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Gelman, Gelmanía, Gelmanismo. Por Oscar Taffetani

Publicado en el diario La Razón el 7/9/1986.

La imagen de Ezra Pound sexagenario, encerrado en una jaula de alambre y recibiendo insultos, salivazos y hasta una bolsa de estiércol de parte de los marines norteamericanos y partisanos antifascistas acantonados en Pisa; y la imagen de ese mismo Pound en Washington, unos meses más tarde, esposado, rodeado de agentes del FBI, dejándose declarar “no imputable” –es decir insano, loco- por un tribunal de guerra (ambiguo, cobarde o sabio, aquel tribunal no se atrevió a condenarlo a muerte); ambas imágenes hablando del destino que invariablemente aguarda a los escritores que “se casan” con alguna forma del poder político: el vituperio, el anatema, cuando ese poder está, o cae, en desgracia; los efímeros laureles, la palmada en la espalda, cuando ese poder está en su apogeo (¿siempre la poundiana bolsa de estiércol?).

También están los que “no se casan”, los célibes del poder, los puros. La suerte que corren no es muy distinta: el desprecio, el olvido o la omisión por parte de sus contemporáneos, o el propio remordimiento por no haber bajado (de la torre de marfil) a tirar del carro de la sudorosa y sufriente Humanidad. Pero éste no es el caso de Juan Gelman, poeta exiliado desde 1975.

“¿Intenta comparar entonces a Ezra Pound con Jun Gelman?” asalta un prejuicioso. Y le contestaremos que sí, que hay un aspecto –si no más- en el que esos dos poetas son comparables: ambos tuvieron en determinado momento una militancia política; trabajaron, explícitamente, para una “causa”. Otro, suspicaz, dirá: “siempre trabajan para alguna causa, sean conscientes o no de ello…” Aquí debemos aclarar que nos referimos a poetas que no aceptaron esa (discutible) escisión entre “vida” y “obra”, que no respetaron esa (no menos discutible) frontera entre “pensamiento” y “acción”, que llevaron sus adhesiones políticas o filosóficas al verso de manera ostensible. En otras palabras, que dieron la cara por sus amores, aunque eso les haya costado, históricamente, más bofetadas que caricias.

Hace unos días, el diputado José Luis Manzano (PJ) deslizó en un discurso: “Juan Gelman es quizás el mayor poeta argentino viviente…”

Sin abrir juicio sobre la justeza de esa apreciación (que provisionalmente deberá colocarse en el mismo estante que los telegramas gubernamentales a la muerte de Borges o Cortázar), señalaremos que Manzano tuvo el valor (y el olfato) de tocar un tema que la mayoría de los políticos oficialistas u opositores, prefiere evitar.

Gelman, que vive desde hace once años fuera del país, ha ido convirtiéndose, ya para los jóvenes que accedieron a él por alguna punta de su vasta obra poética, ya para los que recuerdan su brillante trabajo periodístico para el primer diario La Opinión o la primera revista Crisis, en un símbolo de la “generación del 60” (tan sartreana que ya no sabemos si hablamos de generación política, histórica o literaria).

Hay muchos poetas argentinos en el exilio, -que no es estrictamente forzoso, pero tampoco absolutamente voluntario-; poetas como Szpunberg, Trejo, Romero, Hedman, por citar algunos. Sin embargo, Gelman es el exiliado, el que sufre la desaparición de su hijo, nuera y nieto; el que no ha dejado de nombrar, obsesivamente, en sus poemas de exilio, a sus compañeros muertos y a su tierra argentina.

No pretendemos aquí sostener la “inocencia” de Gelman en cuanto a su comportamiento civil. El poeta eligió, en el anteúltimo tramo de su evolución política, incorporarse a la organización armada FAR-Montoneros, junto con Francisco Urondo, Rodolfo Walsh y otros escritores hoy en su mayoría muertos o desaparecidos.

Actualmente, la organización está en una semi-legalidad, ya que la mayoría de sus dirigentes tiene captura recomendada por la justicia argentina.

Gelman, si hacemos memoria, se separó de Montoneros hacia 1978, pesando sobre su cabeza –y sobre las de los que lo acompañaron- una condena a muerte dictada por la jefatura de ese grupo armado (Rodolfo Galimberti a revista Siete Días, 5/4/83).

Si añadimos a ésta la situación antes señalada, tendremos dos pedidos de captura de calidad y naturaleza diferentes (por no decir enfrentadas) recayendo sobre la misma persona (a la sazón, poeta).

Declarando nuestra incompetencia en un asunto que, realmente, poco tiene que ver con la poesía, nos detendremos un poco más en el análisis del fenómeno –o más rigurosamente, del mito- que representa Gelman en importantes sectores de la joven poesía argentina.

Para los que accedieron a sus textos hacia fines de los ’60 y principios de los ’70 –entre los que este redactor se incluye- Gelman fue una conjunción de energías dispersas, de líneas hasta ese momento desconectadas de la literatura y de la cultura en general.

