Opinión
Necrológica, por Hernán López Echagüe
Fundó su orden político en los provechosos y obsecuentes oficios de personas cuya sola mención mueve de inmediato a sospechar en la presunta comisión de un delito, acaso en contumacia y descaro, quizá en violencia y estreñimiento intelectual. Nombres, en fin, que excitan todo tipo de pensamiento, pero nunca jamás el favor de un concepto plausible, de un conocimiento racional y equilibrado de la política, menos aún del sentido de la vida: Víctor Alderete, Luis Barrionuevo, Armando Cavalieri, Domingo Cavallo y Carlos Corach; Augusto Alassino, Julio Corzo, Antonio Erman González, Roberto Dromi y Omar Fassi Lavalle; Hugo Franco, Carlos Grosso, Alberto Lestelle, José Luis Manzano y Munir Menem; Matilde Menéndez, Julio Mera Figueroa, Oscar Spinosa Melo, Ramón Hernández y Armando Gostanián; Miguel Angel Vicco, Alberto Kohan, Eduardo Bauzá, María Julia Alsogaray y Mario Caserta; Ibrahim Al Ibrahim, Emir Yoma, Jorge Triacca, Juan Carlos Rousselot y Amira Yoma; Eduardo Duhalde, Alberto Samid, Palito Ortega, Julio César Aráoz y Raúl Padró; Alberto Pierri, Oscar Camilión, Rubén Cardozo, José Rodríguez y Adolfo Rodríguez Saa; Jorge Domínguez, Antonio Vanrell, José Manuel Pico, Luis Abelardo Patti …
En diez años de gestión, más de ochenta funcionarios de su gobierno debieron enfrentar, con suerte disímil, procesos en la Justicia. En una oportunidad soltó una magnífica respuesta al ser interrogado acerca de la sucesión de denuncias que había contra sus funcionarios y amigos: “Es la casualidad permanente”.
La permanencia de un hombre de la calaña de Pierri al frente de la cámara de Diputados a lo largo de diez años, sostenido por el voto de opositores y oficialistas, fue una muestra irrefutable de la ausencia de discernimiento político que se había apoderado de toda la dirigencia. ¿Tan lejana en el tiempo ha quedado la certidumbre de que Pierri era un hombre acostumbrado a resolver sus penurias políticas mediante el empleo de patotas? Un hábito que muy probablemente adquirió en tiempos de su amistad con el almirante Emilio Massera.
Basta figurarse a Patti, Pierri, Ortega y María Julia Alsogaray, acaso los símbolos más cabales de la política menemista, sentados a una mesa. Un ex policía acusado de homicidio y afecto a la tortura; un ex cartonero que en 1985, tras asistir a un acto de su amigo Juan Carlos Rousselot, decidió aventurarse en el mundo de la política movido por una sesuda reflexión: “Si esto es hacer política, yo me meto. Es una boludez”. Ortega, un empresario artístico sin más virtudes administrativas que haber malversado fondos de Sadaic en Miami y hecho desaparecer cien millones de pesos durante su gestión al frente de la gobernación de la provincia de Tucumán; una señora con aires de maestra desalmada y autoritaria, procesada por presunto enriquecimiento ilícito, y que continuamente desconocía sus responsabilidades ¿En qué tipo de conversación política pueden hundirse personas de tamaña naturaleza, cráneos que con suma dificultad logran hilvanar un par de frases cargadas de cordura y sensatez?
La política en la era menemista absorbió todos los modos de la farándula. Así las cosas, Mirtha Legrand se convirtió en la periodista política más incisiva; Marcelo Tinelli, en el comunicador escogido por los candidatos en las campañas, y Mariano Grondona en un trastornado jurisconsulto mediático que miraba y escuchaba con aires de entomólogo, y con idéntica atención e impostura, a travestis, militares torturadores e hijos de desaparecidos.
Supo, como pocos presidentes, excitar en la opinión pública el anhelo de emulación. Besó a Xuxa y a Claudia Schiffer; anduvo en su Ferrari a 400 kilómetros por hora; comió pizza y tomó champán con los Stones; jugó en la selección nacional de fútbol; bailó, cantó y soltó chistes en la televisión; rió con Alain Dellon e hizo alarde de una virilidad que ahora ha perdido.
