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De honestos y canallas, por Hernán López Echagüe
Publicación original: 29 de noviembre de 2003, en el Semanario El Eco, Uruguay, Colonia
“Nunca desconfiamos bastante de las palabras. Parecen nada las palabras, sin peligro, pequeños soplos, un ruido de la boca sin frío ni calor. No desconfiamos de ellas y viene la catástrofe. Hay palabras escondidas entre las otras, como piedras. No las descubrimos, pero ellas nos envenenan la vida”. Louis Ferdinand Céline
Tenía previsto escribir acerca del discurso que pronunció semanas atrás, en Bolivia, en la XIII Cumbre Iberoamericana de Presidentes, el líder indígena boliviano Carlos Eduardo Medina. Pero anoche cometí la imprudencia de encender la radio, y, en el mísero lapso de una hora, escuché a funcionarios del gobierno y dirigentes políticos empleando de manera bastarda el término honestidad. Al parecer, todos ellos son honestos. Y sus adversarios, claro está, una colosal maraña de gente impúdica y ramplona.
Hurguemos, indaguemos e interpretemos. Según los tradicionales diccionarios de sinónimos, el vocablo honestidad posee un sinfin de acepciones: recato, castidad, pureza, decencia y honor; decoro, pudor, modestia, pudicicia, moderación y vergüenza; virtud, honra, urbanidad y cortesía; educación, delicadeza y miramiento.
Así las cosas, el hombre que se autodetermina representante y dueño de tan extensa e inapreciable nómina de cualidades, no puede menos que ser un falso dios, o, por qué no, un astuto deshonesto que con vehemencia desea alcanzar el éxito. Quien ofrece todo esto, debería cobrar por sus servicios. Y de buen grado muchos le pagarían.
Hay, desde luego, seres, objetos y geografías de cuya honestidad persona alguna abriga dudas. La luna, un racimo de uvas, una hoja en blanco.
Ocurre que la honestidad es una categoría vaga y expuesta al avatar que solamente adquiere vuelo e identidad con el correr del tiempo, y nunca jamás a partir de su mera enunciación. Decir a boca de jarro que uno es honesto, por tanto, comporta una osadía, suena a insolencia y falta de decoro. El hombre que desde el llano se declara solemnemente honesto, incurre en un atrevimiento, pues su honestidad no puede ni debe ser declarada, sí, en cambio, advertida, admirada y celebrada, pero no por él sino por el otro, por el vecino. No infrecuentemente el honesto va a la tumba lleno de remordimientos: su pudor, su decencia y su miramiento, lo llevan a sospechar que alguna canallada ha cometido. Por lo demás, esta imperiosa necesidad de hacerle saber a la sociedad que se es decente, puro y honrado, mueve a pensar no ya que quien lo afirma lejos está de serlo, sino, también, que la falta de confianza en sí mismo es tan grave y profunda que hasta los espejos se opacan a su paso.
La cuestión es muy sencilla. El que quiere honra, dice García Lorca, que se porte bien.
Existen numerosas maneras de corroborar la veracidad de estas espléndidas cualidades. Una de ellas, por ejemplo, consiste en detenerse frente al televisor e inspeccionar minuciosamente al funcionario o dirigente que funda en la honestidad su palabrerío. Su mirada, quizá lobuna, tal vez descentrada, podrá delatar el engaño; también sus gestos, acaso el timbre de la voz o el tamaño y formato del nudo de la corbata. Otro modo, habitualmente utilizado en estas playas, es bucear en el pasado del pobre hombre. De esa manera, podrá uno descubrir o recordar que éste vive de rentas y aquél ha estafado diez veces al Estado; que el otro está vinculado al lavado de narcodólares y el de más allá ha sido funcionario de alguna dictadura y como tal un verdadero lastre.
Encontraríamos, tal vez, improductividad, corrupción, ineptitud, y, ante todo, falta de escrúpulos y de decencia. Pocos quedarían en pie. Sólo la luna, el racimo de uvas y la hoja en blanco.
Al fin y al cabo, ser honesto no es tarea enojosa y menos aún enredada. Es hombre honrado, dice Stendhal, el que es todo lo que hay que ser para no morir colgado. Y ya nadie pide tanto. Apenas un léxico verosímil y probable, y, desde luego, una conducta consecuente. Si todo el mundo fuera puro, decente y recatado, la vida sería en extremo aburrida, y hasta el más honesto de los honestos algún día tendría que morir ahorcado. Para avivar el ánimo y desentumecer el juicio, digo.
