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El día que Maradona baleó a un agente de ultraderecha, por Ricardo Ragendorfer

Corría el anochecer de un miércoles invernal de 1995 cuando fui enviado por la revista Noticias al apart hotel Aspen Suites, en la calle Esmeralda al 900 del centro porteño, para relevar a otro cronista que desde el mediodía montaba guardia en la vereda. Al director de dicho semanario, Héctor D’Amico, un adalid de lo que Jorge Asís suele llamar “periodismo patrullero”, aquella cobertura le interesaba de sobremanera. Es que Diego Maradona, en medio de una reyerta conyugal estaba recluido allí para recuperarse de alguna ingesta toxicológica.

Semejante circunstancia encabezaba por esos días la agenda de los medios. Tanto es así que una horda de movileros se agrupaba en esa cuadra entre camiones de exteriores que se extendían hasta la calle Florida y trípodes con cámaras televisivas colocadas en hilera frente al edificio en cuestión. Las horas transcurrían sin ninguna novedad. Hasta que, de manera fortuita, pasé una mano ante el dispositivo fotoeléctrico del portón de la cochera. Entonces, una chicharra acompañó la apertura de su enorme hoja metálica. Tal sonido hizo que la jauría se precipitara a la rampa blandiendo sus micrófonos. Pero, lógicamente, en vano.   

Fascinado por la escena, repetí la acción otras dos veces con idéntico resultado. Al rato, ya sin mi intervención, la chicharra volvió a repicar. Sin embargo, en esa oportunidad, los reporteros reaccionaron con indiferencia. De modo que casi nadie advirtió a tiempo la rauda salida de una camioneta roja. Al volante iba un ex delantero de Boca, sindicado como el dealer del ídolo.

Entre Maradona y ciertos medios de prensa existía una gran inquina

En resumen, a los presentes se les había escabullido el plato fuerte de la jornada. Menos al camarógrafo de Crónica TV. Eso provocó que uno de sus colegas lo increpara, en nombre del resto, con severidad: “Si llevás el casete al canal a nosotros nos sancionan”.  Aquella frase poseía un dejo amenazante. El tipo asintió con mansedumbre.

Aire comprimido

Lo cierto es que entre Maradona y ciertos medios de prensa existía una gran inquina, originada el 26 de abril de 1991, cuando el ídolo fue detenido por una comisión de la Policía Federal en un departamento del barrio de Caballito con una cantidad indeterminada de cocaína en su poder, y él en un estado penoso. Algunos periodistas, puntualmente convocados allí por quien comandaba ese operativo, el comisario Jorge “Fino” Palacios –el mismo que 17 años después sería el primer jefe de la mazorca macrista en la Ciudad–, reflejaron el asunto de un modo despiadado.

Esa circunstancia fue el antecedente más remoto de otro. Al respecto es necesario resumir el contexto.

Maradona transitaba a comienzos de 1994 por su etapa en Newell’s Old Boys. Entonces jugó en Mar del Plata un amistoso con el Vasco da Gama que terminó en un anodino 1 a 1. Fue la última vez que se puso la camiseta roja y negra. Pero aún nadie lo sabía.

De esa pretemporada quedaban algunos encuentros. Y en el hotel donde el equipo se alojaba, él compartía una habitación con Mauricio Pochettino. Al despertar el 2 de febrero, el defensor se dio cuenta de que Maradona no estaba en su cama. Ni en el hotel. No se sabía su paradero. Hasta que, ya después del almuerzo, el técnico Jorge Castelli prendió un televisor. Y no dio crédito a sus ojos: el Diez –en vivo y en directo– practicaba tiro al blanco con un rifle de aire comprimido sobre periodistas que corrían en diferentes direcciones. La escena  transcurría en una casaquinta situada a 400 kilómetros de allí.

Aquella propiedad de dos hectáreas estaba situada entre las calles Plus Ultra y Triunvirato del barrio Trujui, en el partido bonaerense de Moreno. Se trataba del primer regalo de envergadura que el mejor jugador del mundo les hizo a sus padres. Y su intempestiva presencia en ese lugar –acompañado por su esposa, Claudia, y las aún pequeñas Dalma y Gianinna– fue su manera de romper el contrato con el club rosarino a raíz de diferencias irreconciliables con el Profe Castelli y algunos dirigentes.  

Ese miércoles, el arribo de Maradona y su familia a Moreno fue filtrado a la prensa, posiblemente por algún vecino. Y el dato se diseminó a través de todas las redacciones como por un reguero de pólvora. Así fue como a media mañana partieron desde la antigua sede de la editorial Perfil, en la esquina de Talcahuano y Corrientes, dos autos con movileros de las revistas Noticias y Caras. Entre ellos, el fotógrafo Raúl Rogelio Moleón.