Era un tipo piola. Se le permitió todo.
Hizo a un lado todo principio y sedujo por igual a militares golpistas y empresarios con alma de mercachifles foráneos; incorporó a su gobierno a los sectores más conservadores y reaccionarios; se fundió en un abrazo con el almirante Isaac Rojas, acaso el más emblemático de los enemigos del peronismo histórico que Menem decía personificar; condecoró a Augusto Pinochet, besó los carrillos de Lino Oviedo y a boca de jarro reivindicó la masacre cometida por las Junta Militares. Recibió el aplauso de Alfredo Martínez de Hoz, las congratulaciones de Juan Alemann, en vano buscó fortuna en los economistas de Bunge y Born, y por fin resolvió dejar en manos de Domingo Cavallo el ministerio de Economía. Dicho de otro modo: en los pareceres de tres de los principales hacedores de la política económica de la dictadura, política que logró llevar la deuda externa de 5.500 millones a 55.000 millones en un lapso de ocho años, basó su plan económico.
Abrazado al fetiche de la estabilidad económica supo elevar el pragmatismo a la categoría de arte. La estabilidad, avivada por el recuerdo del aquelarre económico de mayo y junio de 1989, Alfonsín presidente, cobró vida, adquirió el aspecto de ídolo colosal y omnímodo al que todos los argentinos debían rendirle culto. Al amparo de la sombra que le proporcionaba la idolatrada esfinge, Menem se abandonó a su faena: las privatizaciones caprichosas e irregulares; los indultos a militares genocidas y a sombríos fantoches como Aldo Rico; la entrega del manejo de la política económica a los ilustrados hombres del Fondo Monetario Internacional; sorteó con habilidad su parentesco o familiaridad con personajes enlazados al lavado de dinero proveniente del narcotráfico; movido por el afán de reunir capitales, contrajo con Siria oscuros compromisos que nunca jamás respetó, y cuyas consecuencias fueron apenas dos atentados contra la comunidad judía que dejaron cientos de muertos; ignorando las atribuciones del Parlamento, y con el sólo propósito de satisfacer sus relaciones carnales con los Estados Unidos, resolvió enviar tropas a Irak; sin rodeos llamó delincuentes a periodistas y opositores; amplió el número de miembros de la Corte Suprema con el excluyente objetivo de lograr la aprobación legal de proyectos inauditos y, por lo demás, eludir decorosamente toda denuncia penal en contra de sus amigos y funcionarios; abrió las puertas del país a delincuentes internacionales como Gaith Pharaon y Monzer Al Kassar.
Todo esto, sí, él lo hizo. Y todo esto ocurría en tanto la sociedad tenía a la estabilidad como punto focal de la existencia. “El voto electrodoméstico”, como supo definir con sabia sencillez José Pablo Feinmann. Y los argentinos que nada habían visto ni oído durante la dictadura, los argentinos que deseaban con vehemencia vivir en un mundo de cuotas fijas y sensaciones fijas y circunstancias fijas, en 1995 le confiaron su voto una vez más. Gracias, desde luego, a la imprevista obsequiosidad de Raúl Alfonsín, que una mañana de noviembre de 1993, reunido a hurtadillas con el Presidente, y vaya uno a saber a cambio de qué regalía o promesa política, de un plumazo arbitrario e insultante le concedió la posibilidad de una reelección.
Su muerte no es más que la muerte virtual de un ex presidente virtual, en un país donde la política se ha convertido en una actividad virtual que ejercen hombres virtuales e intercambiables. Y esto, desde luego, es lo que él mejor hizo. Las privatizaciones, los desarreglos económicos y los antojadizos decretos que florecieron en noches de arrebato, quizá sean pasibles de reparación. Pero la recuperación de una dirigencia política libre y espontánea, apasionada y con sed de verdaderas transformaciones, habrá de llevar años.