Estaba naciendo una generación de “coloquialistas”, de poetas que conversaban con el lector, de poetas que contenían o aplacaban toda exaltación en favor de una actitud más reflexiva y una mirada más serena sobre las cosas; de poetas que evitaban, so pena de excomunión, caer en el hermetismo, en el cripticismo o en la retórica neomodernista del “Parnaso criollo”.

Gelman fue parte de ese movimiento y fue, a la vez, un transgresor a sus postulados (así como Raúl González Tuñón, padre de los “poetas populares” de los ’60, fue un transgresor a los hijos y costumbres de la escuela en que se había formado, convirtiéndose, finalmente, en un “floriboedista”).

¿Cuál fue la transgresión de Gelman? Para decirlo con una metáfora: romper la botella y poner a navegar efectivamente el barquito de Tuñón; llevarlo a conocer a César Vallejo o a los surrealistas franceses, por ejemplo. Y repetimos la palabra conocer, que no significa solamente leer, sino también recrear.

A partir de Cólera buey y de Traducciones III, Gelman suelta amarras, rompe, en la poesía, con lo que vagamente puede llamarse su generación. Ahora, mirando hacia atrás, vemos que sólo unos pocos (Bayley, Huasi, algún otro) han podido romper, a su vez, con aquella nueva retórica del coloquialismo).

También está el caso de los llamados surrealistas argentinos (Molina, Madariaga, etcétera), pero ellos constituyeron una línea separada, autónoma, a la que jamás se presentó el problema de quebrar el molde conversacional (mirando también retrospectivamente, vemos que ellos han conseguido al fin su propia retórica).

La segunda transgresión –fundamental- que opera Gelman, es la de lo político (¡otra vez lo político!). Lo político entendido como materia de elaboración poética.

Leyendo sus libros y con auxilio de lagunas referencias extraliterarias, es posible no sólo reconstruir la ideología del autor, sino también sus sucesivas adhesiones políticas (y rupturas): comunismo, guevarismo, maoísmo, peronismo, etcétera (¿etcétera?), como se advertirá, “ismos” no totalmente excluyentes entre sí, apuesta que hizo toda una generación política argentina y que si bien ofrece un amplio costado reivindicable (contrastando con la apatía cibernética de las actuales), tuvo momentos de supina incoherencia y contradicción. Como, por ejemplo, cuando uno afirmó, categóricamente, que Borges era un buen escritor inglés (sic) y párrafos más adelante, que siempre era preferible un poeta como Robert Desnos, francés, resistente antinazi, a otro como Celedonio Flores, argentino, fascista y reaccionario (Gelman a Mario Benedetti, Marcha, 1973).

Con respecto a los más jóvenes -y a juzgar por lo que se lee en revistas subterráneas o se comenta en círculos marginales-, la figura de Gelman aparece como lo “prohibido” o “vedado” (es decir, lo bello), como alguien que ha escapado al anquilosamiento, que ha evitado los dobleces y las concesiones de otros “grandes” de la poesía, cada vez más apoltronados en los sitiales de la nueva “Academia” o en las páginas de un conocido suplemento literario dominical. Circunstancia que no va en desmedro de la aproximación natural que esos jóvenes han hecho a los textos del poeta ni de la calidad intrínseca de esos textos.

Hay que reconocer, asimismo, el papel importante que cumplió el músico Juan Cedrón en la difusión de la poesía de Gelman. Las obras, que involuntariamente debieron distribuirse en la Argentina como discos de vinilo extranjeros, o en ediciones “pirata” en su mayor parte, reforzaron la aureola de “maldito” que la censura o la omisión cómplice de muchos medios masivos le crearon.

También han surgido imitadores o –para no ser crueles- gente que ha incorporado tanto las enseñanzas de Gelman que ha comenzado a escribir una especie de poesía subsidiaria, una poesía que no parece valerse por sí misma. No los nombraremos (el escarnio no es negocio de poetas), pero les recordaremos aquella enseñanza del clásico: “si quieres seguirme, no me imites”.

Estas reflexiones un tanto apresuradas que incluimos –con derecho- en esta informal visita a los poetas con que se abre el suplemento, preludian, como tantas veces, un hecho editorial. En los próximos días Libros de Tierra Firme lanzará Interrupciones II, uno de los dos volúmenes en que se reúne la totalidad de la producción poética de Juan Gelman en el exilio, producción a la que se accedió hasta el momento, por ediciones parciales españolas (Lumen/Visor) o mexicanas (Hacia el Sur).

En esa oportunidad, realizaremos una crítica estrictamente literaria –si acaso fuera posible tratándose de Gelman- de los textos publicados.

