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Alexander Alekhine en jaque, por Ricardo Ragendorfer

Durante mi adolescencia frecuenté el Club Argentino de Ajedrez, situado en una casona sobre la calle Paraguay, a metros de Callao.
Allí, en el segundo piso, dentro de un gran cubo con paneles de vidrio, se exhibía un tesoro histórico: la mesa-tablero y las piezas con las cuales, en 1927, el ruso Alexander Alekhine le arrebató el título mundial al cubano José Raúl Capablanca, luego de 34 partidas. Ese match fue disputado en la primera sede del club, sobre la avenida Carlos Pellegrini 449, frente a la plaza donde diez años más tarde se levantaría el Obelisco.
La figura de Alekhine concitaba mi interés.
–Era un personaje muy complicado –dijo al respecto mi interlocutor, no sin esbozar una sonrisa triste.
A su modo, aquel septuagenario de porte distinguido también era una reliquia del lugar. Se trataba de Luis Piazzini, un antiguo campeón argentino y sudamericano que, en esa época, subsistía dando clases a novatos.
–Era un personaje difícil –insistió, antes de besar su copa de coñac.
Sabía de lo que hablaba.
En este punto es necesario retroceder al invierno de 1939, cuando tuvo lugar en Buenos Aires el Torneo de las Naciones, que congregó a los mejores ajedrecistas del planeta. Alekhine fue el primer tablero del equipo de Francia, país que le había otorgado la ciudadanía.
En tanto, Piazzini integraba el equipo local
Cabe destacar que, en aquellos días, éste tuvo el privilegio de alojarlo al campeón del mundo en una quinta de Adrogué que pertenecía a su familia.
Alekhine ya tenía 47 años y acababa de recuperar el cetro mundial que, en 1935, había quedado en manos del holandés Max Euwe.
Lo cierto es que el carácter huraño de ese hombre, que por las noches se atiborraba con vodka, tornó vidrioso su vínculo con el anfitrión.
Su adición por la bebida también incidió en su desempeño deportivo, ya que los franceses ni siquiera se clasificaron.
Dicho sea de paso, los ajedrecistas del Tercer Reich se alzaron con la competencia. Un hecho menor a la luz de la Historia del siglo XX, puesto que justo en esos momentos estallaba la Segunda Guerra Mundial.
De modo que muchos jugadores europeos decidieron no regresar a sus países; entre ellos, Miguel Najdorf, Jiri Pelikan y Erich Eliskases, quienes, con el tiempo, dejarían su impronta en el ajedrez argentino.
Pero Alekhine volvió a París, algo que sorprendió a sus pares.
–Parece que en la Francia ocupada por los nazis, él no la pasó nada mal –me diría Piazzini 35 años después.
El ruso blanco
En el plano estrictamente ajedrecístico, la leyenda de Alekhine consigna que hubo una partida en la cual estuvo en juego algo mucho más valioso que una corona ecuménica. Su rival era nada menos que León Trotsky.
En el plano estrictamente político, su existencia se vio siempre sacudida por los grandes cataclismos de la Historia.
“Me han destruido las dos guerras”, supo reconocer en un artículo que publicó a los 51 años.
Pero vayamos por partes.
Nacido en 1892 en el seno de una familia perteneciente a la aristocracia rusa (su padre era propietario de tierras y miembro de la Duma Imperial), el joven Alexandre alternó los estudios universitarios –hasta obtener el título de licenciado en Leyes– con la práctica profesional del ajedrez.
La Primera Guerra Mundial lo sorprendió mientras jugaba un torneo en la ciudad alemana de Mannheim. Nada pudo ser más inoportuno. Alexander terminó tras las rejas bajo la carátula de “extranjero hostil”, Y meses después, fue beneficiado por un intercambio con presos prusianos detenidos en Moscú.
Su segunda desgracia fue la Revolución Rusa, la cual confiscó todos los bienes de su familia. Y él, sin interrumpir su pasión por el juego-ciencia, pasó a efectuar tareas de espionaje para la Guardia Blanca, la milicia anticomunista que enfrentó al Ejército Rojo para restaurar la monarquía de los zares.
Esa vez, para él todo también terminó de la peor manera, puesto que fue arrestado en Odessa, donde un tribunal del pueblo lo condenó a muerte.
Pero, en esas circunstancias, hubo un hecho providencial: la aparición de Trotsky en su celda. Es que fundador del Ejército Rojo era un aficionado al ajedrez. Y allí mismo se enfrentaron en el tablero.
En aquella partida, Alekhine le permitió al rival desarrollar una apertura siciliana sin contratiempos, concediéndole –a propósito– cierta ventaja.
Envuelto en un silencio sepulcral, lo medía a Trotsky por el rabillo del ojo, como un cazador agazapado a punto de disparar sobre su presa.