Ahora que observo el reloj, y además advierto que tengo espacio y el tema viene al caso, pues de honestidad estamos hablando, retomo la idea original de este artículo: las palabras de Carlos Eduardo Medina. Ruego, nomás, que se figuren la escena: Medina, líder de los kallawallas bolivianos, diciendo de cara a todos los presidentes iberoamercianos y el mismísimo rey de España lo que a continuación compendio y transcribo: “He aquí nosotros, hablando frente a ustedes. Quién lo diría. Una vez más un gobierno creyó que gobernar no era representar, sino someter. Y tuvimos que demostrar, a precio de sangre y luto, que no es así. Una vez más tuvimos que hacerlo. Nosotros, mestizos, aimaras, quechuas, guaraníes, chiquitanos y tantos otros. Indios, como nos dieron en llamar quienes equivocaron la ruta a las Indias y por una fatalidad nos encontraron y creyeron descubrirnos (…) Vengo a comunicarles, con el permiso de ustedes, algunos resultados de tres días de deliberaciones populares, en los que hemos aprendido algunos y enseñados otros y concordado, todos y todas los presentes aquí, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, qué país queremos, con la sensación de estar acompañados por el pensamiento de los cientos de millones que habitamos la América Latina. Cosas que de tan repetidas parecen infantilismos. Y no lo son. Por ejemplo, que la tierra es nuestra y todo lo que hay debajo de ella también. Por ejemplo, la libertad absoluta de nuestros derechos, salud digna, vivienda digna, trabajo digno, educación digna, el respeto a la dignidad de la soberanía de los pueblos, el respeto a la dignidad de la autodeterminación de los pueblos. El respeto a la dignidad de las Naciones que conforman nuestra república. Tal parece que todo podría reducirse a la dignidad. En la creencia que esta dignidad no nos es conferida por nadie, sino que es una actitud, una forma de ver la vida, una manera de existir. Sabemos que insistir en la dignidad nos puede llevar trabajosamente a lugares de mucho dolor. Pero también sabemos que es mejor ese dolor que la vergüenza de ser indignos (…) Nos negamos a la firma del ALCA, habida cuenta que es un sistema perverso que, entre otras muchas calamidades, nos inundará aun más de productos extranjeros que acabarán de fundir la poca producción que tenemos, y que no nos permite competir libremente en mercados mayores, habida cuenta la política subvencionista de los Estados Unidos de América y su política de presión sobre el resto de los países. Sabemos que ese tratado será la ruina económica, cultural y ecológica de la región y no queremos formar parte de eso. Señor presidente de Bolivia, no necesitamos referir aquí el valor de nuestro pueblo, para decirle que tiene usted todo nuestro apoyo para hacer que esto deje de suceder. Sabemos las muchas consecuencias que esto podría traer, y estamos dispuestos y dispuestas a soportarlo. Y esto no es buscar la confrontación, somos gente de paz. Pero estamos aquí, y esta tierra es nuestra”.
Y todos los presidentes aplaudieron las palabras de Medina, francas, desprovistas de piedras, libres de veneno. Lo hicieron con rara cortesía, con absoluta honestidad. También lo hizo el rey Juan Carlos, que a causa de su real y atávica ignorancia todavía no ha comprendido que Medina, cuando le dirigía la mirada, veía en él, en el pomposo atuendo de su majestad, el comienzo de todos nuestros males.
El Eco, 29.11.03. (El autor cree que buena parte de este artículo fue publicado en la revista Humor de los años noventa, y luego reversionado)
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La culpa la tienen los pibes, por Oscar Taffetani.
En febrero de 2011 un avión proveniente de Argentina era interceptado en Barcelona con 944 kilos de cocaína. La noticia fue un escándalo durante unos días y luego olvidada. Recuperamos para el Archivo de LCV esta nota de Oscar Taffetani publicada en la Agencia Pelota de Trapo en aquel 2011 donde se traza el sistema utilizado por el narcotráfico, un entramado responsabilidades, con idénticas rutas. Cambian los años, cambian los nombres, se mantienen las mañas.