Por el momento, valga la presentación, pertinente y no tanto, de este notable poeta argentino que alguna vez escribió, como leyendo el futuro:

estos poemas esta colección de papeles esta
manada de pedazos que pretenden respirar todavía
estas palabras suaves ásperas ayuntadas por mí
me van a costar la salvación (…)

y no me quejo ya que
ni oro ni gloria pretendí yo escribiéndolas
ni dicha ni desdicha
ni casa ni perdón

En realidad, no estaba leyendo su futuro, sino, simplemente, su presente, la realidad cotidiana de los poetas, de los que saben que haber elegido la poesía es siempre haber elegido una forma del exilio.

NOTA: En el matutino La Razón, creación de Jacobo Timerman, no se podía publicar nada sobre Juan Gelman, quien estaba proscripto junto con otros dirigentes del PPM (Partido Peronista Montonero) que habían firmado la llamada Declaración de Roma. Este artículo “colado” en un suplemento tuvo el mérito de quebrar esa censura impuesta por la dictadura y continuada durante el primer gobierno de Alfonsín. Nadie conocía el rostro de Gelman en el exilio y el dibujante Daniel Brandimarte se valió de una vieja imagen a la que “envejeció” y agregó bigotes. No estaba muy lejos de lo que fue la imagen verdadera del poeta, al volver del exilio.










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La culpa la tienen los pibes, por Oscar Taffetani.

En febrero de 2011 un avión proveniente de Argentina era interceptado en Barcelona con 944 kilos de cocaína. La noticia fue un escándalo durante unos días y luego olvidada. Recuperamos para el Archivo de LCV esta nota de Oscar Taffetani publicada en la Agencia Pelota de Trapo en aquel 2011 donde se traza el sistema utilizado por el narcotráfico, un entramado responsabilidades, con idénticas rutas. Cambian los años, cambian los nombres, se mantienen las mañas.

LA CULPA LA TIENEN LOS PIBES, OSCAR TAFFETANI

Una de las rutas más importantes del narcotráfico, en la actualidad, copia el itinerario que hace cuatro siglos seguía el oro de América: se inicia en Perú, Bolivia, Brasil y el Paraguay, baja acompañando los ríos hacia la Argentina y el Uruguay, luego cruza el Atlántico hasta la costa meridional de África y desde ahí llega a los puertos y aeropuertos de Europa, donde la droga es fraccionada y vendida a un público exigente y con alto poder adquisitivo.

Por eso, a muchos nos resultó disparatada la hipótesis del ministro argentino del Interior, Randazzo de que los 944 kilos de cocaína hallados en Barcelona el Día de Reyes, en un avión sanitario procedente de Buenos Aires, habían sido cargados durante una escala de la nave en Cabo Verde.

Y sí resultó razonable la hipótesis de la ministra de Seguridad, Nilda Garré de que la droga fue cargada en una base aérea argentina (con las responsabilidades que implica, a nivel de gobierno y de fuerzas armadas).

El del avión sanitario no fue el único contrabando de drogas descubierto este mes. En Estanislao del Campo, Formosa (el mismo pueblito donde el doctor Esteban Maradona decidió consagrar su vida a los Qom) se encontraron 700 kilos de cocaína junto a una pista de aterrizaje clandestina. El titular del predio y de la pista, apodado Palmita, revistaba como edil del partido de gobierno en la capital formoseña (desconocemos si gozaba de inmunidad parlamentaria).

Siempre en enero y tan sólo cambiando de estupefaciente, mencionemos los 712 kilos de marihuana decomisados a la altura de Las Palmitas, también en la provincia de Formosa. La droga viajaba oculta en los techos de dos transportes de pasajeros procedentes del Paraguay.

La intercepción de grandes cargamentos de droga que se desplazan por rutas aéreas, fluviales y terrestres de nuestro país, habla de una gigantesca red de tráfico que involucra a funcionarios del Estado, organismos policiales y de seguridad, instituciones empresarias, bancos que lavan el dinero y distinta clase de organizaciones civiles. Dicho de otro modo: lo más cínico y perverso de este negocio es su legalidad, todo lo que hace a la luz del día, y no su ilegalidad y lo que hace en las sombras.

GALILEO Y EL CAPITALISMO

“Alrededor del papa -dice Brecht en un poema- giran los cardenales. / Alrededor de los cardenales giran los obispos. / Alrededor de los obispos giran los secretarios. / Alrededor de los secretarios giran los regidores. / Alrededor de los regidores giran los artesanos. / Alrededor de los artesanos giran los sirvientes. / Alrededor de los sirvientes giran los perros, las gallinas y los mendigos…”

La tesis de Galileo Galilei sobre el sistema solar (que la Iglesia se demoró algunos siglos en aprobar) podría aplicarse analógicamente a otro tipo de sistemas que nos rigen. Si ponemos en el centro, a la manera marxista, el Capital, tendremos en la órbita inmediata las grandes empresas trasnacionales; luego, los Estados nacionales que las sirven; después, los gerentes, abogados y administradores; a continuación, los funcionarios de seguridad y el aparato represivo; y finalmente, los trabajadores. Después de los trabajadores habría una masa incalculable de seres humanos sin trabajo ni medios de vida, que no alcanza a orbitar alrededor del Capital, aunque mantenga intacta su capacidad de soñar.