La cuestión es que, ya en el juego medio, contraatacó con una increíble combinación, precipitando en apenas ocho jugadas la derrota de Trotsky. Fue una especie de nocaut.
El líder revolucionario, quien no habría tomado a mal dicho resultado, tuvo el gesto de gestionar su excarcelación.
Hay quienes dicen que, en realidad, Alekhine habría pactado convertirse en soplón del nuevo régimen.
Al poco tiempo obtuvo un visado para jugar torneos en algunos países de Europa. Así fue como, en 1921, viajó a Francia, donde contrajo enlace con la periodista suiza Anneliese Rüegg, quien le llevaba 13 años.
Ella sería la primera de sus cuatro esposas, todas mayores que él y con un muy buen pasar.
Alekhine jamás regresó a la URSS, siendo considerado allí un “traidor”, mientras él empezaba a mostrarse como un abanderado del anticomunismo.
Ya se sabe que, en 1927, le ganó en Buenos Aires a Capablanca. Luego, fue Euwe quien lo despojó del título mundial –en medio de una de sus etapas etílicas más copiosas–, recuperando la corona en 1937. Vale decir que durante ese match se esforzó sobremanera en no tomar una sola gota de alcohol.
Cuatro años más tarde, ya casado con la norteamericana Grace Wishaar, una millonaria de origen judío, se produjo en Francia la ocupación alemana.
Alekhine, entonces, intentó escapar con su esposa a los Estados Unidos, fracasando en su empeño. Así quedó a merced de los invasores.
Pero grande fue su sorpresa cuando el alto mando de las SS se exhibió muy amigable con él, dado su renombre en el universo del ajedrez.
De modo que le ofrecieron un trato que él no pudo rechazar: inmunidad a cambio de su participación en torneos patrocinados por los nazis.
Sin pensarlo dos veces, Alekhine aceptó con beneplácito.
Claro que no era la primera vez que vendía su alma al diablo.
El ajedrecista ario
Su biografía estuvo atada a aquella recurrencia: de ser un espía al servicio de los contrarrevolucionarios rusos, pasó –según una versión nunca desmentida– a fisgón de la Cheká (la primera policía secreta de la URSS), y ya en Francia, se convirtió en un colaboracionista de los invasores nazis.
No es exagerado decir que él fue una estrella deportiva muy apreciada por Joseph Goebbels, el propagandista de Hitler.
De hecho, sus funciones iban más allá del simple acto de ganar partidas en nombre de la raza superiora. Por lo pronto, hubo dos memorables artículos de tinte antisemita publicados con su firma en el Pariser Zeitung, el periódico para las tropas nazis con asiento en París. Sus títulos lo dicen todo: “El ajedrez judío” (al que consideraba débil, cobarde y oportunista) y “El ajedrez ario” (al que no dudó en calificar como vigoroso, valiente y lleno de inteligencia).
¿Acaso sus deberes hacia los nazis también incluían alguna delación?
Eso precisamente se rumoreaba entre los integrantes de la resistencia francesa, quienes se la tenían jurada.
No obstante, Alekhine se sentía en esa época a sus anchas. Hasta fines de 1943, tras recibir amenazas por parte de la organización de Francotiradores y Partisanos Franceses (FTPF), que reportaba al Partido Comunista. Entonces, con la venia de los alemanes, se estableció en España al amparo del régimen de Francisco Franco.
Planeaba regresar a París ni bien se aquietara su situación.
Pero la Historia le depararía otro golpe: la derrota del Tercer Reich. Así fue como el pobre Alekhine quedó nuevamente pedaleando en el aire.
A los 53 años, y sin haberse recuperado de las secuelas provocadas por una virulenta escarlatina, debía poner otra vez los pies en polvorosa.
Para entonces, en lo personal, había fracasado en otros dos matrimonios. Y en el contexto de la posguerra, con gran parte de Europa en ruinas, su título de campeón del mundo –que pudo conservar solamente por la parálisis de la Federación Internacional de Ajedrez durante el conflicto– valía menos que un billete de tres dólares.
En Madrid comenzó a sentirse perseguido. Atribulado por una paranoia regada con ingestas maratónicas de vodka, creía que lo seguían; veía agentes de la KGB en cada esquina. De manera que escapó a Portugal, gobernada por António de Oliveira Salazar, otro dictador filonazi.
Allí se alojó en un pequeño hotel de Estoril, de donde casi no salía. Su manía persecutoria crecía en proporción geométrica, al punto de entrar y salir a hurtadillas, sin que nadie lo viera.
Al anochecer del 24 de marzo de 1946, un camarero le dejó la cena en su habitación. A la mañana siguiente, ese mismo camarero le golpeó la puerta para retirar la bandeja. Pero Alekhine no respondió.
Recién al mediodía la policía volteó la puerta.
El campeón del mundo estaba tumbado en su silla, como dormitando; lo curioso es que vestía un grueso sobretodo.