Destacada
Mi querido odio, por Hugo Asch
Hace ya tiempo que el odio abandonó la romántica contracara del amor en la moneda y se convirtió en la palabra con peor prensa. Solo los perversos odian, los despiadados, los abandonados de la gracia de Dios. Tanto odian que hoy se los cataloga por esa característica: son odiadores. ‘Haters’, en inglés.
Se los identifica como seres irracionales incapaces de pensar y cuestionarse nada, fanáticos, violentos, manipulables. Lo que no es falso, al contrario. El odio inculcado por sistemas políticos, educativos, familiares; por raza o clase social, produce individuos despreciables. No hay discusión sobre ello.
Bien. Hasta aquí mi concesión a lo políticamente correcto. No hay que abusar de esa desgracia. Si seguimos así un día moriremos todos de un agudo ataque de corrección política. No subestimemos sus efectos narcóticos, letales. Ahora quisiera hablar sobre otra clase de odio. También podría llamarlo desprecio, profunda antipatía, repulsión o encono. Pero no. Me gusta más odio. Quién es capaz de amar conoce este sentimiento. Es mi caso. Sé amar, sé odiar. Yo odio, he odiado y seguiré odiando.
Fundamentalmente porque no me da todo igual. Discrimino. Me enojan ciertas cosas. Y otras me dan odio. La historia argentina chapaleó en la sangre de cientos de fusilamientos y degüellos hasta la irrupción de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en la segunda mitad del siglo XX. Antes de los pañuelos blancos, las cosas se negociaban con un muerto en la mesa. Recuerdo en mis primeros pasos como periodista, haber hecho notas con casi toda la dura derecha de los años ‘70. A Jordan Bruno Genta, por ejemplo, lo vi en una conferencia una semana antes de su asesinato a manos del ERP, en 1974. Era un catedrático de buenos modos, nacionalista, conservador, católico, antisemita, anticomunista, decepcionado de la Revolución Libertadora y enemigo del sistema democrático, que creía contaminado por liberales, peronistas y marxistas. Sus seguidores no eran multitud pero sabían moverse. Sus posturas eran extremas y tenían fieles discípulos en las tres fuerzas armadas. Demasiados. Oscar Castrogé ‒en realidad Castrogiovanni‒ era el polo opuesto. Extrovertido, avasallante, de voz potente. Durante la dictadura se había divertido pasando marchas nazis y fascistas en su programa de radio Excelsior. En los ‘80 irrumpió con un grupo de seguidores armados con pistolas y machetes para copar el programa ‘Sueño de una noche de Belgrano’, conducido por Jorge Dorio y Martín Caparros. Fueron sus 15 minutos de fama, aquellos que prometía Andy Warhol.
Su hermano, como secretario de un juzgado, me citó por un juicio que había iniciado un fiscal, ofendido por una columna que Guillermo Kelly había escrito en ‘La Semana’, revista que yo subdirigía en 1986. Durante los primeros 15 minutos de la indagatoria, Castrogé II solo se preocupó por averiguar los orígenes del apellido Asch. Su especialidad.
Los Castrogé eran odiadores estilo ‘El Caudillo’, la revista no oficial de la Triple A. Ultraderecha violenta sin matices, mucha amenaza, cadenas, palo y a la bolsa, esas cosas. En enero de 1985 tomé un inolvidable té en la casa estilo Tudor de Figueroa Alcorta casi Ortiz de Ocampo, pleno Palermo Chico, sede de ‘Tradición Familia y propiedad’. Me recibió su líder, Cosme Beccar Varela, impecable traje inglés, rodeado por jóvenes altos, más bien rubios, también trajeados que, en una coreografía estática pero imponente, sostenían pancartas rojas con signos heráldicos. Nadie sonreía pero parecían de lo más amables. Me explicaron el insoluble problema judío, la falta de Dios de quienes alentaban el divorcio y el aborto, el horror peronista, el pecado mortal de quienes exhibían la carne sin pudor cristiano. Fue como una visita al siglo XVII. A la noche, cuando con palos, patadas, golpes de puño y piedras impidieron el estreno de ‘Yo te saludo, María’, la película de Godard que consideraron “hereje” y “malévola”, los niños rubios parecían barras de Nueva Chicago. La derecha del siglo XX era una minoría, pero ponían los pelos de punta con su discurso que mezclaba como en licuadora a Adam Smith, Roca, Mitre, Rosas, San Martín, Mussolini, Perón, Primo de Rivera, ‘Mein Kampf’ y libelos como ‘Los protocolos de los sabios de Sion’. Hay odios y odios.
