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Opinión

“Por primera vez las vi llorar”, por Lucas Brito Sánchez, desde el Chaco

El pasado lunes a la noche, las trabajadoras y los trabajadores del Instituto de Cultura del Chaco que estamos de paro nos juntamos en el estacionamiento de la Casa de Culturas para esperar el resultado de una nueva reunión con representantes del gobierno provincial. Nuestros delegados y delegadas contaron que ningún funcionario de rango apareció durante la reunión, y mandaron a dos secretarios que informaron que no había ninguna propuesta superadora para destrabar el conflicto. Caras largas, cansadas, quejas y lágrimas. Era la primera vez, al menos en público, que veía llorar a algunas compañeras y compañeros. Seguro lo habrán hecho en privado otras veces y por lo mismo, pero esta vez emergió, se hizo visible como resultado de la angustia sostenida. Es el signo del maltrato, del desprecio, del boludeo al que nos tienen atados hace más de veinte días, y varios años.

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El paro en Cultura podría alcanzar el mes, pero esto viene de muy lejos. Y este “muy lejos” implica año tras año tras año. Ningún funcionario lo resolvió de manera determinante, todos fueron parches.

La creación del Instituto de Cultura en 2007, gestión de Francisco Tete Romero bajo el gobierno de Jorge Capitanich, agrupó a muchas de las compañeras y compañeros con los que aún hoy compartimos espacios de trabajo y de lucha. En aquellos años también trabajamos en condiciones precarias, ya que existía lo que se llamaba Asistencia Técnica (figura ya desaparecida, creo). A su vez, existieron muchos Contratos de Obra, hecho que implicaba que el trabajador se pague sus cargas sociales, jubilación y obra social. Luego asumió la presidencia Silvia Robles, que fue una buena continuadora de las políticas que había ejecutado Tete. Años después pasaríamos muchos a pertenecer a la Planta Permanente, lo que no quita que hayamos trabajado en condiciones que hoy serían inadmisibles (el sueldo actual promedio de alguien de Planta en Cultura está por debajo de la canasta básica, imaginen a los que están contratados y deben facturar 12.000 pesos por mes, o menos; en este momento hay 277 compañeros y compañeras precarizadas). Después, con Edgardo Pérez como presidente, comenzó la persecución a trabajadores por opinar distinto, aparecieron los aprietes por opiniones en redes sociales (práctica que fue denunciada a través de ATE en su momento). Ante un claro deterioro de la calidad de las políticas culturales y las condiciones de trabajo, sin una Ley de Cultura y con el Estado mismo como explotador, llegó el momento de Héctor Bernabé, gestión durante la que se hizo lo mínimo. Y, cuando creíamos que nada podría ser peor, llegó Marcelo Gustin, quien cerró todo camino al diálogo, empeorando aún más la situación. Pero hay algo fundamental que distingue una gestión de otra: no son lo mismo Tete Romero y Silvia Robles que los demás; con ellos sentimos que fuimos, al menos así lo sintió un número importante de trabajadores, parte de un proyecto en construcción en el que creímos. Hoy no tenemos ni proyecto ni salario digno. Esta es una condición básica si se quiere que funcione cualquier grupo de trabajo: escuchar qué se plantea, cómo lo hacen y para qué. Ahora, el sentirse parte de algo no implica, de ningún modo, el no reconocimiento salarial, no se vive “de onda” o con “la camiseta”, al menos para mí, eso es innegociable a esta altura.    

Escribo esto con el corazón invadido por la bronca, porque podría haberse evitado. Podrían haber evitado la angustia de mis compañeros y compañeras. Pienso algo que podría habernos dicho el gobernador Domingo Peppo, o el actual ministro de Hacienda y Finanzas Públicas, Cristian Ocampo, para tranquilizar al menos: “Veamos qué se puede hacer, dennos tiempo, esperen a que analicemos alguna opción para resolverlo”. Ningún funcionario dijo eso, menos el señor que hoy preside el Instituto de Cultura, que cerró las vías ordinarias y por eso la asamblea (a través de sus delegados) tuvo que golpear otras puertas. Y si lo dijeron, y si prometieron, las opciones que mandaron a comunicar con sus empleados no sólo no resuelven nada, sino que se transforman en una mentira camuflada.

La sensación general en las asambleas de Cultura, de las que vengo participando, es que nos toman de idiotas. “Que vuelvan el lunes; vuelvan el miércoles; no el señor viajó, hoy no está, no puede” es lo que venimos escuchando y, cuando las reuniones se concretan (ya hubo demasiadas), siempre es “vamos a ver; esto no podemos; lo vamos a pensar, pero seguro no es posible”. Pareciera que lo que están haciendo es ganar tiempo hasta las elecciones y así salir huyendo o, al menos, hasta saber dónde pueden ubicarse para salvarse y evitar dar la cara en los conflictos.