LA CULPA LA TIENEN LOS PIBES, OSCAR TAFFETANI
Una de las rutas más importantes del narcotráfico, en la actualidad, copia el itinerario que hace cuatro siglos seguía el oro de América: se inicia en Perú, Bolivia, Brasil y el Paraguay, baja acompañando los ríos hacia la Argentina y el Uruguay, luego cruza el Atlántico hasta la costa meridional de África y desde ahí llega a los puertos y aeropuertos de Europa, donde la droga es fraccionada y vendida a un público exigente y con alto poder adquisitivo.
Por eso, a muchos nos resultó disparatada la hipótesis del ministro argentino del Interior, Randazzo de que los 944 kilos de cocaína hallados en Barcelona el Día de Reyes, en un avión sanitario procedente de Buenos Aires, habían sido cargados durante una escala de la nave en Cabo Verde.
Y sí resultó razonable la hipótesis de la ministra de Seguridad, Nilda Garré de que la droga fue cargada en una base aérea argentina (con las responsabilidades que implica, a nivel de gobierno y de fuerzas armadas).
El del avión sanitario no fue el único contrabando de drogas descubierto este mes. En Estanislao del Campo, Formosa (el mismo pueblito donde el doctor Esteban Maradona decidió consagrar su vida a los Qom) se encontraron 700 kilos de cocaína junto a una pista de aterrizaje clandestina. El titular del predio y de la pista, apodado Palmita, revistaba como edil del partido de gobierno en la capital formoseña (desconocemos si gozaba de inmunidad parlamentaria).
Siempre en enero y tan sólo cambiando de estupefaciente, mencionemos los 712 kilos de marihuana decomisados a la altura de Las Palmitas, también en la provincia de Formosa. La droga viajaba oculta en los techos de dos transportes de pasajeros procedentes del Paraguay.
La intercepción de grandes cargamentos de droga que se desplazan por rutas aéreas, fluviales y terrestres de nuestro país, habla de una gigantesca red de tráfico que involucra a funcionarios del Estado, organismos policiales y de seguridad, instituciones empresarias, bancos que lavan el dinero y distinta clase de organizaciones civiles. Dicho de otro modo: lo más cínico y perverso de este negocio es su legalidad, todo lo que hace a la luz del día, y no su ilegalidad y lo que hace en las sombras.
GALILEO Y EL CAPITALISMO
“Alrededor del papa -dice Brecht en un poema- giran los cardenales. / Alrededor de los cardenales giran los obispos. / Alrededor de los obispos giran los secretarios. / Alrededor de los secretarios giran los regidores. / Alrededor de los regidores giran los artesanos. / Alrededor de los artesanos giran los sirvientes. / Alrededor de los sirvientes giran los perros, las gallinas y los mendigos…”
La tesis de Galileo Galilei sobre el sistema solar (que la Iglesia se demoró algunos siglos en aprobar) podría aplicarse analógicamente a otro tipo de sistemas que nos rigen. Si ponemos en el centro, a la manera marxista, el Capital, tendremos en la órbita inmediata las grandes empresas trasnacionales; luego, los Estados nacionales que las sirven; después, los gerentes, abogados y administradores; a continuación, los funcionarios de seguridad y el aparato represivo; y finalmente, los trabajadores. Después de los trabajadores habría una masa incalculable de seres humanos sin trabajo ni medios de vida, que no alcanza a orbitar alrededor del Capital, aunque mantenga intacta su capacidad de soñar.
Y si llevamos la doctrina de Galileo al mundo del narcotráfico, colocando la cocaína (como alguna vez fue el opio) en el centro de la escena, tendremos a los distintos actores, consumidores y víctimas del negocio en círculos concéntricos, con diferentes grados de poder, riqueza y degradación moral y material. En una de las últimas órbitas del sistema está la pasta base de cocaína -el paco- que es estirado y aumentado de mil maneras para hacerlo accesible a los consumidores más pobres y desesperados. Así, la droga -uno de los jinetes capitalistas del apocalipsis- cuenta sus doblones de oro, sus euros, sus dólares, sus pesos y sus centavos, hasta la última vida y el último suspiro, cada día.
UN PLAN PARA LOS BABY-SICARIOS
En Colombia, ese hermoso país de selvas y montañas habitadas por gente maravillosa, el narcotráfico y el poder económico trasnacional han hecho estragos, minando la salud del pueblo y comprometiendo el futuro de sus hijos. Hay pibes colombianos que comienzan a trabajar a los 9, haciendo de campaneros, de mensajeros y repositores de armas y munición de los narcos.