En los años ‘90, Mariano Grondona logró huir de la sombra de Bernardo Neustadt en ‘Tiempo Nuevo’ y debutó con programa propio: ‘Hora Clave’. Un poco por vicio de viejo liberal satisfecho porque el libre comercio por fin había sido impuesto por Menem, y otro mucho para diferenciarse y buscar rating, comenzó a hablar sobre los pobres, a citarlos, a criticar a Menem por su insensibilidad. Neustadt, absorto, creía que se había vuelto comunista. La mezcla de Adam Smith con su catolicismo cursillista lo llevó a tener ideas que, confieso, me hicieron tener ataques de furia frente al televisor. Una noche quiso reunir a las dos Hebes. Hebe de Berdina, madre del primer oficial muerto en el Operativo Independencia de Tucumán y Hebe de Bonafini, madre de dos desaparecidos en dictadura. No quiso una, no quiso la otra. Lógico. Poco después murió el almirante Rojas, aquel petiso oscuro de sonrisa torva y gorra ladeada, el gran ‘héroe’ de la Libertadora. Por supuesto Menem fue a su entierro a presentar sus condolencias por el fallecimiento del líder de la Marina que bombardeó la Plaza de Mayo dejando un tendal de cadáveres de gente que pasaba por ahí. Durante el trayecto del cortejo fúnebre, pasó otra cosa. Una viejita de pelo blanco y vestida de negro caminó lentamente hacia el féretro y le lanzó un escupitajo descomunal, de medalla olímpica. Se dio media vuelta y se fue, satisfecha. Entonces, en su editorial, el doctor Grondona se dedicó a comparar “el peronismo viejo” de esa ancianita resentida que se había quedado en el 45, con el “peronismo nuevo” del moderno y superador presidente riojano. Estallé. Mal. Las dos veces lo hice. Hablaba solo, o mejor dicho, le gritaba a la tele. Un papelón, porque eran como las 11 de la noche. Defendía ese profundo odio de la viejita de negro, y la prudente decisión de las Hebes de no juntarse. Hay odios que son racionales, justificados. No existe esa clase de perdón y está muy bien que eso sea así, y siga siendo así. Reivindico esa clase de odios, entonces. Odios racionales, sostenidos por la fuerza de los hechos y la historia. Tampoco imagino a Simón Wiesenthal, Mariano querido, muy entusiasmado por reunirse a tomar el té con los Menguele.Es hora de reconocerlo: he odiado a todo aquel que haya sostenido con fervor a la, digamos, política económica de Macri.
Mauricio Macri no fue un neoliberal. Esa creación que Hayek y Milton Friedman estrenaron en Chile con Pinochet y luego fue la bandera política de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, era una variante brutal del liberalismo. Brutal, pero también clásica. No es el caso de Macri, a quien sólo le importaba el capital financiero. Si era por él, se podía parar la producción de medio país que nada ni nadie lo iba a mover de la reposera. Sucedió.Lo suyo fue un capitalismo de agujero negro. De ‘Nada’. Sin producción ni consumo. Lo de Macri no fue un plan económico, fue una declaración de guerra. Algo personal. Yo estaba entre los condenados, como tantísimos. La llegada de Javier Milei le agrega a esa tragedia planificada una dosis de perversión, patetismo y ridículo como jamás se ha visto en estas pampas de crisis.
No está mal odiar a gente así. El gobierno de Alberto Fernández sufrió una sequía histórica y una pandemia mundial, a los tres meses de asumir. Pero no logró, revertir la injusta distribución de la riqueza ni parar la especulación financiera. Amagó enfrentar el Poder Real cuando anunció “la expropiación” de la empresa Vicentín pero solo inauguró una larga sucesión de dudas, contradicciones y marchas atrás. Una desgracia.
