Opinión
Menem y la metamorfosis, por Américo Schvartzman
“Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto“.
Cuenta por ahí García Márquez que para él todo cambió cuando leyó la “Metamorfosis” de Kafka. Decía el gran escritor que hasta ese momento él era fiel a una escritura apegada a la realidad, lo que había aprendido en su tarea periodística. Quería escribir cuentos y novelas pero no le salía. Y devoraba todo lo que caía en sus manos.
Tras leer la frase inicial de Kafka, el futuro autor de “Cien años de soledad” siguió con la esperanza de que en algún momento se explicara cómo y por qué se había producido esa conversión. Al darse cuenta de que eso no pasaría, reflexionó: “Ah, pero si esto vale yo también puedo escribir”. Allí nació el realismo mágico, aseguraba, un poco en broma y un poco en serio.
En los años 90 Menem no era esa caricatura de la política argentina en la que se convirtió después.
Por el contrario, este peronista provinciano de patillas gigantes y modos seductores era el ídolo mayor de los neoliberales argentinos (acá no hay liberales en el sentido estricto de la palabra; no de ese liberalismo que alguna vez enamoró a Artigas, a Moreno, a los jóvenes del 18. Y eso ocurre hasta hoy. Cualquiera que se identifique como liberal en estas pampas es en verdad neoliberal).
Menem expresa el quiebre definitivo de la relación contractual ética entre representantes y representados en la Argentina. Es el inicio del “vale todo”.
Así, los Milei de esos años, los Cachanosky de los 90, lo veían “alto, rubio, y de ojos azules” –como lo definió Neustadt, periodista emblemático del poder en la Argentina. Era el sueño dorado: un peronista venía a destruir todo lo que los neoliberales odiaban del peronismo.
En los últimos años Nemen (como le decía Charly García en los escasos minutos en que no lo adoraba) se había transformado para mí en un caso de mera utilidad argumentativa. Casi un meme.
Durante años lo usé para mostrar cómo es posible encontrar algo positivo aun en el peor de los gobiernos elegidos democráticamente. Aunque me costó hacerlo, encontré algún aspecto rescatable de sus diez años como mandatario.
Es, quizás, el más señalado: la supresión del servicio militar obligatorio, esa institución nefasta en la que personas con severos problemas psicológicos eran dueños de la vida de jóvenes a los cuales les podían hacer cualquier cosa, como a su vez se las hacían a ellos sus superiores.
“Ustedes no son paridos, son cagados. Cuando yo diga ‘sorete’ ustedes griten ¡presente!”, contaba mi padre, Pablo, que les decía en los primeros minutos de la conscripción el suboficial a cargo, allá en Paso de los Libres donde le tocó la “colimba” en los años 40.
Menem fue el primer Presidente en nuestra historia democrática en admitir que mintió descaradamente a la ciudadanía para que lo votaran. “Si decía lo que iba a hacer, no me votaban”, reconoció públicamente entre risas el ahora difunto.
Bueno. Menem, en la medida quizás más peronista de todos sus larguísimos años (dejo para simposios futuros la discusión de por qué la califico así) decidió suprimir la “colimba”. Fue tras la denuncia de la atroz muerte del soldado Carrasco, en 1994. Y lo hizo por decreto, el 1537. Que, aunque transcurrieron casi 30 años, la democracia argentina nunca convirtió en ley. Cualquier Berni que acceda al poder podría suprimirlo y devolver vigencia a la Ley 4031 de servicio militar obligatorio. Así somos. Y eso también es achacable a Menem, pero no sólo a él.
Algunas personas lúcidas de nuestro país han hecho en estos días revisiones exhaustivas e implacables de lo nefasto que fue para la sociedad argentina este líder peronista (véase, en especial, la de Pablo Alabarces aquí, que me pareció inmejorable).
Lo cierto es que me resulta arduo encontrar alguna otra cosa destacable de este personaje funesto, al que considero el peor Presidente que la Argentina haya tenido en su historia democrática (no vale cotejar con nadie que haya accedido a ese cargo por la fuerza).