A los 13, en lugar del tiple de antaño, les ponen una pistola en la mano y los convierten en sicarios (“baby-sicarios”, tituló cierta prensa), que matarán por encargo. A los 16, si llegan a esa avanzada edad, podrán acceder a otro círculo del negocio, con más responsabilidad y algunos pocos privilegios.
El caso colombiano -cuyas secuelas aún no terminan- viene a cuento del caso argentino, de nuestro caso, donde sin importar las estadísticas y los datos fieles de la realidad los medios masivos compiten por hallar el monstruo de la semana o el crimen más horrendo, para arrojarlos al rostro de funcionarios, de candidatos y de funcionarios-candidatos, señalando o insinuando algún chivo expiatorio para que los dioses, esos dioses perversos que gobiernan nuestro destino, dejen de castigar a la Argentina, a esta pobre Argentina con tanto para dar, con todos los climas, con sus talentos y sus cosechas récord, esta querida Argentina que asesina a miles de niños por hambre, por enfermedad o desprecio, cada año, cada campaña sojera, cada temporada turística, cada ejercicio fiscal.Y así, mientras las llamas (y las balas y las leyes) consumen en la pira mediática a la víctima del día, el verdadero Ogro, el verdadero malo de la película, permanece oculto a los ojos de la sociedad y neutraliza cualquier intento de cambio.
Pedir un plan especial para los niños sicarios de Colombia, sería una manera hipócrita de pedir que todo siga igual. Bajar la edad de imputabilidad de los menores en la Argentina, como receta para combatir el crimen organizado, tendría ese mismo nivel de hipocresía.
Aunque todo puede ocurrir, en este horroroso mundo tan crecido y tan adulto que cada vez que se siente amenazado, de un modo infantil, le echa la culpa a los pibes.
Publicado el 5/2/2011 en APe y en Sur y Sur.
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ARCHIVO/”Balada del intruso y la pequeñez”, por Hernán López Echagüe
Ilustración: Silvia Flichman. (silviaflichman.com.ar)
I
Soy un ácrata de cuatro patas desprovisto de significancia alguna, de modo que tengo toda la autoridad, y todo el derecho, y hasta me atrevo a decir la piadosa necesidad de advertirles: todos vivimos atrapados, aplastados, sumergidos, enlodados, castrados, estupidizados, en un cono de insignificancia absoluta. Sépanlo de una buena vez. Lo que decimos significa nada, menos aún lo que pensamos. Nuestra vida está sometida a los antojos de los pocos que resuelven y delimitan y desnaturalizan hasta por ley el significado de lo que decimos, de lo que pensamos y, por sobre todas las cosas, de lo que hacemos. Los hechos no significan nada.
A los hechos los convierten en fantochada, en pirueta de desesperado. Los hechos, a juicio del imbécil, son puestas en escena. Lo que ocurre de veras no le causa ni pizca de significancia, o de significado, o de lo que fuere. Ni asomo de estremecimiento. Así será por siempre. Porque la nada y el todo son finitos. La paciencia también.
II
Había un viejo en el pasaje Bollini, cincuenta años atrás, cuando Bollini era de veras un pasaje hacia tantas fantasías, con sus zaguanes en penumbras, con sus casas petisas y gastadas y abandonadas, un viejo que te decía, frunciendo la cara, ¿Y esto qué me significa?, cada vez que le hablabas de algo de lo que nunca había oído hablar. A veces te largaba:¿Dónde lo encontraste escrito? Ese es el punto focal del malentendido que está conduciendo hacia un pozo ciego a esta humanidad demasiado humana: ¿Y esto y aquello y lo otro, qué mierda me significan?
¿Qué me puede significar, por caso, que me hablen de un tal intelectual orgánico? Un oxímoron, diría un intelectual. El intelectual, palabra de insinuación burguesa y en cierto modo altiva, se supone que usa su intelecto, su capacidad única de discernimiento, para ir más allá de las cosas. Debe quebrar y eludir límites, buscar la región fronteriza de las cosas, de los sucesos. Debe sentirse libre de escribir, decir y callar lo que le dé en gana. Desde luego, tendrá que pagar un precio por eso. Unos le dirán que es un gran tipo y otros le dirán que es un gran hijo de puta. Es, no se crean, un precio alto. Mejor dicho, un precio tan feo como injusto. El intelectual orgánico, en cambio, no existe. A partir del momento en que se siente orgánico, con ciertas ataduras a un proyecto político, a un gobierno, o, si se quiere, con cierta predisposición a la ceguera, no es más que otra pieza de un organismo. Del sistema. Es un tipo que ha hecho una pausa en su facultad de pensar. No se trata de juzgarlo sino de hacérselo saber. Tarea quizá vana, porque muy probablemente te responda: ¿Y esto qué me significa?