El llanto del Círculo Rojo por el impuesto a la Renta Extraordinaria del 2% “por única vez” pudo provocar inundaciones en varias zonas del país. La voracidad de la clase dominante argentina es tan espeluznante como suicida. Es difícil no odiar a estos sujetos. En el siglo XIX no existía ninguna expectativa de movilidad social. El que nacía rico moría rico y el que nacía pobre moría pobre. En el siglo XX, después de la revolución Rusa y en la segunda posguerra, el gran capital decidió crear un ‘Estado de Bienestar’ para que la gente vivera razonablemente bien y no se dejara tentar por la ‘amenaza comunista’. Esto se terminó con la caída el muro de Berlín. La inversión en las capas medias fue desapareciendo y ese excedente fue a parar a los bolsillos del 2, el 3, el 5% de la población. Semejante escenario convirtió al mundo en una caldera a punto de explotar. En la primera semana de noviembre se conoció un informe sobre la desigualdad global dirigido por Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001. Tiene números escalofriantes. Informa, por ejemplo, que el 1 % más rico del planeta acaparó, entre 2000 y 2024, el 41 % de toda la nueva riqueza generada. Apenas el 1 % de esos nuevos recursos fueron destinados al 50 % más pobre. Cómo no odiar todo eso. En medio de esta crisis terminal, los medios buscan temas nuevos cada día, para que los grupos de odiadores se muestren en las pantallas de todo el país y se multipliquen. Son millones, jugando a la muerte con la muerte. Desprecio ese odio suicida, vacuo, idiota. Me alejo de él. Pero a la vez, odio. No puedo ni quiero evitarlo.
Defiendo a mi odio con palabras, sin muerte, con furia interna. Con amor.
Y me gusta este odio mío.
(Tomado del facebook del autor, 13 noviembre 2025)
Memoria
“Los delincuentes de guante blanco son la verdadera casta”, por Carlos del Frade
El ex comisario de la Policía Federal Argentina, Rodolfo Fischietti, denunció que el 20 de marzo de 1975 se desató el Operativo Rocamora, apellido del entonces Ministro del Interior, contra la ciudad de Villa Constitución.
Cuatro mil integrantes de diversas patotas, embrión de los grupos de tareas, coparon la geografía del sur santafesino, secuestraron a 200 delegados y trabajadores de las fábricas Acindar, Metcon, Marathon y Vilber y comenzaron a torturarlos en el edificio del albergue de solteros de Acindar, pagados a razón de 200 dólares por día por los empresarios, entre ellos José Alfredo Martínez de Hoz, por entonces gerente general de Acindar.
Era el ADN del terrorismo de estado: delincuentes de guante blanco ordenaban y pagaban a sus cancerberos para desaparecer a una generación de jóvenes trabajadores con ideas revolucionarias, la mayoría de las 30 mil personas desaparecidas a partir del 24 de marzo de 1976, donde Martínez de Hoz fue el ministro de Economía. La decisión de los jueces federales, medio siglo después, ratifica que la decisión del verdadero poder en Argentina es consolidar la impunidad de los delincuentes de guante blanco, la verdadera y única casta que existe.
Nuestra admiración y nuestro respeto para los y las sobrevivientes, los organismos de derechos humanos y las abogadas que seguirán insistiendo para que alguna vez haya justicia contra el verdadero impulsor del genocidio: el poder económico. La historia no habla del pasado, denuncia el por qué del presente.
Opinión
Después del domingo, a redoblar la apuesta, por Alberto Nadra
Un aporte desde mi militancia
Lejos estoy de la soberbia pretensión de explicar a tan pocas horas los resultados de este domingo sombrío. Eludo cifras, porcentajes y bancas, e intento compartir una actualización de las afirmaciones y categorías que vengo planteando hace muchos años, mi forma de militancia con la palabra, así como con la acción que me permiten los años.
Las concibo como un simple aporte al intercambio que debemos darnos quienes nos consideramos parte del movimiento nacional y popular, tanto los que entienden que su misión es mejorar las condiciones de vida del pueblo dentro de este capitalismo senil –pero en pleno reacomodamiento– como quienes siempre consideramos que solo lo lograremos plenamente mediante un transformación revolucionaria en las estructuras económico-sociales, un cambio de mando en el poder y no meramente en la administración temporal de la cosa pública.