Y si llevamos la doctrina de Galileo al mundo del narcotráfico, colocando la cocaína (como alguna vez fue el opio) en el centro de la escena, tendremos a los distintos actores, consumidores y víctimas del negocio en círculos concéntricos, con diferentes grados de poder, riqueza y degradación moral y material. En una de las últimas órbitas del sistema está la pasta base de cocaína -el paco- que es estirado y aumentado de mil maneras para hacerlo accesible a los consumidores más pobres y desesperados. Así, la droga -uno de los jinetes capitalistas del apocalipsis- cuenta sus doblones de oro, sus euros, sus dólares, sus pesos y sus centavos, hasta la última vida y el último suspiro, cada día.

UN PLAN PARA LOS BABY-SICARIOS

En Colombia, ese hermoso país de selvas y montañas habitadas por gente maravillosa, el narcotráfico y el poder económico trasnacional han hecho estragos, minando la salud del pueblo y comprometiendo el futuro de sus hijos. Hay pibes colombianos que comienzan a trabajar a los 9, haciendo de campaneros, de mensajeros y repositores de armas y munición de los narcos.

A los 13, en lugar del tiple de antaño, les ponen una pistola en la mano y los convierten en sicarios (“baby-sicarios”, tituló cierta prensa), que matarán por encargo. A los 16, si llegan a esa avanzada edad, podrán acceder a otro círculo del negocio, con más responsabilidad y algunos pocos privilegios.

El caso colombiano -cuyas secuelas aún no terminan- viene a cuento del caso argentino, de nuestro caso, donde sin importar las estadísticas y los datos fieles de la realidad los medios masivos compiten por hallar el monstruo de la semana o el crimen más horrendo, para arrojarlos al rostro de funcionarios, de candidatos y de funcionarios-candidatos, señalando o insinuando algún chivo expiatorio para que los dioses, esos dioses perversos que gobiernan nuestro destino, dejen de castigar a la Argentina, a esta pobre Argentina con tanto para dar, con todos los climas, con sus talentos y sus cosechas récord, esta querida Argentina que asesina a miles de niños por hambre, por enfermedad o desprecio, cada año, cada campaña sojera, cada temporada turística, cada ejercicio fiscal.Y así, mientras las llamas (y las balas y las leyes) consumen en la pira mediática a la víctima del día, el verdadero Ogro, el verdadero malo de la película, permanece oculto a los ojos de la sociedad y neutraliza cualquier intento de cambio.

Pedir un plan especial para los niños sicarios de Colombia, sería una manera hipócrita de pedir que todo siga igual. Bajar la edad de imputabilidad de los menores en la Argentina, como receta para combatir el crimen organizado, tendría ese mismo nivel de hipocresía.

Aunque todo puede ocurrir, en este horroroso mundo tan crecido y tan adulto que cada vez que se siente amenazado, de un modo infantil, le echa la culpa a los pibes.

Publicado el 5/2/2011 en APe y en Sur y Sur.

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ARCHIVO/”Balada del intruso y la pequeñez”, por Hernán López Echagüe

Ilustración: Silvia Flichman. (silviaflichman.com.ar)

I
Soy un ácrata de cuatro patas desprovisto de significancia alguna, de modo que tengo toda la autoridad, y todo el derecho, y hasta me atrevo a decir la piadosa necesidad de advertirles: todos vivimos atrapados, aplastados, sumergidos, enlodados, castrados, estupidizados, en un cono de insignificancia absoluta. Sépanlo de una buena vez. Lo que decimos significa nada, menos aún lo que pensamos. Nuestra vida está sometida a los antojos de los pocos que resuelven y delimitan y desnaturalizan hasta por ley el significado de lo que decimos, de lo que pensamos y, por sobre todas las cosas, de lo que hacemos. Los hechos no significan nada.
A los hechos los convierten en fantochada, en pirueta de desesperado. Los hechos, a juicio del imbécil, son puestas en escena. Lo que ocurre de veras no le causa ni pizca de significancia, o de significado, o de lo que fuere. Ni asomo de estremecimiento. Así será por siempre. Porque la nada y el todo son finitos. La paciencia también.

II
Había un viejo en el pasaje Bollini, cincuenta años atrás, cuando Bollini era de veras un pasaje hacia tantas fantasías, con sus zaguanes en penumbras, con sus casas petisas y gastadas y abandonadas, un viejo que te decía, frunciendo la cara, ¿Y esto qué me significa?, cada vez que le hablabas de algo de lo que nunca había oído hablar. A veces te largaba:¿Dónde lo encontraste escrito? Ese es el punto focal del malentendido que está conduciendo hacia un pozo ciego a esta humanidad demasiado humana: ¿Y esto y aquello y lo otro, qué mierda me significan?