Paula Trapani recibió un baldazo de agua. Al minuto sonaron los primeros disparos

Al llegar, había aproximadamente un centenar de periodistas y el clima ya estaba caldeado. Parada sobre un banquito junto al muro perimetral y con el micrófono en la mano, la movilera de Telefé, Paula Trapani, recibió del propio Maradona un baldazo de agua. Fue entonces cuando Moleón bajó de un salto del vehículo, empuñando su cámara con un enorme teleobjetivo como si fuera un fusil de asalto. Al minuto sonaron los primeros disparos.

Sus estampidos secos y breves se mezclaban con el griterío. Fue cuando todos corrían en diferentes direcciones. Moleón giró sobre sí para zambullirse en el auto de Caras; entonces sintió un ardor en la nalga izquierda, y otro en la parte posterior de un muslo. Los estampidos se hicieron más espaciados hasta cesar por completo. El griterío persistía.

También hubo otros cinco periodistas con perdigonadas superficiales.

A continuación, los movileros se agruparon junto al enrejado del portón, hacia donde Maradona se encaminó con cara de pocos amigos.

– ¿Por qué estás agrediendo a la prensa? –le soltó una cronista.

– ¡Ya dije que acá no quiero a nadie! –fue la respuesta.

– Nos estás lastimando, Diego… – soltó otro cronista, con voz plañidera.

– Los voy a seguir lastimando. ¡Acá no quiero que rompan los huevos a mis hijas! ¿Estamos? –contestó Maradona.

Y se retiró hacia el interior de la propiedad.

Moleón, tumbado boca abajo en el asiento trasero del auto, escuchó a la distancia ese diálogo con una expresión lindante entre la furia y el dolor.

¿Acaso los balines que recibió lo convirtieron en un héroe viviente del ejercicio periodístico o el proceder de Maradona –en lo que a Moleón atañe– fue en realidad un acto involuntario de justicia?

Tal interrogante exige reconstruir una añeja historia.

Raúl Rogelio Moleón

Cinco por uno

A comienzos de la década del ’90 el marplatense Moleón comenzó a trabajar como fotógrafo en la revista Caras.

Su presencia en aquella redacción sobresaltó a otro reportero gráfico, el también marplatense Tito La Penna, quien de inmediato acudió a su jefe:

– ¿Vos sabés quién es este tipo?

– Bueno… por referencias. ¿Por qué?

La Penna, entonces, se lo dijo.

En este punto es necesario retroceder al lejano 6 de diciembre de 1971, cuando una patota de la falange ultraderechista CNU (Concentración Nacional Universitaria) tomó por asalto el Aula Magna de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Provincial de Mar del Plata para malograr el desarrollo de una asamblea estudiantil. Primero hubo cadenazos sobre los presentes; luego, bombas molotov y, finalmente, varios balazos congelaron la escena. Entonces la estudiante Silvia Filler, de 18 años, cayó al suelo ya agonizando. Y dejó de existir cuando era llevada a un hospital.       

El hecho fue investigado por el juez Adolfo Martijena, quien condenó a Oscar Corres como autor material del crimen; idéntica suerte corrieron otros 13 agresores, entre los cuales estaba nada menos que Moleón, de 20 años.

En virtud a un tecnicismo judicial, el futuro fotógrafo salió en libertad a fines de 1972. El resto, con la amnistía camporista del año siguiente.

En 1975 la CNU ya era socia de la Triple A en sus acciones criminales contra militantes de izquierda y del peronismo revolucionario, especialmente en La Plata y Mar del Plata, donde poseían cierto desarrollo.

En la Ciudad Feliz, el jefe de la CNU era Ernesto Piantoni, un abogado con aceitados lazos con los sectores más ortodoxos de la burocracia sindical. El 20 de marzo de ese año fue ajusticiado por un comando montonero.

Aquella misma noche, en el velatorio, se ideó la venganza, cifrada en un cálculo matemático: cinco por uno. Y desde la mismísima empresa de pompas fúnebres partió un grupo de la CNU a consumarla.

La seguidilla de secuestros y muertes comenzó durante madrugada con el médico Bernardo Goldenmberg, que pertenecía a una agrupación marxista. También fue ejecutado el teniente retirado Jorge Enrique Videla, junto a dos hijos, Jorge Lisandro y Guillermo –que militaban en la Juventud Universitaria Peronista (JUP); el último turno fue para el integrante de la Juventud Peronista (JP), Enrique Elizagaray.

La causa por el quíntuple crimen cayó en el despacho del joven fiscal Gustavo Demarchi. Un golpe de suerte: era uno de los asesinos.

Desde luego el bueno de Moleón no fue ajeno a la masacre, junto con otros 11 camaradas de correrías.

Ninguno de ellos, por entonces, fue rozado por el Código Penal.

Son un misterio las actividades de Moleón a partir del 24 de marzo de 1976. Hay quienes dicen que fue parte de un Grupo de Tareas dependiente del Primer Cuerpo del Ejército, aunque no hay precisiones al respecto.