Las razones son innumerables, desde el dato tremendo de las sesentaiséis (66) empresas del Estado que Menem disolvió, privatizó, desguazó o concesionó; hasta el hecho que revela la catadura moral de su gobierno y de todos quienes lo acompañaron: Menem y su gente fueron capaces de volar un pueblo entero para ocultar sus negociados inconfesables (esa es la razón por la que la Municipalidad de Rio Tercero no adhiere al duelo nacional).
Nada parecido hay en la historia democrática de la Argentina (por supuesto acepto sugerencias: yo no he hallado nada similar. Para mí es un récord Guiness de hijaputez). A esto se le debe agregar su incomovible vocación de alcahuete de los poderes fácticos de todo tipo. Y por supuesto, todo lo que enumera Alabarces en su eficaz síntesis.
No obstante hay algo que para mucha gente puede ser menor o incluso pasar desapercibido y sin embargo para mí es central. Creo que Menem expresa el quiebre definitivo de la relación contractual ética entre representantes y representados en la Argentina. Es el inicio del “vale todo”.
Menem fue el primer Presidente en nuestra historia democrática en admitir que mintió descaradamente a la ciudadanía para que lo votaran. “Si decía lo que iba a hacer, no me votaban”, reconoció públicamente entre risas el ahora difunto. (De paso: el segundo fue Macri, quien dijo algo bastante parecido: “Si yo les decía a ustedes hace un año lo que iba a hacer y todo esto que está sucediendo, seguramente iban a votar mayoritariamente por encerrarme en el manicomio. Y ahora soy el Presidente”, dijo Macri a la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresas en 2016).
Esa frase y esa conducta de Menem inauguraron (o blanquearon) la perversión política como normalidad en la Argentina. Desde entonces todo es justificable. Maquiavelo era un purista al lado de Menem y de quienes llegaron al poder con Menem. Como en el cuento de García Márquez, cientos, miles, quizás millones de personas en nuestro país dijeron, a partir de ese momento, como él al leer a Kafka, “ah, pero si esto vale, entonces yo también puedo hacerlo”.
la esperanza está en otra parte, no en los bichos repugnantes en que se han convertido las principales caras de la política argentina en los últimos treinta años. La esperanza, la que queda, la que conjuga razón y emoción, está en las luchas de las comunidades.
Eso es Menem para mí. Podrán buscarse argumentos legales o éticos para explicar por qué no debería ser velado en ningún ámbito de la democracia. Será pérdida de tiempo, porque quienes encabezan el Poder Ejecutivo en la Argentina (así como quienes conducen en cada provincia y casi en cada ciudad del país al partido oficial, e incluso a los principales partidos opositores) fueron parte de su Gobierno y fueron parte de su entramado de quiebre moral de la Argentina.
Por eso también creo que no hay que tener esperanza ni ilusión en ninguna opción electoral en nuestro país, mucho menos en figuras individuales. Lo cual no quiere decir dejar de votar ni nada de eso. Seguiremos, como hasta ahora, votando lo menos peor, aun sabiendo que es casi casi lo mismo que lo más peor, pero claro que matices hay siempre.
Lo que ocurre es que la esperanza está en otra parte, no en los bichos repugnantes en que se han convertido las principales caras de la política argentina en los últimos treinta años. La esperanza, la que queda, la que conjuga razón y emoción, está en las luchas de las comunidades.
Las comunidades que, a lo largo y a lo ancho del país, pese a esos monstruosos insectos (¡muy a pesar de ellos!) han avanzado y se han organizado para defender sus propios intereses, y han dado (y dan) todo el tiempo todo tipo de luchas en su defensa. Ahí está lo que vale.
- Américo Schvarztman, periodista, licenciado en filosofía, director de El Miércoles Digital de Concepción del Uruguay.
Destacada
Mi querido odio, por Hugo Asch
Hace ya tiempo que el odio abandonó la romántica contracara del amor en la moneda y se convirtió en la palabra con peor prensa. Solo los perversos odian, los despiadados, los abandonados de la gracia de Dios. Tanto odian que hoy se los cataloga por esa característica: son odiadores. ‘Haters’, en inglés.