Ante sí, sobre la mesa, había un plato de sopa que no llegó a tomar y un tablero de ajedrez con las piezas debidamente ordenadas.
Un uniformado intentó despertarlo. Fue inútil. Alekhine ya tomaba sus primeras lecciones de arpa.
Una última burla del destino sellaría la existencia de aquel individuo: su fallecimiento fue certificado por un veterinario.
Luego, la autopsia determinó que la muerte le sobrevino al atragantarse con un pedazo de carne.
¿Acaso el cuerpo de alguien que muere por asfixia, con la desesperación que ello supone, termina en una posición tan –diríase– abúlica?
Esa fue la pregunta que el maestro Piazzini se hizo, casi tres décadas y media después, mientras remataba el último sorbo de coñac.
Luego, simulando un tono confidencial, dijo:
–Alekhine fue un tipo difícil hasta para morir.
Y se retiró con pasos lentos.
Publicada originalmente el 26 de enero de 2024 por la agencia Télam

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Todos tenemos hollín en los pulmones, por Hernán López Echagüe

El 25 de enero de 1997, la sociedad argentina se veía sacudida por un crimen atroz: un reportero gráfico de la revista Noticias, aparecía muerto, calcinado, con las manos y pies atados y dos disparos en la cabeza después de haber ido a cubrir de una fiesta de renombrados empresarios de Pinamar. La autopsia demostró que Cabezas tenía hollín en los pulmones, lo que indicaba que aún respiraba cuando el auto con él en su interior era invadido por las llamas. Las investigaciones recorrieron muchas pistas, varias de ellas fraguadas por la Policía Bonaerense que demostraba una y otra vez intentar desviar la investigación y resolver rápidamente el caso. El diario La Nación, le solicitó una nota al periodista Hernán López Echagüe quien se había convertido en emblema del ‘periodista agredido” luego de sufrir dos agresiones -un navajazo de advertencia en la puerta de su casa y un intento de secuestro en los alrededores del Bingo de Avellaneda, abortado por la aparición de un patrullero-. La persecución López Echagüe provenía de sectores del Mercado Central ligados a patotas Duhaldista. Desde Uruguay, en donde intentaba recuperar la tranquilidad y finalizar un nuevo libro sobre la Triple Frontera, escribió de un tirón este artículo.
Hoy lo recuperamos para el Archivo de LCV, tomado del libro ‘Postales Menemistas’ editado por editorial Perfil, quien publicó una compilación de artículos de este joven periodista que luego de recibir más amenazas y una catarata de juicios por la publicación de su libro “El Otro” dedicado al entonce gobernador Duhalde quien se disputaba la conducción del peronismo con el president Menem, buscaría refugio con su familia del otro lado del río.

Todos tenemos hollín en los pulmones, por Hernán López Echagüe
Febrero de 1977, diario La Nación
El asesinato de José Luis Cabezas es un hecho obsceno, cometido en una sociedad habituada a cerrar los ojos ante la obscenidad, o, en el mejor de los casos, a tomarla como un avatar, como un mal pasajero. Es dable preguntarse si en este caso la sociedad cobrará vida o, como ha sucedido en otras ocasiones, pronto olvidará el mazazo, se abrazará a los electrodomésticos, al fetiche de la estabilidad, y por fin añadirá el episodio a la extensa lista de obscenidades que han ocurrido a partir de mediados de 1989: los sopapos, navajazos y amenazas a periodistas; el asesinato del obrero Víctor Choque en Tierra del Fuego; las agresiones sufridas por el fiscal fiscal Pablo Lanusse; el assinato de María Soledad Morales, las decenas de atropellos cometidos por la Policía de la Provincia de Buenos Aires; los disparos contra Fernando ‘Pino’ Solanas; los feroces atentados contra la comunidad judía; la continua represión a manifestaciones; las enigmáticas muertes en torno a la Aduana; etc, etc, etc.
Obscenidades que parecen lejanas en el espacio y en el tiempo.
Presumir, como buena parte de la sociedad presume, que el asesinato de Cabezas no ha sido más que un brutal ataque a la libertad de expresión, comporta un grave desatino cuyas consecuencias habrán de aflorar tarde o temprano. El asesinato de Cabezas ha sido la lógica culminación de una serie de obscenidades frente a las cuales, continua e ingenuamente el gobierno ha pretendido permanecer ajeno.
Desde luego, en el interior de la gente que ha cometido este crimen impera el fuego. Pero es menester avivarlo.
Basta echar un vistazo a la historia del país para comprender que hechos de esta naturaleza suceden cuando los gobiernos crean y promueven las condiciones políticas, sociales y morales y éticas que tornan posible su comisión. Cuando los gobiernos hacen de la obscenidad uno de sus rasgos más distintivo.