Recién volvió a la luz pública en la revista Caras al comenzar los ’90. Fue cuando Tito La Penna le reveló su pedigree al jefe de fotografía. Pero tal advertencia no pasó a mayores.

Ya se sabe que, a comienzos de 1994, Moleón tuvo aquel desafortunado percance con Maradona en la casaquinta de Moreno.

Tiempo después embolsó por ello una indemnización de 15 mil dólares.  

A comienzos de 2011 fue detenido por el presunto rol que le cupo en la Masacre del Cinco por Uno.

Con Demarchi a la cabeza, Moleón y otros ocho integrantes de la CNU fueron juzgados por el Tribunal Oral Federal Nº1 de Mar del Plata.

A fines de 2016, un fallo salomónico condenó a perpetua al ex fiscal y a dos camaradas de ruta; también se anunciaron penas lindantes entre siete y tres años de prisión para otros cinco procesados, mientras los dos restantes fueron absueltos por “falta de mérito”. Uno era Moleón.

Desde entonces solo se dedica a pelearse por Facebook con quienes le enrostran su ominoso pasado.

Es posible que alguna vez Maradona se haya enterado de esta historia.

Publicación original en Contra Editorial, diciembre de 2020

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La culpa la tienen los pibes, por Oscar Taffetani.

En febrero de 2011 un avión proveniente de Argentina era interceptado en Barcelona con 944 kilos de cocaína. La noticia fue un escándalo durante unos días y luego olvidada. Recuperamos para el Archivo de LCV esta nota de Oscar Taffetani publicada en la Agencia Pelota de Trapo en aquel 2011 donde se traza el sistema utilizado por el narcotráfico, un entramado responsabilidades, con idénticas rutas. Cambian los años, cambian los nombres, se mantienen las mañas.

LA CULPA LA TIENEN LOS PIBES, OSCAR TAFFETANI

Una de las rutas más importantes del narcotráfico, en la actualidad, copia el itinerario que hace cuatro siglos seguía el oro de América: se inicia en Perú, Bolivia, Brasil y el Paraguay, baja acompañando los ríos hacia la Argentina y el Uruguay, luego cruza el Atlántico hasta la costa meridional de África y desde ahí llega a los puertos y aeropuertos de Europa, donde la droga es fraccionada y vendida a un público exigente y con alto poder adquisitivo.

Por eso, a muchos nos resultó disparatada la hipótesis del ministro argentino del Interior, Randazzo de que los 944 kilos de cocaína hallados en Barcelona el Día de Reyes, en un avión sanitario procedente de Buenos Aires, habían sido cargados durante una escala de la nave en Cabo Verde.

Y sí resultó razonable la hipótesis de la ministra de Seguridad, Nilda Garré de que la droga fue cargada en una base aérea argentina (con las responsabilidades que implica, a nivel de gobierno y de fuerzas armadas).

El del avión sanitario no fue el único contrabando de drogas descubierto este mes. En Estanislao del Campo, Formosa (el mismo pueblito donde el doctor Esteban Maradona decidió consagrar su vida a los Qom) se encontraron 700 kilos de cocaína junto a una pista de aterrizaje clandestina. El titular del predio y de la pista, apodado Palmita, revistaba como edil del partido de gobierno en la capital formoseña (desconocemos si gozaba de inmunidad parlamentaria).

Siempre en enero y tan sólo cambiando de estupefaciente, mencionemos los 712 kilos de marihuana decomisados a la altura de Las Palmitas, también en la provincia de Formosa. La droga viajaba oculta en los techos de dos transportes de pasajeros procedentes del Paraguay.

La intercepción de grandes cargamentos de droga que se desplazan por rutas aéreas, fluviales y terrestres de nuestro país, habla de una gigantesca red de tráfico que involucra a funcionarios del Estado, organismos policiales y de seguridad, instituciones empresarias, bancos que lavan el dinero y distinta clase de organizaciones civiles. Dicho de otro modo: lo más cínico y perverso de este negocio es su legalidad, todo lo que hace a la luz del día, y no su ilegalidad y lo que hace en las sombras.

GALILEO Y EL CAPITALISMO

“Alrededor del papa -dice Brecht en un poema- giran los cardenales. / Alrededor de los cardenales giran los obispos. / Alrededor de los obispos giran los secretarios. / Alrededor de los secretarios giran los regidores. / Alrededor de los regidores giran los artesanos. / Alrededor de los artesanos giran los sirvientes. / Alrededor de los sirvientes giran los perros, las gallinas y los mendigos…”

La tesis de Galileo Galilei sobre el sistema solar (que la Iglesia se demoró algunos siglos en aprobar) podría aplicarse analógicamente a otro tipo de sistemas que nos rigen. Si ponemos en el centro, a la manera marxista, el Capital, tendremos en la órbita inmediata las grandes empresas trasnacionales; luego, los Estados nacionales que las sirven; después, los gerentes, abogados y administradores; a continuación, los funcionarios de seguridad y el aparato represivo; y finalmente, los trabajadores. Después de los trabajadores habría una masa incalculable de seres humanos sin trabajo ni medios de vida, que no alcanza a orbitar alrededor del Capital, aunque mantenga intacta su capacidad de soñar.