Se los identifica como seres irracionales incapaces de pensar y cuestionarse nada, fanáticos, violentos, manipulables. Lo que no es falso, al contrario. El odio inculcado por sistemas políticos, educativos, familiares; por raza o clase social, produce individuos despreciables. No hay discusión sobre ello.
Bien. Hasta aquí mi concesión a lo políticamente correcto. No hay que abusar de esa desgracia. Si seguimos así un día moriremos todos de un agudo ataque de corrección política. No subestimemos sus efectos narcóticos, letales. Ahora quisiera hablar sobre otra clase de odio. También podría llamarlo desprecio, profunda antipatía, repulsión o encono. Pero no. Me gusta más odio. Quién es capaz de amar conoce este sentimiento. Es mi caso. Sé amar, sé odiar. Yo odio, he odiado y seguiré odiando.
Fundamentalmente porque no me da todo igual. Discrimino. Me enojan ciertas cosas. Y otras me dan odio. La historia argentina chapaleó en la sangre de cientos de fusilamientos y degüellos hasta la irrupción de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en la segunda mitad del siglo XX. Antes de los pañuelos blancos, las cosas se negociaban con un muerto en la mesa. Recuerdo en mis primeros pasos como periodista, haber hecho notas con casi toda la dura derecha de los años ‘70. A Jordan Bruno Genta, por ejemplo, lo vi en una conferencia una semana antes de su asesinato a manos del ERP, en 1974. Era un catedrático de buenos modos, nacionalista, conservador, católico, antisemita, anticomunista, decepcionado de la Revolución Libertadora y enemigo del sistema democrático, que creía contaminado por liberales, peronistas y marxistas. Sus seguidores no eran multitud pero sabían moverse. Sus posturas eran extremas y tenían fieles discípulos en las tres fuerzas armadas. Demasiados. Oscar Castrogé ‒en realidad Castrogiovanni‒ era el polo opuesto. Extrovertido, avasallante, de voz potente. Durante la dictadura se había divertido pasando marchas nazis y fascistas en su programa de radio Excelsior. En los ‘80 irrumpió con un grupo de seguidores armados con pistolas y machetes para copar el programa ‘Sueño de una noche de Belgrano’, conducido por Jorge Dorio y Martín Caparros. Fueron sus 15 minutos de fama, aquellos que prometía Andy Warhol.
Su hermano, como secretario de un juzgado, me citó por un juicio que había iniciado un fiscal, ofendido por una columna que Guillermo Kelly había escrito en ‘La Semana’, revista que yo subdirigía en 1986. Durante los primeros 15 minutos de la indagatoria, Castrogé II solo se preocupó por averiguar los orígenes del apellido Asch. Su especialidad.
Los Castrogé eran odiadores estilo ‘El Caudillo’, la revista no oficial de la Triple A. Ultraderecha violenta sin matices, mucha amenaza, cadenas, palo y a la bolsa, esas cosas. En enero de 1985 tomé un inolvidable té en la casa estilo Tudor de Figueroa Alcorta casi Ortiz de Ocampo, pleno Palermo Chico, sede de ‘Tradición Familia y propiedad’. Me recibió su líder, Cosme Beccar Varela, impecable traje inglés, rodeado por jóvenes altos, más bien rubios, también trajeados que, en una coreografía estática pero imponente, sostenían pancartas rojas con signos heráldicos. Nadie sonreía pero parecían de lo más amables. Me explicaron el insoluble problema judío, la falta de Dios de quienes alentaban el divorcio y el aborto, el horror peronista, el pecado mortal de quienes exhibían la carne sin pudor cristiano. Fue como una visita al siglo XVII. A la noche, cuando con palos, patadas, golpes de puño y piedras impidieron el estreno de ‘Yo te saludo, María’, la película de Godard que consideraron “hereje” y “malévola”, los niños rubios parecían barras de Nueva Chicago. La derecha del siglo XX era una minoría, pero ponían los pelos de punta con su discurso que mezclaba como en licuadora a Adam Smith, Roca, Mitre, Rosas, San Martín, Mussolini, Perón, Primo de Rivera, ‘Mein Kampf’ y libelos como ‘Los protocolos de los sabios de Sion’. Hay odios y odios.