¿Qué deben saber los demás integrantes de la sociedad? Que cada vez que vayan a un evento o show organizado por el Instituto de Cultura del Chaco, o a uno organizado de forma privada pero que tenga a empleados de este organismo colaborando, están apoyando indirectamente una estructura de opresión y desigualdad. No quisiera con esto amargarles la vida, o sí, quizá la amargura sea la mejor manera de limpiar la mente y ver las cosas como son. Por ejemplo, cuando como un buen plato, trato de no atragantarme con culpa, disfruto, pero no pierdo de vista que para fabricar todos esos maravillosos ingredientes que generan sabor (incluidos los instrumentos para comer y para apoyar el plato y sentarme), en alguna parte de la cadena de trabajo hubo gente mal paga, endeudada, enferma, cansada, harta, manipulada y hambreada. Hacernos los boludos es la única manera de sobrevivir, ya lo sabemos, aunque no implica la pérdida de conciencia total. No querer implicarse en todos los reclamos y luchas que actualmente están abiertas y drenando, no evita tener empatía por la vida, por lo que late y no merece el desprecio y la humillación.

¿Qué tienen que saber los funcionarios actuales (y los que vendrán)? Deben dar una respuesta coherente, les guste o no. Eligieron los cargos, aceptaron las consecuencias. Y hoy les estallan en la cara los conflictos y lo primero que articulan es: “No es mi responsabilidad, esto viene de antes”. Malas noticias, señores y señoras gobernantes, pues ese “antes” al que apelan para eludir, es la razón de ser del Estado. Sin ese antes, mal engendrado y sostenido en el tiempo, no habría nada de esto que estamos discutiendo. ¿Qué creían, que esto es un mundo mágico Disney, un mundo repleto de Ositos Cariñosos? ¿O imaginaban una gestión Instagram, con fotografías de sonrisas y lo mejor de su dentadura, casi sin consecuencias? Si creen que eso es gobernar, son unos ineptos sin remedio y deben renunciar para dar paso, seguramente, a otros ineptos –ojalá me equivoque–. Desde mi punto de vista, gobernar es también administrar (no solo cuerpos y dinero) y lidiar con cambios y mutaciones, con emociones, en suma, habitar la volatilidad. Hace más de diez años que trabajo en el Estado y conocí dos o tres funcionarios que pudieron enfrentar esto con dignidad. No lo resolvieron, pero tuvieron la visión de observar la complejidad.     

Tengo la oscura intuición de que si finalmente logramos que nos escuchen y accedan a otorgar lo que nos corresponde, esto será olvidado en pocos meses y vendrán otros empleados y empleadas, contratados y contratadas bajo las mismas condiciones y que van a acumular cansancio, aburrimiento, desidia, y un día van a explotar y tener que exigir que se les trate como personas. Es una rueda que gira engrasada por ciclos de desprecio e inoperancia. El problema del salario es lo emergente, aunque de fondo, oculto y agazapado, está el replantearse qué se hace desde el Estado, cómo y por qué y para qué.

De todos modos, rescato lo valioso que hay en mis compañeras y compañeros, en todos nosotros. En un contexto así, no volverse un criminal dice bastante. Dice, en definitiva, que uno cree y tiene esperanza en que esto pueda funcionar, por más que cada día que pasa se caiga a pedazos. Dice que merecemos que se nos paguen bien, que merecemos ser escuchados y tenidos en cuenta cuando de diseñar políticas de Estado se trata; dice, también, que no somos meros engranajes o piezas de una maquinaria o, si así nos consideran, somos más que eso. Y, si aportamos nuestro tiempo y cuerpo y mente en este lugar elegido de la Tierra, queremos que se lo tenga en cuenta, porque no lo vamos a recuperar jamás.

Publicado en www.diarionorte.com el 2 de octubre de 2019.

 

 

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Internacionales

“La guerra le quita la máscara a los que ya han elegido no ser humanos”, Silvia Salis, alcaldesa de Génova

El 12 de agosto de 1944, el ejército nazi fusiló a 560 habitantes del pequeño pueblo de Sant’ Anna de Stazzema. Familias enteras -hombres, mujeres, niños y ancianos- fueron obligadas a salir de sus casa y colocarse frente al pelotón de fusilamiento. En un nuevo aniversario de esta herida abierta, la alcaldesa de Génova fue la encargada de decir unas palabras mientras la primera ministra, Giorgia Meloni, permanecía en silencio. En su discurso, Silvia Salis, dijo lo que había que decir. “La Resistencia no es un capítulo cerrado… la Resistencia es un músculo. Y todavía lo estamos ejercitando.”