Y si llevamos la doctrina de Galileo al mundo del narcotráfico, colocando la cocaína (como alguna vez fue el opio) en el centro de la escena, tendremos a los distintos actores, consumidores y víctimas del negocio en círculos concéntricos, con diferentes grados de poder, riqueza y degradación moral y material. En una de las últimas órbitas del sistema está la pasta base de cocaína -el paco- que es estirado y aumentado de mil maneras para hacerlo accesible a los consumidores más pobres y desesperados. Así, la droga -uno de los jinetes capitalistas del apocalipsis- cuenta sus doblones de oro, sus euros, sus dólares, sus pesos y sus centavos, hasta la última vida y el último suspiro, cada día.

UN PLAN PARA LOS BABY-SICARIOS

En Colombia, ese hermoso país de selvas y montañas habitadas por gente maravillosa, el narcotráfico y el poder económico trasnacional han hecho estragos, minando la salud del pueblo y comprometiendo el futuro de sus hijos. Hay pibes colombianos que comienzan a trabajar a los 9, haciendo de campaneros, de mensajeros y repositores de armas y munición de los narcos.

A los 13, en lugar del tiple de antaño, les ponen una pistola en la mano y los convierten en sicarios (“baby-sicarios”, tituló cierta prensa), que matarán por encargo. A los 16, si llegan a esa avanzada edad, podrán acceder a otro círculo del negocio, con más responsabilidad y algunos pocos privilegios.

El caso colombiano -cuyas secuelas aún no terminan- viene a cuento del caso argentino, de nuestro caso, donde sin importar las estadísticas y los datos fieles de la realidad los medios masivos compiten por hallar el monstruo de la semana o el crimen más horrendo, para arrojarlos al rostro de funcionarios, de candidatos y de funcionarios-candidatos, señalando o insinuando algún chivo expiatorio para que los dioses, esos dioses perversos que gobiernan nuestro destino, dejen de castigar a la Argentina, a esta pobre Argentina con tanto para dar, con todos los climas, con sus talentos y sus cosechas récord, esta querida Argentina que asesina a miles de niños por hambre, por enfermedad o desprecio, cada año, cada campaña sojera, cada temporada turística, cada ejercicio fiscal.Y así, mientras las llamas (y las balas y las leyes) consumen en la pira mediática a la víctima del día, el verdadero Ogro, el verdadero malo de la película, permanece oculto a los ojos de la sociedad y neutraliza cualquier intento de cambio.

Pedir un plan especial para los niños sicarios de Colombia, sería una manera hipócrita de pedir que todo siga igual. Bajar la edad de imputabilidad de los menores en la Argentina, como receta para combatir el crimen organizado, tendría ese mismo nivel de hipocresía.

Aunque todo puede ocurrir, en este horroroso mundo tan crecido y tan adulto que cada vez que se siente amenazado, de un modo infantil, le echa la culpa a los pibes.

Publicado el 5/2/2011 en APe y en Sur y Sur.

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ARCHIVO/”Balada del intruso y la pequeñez”, por Hernán López Echagüe

Ilustración: Silvia Flichman. (silviaflichman.com.ar)

I
Soy un ácrata de cuatro patas desprovisto de significancia alguna, de modo que tengo toda la autoridad, y todo el derecho, y hasta me atrevo a decir la piadosa necesidad de advertirles: todos vivimos atrapados, aplastados, sumergidos, enlodados, castrados, estupidizados, en un cono de insignificancia absoluta. Sépanlo de una buena vez. Lo que decimos significa nada, menos aún lo que pensamos. Nuestra vida está sometida a los antojos de los pocos que resuelven y delimitan y desnaturalizan hasta por ley el significado de lo que decimos, de lo que pensamos y, por sobre todas las cosas, de lo que hacemos. Los hechos no significan nada.
A los hechos los convierten en fantochada, en pirueta de desesperado. Los hechos, a juicio del imbécil, son puestas en escena. Lo que ocurre de veras no le causa ni pizca de significancia, o de significado, o de lo que fuere. Ni asomo de estremecimiento. Así será por siempre. Porque la nada y el todo son finitos. La paciencia también.

II
Había un viejo en el pasaje Bollini, cincuenta años atrás, cuando Bollini era de veras un pasaje hacia tantas fantasías, con sus zaguanes en penumbras, con sus casas petisas y gastadas y abandonadas, un viejo que te decía, frunciendo la cara, ¿Y esto qué me significa?, cada vez que le hablabas de algo de lo que nunca había oído hablar. A veces te largaba:¿Dónde lo encontraste escrito? Ese es el punto focal del malentendido que está conduciendo hacia un pozo ciego a esta humanidad demasiado humana: ¿Y esto y aquello y lo otro, qué mierda me significan?