La situación es lo suficientemente grave, hemos retrocedido tanto, que aún falta mucho para dirimir esa cuestión.
Ganar batallas, perder la guerra
A lo largo de los años, el peronismo, fuerza mayoritaria entre lo mejor de nuestro pueblo, demuestra que puede lograr la mayoría electoral por períodos, hegemónico en un principio, ligeramente frentista con el tiempo y las dificultades. Sobre todo cuando convoca a otros sectores del campo popular, puede conquistar o reconquistar derechos, mejorar transitoriamente las condiciones para producir y crear trabajo, recuperar el salario o afirmar la soberanía.
Sin embargo, no puede retener esa mayoría electoral, pues el poder real reacciona al ver cualquier amenaza a sus privilegios. Ante esto y hasta ahora, en lugar de redoblar la apuesta, cede ante el poder real y vacila ante la necesidad de producir cambios de fondo en la estructura y la relación de fuerzas social que la determina. Por eso fue y es desplazado, antes por golpes de Estado y ahora también por las urnas.
¿Qué significa redoblar la apuesta?
Para cambiar en serio y ampliar las posibilidades de sostenerlo en el tiempo, no alcanza con las buenas intenciones ni con avances parciales; se exige redoblar la apuesta: confrontar a fondo con el privilegio y enfrentar el “sentido común”, la ideología dominante en toda la sociedad, que es precisamente la del bloque dominante.
¿Qué significa redoblar la apuesta, sea en la gestión para defender conquistas y profundizar el rumbo, sea en el llano para resistir y reunir fuerzas para dar vuelta la taba en favor de las mayorías?
Desde ya no es una convocatoria el exitismo, ni a las chicanas de la interna chica. Significa algo muy distinto a lo que practica la rama partidocrática del heterogéneo movimiento popular, que no solo la hay, sino que es predominante en su dirigencia.
Necesitamos que se reencuentren con el pueblo, que pongan el cuerpo en las luchas que crecen, pero aisladas, sin coordinación ni dirección política.
Es necesario convocar y lograr la unidad, pero la unidad de los luchadores, no un mero rejunte vacío de contenido, que no solo duele, sino que conduce al fracaso, antes o después de un desafío electoral.
Es necesario que esa unidad sea amplia pero a la vez institucionalizada, con protagonismo de las distintas fuerzas, con toda la amplitud que permita un acuerdo programático claro y acompañado por un plan de acción concreto, para gobernantes y gobernados, para dirigentes y militantes.
Preguntas, tan incómodas como necesarias
En ese camino hay que plantearse problemas de fondo como, a título de ejemplo: ¿es posible reconstruir el país y abrir un futuro de progreso y bienestar sin plantear una moratoria unilateral de la deuda externa, por el tiempo que reclame esclarecer su legitimidad y determinar las formas de pagos que permitan crecer a la nuestro país? ¿Es posible sin replantear una estrategia de independencia internacional que incluye acuerdos regionales y apelar a la cooperación e integración con los BRICS? ¿Seguiremos escuchando condenas a la bronca y el combate cuando negar la legitimidad de responder a la violencia es sellar un pacto con la crueldad?
La disyuntiva final
Unidad institucionalizada, programa y plan de acción. Cultivar la bronca, empujar la lucha organizada y transformarla en combate legítimo.
No son frases hechas, ni un recurso más melancólico que práctico.
¿Es difícil? ¡Claro que lo es! Llevamos años y acumulando dolores sin lograrlo. Pero, mientras no se logre, mientras no lo logremos, seguiremos ganando o perdiendo elecciones, conquistando y reconquistando derechos una y otra vez, pero retrocediendo a mediano y largo plazo.
Sé que no digo nada nuevo para tantos luchadores, pero es hora de empezar a decirle a la dirigencia y militancia, principalmente a la peronista, que es eso o seguir profundizando la decadencia, repetir fugaces triunfos y domingos aún más sombríos que el de este 26 de octubre.