En los años ‘90, Mariano Grondona logró huir de la sombra de Bernardo Neustadt en ‘Tiempo Nuevo’ y debutó con programa propio: ‘Hora Clave’. Un poco por vicio de viejo liberal satisfecho porque el libre comercio por fin había sido impuesto por Menem, y otro mucho para diferenciarse y buscar rating, comenzó a hablar sobre los pobres, a citarlos, a criticar a Menem por su insensibilidad. Neustadt, absorto, creía que se había vuelto comunista. La mezcla de Adam Smith con su catolicismo cursillista lo llevó a tener ideas que, confieso, me hicieron tener ataques de furia frente al televisor. Una noche quiso reunir a las dos Hebes. Hebe de Berdina, madre del primer oficial muerto en el Operativo Independencia de Tucumán y Hebe de Bonafini, madre de dos desaparecidos en dictadura. No quiso una, no quiso la otra. Lógico. Poco después murió el almirante Rojas, aquel petiso oscuro de sonrisa torva y gorra ladeada, el gran ‘héroe’ de la Libertadora. Por supuesto Menem fue a su entierro a presentar sus condolencias por el fallecimiento del líder de la Marina que bombardeó la Plaza de Mayo dejando un tendal de cadáveres de gente que pasaba por ahí. Durante el trayecto del cortejo fúnebre, pasó otra cosa. Una viejita de pelo blanco y vestida de negro caminó lentamente hacia el féretro y le lanzó un escupitajo descomunal, de medalla olímpica. Se dio media vuelta y se fue, satisfecha. Entonces, en su editorial, el doctor Grondona se dedicó a comparar “el peronismo viejo” de esa ancianita resentida que se había quedado en el 45, con el “peronismo nuevo” del moderno y superador presidente riojano. Estallé. Mal. Las dos veces lo hice. Hablaba solo, o mejor dicho, le gritaba a la tele. Un papelón, porque eran como las 11 de la noche. Defendía ese profundo odio de la viejita de negro, y la prudente decisión de las Hebes de no juntarse. Hay odios que son racionales, justificados. No existe esa clase de perdón y está muy bien que eso sea así, y siga siendo así. Reivindico esa clase de odios, entonces. Odios racionales, sostenidos por la fuerza de los hechos y la historia. Tampoco imagino a Simón Wiesenthal, Mariano querido, muy entusiasmado por reunirse a tomar el té con los Menguele.Es hora de reconocerlo: he odiado a todo aquel que haya sostenido con fervor a la, digamos, política económica de Macri.
Mauricio Macri no fue un neoliberal. Esa creación que Hayek y Milton Friedman estrenaron en Chile con Pinochet y luego fue la bandera política de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, era una variante brutal del liberalismo. Brutal, pero también clásica. No es el caso de Macri, a quien sólo le importaba el capital financiero. Si era por él, se podía parar la producción de medio país que nada ni nadie lo iba a mover de la reposera. Sucedió.Lo suyo fue un capitalismo de agujero negro. De ‘Nada’. Sin producción ni consumo. Lo de Macri no fue un plan económico, fue una declaración de guerra. Algo personal. Yo estaba entre los condenados, como tantísimos. La llegada de Javier Milei le agrega a esa tragedia planificada una dosis de perversión, patetismo y ridículo como jamás se ha visto en estas pampas de crisis.
No está mal odiar a gente así. El gobierno de Alberto Fernández sufrió una sequía histórica y una pandemia mundial, a los tres meses de asumir. Pero no logró, revertir la injusta distribución de la riqueza ni parar la especulación financiera. Amagó enfrentar el Poder Real cuando anunció “la expropiación” de la empresa Vicentín pero solo inauguró una larga sucesión de dudas, contradicciones y marchas atrás. Una desgracia.