¿Qué me puede significar, por caso, que me hablen de un tal intelectual orgánico? Un oxímoron, diría un intelectual. El intelectual, palabra de insinuación burguesa y en cierto modo altiva, se supone que usa su intelecto, su capacidad única de discernimiento, para ir más allá de las cosas. Debe quebrar y eludir límites, buscar la región fronteriza de las cosas, de los sucesos. Debe sentirse libre de escribir, decir y callar lo que le dé en gana. Desde luego, tendrá que pagar un precio por eso. Unos le dirán que es un gran tipo y otros le dirán que es un gran hijo de puta. Es, no se crean, un precio alto. Mejor dicho, un precio tan feo como injusto. El intelectual orgánico, en cambio, no existe. A partir del momento en que se siente orgánico, con ciertas ataduras a un proyecto político, a un gobierno, o, si se quiere, con cierta predisposición a la ceguera, no es más que otra pieza de un organismo. Del sistema. Es un tipo que ha hecho una pausa en su facultad de pensar. No se trata de juzgarlo sino de hacérselo saber. Tarea quizá vana, porque muy probablemente te responda: ¿Y esto qué me significa?

III
En las grandes ciudades del país las personas de buen pasar vagan por las galerías de los centros comerciales examinándose atentamente el ombligo, es decir, venerando la idiosincrasia de su ombligo, del hoyito de carne estriada y con pelusas alrededor del cual gira la Tierra, su Tierra, es decir, su auto, su casa, su seguridad suya, su colegio privado de sus hijos, su asistencia médica privada, su televisión por cable, su temporada de descanso en su Brasil, en su Miami o en su Polinesia, su empleada sumisa, su rotweiller, su infidelidad excusable, su apoliticismo político y partidario del político que le asegure que por el resto de sus días tendrá su auto, su casa, su colegio privado, su asistencia médica privada, su televisión por cable, su temporada de descanso en su Brasil, su empleada sumisa, su perro jodido, su permiso para ser infiel y, vaya, claro, su aire de tipo apolítico.

Van de un lugar a otro, el pecho inflado de arrogancia, con algún electrodoméstico a cuestas y un fajo de desdén en la billetera. Caminan sin mirar hacia atrás porque temen convertirse en estatuas de sal, como le ocurrió a la mujer de Lot, y en la escuela nos han enseñado que a las estatuas de sal les cuesta mucho darse maña en el manejo de un control remoto o de una tarjeta de crédito, y, más trabajoso aún, hablar, hacerse entender a la hora de, pongamos, decirle al pibe limpiaparabrisas de la esquina que no está en tus planes bajar la ventanilla de la puerta de tu auto muy tuyo porque tenés la certeza de que detrás del pibe limpiaparabrisas aflorarán cien pibes limpiaparabrisas que te destriparán, y entonces perderás tu auto tuyo y todo lo muy tuyo que representa esa carrocería espléndida. Que es mucho. Y todo tuyo. Un hato grande de ganado que tiene a la pobreza como pecado mortal y desprecia al pobre por encima de todas las cosas. Que ha echado a dormir la visión y toda percepción de su propio sumidero. Que vive en una civilidad fundada en nubes de betún que nunca jamás habrán de disiparse. “En verdad, la representación de la realidad ha sido dada vuelta. La imagen lisa, televisiva, y la prensa, han destruido el pensamiento, la capacidad de ligar lo inmediato a las causas de su existencia. Sólo una sociedad llevada por el terror hasta el extremo de la estupidez y la chatura, despojada de afectos, de imaginación, de sensibilidad, empavorecida, puede haber despojado de significación a lo que ven y perciben acobardados por sus ojos diariamente, pero que la inteligencia no anima” (León Rozitchner, Página/12, julio de 2004)

IV
¿Qué me significa la democracia como camino único, sagrado e inamovible hacia el bienestar de una sociedad? Usted elige, usted decide quién y quiénes serán los paladines de sus necesidades y sus anhelos. Vamos, eso es tomadura de pelo. El voto es un placebo de libre albedrío. No es otra cosa que una melancólica escenificación de civismo, de un celo por las instituciones que dura lo que un parpadeo. Una diligencia tribal: meter una papeleta en un sobre; luego, el sobre en la ranura de una caja, y de regreso a casa comprar ravioles, una botella de vino tinto; almorzar, dormir la siesta que permite este sistema. El de una ranura. Al día siguiente, a cerrar la boca y a obedecer. En la fábrica, en la oficina, en la escuela, en la calle. Y en momento alguno dudar del fatalismo que rige nuestra vida. Todo en orden. Las instituciones, que nunca sabremos para qué sirven, a buen resguardo. Los cerdos en su chiquero, las gallinas en su gallinero y los timoratos en su pecera. Un año más, como tantos otros, de convalecencia de la nada, de antropocentrismo porteño. A las provincias el porteño les presta un poco de atención no más que tres, cuatro veces al año; cuando el noticiero le dice que en tal provincia asesinaron a una familia, cuando en la otra hay pobres que comen gatos, o que más allá un tipo violó a dos mujeres y veintisiete cabras, y, por sobre todas las
cosas, cuando ya en junio se pone a pensar a qué provincia se irá de vacaciones en enero o febrero del año siguiente. ¿Hará frío en Cafayate? ¡Qué va a hacer, si es en el litoral! Yo prefiero las Termas de Río Hondo, en Ushuaia, o Santa Rosa de Calamuchita, por allá, quizá en Neuquén.