Obsceno es que los actos de un gobierno procuren satisfacer, pura y exclusivamente, la ley del libre mercado y los antojos de un puñado de empresarios sin escrúpulos. Obsceno es que un presidente, a viva voz, celebre el ingreso de capitales sin importarle su procedencia. Obsceno es que los funcionarios de un gobierno aparezcan enlazados, una y otra vez, a personajes como Al Kassar, Gaith Pharaom, Ibrahim Al Ibrahim, Yabrán o Ghadaffi, es decir, al narcotráfico, al matonaje, a los negocios turbios. Obsceno en extremo es ignorar la independencia del Poder Judicial y llamar ‘delincuentes’ a periodistas y opositores.
Pero más obsceno que todo es la inercia. Cuando el virus de la quietud y de la indiferencia se instala en una sociedad, no hay medicina que logre aplacar sus terribles efectos. Al igual que en épcas de muerte y oscurantismo, con el correr del tiempo la solidaridad se difumina, la identidad lanquidece, y crímenes como el de Cabezas, por tanto, adquieren el caracter de cosa común y ordinaria.
Cuando una bomba destruyó el edificio de la embajada de Israel, todos repletamos las calles de Buenos Aires y en silencio, con los párpados apretados, todos fuimos judíos. Pero no fue otra cosa que un relumbre de solidaridad, un compromiso tan duradero como un estornudo; algo más parecido a una fugaz visita de pésame que a un acto fundado en hondas convicciones. Porque tiempo más tarde, y una vez más a lo largo de contadas horas, estimamos sensato colocarnos nuevamente el disfraz judío, como en un multitudinario baile de máscaras.
Todos estamos entrelazados por un lugar común que va más allá de fortuitas diferencias religiosas, filosóficas, políticas o profesionales: la vida. Y sin embargo estamos habituados a que nos reúna la muerte.
Una sociedad adormilada, que no emerge de su insultante letargo, no puede exigirnos a los periodistas que frente a hechos de esta índole inflemos el pecho y sin rodeos continuemos hurgando en esas enormes cloacas que nosotros no hemos inventado. No somos corresponsales de guerra, aunque a menudo plumas y lentes deban desplazarse entre escombros y cenizas, entre bandas violentas que han convertido al país en un inabarcable campo de batalla donde la vida es ingrávida.
Desde la madrugada del sábado último, y de modo ya irremisible, todos los argentinos somos José Luis Cabezas. Todos tenemos hollín en los pulmones. Todos estamos encerrados en el interior de un vehículo en llamas, en un camino de tierra, a contados metros de opulentas mansiones en cuyos jardines la fiesta continúa.
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ARCHIVO/La corrupción sigue estando de moda, por Oscar Taffetani

Esta semana, el maestro Oscar Taffetani comparte una nota de su archivo personal escrita el 16 de mayo de 1993 –hace 31 años-. Eran los noventa, tiempos de “menemato” cuando estallaba el boom de los escándalos de corrupción. Nunca, hasta ese momento, se habían visto tantos funcionarios procesados por malversación de fondos, coimas, contrabando, venta ilegal de armas o enriquecimiento ilícito. La lista es larga. Algunos han pasado rápidamente al olvido, como el ex concejal justicialista José Manuel Pico condenado por la justicia porteña a cinco de años de prisión y diez años de inhabilitación para ocupar cargos públicos, por el delito de enriquecimiento ilícito. “Me quieren convertir en un monstruo”, se lamentaba, conciente de que él no hacía nada diferente a lo que hacían todos. Fue el primer político de cierta relevancia condenado por corrupción a quince días de las elecciones presidenciales.
Con mejor o peor suerte, tuvieron que sentarse en el banquillo de los acusados altos funcionarios, entre otros: Carlos Grosso; María Julia Alsogaray; Víctor Alderete; José Luis Manzano, Antonio Erman González; Carlos Corach; Amira y Emir Yoma; Ángel Eduardo Maza; Domingo Cavallo; Gostanian y el propio presidente Carlos Menem quien fue condenado por peculado, contrabando de armas y sobresueldos, pero gracias a los fueros nunca debió cumplir su pena. En 1994, el presidente del Banco Nación, junto a ex directores y cinco empresarios fueron procesado por el supuesto pago de 21 millones de coimas a IBM por la renovación de su sistema informático. El hermano y secretario de uno de los imputados, Marcelo Cattáneo, apareció suicidado. Las muertes dudosas de personajes vinculados al gobierno iban en aumento.
Distintos negociados fueron tapa de diarios y revistas. Los libros de investigación eran Best Sellers (Robo para la Corona, de Horacio Verbitsky; El Otro, de Hernán López Echagüe; El Jefe, de Gabriela Cerruti; o Pizza con Champagne de Silvina Walger, se vendían por cientos de miles). Con buen tino, Oscar Taffetani titulaba una nota publicada en la revista Nueva: “La corrupción está de moda”. Una moda que llegó para quedarse.