¿Qué me puede significar, por caso, que me hablen de un tal intelectual orgánico? Un oxímoron, diría un intelectual. El intelectual, palabra de insinuación burguesa y en cierto modo altiva, se supone que usa su intelecto, su capacidad única de discernimiento, para ir más allá de las cosas. Debe quebrar y eludir límites, buscar la región fronteriza de las cosas, de los sucesos. Debe sentirse libre de escribir, decir y callar lo que le dé en gana. Desde luego, tendrá que pagar un precio por eso. Unos le dirán que es un gran tipo y otros le dirán que es un gran hijo de puta. Es, no se crean, un precio alto. Mejor dicho, un precio tan feo como injusto. El intelectual orgánico, en cambio, no existe. A partir del momento en que se siente orgánico, con ciertas ataduras a un proyecto político, a un gobierno, o, si se quiere, con cierta predisposición a la ceguera, no es más que otra pieza de un organismo. Del sistema. Es un tipo que ha hecho una pausa en su facultad de pensar. No se trata de juzgarlo sino de hacérselo saber. Tarea quizá vana, porque muy probablemente te responda: ¿Y esto qué me significa?

III
En las grandes ciudades del país las personas de buen pasar vagan por las galerías de los centros comerciales examinándose atentamente el ombligo, es decir, venerando la idiosincrasia de su ombligo, del hoyito de carne estriada y con pelusas alrededor del cual gira la Tierra, su Tierra, es decir, su auto, su casa, su seguridad suya, su colegio privado de sus hijos, su asistencia médica privada, su televisión por cable, su temporada de descanso en su Brasil, en su Miami o en su Polinesia, su empleada sumisa, su rotweiller, su infidelidad excusable, su apoliticismo político y partidario del político que le asegure que por el resto de sus días tendrá su auto, su casa, su colegio privado, su asistencia médica privada, su televisión por cable, su temporada de descanso en su Brasil, su empleada sumisa, su perro jodido, su permiso para ser infiel y, vaya, claro, su aire de tipo apolítico.

Van de un lugar a otro, el pecho inflado de arrogancia, con algún electrodoméstico a cuestas y un fajo de desdén en la billetera. Caminan sin mirar hacia atrás porque temen convertirse en estatuas de sal, como le ocurrió a la mujer de Lot, y en la escuela nos han enseñado que a las estatuas de sal les cuesta mucho darse maña en el manejo de un control remoto o de una tarjeta de crédito, y, más trabajoso aún, hablar, hacerse entender a la hora de, pongamos, decirle al pibe limpiaparabrisas de la esquina que no está en tus planes bajar la ventanilla de la puerta de tu auto muy tuyo porque tenés la certeza de que detrás del pibe limpiaparabrisas aflorarán cien pibes limpiaparabrisas que te destriparán, y entonces perderás tu auto tuyo y todo lo muy tuyo que representa esa carrocería espléndida. Que es mucho. Y todo tuyo. Un hato grande de ganado que tiene a la pobreza como pecado mortal y desprecia al pobre por encima de todas las cosas. Que ha echado a dormir la visión y toda percepción de su propio sumidero. Que vive en una civilidad fundada en nubes de betún que nunca jamás habrán de disiparse. “En verdad, la representación de la realidad ha sido dada vuelta. La imagen lisa, televisiva, y la prensa, han destruido el pensamiento, la capacidad de ligar lo inmediato a las causas de su existencia. Sólo una sociedad llevada por el terror hasta el extremo de la estupidez y la chatura, despojada de afectos, de imaginación, de sensibilidad, empavorecida, puede haber despojado de significación a lo que ven y perciben acobardados por sus ojos diariamente, pero que la inteligencia no anima” (León Rozitchner, Página/12, julio de 2004)

IV
¿Qué me significa la democracia como camino único, sagrado e inamovible hacia el bienestar de una sociedad? Usted elige, usted decide quién y quiénes serán los paladines de sus necesidades y sus anhelos. Vamos, eso es tomadura de pelo. El voto es un placebo de libre albedrío. No es otra cosa que una melancólica escenificación de civismo, de un celo por las instituciones que dura lo que un parpadeo. Una diligencia tribal: meter una papeleta en un sobre; luego, el sobre en la ranura de una caja, y de regreso a casa comprar ravioles, una botella de vino tinto; almorzar, dormir la siesta que permite este sistema. El de una ranura. Al día siguiente, a cerrar la boca y a obedecer. En la fábrica, en la oficina, en la escuela, en la calle. Y en momento alguno dudar del fatalismo que rige nuestra vida. Todo en orden. Las instituciones, que nunca sabremos para qué sirven, a buen resguardo. Los cerdos en su chiquero, las gallinas en su gallinero y los timoratos en su pecera. Un año más, como tantos otros, de convalecencia de la nada, de antropocentrismo porteño. A las provincias el porteño les presta un poco de atención no más que tres, cuatro veces al año; cuando el noticiero le dice que en tal provincia asesinaron a una familia, cuando en la otra hay pobres que comen gatos, o que más allá un tipo violó a dos mujeres y veintisiete cabras, y, por sobre todas las
cosas, cuando ya en junio se pone a pensar a qué provincia se irá de vacaciones en enero o febrero del año siguiente. ¿Hará frío en Cafayate? ¡Qué va a hacer, si es en el litoral! Yo prefiero las Termas de Río Hondo, en Ushuaia, o Santa Rosa de Calamuchita, por allá, quizá en Neuquén.