El llanto del Círculo Rojo por el impuesto a la Renta Extraordinaria del 2% “por única vez” pudo provocar inundaciones en varias zonas del país. La voracidad de la clase dominante argentina es tan espeluznante como suicida. Es difícil no odiar a estos sujetos. En el siglo XIX no existía ninguna expectativa de movilidad social. El que nacía rico moría rico y el que nacía pobre moría pobre. En el siglo XX, después de la revolución Rusa y en la segunda posguerra, el gran capital decidió crear un ‘Estado de Bienestar’ para que la gente vivera razonablemente bien y no se dejara tentar por la ‘amenaza comunista’. Esto se terminó con la caída el muro de Berlín. La inversión en las capas medias fue desapareciendo y ese excedente fue a parar a los bolsillos del 2, el 3, el 5% de la población. Semejante escenario convirtió al mundo en una caldera a punto de explotar. En la primera semana de noviembre se conoció un informe sobre la desigualdad global dirigido por Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001. Tiene números escalofriantes. Informa, por ejemplo, que el 1 % más rico del planeta acaparó, entre 2000 y 2024, el 41 % de toda la nueva riqueza generada. Apenas el 1 % de esos nuevos recursos fueron destinados al 50 % más pobre. Cómo no odiar todo eso. En medio de esta crisis terminal, los medios buscan temas nuevos cada día, para que los grupos de odiadores se muestren en las pantallas de todo el país y se multipliquen. Son millones, jugando a la muerte con la muerte. Desprecio ese odio suicida, vacuo, idiota. Me alejo de él. Pero a la vez, odio. No puedo ni quiero evitarlo.
Defiendo a mi odio con palabras, sin muerte, con furia interna. Con amor.
Y me gusta este odio mío.
(Tomado del facebook del autor, 13 noviembre 2025)
Memoria
“Los delincuentes de guante blanco son la verdadera casta”, por Carlos del Frade
El ex comisario de la Policía Federal Argentina, Rodolfo Fischietti, denunció que el 20 de marzo de 1975 se desató el Operativo Rocamora, apellido del entonces Ministro del Interior, contra la ciudad de Villa Constitución.
Cuatro mil integrantes de diversas patotas, embrión de los grupos de tareas, coparon la geografía del sur santafesino, secuestraron a 200 delegados y trabajadores de las fábricas Acindar, Metcon, Marathon y Vilber y comenzaron a torturarlos en el edificio del albergue de solteros de Acindar, pagados a razón de 200 dólares por día por los empresarios, entre ellos José Alfredo Martínez de Hoz, por entonces gerente general de Acindar.
Era el ADN del terrorismo de estado: delincuentes de guante blanco ordenaban y pagaban a sus cancerberos para desaparecer a una generación de jóvenes trabajadores con ideas revolucionarias, la mayoría de las 30 mil personas desaparecidas a partir del 24 de marzo de 1976, donde Martínez de Hoz fue el ministro de Economía. La decisión de los jueces federales, medio siglo después, ratifica que la decisión del verdadero poder en Argentina es consolidar la impunidad de los delincuentes de guante blanco, la verdadera y única casta que existe.
Nuestra admiración y nuestro respeto para los y las sobrevivientes, los organismos de derechos humanos y las abogadas que seguirán insistiendo para que alguna vez haya justicia contra el verdadero impulsor del genocidio: el poder económico. La historia no habla del pasado, denuncia el por qué del presente.
Opinión
Después del domingo, a redoblar la apuesta, por Alberto Nadra
Un aporte desde mi militancia
Lejos estoy de la soberbia pretensión de explicar a tan pocas horas los resultados de este domingo sombrío. Eludo cifras, porcentajes y bancas, e intento compartir una actualización de las afirmaciones y categorías que vengo planteando hace muchos años, mi forma de militancia con la palabra, así como con la acción que me permiten los años.
Las concibo como un simple aporte al intercambio que debemos darnos quienes nos consideramos parte del movimiento nacional y popular, tanto los que entienden que su misión es mejorar las condiciones de vida del pueblo dentro de este capitalismo senil –pero en pleno reacomodamiento– como quienes siempre consideramos que solo lo lograremos plenamente mediante un transformación revolucionaria en las estructuras económico-sociales, un cambio de mando en el poder y no meramente en la administración temporal de la cosa pública.