¿Cuáles son las razones y la solución de semejante descalabro? O.T. recorre los principales hechos de corrupción en Argentina y el mundo. ¿Cómo salir de esta telaraña? Un debate más vigente que nunca.

Corrupción está de moda
Un fantasma viscoso recorre el planeta. Los diarios lo llaman corrupción. Los políticos y los periodistas lo llaman corrupción. La gente lo llama corrupción. ¿De qué se trata?
El barón de Montesquieu escribió en alguno de los treintaiún volúmenes que componen Del espíritu de las leyes (1748), que “el principio de democracia se corrompe cuando una nación pierde el espíritu de igualdad y lo interpreta arbitrariamente”.
Según el ilustre barón (a quien solemos citar de oído), una neta separación entre los poderes del Estado produce la mutua limitación que salvaguarda las libertades.
Claro que el sistema que Montesquieu tomaba por modelo de democracia era el inglés, donde el Poder Ejecutivo reposaba en el Príncipe (consorte o sinsorte), el Legislativo en la Cámara de los Lores (reclutados en la nobleza) y el Judicial en esas convulsionadas cortes provincianas que supieron describir Shakespeare y Marlowe.
En cuanto a los “países cálidos” (así llamaba a las colonias africanas, asiáticas y americanas), el tratadista observaba que “están más dispuestos que los fríos a la servidumbre”… Hasta allí Montesquieu.
Montes… ¿quién?
En América latina, lo mismo que en los jóvenes países africanos y asiáticos, la democracia política padece aún hoy el vicio del caudillismo. Los tres poderes suelen estar sujetos a la voluntad de uno solo: el Ejecutivo.
Cuando se habla de corrupción, entonces, por lo general, se habla de un juez o un legislador sobornado, de un amigo o un pariente del “Número 1” que se acomoda en un puesto público, que resulta beneficiario de una dudosa licitación o que impunemente viola las leyes al amparo de su protector.
De esta clase de corrupción sabemos mucho en América latina. La historia del continente –sin necesidad de hacer revisionismo– está plagada de caudillos, militares y civiles, que convirtieron su antojo en ley severa, que se enriquecieron en la función pública, que entraron al gobierno por la puerta grande, “para acabar con la corrupción” y salieron por la puerta de servicio, entre gallos y medianoche, con los bolsillos llenos.
En los países anglosajones (algo de razón tenía Montesquieu) la vigilancia civil sobre los poderes es mayor. Los ciudadanos que sangrientamente conquistaron sus derechos poniendo fin, o por lo menos un límite, a la monarquía, saben defenderlos mejor.
No están libres del azote de la corrupción (que prefieren llamar inmoralidad), pero tienen aceitados los mecanismos democráticos para combatirla.
El affaire Watergate en los Estados Unidos (espionaje republicano en la sede del Partido Demócrata) le costó la presidencia a Richard Nixon. El affaire Irán-contras (llamado por la prensa Irangate) llevó a un juicio público a altos jefes militares y determinó el cambio de política hacia Centroamérica.
Curiosamente, los hechos inmorales de más gravitación en la política norteamericana fueron descubiertos por la prensa. Dos periodistas del Washington Post, amparándose en la Quinta Enmienda de su Constitución, desataron el escándalo que acabó con Nixon.
El cuarto poder entra en escena
¿Son posibles los Watergates en América latina? Ardua pregunta. La regla –salvo raras excepciones– es que todo concluye con la denuncia. Los efectos jurídicos no van más allá de la renuncia al cargo por parte del funcionarios involucrado o de un “fusible” de éste.
No obstante, debe reconocerse que haber hecho públicos los ilícitos y haber conseguido la renuncia o alejamiento de funcionarios corruptos, no es poco mérito, habida cuenta de la ostensible lentitud del Poder Legislativo y la mora del Poder Judicial para intervenir en esas cuestiones.
Otra pregunta que puede escucharse en la calle es: ¿Hay más corrupción ahora que antes? ¿O es que ahora se sabe más?
Las respuestas invariablemente estarán teñidas de un color político. A pesar de ello, habrá coincidencia general en observar que, gracias a la existencia de una prensa independiente y diversa, hoy puede saberse más de lo que pasa “en palacio”. La ciudadanía dispone de un instrumento tan poderoso como aquéllos –devaluados– que le brindó la bicentenaria Revolución Francesa.
No todas son rosas en la Galaxia Gutenberg, por supuesto: un medio de prensa puede ser sobornado, como puede serlo un policía, un juez, un legislador. Pero corre también el riesgo de quedar en evidencia y sufrir un terrible castigo: que los lectores dejen de comprarlo.
En ocasiones, los diarios, radios o canales televisivos son instrumento de una singular batalla. Es cuando los acusados de corrupción se defienden denunciando algún fraude o ilícito cometido por sus acusadores.