Silvia Salis, Alcaldesa de Génova

“Me llamo Silvia. Soy una ciudadana de la República de Itala. Soy hija de Génova, una ciudad que dio su vida por la Resistencia, que se liberó de la locura del nazifascismo, una ciudad que dio la vida por la Resistencia. Una ciudad medalla de oro de la Resistencia, como lo es Stazzema. Estoy aquí, en este lugar sagrado, NO para recordar. Estoy aquí para no olvidar, que no es lo mismo.

Recordar es una acción que pertenece a la mente. No olvidar también pertenece al corazón. Y hoy, con el corazón, aunque no nos demos cuenta, hacemos ruido. Quiero que este ruido se escuche hasta el valle. Porque estamos aquí para elegir. Para elegir de qué lado estar. Porque cada vez que honramos la masacre de Sant’Anna di Stazzema no hacemos un gesto formal. Tomamos posición. Miramos a la Historia a la cara y decimos: «No olvido. Resisto. Continúo el camino de quienes fueron arrebatados de sus vidas, para defender las nuestras». La memoria de la Resistencia es nuestra memoria, es la memoria de quienes lucharon para derrotar al fascismo y al nazismo. (…)

La Resistencia no es un capítulo cerrado… la Resistencia es un músculo. Y todavía lo estamos ejercitando. Dicen: «La política de hoy ya no es lo que era. Faltan ideologías». En cambio, yo digo que las ideologías sí están ahí. Y añado, afortunadamente, que no me siento como quienes, incluso hoy, minimizan la Historia. No me siento como ellos, ¿es una cuestión de ideología? Quizás, pero sobre todo, es una cuestión de humanidad. Aquí no había un mañana. Porque los ogros cerraron la puerta del tiempo a 560 seres humanos. Algunos dirán: «Pero era tiempo de guerra». Pero la guerra no justifica el horror.

La historia enseña que cuando se pisotean los derechos fundamentales no se trata de un fenómeno aislado. La barbarie se difunde, nuestro mismo ser humanos se pone en discusión.

Hoy como ayer las víctimas son inocentes, y existe todavía quien justifica la violencia contra quien no tiene ninguna culpa. La barbarie de Stazzema es la misma que está devastando otros lugares del planeta. Hoy, Bianca podría ser una mamá de Gaza o de Kiev.

La guerra les quita la máscara a quienes ya han elegido no ser humanos. Cada época tiene su propia forma de difundir la aparente verdad. Érase una vez, había balcones y plazas. Hoy, encuestas, publicaciones, hashtags, frases populistas gritadas en programas de entrevistas, quizás sin siquiera un interrogatorio. El fascismo no le teme a las armas, le teme a la cultura. Le teme a los libros. (…)

¡Viva Santa Ana! ¡Viva la Resistencia!

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Opinión

Desde Chaco: “Alerta lectores”, por Bruno Martínez

Les voy a contar algo sobre el periodismo chaqueño. Hace casi 20 años que estoy en este oficio y no se dan una idea de la cantidad de colegas con gran talento, compromiso y capacidad que vi desertar de la profesión. ¿Por qué? Por el hartazgo. La gente se cansa de la mala paga, de la censura, de la mediocridad y del forreo tanto de algunos jefes como de funcionarios que se creen la gran cosa por tener un carguito eventual. Se van a laburar de otra cosa, en el Estado o en alguna empresa de otro rubro.

Este oficio castiga a los buenos periodistas, los empuja hacia la puerta de salida, y la sociedad se queda así cada vez con menos acceso a la información. ¿A dónde voy con esto? A lo que voy es que los lectores/ televidentes/oyentes del Chaco dan por sentado que los periodistas van a estar siempre. Como lo que hacen es un producto que se consume sin pagar se piensa que es gratis hacerlo. Pero no. Los periodistas tienen que pagar la luz, el agua , internet, comprar carne, cargar nafta, pagar los útiles de los chicos y un largo etcétera. Como la gran mayoría.

Por eso, ahora más que nunca, dónde hay muchos y muchas colegas que se resisten a abandonar la profesión que aman -porque estoy seguro que podrían hacer cualquier otra cosa de manera igual de brillante- necesitan del apoyo de todas y todos.

