilo llano donde el humor ocupa un lugar preponderante, a pesar de lo lúgubre del tema que trata: la muerte asistida de ancianos muy lúcidos que recurren a la ayuda de la protagonista para terminar sus días con dignidad. El fin que determina a Eufrasia, la protagonista, a meterse en esa complicación con los adultos mayores a los que cuida (primero a dos, en sus domicilios, luego a varios en un geriátrico de lujo) es conseguir el dinero para comprar cien de esos animalitos y poder retirarse del trabajo para vivir de su criadero.
Eufrasia es una señora de mediana edad, de buen ver; tiene un hijo, producto de una relación ocasional, que está al cuidado de su hermana. Ella es como una esponja para absorber los saberes de doña Carmen, una de sus patronas, y de Jack Harrison, un prestigioso médico ya retirado (sin duda reflejo de una persona real, ya que a él le está dedicada la novela), gran consumidor de whisky, gozador de la música y del ruido del mar.
La geografía del Perú está muy incorporada a las andanzas de los protagonistas y es mucho más que un entorno. Otro punto a destacar: el libro está escrito en el castellano que se habla en el Perú, plagado de expresiones locales que en ningún momento obstaculizan la comprensión del texto: puede imaginarse fácilmente lo que denotan y, si no sucede, habrá que recurrir al diccionario, algo que nunca está de más.
En resumen: una novela altamente recomendable, de un autor cuyo nombre deberá tenerse presente de ahora en más en el panorama de la literatura hispanoamericana significativa. Y con algo difícil de imaginar: que una novela que contiene tanta muerte resulte básicamente divertida.