La batalla –aquí reaparece Montesquieu– no es mala en sí misma, puesto que ayuda a que se conozca toda la verdad. El libre juego de los poderes, incluido el Cuarto, es el mejor certificado de buena salud del orden democrático.
Mal olor en el planeta
Una mirada a la política internacional, poco antes del fin de siglo, podría acabar con las más recónditas esperanzas de justicia. En todas partes se cuecen habas. En todas partes había –o hay– corrupción política.
EN EL PRIMER MUNDO
No hace tanto desde que se conocieron las coimas que pagó la Lockheed Aircraft para colocar sus aviones en países “intachables” como Suecia, Francia, la ex República Federal de Alemania y el Japón. Desde el Príncipe Bernardo de Holanda (quien provocó la abdicación de la reina Juliana) hasta el primer ministro japonés Kakuel Tanaka (quien prefirió que el harakiri se lo hicieran algunos ofuscados kamikazes), todos recibieron su sobre o su giro reservado a un banco suizo.
Recientemente –para no abundar en ejemplos– estallaron escándalos en Inglaterra (por comisiones de los ministros en la privatización de servicios); Francia –por “donaciones” y blanqueo de dinero negro a través de partidos de centro-derecha y centro-izquierda–; España (por comisiones en las obras de Expo-Sevilla, finanzas negras y sobornos en el PSOE); Italia –por relaciones de los principales dirigentes políticos y del gobierno con la mafia– y hasta en el lejano, insospechable y poderoso Imperio del Sol Naciente (por declaraciones del político sobornador Shin Kanemaru, quien destapó una olla que no contenía precisamente arroz).
EN EL EX-SEGUNDO MUNDO
El advenimiento de la era Gorbachov puso al descubierto las prebendas y turbios manjeos de los dirigentes soviéticos de la era Brezhnev. No terminó allí la danza: los dirigentes del ex PCUS vaciaron las empresas estatales y fugaron divisas hacia los bancos suizos poco antes de la caída de Gorbachov y el ascenso de Yeltsin.
Uno de los países que aún se declara regido por los principios del socialismo, Cuba, conjuró hace tres años un escándalo por narcotráfico que amenazó acabar con el gobierno de Fidel y Raúl Castro. El chivo emisario fue el fusilado general Ochoa, Nº 3 de la nomenclatura cubana.
EN EL TERCER MUNDO
En la Argentina, el reelecto presidente Carlos Menem ostenta el récord de tener la mayor cantidad de funcionarios procesados en la historia de su país y la región.
La caída de Ferdinando Marcos, en las Filipinas, ocurrida hace unos años, puso al descubierto el enorme grado de corrupción que puede generar un gobierno cuando aspira a perpetuarse.
El affaire Collor, en Brasil, fue un caso reciente de corrupción política (enriquecimiento ilícito) con desenlace ejemplar: el juicio político y destitución del Presidente por el Parlamento.
EN LAS NACIONES UNIDAS
El jefe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), de origen japonés, fue acusado de comprar su reelección. La denuncia extiende las sospechas a casos anteriores (como el del ex SS Kurt Waldheim).
EN LAS ORGANIZACIONES ECOLOGISTAS
Generation Ecologie, un partido verde francés cuyo dirigente Brice Lalonde fue designado ministro de Medio Ambiente, aceptó importantes contribuciones financieras de empresas a las que decía combatir (como la Sandoz suiza, principal contaminadora del Rhin).
Mal de muchos ¿consuelo de tontos?
Martin Woollacott, del periódico londinense The Guardian, se refirió en un artículo a las distintas formas de corrupción política existentes en el mundo. Desde lo que en Francia llaman “tremper le pain dans le sauce” (mojar el pan en la salsa) hasta lo que los japoneses llaman sin pudor “política del dinero”, pasando por la Tangente italiana, todopoderosa antes de la llegada de los mani pulite. Al hablar Woollacott del mundo anglosajón, desliza irónico: “…tenemos formas menos obvias de corrupción, además de la justa cuota de soborno y de coima…”
He allí una de las probables causas del gran destape de fin de siglo: lo que los Estados y el mismo sistema mundial no toleran no es la corrupción habitual (el “punto” o “punto y medio” de comisión que lubrica el comercio internacional). Lo que el sistema mundial no tolera –porque vuelve imprevisible el futuro de la humanidad– es el exceso de corrupción, esa masa viscosa que entorpece el desarrollo de la economía y las relaciones internacionales.
Desde un punto de vista pragmático, entonces, –dejando el idealismo para mejor momento–, de lo que se trata es de llevar los niveles de corrupción administrativa y política al mínimo posible.
¿Quién puede hacerlo?