III
En las grandes ciudades del país las personas de buen pasar vagan por las galerías de los centros comerciales examinándose atentamente el ombligo, es decir, venerando la idiosincrasia de su ombligo, del hoyito de carne estriada y con pelusas alrededor del cual gira la Tierra, su Tierra, es decir, su auto, su casa, su seguridad suya, su colegio privado de sus hijos, su asistencia médica privada, su televisión por cable, su temporada de descanso en su Brasil, en su Miami o en su Polinesia, su empleada sumisa, su rotweiller, su infidelidad excusable, su apoliticismo político y partidario del político que le asegure que por el resto de sus días tendrá su auto, su casa, su colegio privado, su asistencia médica privada, su televisión por cable, su temporada de descanso en su Brasil, su empleada sumisa, su perro jodido, su permiso para ser infiel y, vaya, claro, su aire de tipo apolítico.
Van de un lugar a otro, el pecho inflado de arrogancia, con algún electrodoméstico a cuestas y un fajo de desdén en la billetera. Caminan sin mirar hacia atrás porque temen convertirse en estatuas de sal, como le ocurrió a la mujer de Lot, y en la escuela nos han enseñado que a las estatuas de sal les cuesta mucho darse maña en el manejo de un control remoto o de una tarjeta de crédito, y, más trabajoso aún, hablar, hacerse entender a la hora de, pongamos, decirle al pibe limpiaparabrisas de la esquina que no está en tus planes bajar la ventanilla de la puerta de tu auto muy tuyo porque tenés la certeza de que detrás del pibe limpiaparabrisas aflorarán cien pibes limpiaparabrisas que te destriparán, y entonces perderás tu auto tuyo y todo lo muy tuyo que representa esa carrocería espléndida. Que es mucho. Y todo tuyo. Un hato grande de ganado que tiene a la pobreza como pecado mortal y desprecia al pobre por encima de todas las cosas. Que ha echado a dormir la visión y toda percepción de su propio sumidero. Que vive en una civilidad fundada en nubes de betún que nunca jamás habrán de disiparse. “En verdad, la representación de la realidad ha sido dada vuelta. La imagen lisa, televisiva, y la prensa, han destruido el pensamiento, la capacidad de ligar lo inmediato a las causas de su existencia. Sólo una sociedad llevada por el terror hasta el extremo de la estupidez y la chatura, despojada de afectos, de imaginación, de sensibilidad, empavorecida, puede haber despojado de significación a lo que ven y perciben acobardados por sus ojos diariamente, pero que la inteligencia no anima” (León Rozitchner, Página/12, julio de 2004)
IV
¿Qué me significa la democracia como camino único, sagrado e inamovible hacia el bienestar de una sociedad? Usted elige, usted decide quién y quiénes serán los paladines de sus necesidades y sus anhelos. Vamos, eso es tomadura de pelo. El voto es un placebo de libre albedrío. No es otra cosa que una melancólica escenificación de civismo, de un celo por las instituciones que dura lo que un parpadeo. Una diligencia tribal: meter una papeleta en un sobre; luego, el sobre en la ranura de una caja, y de regreso a casa comprar ravioles, una botella de vino tinto; almorzar, dormir la siesta que permite este sistema. El de una ranura. Al día siguiente, a cerrar la boca y a obedecer. En la fábrica, en la oficina, en la escuela, en la calle. Y en momento alguno dudar del fatalismo que rige nuestra vida. Todo en orden. Las instituciones, que nunca sabremos para qué sirven, a buen resguardo. Los cerdos en su chiquero, las gallinas en su gallinero y los timoratos en su pecera. Un año más, como tantos otros, de convalecencia de la nada, de antropocentrismo porteño. A las provincias el porteño les presta un poco de atención no más que tres, cuatro veces al año; cuando el noticiero le dice que en tal provincia asesinaron a una familia, cuando en la otra hay pobres que comen gatos, o que más allá un tipo violó a dos mujeres y veintisiete cabras, y, por sobre todas las
cosas, cuando ya en junio se pone a pensar a qué provincia se irá de vacaciones en enero o febrero del año siguiente. ¿Hará frío en Cafayate? ¡Qué va a hacer, si es en el litoral! Yo prefiero las Termas de Río Hondo, en Ushuaia, o Santa Rosa de Calamuchita, por allá, quizá en Neuquén.