V
Al imbécil la mirada de las personas que caminan por la calle no le excitan ningún significado, ni ganas de buscarlo. Le significan algo espantoso, en cambio, los ojos y la mirada de las personas que están echadas en un colchón en la vereda de una calle, junto a los muebles que pudieron reunir y llevarse el día del desalojo. Significan la vagancia, el destino del que eligió la dejadez, la irresponsabilidad, el placer y la libertad de vivir a la intemperie. Yo me rompo el lomo, laburo diez horas sin parar, y estos tipos se meten en el umbral de una iglesia a dormir y emborracharse mientras sus hijos andan pidiendo limosna en trenes y colectivos y restoranes.

VI
¿Qué me significa lo que le pueda significar a un tipo que no hace más que absorber los significados de un eventual y convincente hacedor de la significación? Yo significo, tú significas, él significa. Nosotros significamos un bledo. Hemos logrado (mejor: ¿por qué hacerme cargo de eso?), álguienes, algunos, han logrado despojar al significado de su significación. Un estado de cosas en el que impera la insignificancia.

VII
¿Cómo, de qué manera original o, al menos, novedosa y pasible de asombro, escribir acerca de lo que uno y muchos otros hemos escrito ya tantas veces? Comienza a resultar fastidioso corroborar que las palabras escritas tiempo atrás, y repetidas hasta el cansancio, bien puede uno reiterarlas y reiterarlas, una y otra vez, pese al correr de los años, con formidable oportunidad, y, desde luego, con su debida insignificancia. Feo y grotesco. Melancólico y aterrador el comportamiento del poder político. Eso de la tenacidad en mantener un error, de perseverar en el cretinismo y la insolencia. El gobierno y sus cosos, la oposición acomodadiza y sus cosos, los grandes medios de comunicación y sus escribas y habladores y sus intelectuales cosos, todos, pero absolutamente todos, han resuelto sitiar el discernimiento. Un asedio a la razón. Un bloqueo al sentido común. Porque, al final de cuentas, es cierto que pensar se ha convertido en un hecho revolucionario. O, por qué no, subversivo.
El país está habitado por millones de personas que de modo alguno pueden caer en la osadía de tornar visible su significación.
Permanezcan en sus barrizales, bestias. No se les ocurra asomar por la gran ciudad esas caras insatisfechas y poco logradas. Porque la ciudad, con el activo sostén de sus vecinos ilustres, ha resuelto suprimirlos con la indiferencia. ¿No han comprendido que consigo sólo traen malestar? Nosotros, el poder, no los reprimiremos más de lo que nos permite la ley: será la sociedad, hastiada y saturada de sus desplazamientos por calles y geografías que no les pertenecen, la que les pondrá límite. La que los pondrá en vereda.
Váyanse, muéranse, olvídense de que han nacido, y, si les cabe, si todavía cabe en sus anhelos locos, rueguen al señor, agradezcan el hecho de haber sido alumbrados. Pero nunca olviden el consejo de Celine: “La gran derrota, en todo, es olvidar, sobre todo lo que te mata, y morir sin llegar a comprender jamás hasta qué punto los hombres son bestias. Cuando estemos al borde del hoyo no nos pasemos de listos, pero tampoco olvidemos; hemos de contarlo todo, sin cambiar ni una palabra de las lacras que hemos visto en los hombres, y entonces liar el petate y bajar. Es suficiente como trabajo para toda una vida”.

Publicado en El Psicoanalítico, septiembre de 2016

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Anticipo de “Papeles Quemados”, último libro de Ricardo Ragendorfer

Para los amantes de nuestra sección de Archivos LCV, llegó el libro que estaban esperando. “Papeles Quemados”, publicado este mes por editorial Planeta, rescata las crónicas que Ricardo Ragendorfer escribió para Télam entre 2021 y 2023 y que sufrieron los efectos destructores que impuso la “batalla cultural” iniciada por Javier Milei en 2024. Algunas de ellas ya fueron ‘resucitadas’ por La Columna Vertebral en esta misma sección. Un material valioso que pretende vencer la censura ocurrida luego del cierre de la Agencia Nacional de Noticias que inhabilitó su plataforma y ya no fue posible acceder a la cablera de fotos y notas y tampoco a su valioso archivo. “Papeles Quemados”, historias escritas con la inconfundible pluma de Ragendorfer que entrelazan datos curiosos sobre protagonistas del dos siglos de historia, ya sean famosos del poder, del mundo artístico y también seres anónimos. Allí se entrelazan crónicas que van de San Martín, a Capablanca pasando por el Che Guevara o Ringo Bonavena.