V
Al imbécil la mirada de las personas que caminan por la calle no le excitan ningún significado, ni ganas de buscarlo. Le significan algo espantoso, en cambio, los ojos y la mirada de las personas que están echadas en un colchón en la vereda de una calle, junto a los muebles que pudieron reunir y llevarse el día del desalojo. Significan la vagancia, el destino del que eligió la dejadez, la irresponsabilidad, el placer y la libertad de vivir a la intemperie. Yo me rompo el lomo, laburo diez horas sin parar, y estos tipos se meten en el umbral de una iglesia a dormir y emborracharse mientras sus hijos andan pidiendo limosna en trenes y colectivos y restoranes.

VI
¿Qué me significa lo que le pueda significar a un tipo que no hace más que absorber los significados de un eventual y convincente hacedor de la significación? Yo significo, tú significas, él significa. Nosotros significamos un bledo. Hemos logrado (mejor: ¿por qué hacerme cargo de eso?), álguienes, algunos, han logrado despojar al significado de su significación. Un estado de cosas en el que impera la insignificancia.

VII
¿Cómo, de qué manera original o, al menos, novedosa y pasible de asombro, escribir acerca de lo que uno y muchos otros hemos escrito ya tantas veces? Comienza a resultar fastidioso corroborar que las palabras escritas tiempo atrás, y repetidas hasta el cansancio, bien puede uno reiterarlas y reiterarlas, una y otra vez, pese al correr de los años, con formidable oportunidad, y, desde luego, con su debida insignificancia. Feo y grotesco. Melancólico y aterrador el comportamiento del poder político. Eso de la tenacidad en mantener un error, de perseverar en el cretinismo y la insolencia. El gobierno y sus cosos, la oposición acomodadiza y sus cosos, los grandes medios de comunicación y sus escribas y habladores y sus intelectuales cosos, todos, pero absolutamente todos, han resuelto sitiar el discernimiento. Un asedio a la razón. Un bloqueo al sentido común. Porque, al final de cuentas, es cierto que pensar se ha convertido en un hecho revolucionario. O, por qué no, subversivo.
El país está habitado por millones de personas que de modo alguno pueden caer en la osadía de tornar visible su significación.
Permanezcan en sus barrizales, bestias. No se les ocurra asomar por la gran ciudad esas caras insatisfechas y poco logradas. Porque la ciudad, con el activo sostén de sus vecinos ilustres, ha resuelto suprimirlos con la indiferencia. ¿No han comprendido que consigo sólo traen malestar? Nosotros, el poder, no los reprimiremos más de lo que nos permite la ley: será la sociedad, hastiada y saturada de sus desplazamientos por calles y geografías que no les pertenecen, la que les pondrá límite. La que los pondrá en vereda.
Váyanse, muéranse, olvídense de que han nacido, y, si les cabe, si todavía cabe en sus anhelos locos, rueguen al señor, agradezcan el hecho de haber sido alumbrados. Pero nunca olviden el consejo de Celine: “La gran derrota, en todo, es olvidar, sobre todo lo que te mata, y morir sin llegar a comprender jamás hasta qué punto los hombres son bestias. Cuando estemos al borde del hoyo no nos pasemos de listos, pero tampoco olvidemos; hemos de contarlo todo, sin cambiar ni una palabra de las lacras que hemos visto en los hombres, y entonces liar el petate y bajar. Es suficiente como trabajo para toda una vida”.

Publicado en El Psicoanalítico, septiembre de 2016

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Anticipo de “Papeles Quemados”, último libro de Ricardo Ragendorfer

Para los amantes de nuestra sección de Archivos LCV, llegó el libro que estaban esperando. “Papeles Quemados”, publicado este mes por editorial Planeta, rescata las crónicas que Ricardo Ragendorfer escribió para Télam entre 2021 y 2023 y que sufrieron los efectos destructores que impuso la “batalla cultural” iniciada por Javier Milei en 2024. Algunas de ellas ya fueron ‘resucitadas’ por La Columna Vertebral en esta misma sección. Un material valioso que pretende vencer la censura ocurrida luego del cierre de la Agencia Nacional de Noticias que inhabilitó su plataforma y ya no fue posible acceder a la cablera de fotos y notas y tampoco a su valioso archivo. “Papeles Quemados”, historias escritas con la inconfundible pluma de Ragendorfer que entrelazan datos curiosos sobre protagonistas del dos siglos de historia, ya sean famosos del poder, del mundo artístico y también seres anónimos. Allí se entrelazan crónicas que van de San Martín, a Capablanca pasando por el Che Guevara o Ringo Bonavena.