La situación es lo suficientemente grave, hemos retrocedido tanto, que aún falta mucho para dirimir esa cuestión.
Ganar batallas, perder la guerra
A lo largo de los años, el peronismo, fuerza mayoritaria entre lo mejor de nuestro pueblo, demuestra que puede lograr la mayoría electoral por períodos, hegemónico en un principio, ligeramente frentista con el tiempo y las dificultades. Sobre todo cuando convoca a otros sectores del campo popular, puede conquistar o reconquistar derechos, mejorar transitoriamente las condiciones para producir y crear trabajo, recuperar el salario o afirmar la soberanía.
Sin embargo, no puede retener esa mayoría electoral, pues el poder real reacciona al ver cualquier amenaza a sus privilegios. Ante esto y hasta ahora, en lugar de redoblar la apuesta, cede ante el poder real y vacila ante la necesidad de producir cambios de fondo en la estructura y la relación de fuerzas social que la determina. Por eso fue y es desplazado, antes por golpes de Estado y ahora también por las urnas.
¿Qué significa redoblar la apuesta?
Para cambiar en serio y ampliar las posibilidades de sostenerlo en el tiempo, no alcanza con las buenas intenciones ni con avances parciales; se exige redoblar la apuesta: confrontar a fondo con el privilegio y enfrentar el “sentido común”, la ideología dominante en toda la sociedad, que es precisamente la del bloque dominante.
¿Qué significa redoblar la apuesta, sea en la gestión para defender conquistas y profundizar el rumbo, sea en el llano para resistir y reunir fuerzas para dar vuelta la taba en favor de las mayorías?
Desde ya no es una convocatoria el exitismo, ni a las chicanas de la interna chica. Significa algo muy distinto a lo que practica la rama partidocrática del heterogéneo movimiento popular, que no solo la hay, sino que es predominante en su dirigencia.
Necesitamos que se reencuentren con el pueblo, que pongan el cuerpo en las luchas que crecen, pero aisladas, sin coordinación ni dirección política.
Es necesario convocar y lograr la unidad, pero la unidad de los luchadores, no un mero rejunte vacío de contenido, que no solo duele, sino que conduce al fracaso, antes o después de un desafío electoral.
Es necesario que esa unidad sea amplia pero a la vez institucionalizada, con protagonismo de las distintas fuerzas, con toda la amplitud que permita un acuerdo programático claro y acompañado por un plan de acción concreto, para gobernantes y gobernados, para dirigentes y militantes.
Preguntas, tan incómodas como necesarias
En ese camino hay que plantearse problemas de fondo como, a título de ejemplo: ¿es posible reconstruir el país y abrir un futuro de progreso y bienestar sin plantear una moratoria unilateral de la deuda externa, por el tiempo que reclame esclarecer su legitimidad y determinar las formas de pagos que permitan crecer a la nuestro país? ¿Es posible sin replantear una estrategia de independencia internacional que incluye acuerdos regionales y apelar a la cooperación e integración con los BRICS? ¿Seguiremos escuchando condenas a la bronca y el combate cuando negar la legitimidad de responder a la violencia es sellar un pacto con la crueldad?
La disyuntiva final
Unidad institucionalizada, programa y plan de acción. Cultivar la bronca, empujar la lucha organizada y transformarla en combate legítimo.
No son frases hechas, ni un recurso más melancólico que práctico.
¿Es difícil? ¡Claro que lo es! Llevamos años y acumulando dolores sin lograrlo. Pero, mientras no se logre, mientras no lo logremos, seguiremos ganando o perdiendo elecciones, conquistando y reconquistando derechos una y otra vez, pero retrocediendo a mediano y largo plazo.
Sé que no digo nada nuevo para tantos luchadores, pero es hora de empezar a decirle a la dirigencia y militancia, principalmente a la peronista, que es eso o seguir profundizando la decadencia, repetir fugaces triunfos y domingos aún más sombríos que el de este 26 de octubre.