Existen medios autogestivos como Eschaco.com, Bohemia en Vivo y CHACO TV Stream que están haciendo un excelente laburo a pulmón, contra la corriente, todos los días. ¿Cómo se los puede apoyar? Compartiendo sus notas, recomendandolos, dando like, comentando, participando de sus eventos y, sobre todo, aportando dinero de manera consistente. Como leí por ahí, no estamos bancando lo suficiente a los periodistas. El momento es ahora.

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Destacada

Nicaragua: Gioconda Belli y los sinsabores del exilio.

Publicamos completo el post que la escritora nicaragüense Gioconda Belli compartió en su facebook ayer: 4 de agosto de 2025. Lleva casi tres años de exilio luego de haber luchado por la revolución sandinista, hoy traicionada por Ortega.

Sabía lo que era el exilio, pero nada me preparó para vivirlo otra vez después de cumplir los 70.Tenía 26 años la primera vez que tuve que exiliarme. Era 1975, y salí de Nicaragua por ser parte de la resistencia al régimen de Anastasio Somoza Debayle, el último dictador de una dinastía que había gobernado el país durante casi medio siglo. En ese entonces, era una revolucionaria comprometida, dispuesta a morir por mi país en la lucha contra la tiranía.

El exilio en el que me encuentro ahora, obligada a empezar una nueva vida en Madrid, es un exilio que nunca habría imaginado, un exilio que me impuso quien ayudó a derrocar a Somoza con la promesa de que Nicaragua nunca volvería a estar bajo el yugo de un dictador.

En 2023, junto con otros cientos de intelectuales y disidentes nicaragüenses, fui despojada de mi ciudadanía por el presidente Daniel Ortega, quien ha gobernado Nicaragua durante casi dos décadas. Aun quienes encontramos refugio en el extranjero ya no nos sentimos seguros. Roberto Samcam Ruiz, mayor retirado del ejército y crítico declarado de Ortega, fue asesinado en su casa en San José, Costa Rica, el 19 de junio. Nadie ha sido detenido, a pesar de que se trata de al menos el sexto disidente nicaragüense atacado, secuestrado o asesinado en Costa Rica desde 2018.

Este hecho revela que nada queda del Ortega que luchó por la libertad y del que fue compañero en la batalla contra la tiranía. Él ha demostrado ser, sin duda, un dictador. Igual que otros autócratas en el pasado ha usado el despojo de la ciudadanía y la inmovilidad como armas para castigar a sus oponentes políticos. Para colmo, ahora, parece que Nicaragua está entre los Estados que van más allá de sus fronteras para silenciar las voces que perciben como amenazas a su poder.Ha sido muy doloroso ver caer a mi país de nuevo en la violencia y la represión. La primera vez que salí de Nicaragua para eludir la represión de los Somozas, también viví en Costa Rica. Cuatro años más tarde, después de que los sandinistas, el movimiento de izquierda del que Ortega y yo éramos parte, derrocó a la dictadura en 1979, pude regresar. Fue un momento de grandes esperanzas, y yo me dispuse a trabajar para construir el sueño de un país libre y democrático.La guerra de guerrillas de la Contra, milicias de derecha respaldadas por Estados Unidos para deponer a los sandinistas, dejó claro muy pronto que ese sueño era una fantasía. El conflicto, que Ortega presidió durante su primer gobierno, de 1985 a 1990, dejó a los nicaragüenses exhaustos por la muerte y la escasez, y por las tendencias cada vez más autoritarias de Ortega, que vi de primera mano como parte de su gobierno.

Cuando Violeta Barrios de Chamorro, la candidata de la oposición, lo derrotó de manera contundente en las elecciones de 1990, muchos sintieron alivio. Para sorpresa de sus críticos, Chamorro se empeñó en lograr una transición pacífica del poder y promovió la reconciliación de una sociedad profundamente polarizada. Pero Ortega nunca superó su derrota, y sus ataques al nuevo gobierno alejaron a muchos sandinistas del movimiento, yo incluida.Ortega regresó al poder en 2007, en apariencia más moderado. Pero al poco tiempo puso manos a la obra para desmantelar la democracia que con tanto esfuerzo habíamos construido. Él y su esposa, Rosario Murillo, quien fue nombrada vicepresidenta en 2017, centralizaron el poder, eliminaron los límites a los mandatos presidenciales y llenaron el gabinete, los tribunales y el ejército de personas leales mientras mantenían una fachada democrática. Los acuerdos beneficiosos con la Venezuela de Hugo Chávez sirvieron para sostener la frágil economía.