A modo de anticipo, LCV comparte hoy una de estas joyas: “Romance de la muerte de Juan Lavalle”.

Romance de la muerte de Juan Lavalle

Su nombre completo era Juan Galo de Lavalle. Y en 1814, siendo teniente de las tropas del Directorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata combatió al general José Gervasio Artigas durante el segundo Sitio de Montevideo. Ese fue su bautismo de fuego.

A partir de entonces, su carrera militar y política fue ascendente.

En 1828 derrocó al gobernador de Buenos Aires, Manuel Dorrego, antes de vencerlo en la batalla de Navarro y ordenar su fusilamiento.

En aquel entonces, Juan Bautista Alberdi, un muchacho de de apenas 18 años, seguía con suma atención el desarrollo de los acontecimientos.

Se trataba de un ávido lector de Montesquieu. Y para canalizar su visión del mundo, se identificaba con la causa unitaria.

Una década después, durante una mañana otoñal, marchó al exilio. Y ya en el bote que lo arrimaba al bergantín a punto de zarpar hacia Montevideo, se permitió un gesto cargado de teatralidad: arrojar al agua la divisa punzó que el régimen rosista hacía usar a los ciudadanos.

Entre las múltiples ocupaciones que desplegó en esa ciudad resalta la de secretario del general Juan Lavalle, quien estaba sumido en los preparativos de su ofensiva bélica contra Juan Manuel de Rosas.

Alberdi se sentía un espectador privilegiado de la Historia.

Pero el vínculo entre ellos fue difícil, dado el pésimo talante del militar y su tozudez política. En resumen, la simpatía de Alberdi por el ideario de la Revolución Francesa chocaba con las fantasías napoleónicas de Lavalle. De modo que ese lazo laboral no fue duradero.

Aún así, el 2 de junio del año siguiente Alberdi acudió a la Puerta de la Ciudadela para ver a Lavalle partir hacia la isla Martín García al frente del Ejército Libertador, una fuerza de casi tres mil hombres que batallaría contra los federales. Fue la última imagen del general que él se llevó a los ojos.

Disparos al amanecer

Lo cierto es que Lavalle creía estar bendecido por la Providencia. Semejante pálpito se derrumbó como un castillo de naipes al ser derrotado, dos años más tarde, por el general Manuel Uribe en la batalla de Faimallá, en Tucumán.

A partir de entonces inició una larga marcha hacia la nada. Únicamente conservaba doscientos hombres extenuados. Su propia estampa alta y rubia lucía declinada. Poco quedaba del héroe de Ituzaingó, Riobamba y Maipú. Frágil de salud y remordido por el fusilamiento de Dorrego, el general estaba por cumplir 44 años cuando se acercó con su milicia a San Salvador de Jujuy. Corría el 8 de octubre de 1841.

Esa noche de cielo encapotado la tropa quedó acampada en las afueras de la ciudad al mando del coronel Juan Esteban Pedernera.

Lavalle avanzo hacia el casco urbano para pernoctar bajo algún techo, a sabiendas de que la autoridad unitaria había puesto los pies en polvorosa. Lo acompañaban su edecán, Pedro Lacasa, el secretario civil, Félix Frías, dos oficiales y ocho soldados. Allí también estaba Damasita Boedo, su soldadera, una despampanante pelirroja que encubría sus curvas con ropaje varonil.

San Salvador era la viva imagen de la desolación y el presagio. Lavalle y los suyos encontraron refugio en el viejo caserón de la familia Zerranuza, abandonado unos días antes por el delegado unitario, Elías Bedoya, ahora en desaforada fuga.

El general y Damasita se instalaron en el dormitorio que enfrentaba al segundo patio. Frías y Lacasa, en una habitación pegada al zaguán. Otra fue ocupada por los dos oficiales. Y los soldados se tendieron en el primer patio. Menos el centinela, apostado junto al portón de cedro macizo.

Al clarear se detuvo ante aquella vivienda una partida federal de quince jinetes al mando de Fortunato Blanco. Buscaban a Bedoya sin imaginar quién realmente se alojaba allí.

El centinela atrancó el portón y dio la voz de alarma.

Lacasa y Frías se lanzaron al dormitorio de Lavalle. El edecán exclamó:

– ¡Los enemigos están en el portón, general!

– ¿Qué clase de enemigo son? –quiso saber Lavalle.

– Son paisanos –respondió Frías.

El secretario evitaba mirar a Damasita con poca ropa, casi desnuda.

–No hay cuidado. Manden a ensillar, que nos abriremos paso –fueron las palabras de Lavalle mientras comenzaba a calzarse las botas.