Allí regresamos a Montesquieu, aquel pensador francés que fue bautizado en brazos de un pordiosero (porque sus padres querían que aprendiera de niño que todos los hombres son iguales ante Dios). Regresamos a Montesquieu y hallamos que la mejor manera de combatir la corrupción, en casa y en el mundo, es garantizar la independencia de los tres poderes (incluido el cuarto) y luchar por un ejercicio moral de la política.
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ARCHIVO / Nunca te bañes con tus primas, por Ricardo Ragendorfer

Este artículo fue publicado por la revista El Porteño en la sección Serie Negra de junio 1989. Por entonces, conceptos cómo “violencia de género” y “femicidio” eran catalogados bajo la inexacta nomenclatura de “crimen pasional”. Pero en las extrañas muertes de Irma Gijón y Gloria Fernández ni siquiera fue considerada esta hipótesis. Y por una razón de peso: su carácter sobrenatural hizo que rebasara las fronteras del hecho policíaco para convertirse en una pieza única de la literatura gótica, pero del mundo real. RR

Bajó de la ambulancia, verificó la altura de la calle y tocó el timbre. Media hora antes, la telefonista del Hospital Municipal de Vicente López expidió una orden de visita en favor de Gloria Fernández, especificando como motivo una simple descompostura. Cuando el médico cruzó el hall y fue llevado al living, encontró a la paciente recostada en un sofá.
La mujer que lo hizo pasar sólo le dijo:
–Se empezó a sentir mal a la tarde, después de comer.
El recién llegado se calzó el estetoscopio y auscultó el pecho de la enferma. Luego extrajo una linterna de bolsillo y pasó a escudriñar el color de la garganta. Acto seguido, se puso a redactar una receta. Y mirando a sus interlocutoras, recitó el diagnóstico:
—No es una descompostura. Aunque puede ser que el almuerzo haya caído mal. Para mí, es un estado gripal. Tiene la presión baja y unas líneas de fiebre. Tómese un Multín cada seis horas. Por lo del estómago, no coma nada pesado; es más, si aguanta, trate de no cenar.
Dicho esto, guardó sus instrumentos y se perdió por la puerta, saludando con un imperceptible movimiento de cabeza. Y ya en la ambulancia, le comentó al chofer:
–Vinimos por una gripe. Nada más que una gripe.
En ese momento no sabía que el caso no tardaría de complicarse, precisamente por una descompostura, pero no de tipo estomacal.
Tres días después, es decir el domingo 16 de abril, el departamento de la calle Melo 3300, de Florida, se convirtió en centro de atención de investigadores policiales, médicos forenses e, incluso, técnicos de Obras Sanitarias. Sin embargo, los primeros que tomaron intervención fueron simples integrantes de una cuadrilla de Gas del Estado.
A la mañana del día anterior, el propietario del departamento, que moraba en el segundo piso del edificio, percibió la fragancia —según él— inequívoca de un escape gaseoso. No sólo cerró la llave de paso, sino que convocó al personal especializado para que constatara la pérdida del fluido. Los de Gas del Estado no la encontraron.
Recién al día siguiente salió a la luz que semejante aroma correspondía, en realidad, a la descomposición de los cuerpos de Irma Gijón, de 21 años, y Gloria Fernández, de 15, que se estaban pudriendo en la bañera.
El propietario no daba crédito a sus ojos (ni a su olfato).
Ya entonces, ese departamento se encontraba invadido por uniformados y peritos.
En la bañera aún permanecían los cadáveres, flotando en un líquido que no parecía agua, ya que mostraba una tonalidad color ladrillo. El de la más joven apuntaba hacia el este. Frente a ella estaba los despojos de la que, en vida, había sido su prima.
A simple vista, daba la impresión de que la muerte le había llegado justo al sacarse la bombacha, dado que esa prenda estaba muy cerca de su mano, cuyo brazo quedó rígido fuera del receptáculo.
Pero no se puede decir que esas muertes “súbitas y simultáneas”, como fueron caratuladas a falta de más datos, les hayan conferido a sus protagonistas el don de parecer dormidas. Por el contrario, además de la pestilencia propia de la carne al corromperse, la piel de ambas mutó su color natural a un azulado cadmino, correspondiente a la descomposición cadavérica de alguien que dejó el mundo de los vivos hace más de 30 días. Pero el problema era que sólo llevaban en la bañera no más de tres.
A partir de entonces, casi una veintena de peritos, entre los que se encontraban efectivos del SEIT (Servicio Especial de Investigaciones Técnicas), junto a forenses, además de personal policial numerario, pulularon semanas enteras, tanto por el departamento como sobre los cuerpos de las primas Gijón-Fernández, tratando de determinar la causa de tan extraño fin y la razón del desacostumbrado deterioro.