El espejismo de una Nicaragua próspera y democrática se hizo trizas en la primavera de 2018. Cuando el régimen intentó modificar el sistema de seguridad social, hubo protestas pacíficas que fueron reprimidas por la fuerza y manifestantes recibieron disparos. Hubo muertos. Lo que siguió fue un estallido nacional y espontáneo impulsado por la represión y por el descontento acumulado en silencio por largo tiempo. Miles de nicaragüenses salieron a las calles para exigir la renuncia de Ortega y Murillo. La pareja respondió con sangre y fuego. Las protestas, declararon, eran un intento de golpe de Estado orquestado por el imperialismo y los cómplices traidores, de la oposición.

Grupos de paramilitares sembraron el miedo en los barrios, dispararon a civiles desarmados y derribaron barricadas que la gente había construido para protegerse. Médicos y otros trabajadores de la salud en los hospitales públicos que habían atendido manifestantes heridos fueron despedidos. La imagen de hombres armados y encapuchados en camionetas y de cuerpos sin vida tendidos en las calles evocó recuerdos del terror de la dictadura de los Somoza. Para julio, la bandera nicaragüense se había convertido en un símbolo de la resistencia. El miedo invadió los hogares. Miles de personas, entre ellas Samcam, se exiliaron en Costa Rica, como habían hecho antes generaciones de nicaragüenses.

Yo permanecí en Nicaragua. Aunque había roto con el sandinismo desde 1993, nunca pensé que Ortega sería un peor tirano que Somoza.Cuando en mayo de 2021 dejé mi casa en Managua para visitar a mis hijas en Oregón, Estados Unidos, no sabía que me marchaba para siempre. Mi marido y yo empacamos poca ropa porque esperábamos regresar en julio. Pero conforme se acercaban las elecciones previstas para noviembre de ese año, Ortega y Murillo empezaron una redada y encarcelaron a posibles candidatos de la oposición, además de a periodistas independientes, empresarios y defensores de los derechos humanos.

Mis amigos me alertaron del peligro y aconsejaron que no regresara, así que no lo hicimos. Darme cuenta de que no tenía donde vivir me sacudió. No olvido cuan desorientada me sentí. Casi un año después, nos trasladamos a Madrid con una oferta de trabajo. Alquilamos nuestra casa en Managua. Mis amigos y lectores españoles me hicieron sentir bienvenida. No estaba exiliada de mi lengua, y eso era una bendición. Durante un tiempo, me sentí segura.

Pero, en febrero de 2023, recibí la llamada de un amigo de Nicaragua. Lo que me dijo me dejó anonadada: el régimen de Ortega nos despojaba de nuestra ciudadanía a mí y a decenas de nicaragüenses, entre ellos mi hijo. Sin derecho a la defensa nos declararon traidores. Además, confiscaron nuestros bienes, anularon nuestras pensiones y más tarde borraron también nuestros nombres de muchos registros públicos.

Al día de hoy, el nicaragüense que viaja corre el riesgo de que se le prohíba regresar a su país sin ninguna explicación. En el aeropuerto para retornar a Managua, las compañías aéreas les impiden abordar y les informan que “no están autorizados” para volver. Los funcionarios de migración están legalmente facultados para denegar la entrada a cualquiera que se considere una amenaza para la paz y la seguridad. Incluso una publicación crítica en las redes sociales puede desencadenar una prohibición.

Temerosos de su propio pueblo, Ortega y Murillo han dado rienda suelta a su paranoia. Agentes de policía patrullan las calles. Las reuniones públicas, incluso las procesiones religiosas, están sujetas a restricciones. Una reforma constitucional reciente convirtió a la pareja en copresidentes y oficializó la existencia de una fuerza paramilitar. En medio de rumores sobre el deterioro de la salud de Ortega, Murillo parece tener prisa para asegurarse de que nadie desafíe su sucesión. La semana pasada, se dio a conocer que el excomandante sandinista Bayardo Arce, un rico y poderoso aliado de Ortega, había sido detenido, una medida que muchos entienden como una purga de la élite dirigente del país.

Para impedir la resistencia de la sociedad civil, el régimen ha cerrado miles de organizaciones no gubernamentales. Decenas de sacerdotes y misioneros católicos han sido detenidos o expulsados del país. Las universidades han sido tomadas. La Prensa, el periódico nicaragüense que tiene casi una centena de años y ha sido un faro de la libertad de expresión, se vio obligado a trasladarse al extranjero después de que sus oficinas fueran allanadas y gran parte de su personal tuviera que salir del país.Ahora, el régimen de Ortega está extendiendo su largo brazo más allá. Lo que le pasó a Samcam se lee como una advertencia de que hasta quienes vivimos en el exilio estamos vigilados. Es el mismo mensaje de los más sangrientos dictadores del mundo de que nadie está fuera de su alcance.

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