Sobre la mesita de noche estaba su pistolón francés. Y él lo observó de soslayo. Damasita, desde el lecho, también.

Lacasa y Frías fueron hacia el fondo para buscar los caballos.

Frías se apresuró en partir en su cabalgadura por la salida posterior para avisar a Pedernera lo que sucedía. Sin embargo, sufrió una demora por eludir la posición de la patrulla atacante.

Mientras tanto, en el acampe tropero –a medio kilómetro– prevalecía la incertidumbre; hasta allí había llegado el griterío de los federales. Pedernera entonces ordenó a los soldados ponerse en movimiento. De pronto –tal como lo consignaría él en 1886, al dictar sus memorias–, fue audible a lo lejos “tres descargas de tercerola seguida de otra distinta; luego, un silencio espeso”.

Aquellos mismos estruendos hicieron que Lacasa, aún en los palenques, volviera sobre sus pasos. Lo que vio en el siguiente instante quedaría grabado para siempre en sus retinas: Lavalle despatarrado en el zaguán con la garganta destrozada en medio de un charco de sangre, y las convulsiones del final. A centímetros de la mano izquierda yacía su pistolón.

Sólo Damasita estuvo con él en el momento de los disparos. Y seguía ahí, semidesnuda.

Lacasa la cubrió con su capote.

Los federales ya se habían alejado.

La marcha fúnebre

Desde ese preciso momento, el tiempo empezó a transcurrir con una lentitud exasperante. Y el silencio era sepulcral.

Algunos soldados rodearon el cuerpo. Otros estaban ante el portón con los ojos clavados en la cerradura rota que uno de ellos señalaba con un dedo. La escena parecía congelada. Y sin palabras se dio por sentado que un balazo de tercerola la había atravesado para impactar en el cuello del general.

Su cadáver quedó en el caserón, mientras la tropa reiniciaba el repliegue hacia el Alto Perú. Pero, súbitamente, Pedernera detuvo la marcha y mandó a dos soldados y un teniente a rescatarlo. Ellos volvieron con el muerto cargado en su caballo. Un poncho le hacía de mortaja.

Durante la travesía, por la mente de Frías desfilaron postales dispersas sobre su última etapa junto a Lavalle. Una etapa difícil de descifrar, en la que sus actitudes, reacciones y reflejos ya resultaban inquietantes. Entre éstas, su inclinación por desatender las responsabilidades militares para entregarse a los placeres de la carne.

Como cuando –aún muy afectado por la derrota de Quebracho Herrado– se recluyó en una hacienda de Catamarca para compartir con la bella Solana Montemayor –esposa del gobernador riojano, Tomás Brizuela– cuatro días y noches sin salir de la cama, mientras sus oficiales, desesperados, iban y venían de un lado a otro de la puerta a la espera de instrucciones.

En aquella circunstancia, Frías le dijo a Pedernera:

–La causa de la libertad, señor coronel, se pierde por las mujeres.

La respuesta fue:

–Hay algo peor, don Félix: durante la batalla él se colocaba tan cerca de las líneas de tiro, que parecía buscar la muerte.

Es posible que Frías evocara tal diálogo durante esa mezcla de huida lenta y procesión fúnebre. Y quizás entonces haya volteado la vista hacia el caballo cargado con el cuerpo del general bajo una nube de moscas. El sol abrasador no favorecía su conservación.

Damasita cabalgaba a una distancia prudencial.

Frías enfocó su mirada en ella.

Fruto de una aristocrática familia salteña, esa mujer de 23 años era hija del coronel José Boedo y Aguirre, sobrina del diputado Mariano Boedo y hermana de José Félix Boedo, un joven federal fusilado con un tío materno en vísperas al desastre de Famaillá por orden de Lavalle. Y a pesar de la súplica de clemencia llorada por Damasita.

Pero luego se le presentó otra vez, para decir:

–Quiero seguir tus ejércitos. ¡Soy unitaria!

El amor entre ellos tuvo esa penumbra.

Frías –que no comulgaba con la idea del tiro que atravesó la cerradura– seguía observando a la soldadera del general.

Sólo Damasita –pensó él– atesoraba el misterio de su muerte. ¿Acaso lo vio infringirse ese desenlace o fue ella la llave vengadora de su final?

La travesía fue tortuosa. Por su avanzada descomposición, al cuerpo de Lavalle hubo que desencarnarlo en el poblado de Huancalera. Pero los huesos –debidamente lavados–, la cabeza –envuelta en un pañuelo muy ajustado– y el corazón –sumergido en aguardiente– fueron llevados a fines 1r42 a la ciudad trasandina de Valparaíso.

Fue precisamente allí donde Juan Bautista Alberdi supo los detalles del final de Lavalle por boca de Frías.

Ambos por entonces estaban exiliados en Chile.

Damasa jamás volvió a Salta. Y murió con su secreto en 1880.

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