A modo de anticipo, LCV comparte hoy una de estas joyas: “Romance de la muerte de Juan Lavalle”.

Romance de la muerte de Juan Lavalle

Su nombre completo era Juan Galo de Lavalle. Y en 1814, siendo teniente de las tropas del Directorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata combatió al general José Gervasio Artigas durante el segundo Sitio de Montevideo. Ese fue su bautismo de fuego.

A partir de entonces, su carrera militar y política fue ascendente.

En 1828 derrocó al gobernador de Buenos Aires, Manuel Dorrego, antes de vencerlo en la batalla de Navarro y ordenar su fusilamiento.

En aquel entonces, Juan Bautista Alberdi, un muchacho de de apenas 18 años, seguía con suma atención el desarrollo de los acontecimientos.

Se trataba de un ávido lector de Montesquieu. Y para canalizar su visión del mundo, se identificaba con la causa unitaria.

Una década después, durante una mañana otoñal, marchó al exilio. Y ya en el bote que lo arrimaba al bergantín a punto de zarpar hacia Montevideo, se permitió un gesto cargado de teatralidad: arrojar al agua la divisa punzó que el régimen rosista hacía usar a los ciudadanos.

Entre las múltiples ocupaciones que desplegó en esa ciudad resalta la de secretario del general Juan Lavalle, quien estaba sumido en los preparativos de su ofensiva bélica contra Juan Manuel de Rosas.

Alberdi se sentía un espectador privilegiado de la Historia.

Pero el vínculo entre ellos fue difícil, dado el pésimo talante del militar y su tozudez política. En resumen, la simpatía de Alberdi por el ideario de la Revolución Francesa chocaba con las fantasías napoleónicas de Lavalle. De modo que ese lazo laboral no fue duradero.

Aún así, el 2 de junio del año siguiente Alberdi acudió a la Puerta de la Ciudadela para ver a Lavalle partir hacia la isla Martín García al frente del Ejército Libertador, una fuerza de casi tres mil hombres que batallaría contra los federales. Fue la última imagen del general que él se llevó a los ojos.

Disparos al amanecer

Lo cierto es que Lavalle creía estar bendecido por la Providencia. Semejante pálpito se derrumbó como un castillo de naipes al ser derrotado, dos años más tarde, por el general Manuel Uribe en la batalla de Faimallá, en Tucumán.

A partir de entonces inició una larga marcha hacia la nada. Únicamente conservaba doscientos hombres extenuados. Su propia estampa alta y rubia lucía declinada. Poco quedaba del héroe de Ituzaingó, Riobamba y Maipú. Frágil de salud y remordido por el fusilamiento de Dorrego, el general estaba por cumplir 44 años cuando se acercó con su milicia a San Salvador de Jujuy. Corría el 8 de octubre de 1841.

Esa noche de cielo encapotado la tropa quedó acampada en las afueras de la ciudad al mando del coronel Juan Esteban Pedernera.

Lavalle avanzo hacia el casco urbano para pernoctar bajo algún techo, a sabiendas de que la autoridad unitaria había puesto los pies en polvorosa. Lo acompañaban su edecán, Pedro Lacasa, el secretario civil, Félix Frías, dos oficiales y ocho soldados. Allí también estaba Damasita Boedo, su soldadera, una despampanante pelirroja que encubría sus curvas con ropaje varonil.

San Salvador era la viva imagen de la desolación y el presagio. Lavalle y los suyos encontraron refugio en el viejo caserón de la familia Zerranuza, abandonado unos días antes por el delegado unitario, Elías Bedoya, ahora en desaforada fuga.

El general y Damasita se instalaron en el dormitorio que enfrentaba al segundo patio. Frías y Lacasa, en una habitación pegada al zaguán. Otra fue ocupada por los dos oficiales. Y los soldados se tendieron en el primer patio. Menos el centinela, apostado junto al portón de cedro macizo.

Al clarear se detuvo ante aquella vivienda una partida federal de quince jinetes al mando de Fortunato Blanco. Buscaban a Bedoya sin imaginar quién realmente se alojaba allí.

El centinela atrancó el portón y dio la voz de alarma.

Lacasa y Frías se lanzaron al dormitorio de Lavalle. El edecán exclamó:

– ¡Los enemigos están en el portón, general!

– ¿Qué clase de enemigo son? –quiso saber Lavalle.

– Son paisanos –respondió Frías.

El secretario evitaba mirar a Damasita con poca ropa, casi desnuda.

–No hay cuidado. Manden a ensillar, que nos abriremos paso –fueron las palabras de Lavalle mientras comenzaba a calzarse las botas.