Lo cierto era que los manuales de medicina legal establecen etapas y lapsos, según sea invierno o verano. Así como en un ahogado deben transcurrir entre 3 y 5 días o 5 y 6 horas —depende de la estación— para que se consume la rigidez cadavérica, el enfriamiento del cuerpo y blanqueo de la epidermis, en este caso, sobre la base de partes extremadamente oscuras e hinchadas, más el detalle de brazos y piernas blandas y arrugadas, se determinó que, en teoría, tales cuerpos corresponderían a 30 días de descomposición, si se trataba del invierno, o 2 semanas en temporada estival.
Pero había un hecho cierto: una vecina de las malogradas mujeres echó por tierra los conceptos de la medicina forense, afirmando en su declaración testimonial: “Antenoche (por el 13 de abril) Irma me pidió permiso para hablar por teléfono con el Hospital de Vicente López y llamó a una ambulancia porque su prima sufría una leve indisposición”.
Eso coincidió con la receta hallada en el living, donde se recomendaba la ingestión de Multín, un antipirético. De allí en más, sobre hipótesis tan poco felices como la muerte por electrocución, ahogo, intoxicación e, incluso, la formación de un arco voltaico, pero ante la certeza de que esos decesos sólo pudieron haber sobrevenido a través del trámite propiciador de un homicida, los encargados de esclarecerlos se dieron a la caza del facultativo que había atendido a una de las víctimas poco antes de la muerte.
A decir verdad, la policía tropezó con grandes inconvenientes para dar con el médico. Claro que a la declaración que efectuaría se le asignaba gran importancia. Y luego de una fatigosa búsqueda, el profesional fue hallado: Se trata del doctor Arnoldo Bresciani, médico cirujano, director de una clínica y auditor de un prepago, que además pertenece al plantel del Hospital de Vicente López.
Cuando estuvo frente a los policías que lo interrogaban sobre los detalles de aquella visita, Bresciani comprendió que, a fin de cuentas, el caso tratado tuvo al final que ver con una descomposición.
—No puede ser que el cuerpo de las chicas presente la descomposición de un mes —farfulló, ante un policía de civil que anotaba todo en una libretita.
El médico después declararía: “No fui el último en verlas con vida”. Pormenorizando tal afirmación, Bresciani exhibió los argumentos propios de un experto en novela policiales inglesas: “El domingo por la mañana, cuando entró la policía, encontraron mi receta y un frasco de Multín nuevo, es decir, recién comprado. Estaba abierto y faltaban dos comprimidos. Yo le había recetado a la paciente tomar uno cada 6 horas. Si cumplió con tal indicación, no habría muerto a la medianoche del jueves, sino a la mañana del viernes (…) Si una de ellas fue ese día a la farmacia yo no fui el último en verlas con vida; ni tampoco lo soy si ellas mandaron a alguien a comprar el remedio”.
En síntesis, la investigación policial estaba nuevamente en cero, salvo, lógicamente, las dispares hipótesis irradiadas desde varios medios, que no excluyeron la presunta complicidad de las temibles mambas, una de las más peligrosas especies de serpiente, originaria de Nueva Guinea, cuyo veneno no suele ser proclive a aparecer en los resultados de una autopsia.
Pero hasta ese punto, aunque sin visos de esclarecimiento, el caso de las muertas de la bañera fue una simple investigación policial. A partir de un nuevo episodio, el hecho pasó al rango de la novela gótica. Eso se encarga de declarar el juez Raúl Adolfo Casal, que entiende en la causa:
“Yo, personalmente, hice retirar aquel domingo los cuerpos de la bañera, llevarlos a la morgue y luego ordené higienizar aquella vivienda, donde los olores eran realmente pestilentes. También verifiqué personalmente la limpieza de aquella bañera, su saneamiento y demás trabajos de higiene. Pues bien, dos semanas después decidí regresar al escenario del suceso. El departamento había quedado cerrado con llave y la llave se encontraba en la seccional 1a de Vicente López. Pasé a buscarla y me fui hacia esa casa. Cuando entré, imaginen mi sorpresa al ver que la bañera estaba nuevamente llena de agua y, para mayor asombro, repleta de fauna cadavérica”.
Sobre los contornos de un misterio insondable solo quedan las huellas de los deudos desolados, próximos o involuntarios de un deceso sin explicación aparente.
El médico Bresciani sigue haciendo lo de siempre. Pero su vecina, cuando lo saluda, ya no le mira los ojos y, quizá, piense que en ese hombre flaco y bigotudo está el eslabón perdido de aquel caso que persiste en salir entre los diarios. Al juez Casal, desde el día en que regresó al lugar del crimen, se le pone la piel de gallina cada vez que alguien le menciona el expediente. El propietario de la vivienda, por último, convencido de que ningún necesitado de arrendar un domicilio accedería a asearse en la bañera donde aparecieron las dos primas, no sabe si resignarse a no alquilar más su propiedad, clausurarla, o directamente llamar a un piquete de demolición.