Sobre la mesita de noche estaba su pistolón francés. Y él lo observó de soslayo. Damasita, desde el lecho, también.

Lacasa y Frías fueron hacia el fondo para buscar los caballos.

Frías se apresuró en partir en su cabalgadura por la salida posterior para avisar a Pedernera lo que sucedía. Sin embargo, sufrió una demora por eludir la posición de la patrulla atacante.

Mientras tanto, en el acampe tropero –a medio kilómetro– prevalecía la incertidumbre; hasta allí había llegado el griterío de los federales. Pedernera entonces ordenó a los soldados ponerse en movimiento. De pronto –tal como lo consignaría él en 1886, al dictar sus memorias–, fue audible a lo lejos “tres descargas de tercerola seguida de otra distinta; luego, un silencio espeso”.

Aquellos mismos estruendos hicieron que Lacasa, aún en los palenques, volviera sobre sus pasos. Lo que vio en el siguiente instante quedaría grabado para siempre en sus retinas: Lavalle despatarrado en el zaguán con la garganta destrozada en medio de un charco de sangre, y las convulsiones del final. A centímetros de la mano izquierda yacía su pistolón.

Sólo Damasita estuvo con él en el momento de los disparos. Y seguía ahí, semidesnuda.

Lacasa la cubrió con su capote.

Los federales ya se habían alejado.

La marcha fúnebre

Desde ese preciso momento, el tiempo empezó a transcurrir con una lentitud exasperante. Y el silencio era sepulcral.

Algunos soldados rodearon el cuerpo. Otros estaban ante el portón con los ojos clavados en la cerradura rota que uno de ellos señalaba con un dedo. La escena parecía congelada. Y sin palabras se dio por sentado que un balazo de tercerola la había atravesado para impactar en el cuello del general.

Su cadáver quedó en el caserón, mientras la tropa reiniciaba el repliegue hacia el Alto Perú. Pero, súbitamente, Pedernera detuvo la marcha y mandó a dos soldados y un teniente a rescatarlo. Ellos volvieron con el muerto cargado en su caballo. Un poncho le hacía de mortaja.

Durante la travesía, por la mente de Frías desfilaron postales dispersas sobre su última etapa junto a Lavalle. Una etapa difícil de descifrar, en la que sus actitudes, reacciones y reflejos ya resultaban inquietantes. Entre éstas, su inclinación por desatender las responsabilidades militares para entregarse a los placeres de la carne.

Como cuando –aún muy afectado por la derrota de Quebracho Herrado– se recluyó en una hacienda de Catamarca para compartir con la bella Solana Montemayor –esposa del gobernador riojano, Tomás Brizuela– cuatro días y noches sin salir de la cama, mientras sus oficiales, desesperados, iban y venían de un lado a otro de la puerta a la espera de instrucciones.

En aquella circunstancia, Frías le dijo a Pedernera:

–La causa de la libertad, señor coronel, se pierde por las mujeres.

La respuesta fue:

–Hay algo peor, don Félix: durante la batalla él se colocaba tan cerca de las líneas de tiro, que parecía buscar la muerte.

Es posible que Frías evocara tal diálogo durante esa mezcla de huida lenta y procesión fúnebre. Y quizás entonces haya volteado la vista hacia el caballo cargado con el cuerpo del general bajo una nube de moscas. El sol abrasador no favorecía su conservación.

Damasita cabalgaba a una distancia prudencial.

Frías enfocó su mirada en ella.

Fruto de una aristocrática familia salteña, esa mujer de 23 años era hija del coronel José Boedo y Aguirre, sobrina del diputado Mariano Boedo y hermana de José Félix Boedo, un joven federal fusilado con un tío materno en vísperas al desastre de Famaillá por orden de Lavalle. Y a pesar de la súplica de clemencia llorada por Damasita.

Pero luego se le presentó otra vez, para decir:

–Quiero seguir tus ejércitos. ¡Soy unitaria!

El amor entre ellos tuvo esa penumbra.

Frías –que no comulgaba con la idea del tiro que atravesó la cerradura– seguía observando a la soldadera del general.

Sólo Damasita –pensó él– atesoraba el misterio de su muerte. ¿Acaso lo vio infringirse ese desenlace o fue ella la llave vengadora de su final?

La travesía fue tortuosa. Por su avanzada descomposición, al cuerpo de Lavalle hubo que desencarnarlo en el poblado de Huancalera. Pero los huesos –debidamente lavados–, la cabeza –envuelta en un pañuelo muy ajustado– y el corazón –sumergido en aguardiente– fueron llevados a fines 1r42 a la ciudad trasandina de Valparaíso.

Fue precisamente allí donde Juan Bautista Alberdi supo los detalles del final de Lavalle por boca de Frías.

Ambos por entonces estaban exiliados en Chile.

Damasa jamás volvió a Salta. Y murió con su secreto en 1880.

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