V
Al imbécil la mirada de las personas que caminan por la calle no le excitan ningún significado, ni ganas de buscarlo. Le significan algo espantoso, en cambio, los ojos y la mirada de las personas que están echadas en un colchón en la vereda de una calle, junto a los muebles que pudieron reunir y llevarse el día del desalojo. Significan la vagancia, el destino del que eligió la dejadez, la irresponsabilidad, el placer y la libertad de vivir a la intemperie. Yo me rompo el lomo, laburo diez horas sin parar, y estos tipos se meten en el umbral de una iglesia a dormir y emborracharse mientras sus hijos andan pidiendo limosna en trenes y colectivos y restoranes.
VI
¿Qué me significa lo que le pueda significar a un tipo que no hace más que absorber los significados de un eventual y convincente hacedor de la significación? Yo significo, tú significas, él significa. Nosotros significamos un bledo. Hemos logrado (mejor: ¿por qué hacerme cargo de eso?), álguienes, algunos, han logrado despojar al significado de su significación. Un estado de cosas en el que impera la insignificancia.
VII
¿Cómo, de qué manera original o, al menos, novedosa y pasible de asombro, escribir acerca de lo que uno y muchos otros hemos escrito ya tantas veces? Comienza a resultar fastidioso corroborar que las palabras escritas tiempo atrás, y repetidas hasta el cansancio, bien puede uno reiterarlas y reiterarlas, una y otra vez, pese al correr de los años, con formidable oportunidad, y, desde luego, con su debida insignificancia. Feo y grotesco. Melancólico y aterrador el comportamiento del poder político. Eso de la tenacidad en mantener un error, de perseverar en el cretinismo y la insolencia. El gobierno y sus cosos, la oposición acomodadiza y sus cosos, los grandes medios de comunicación y sus escribas y habladores y sus intelectuales cosos, todos, pero absolutamente todos, han resuelto sitiar el discernimiento. Un asedio a la razón. Un bloqueo al sentido común. Porque, al final de cuentas, es cierto que pensar se ha convertido en un hecho revolucionario. O, por qué no, subversivo.
El país está habitado por millones de personas que de modo alguno pueden caer en la osadía de tornar visible su significación.
Permanezcan en sus barrizales, bestias. No se les ocurra asomar por la gran ciudad esas caras insatisfechas y poco logradas. Porque la ciudad, con el activo sostén de sus vecinos ilustres, ha resuelto suprimirlos con la indiferencia. ¿No han comprendido que consigo sólo traen malestar? Nosotros, el poder, no los reprimiremos más de lo que nos permite la ley: será la sociedad, hastiada y saturada de sus desplazamientos por calles y geografías que no les pertenecen, la que les pondrá límite. La que los pondrá en vereda.
Váyanse, muéranse, olvídense de que han nacido, y, si les cabe, si todavía cabe en sus anhelos locos, rueguen al señor, agradezcan el hecho de haber sido alumbrados. Pero nunca olviden el consejo de Celine: “La gran derrota, en todo, es olvidar, sobre todo lo que te mata, y morir sin llegar a comprender jamás hasta qué punto los hombres son bestias. Cuando estemos al borde del hoyo no nos pasemos de listos, pero tampoco olvidemos; hemos de contarlo todo, sin cambiar ni una palabra de las lacras que hemos visto en los hombres, y entonces liar el petate y bajar. Es suficiente como trabajo para toda una vida”.
Publicado en El Psicoanalítico, septiembre de 2016
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Anticipo de “Papeles Quemados”, último libro de Ricardo Ragendorfer
Para los amantes de nuestra sección de Archivos LCV, llegó el libro que estaban esperando. “Papeles Quemados”, publicado este mes por editorial Planeta, rescata las crónicas que Ricardo Ragendorfer escribió para Télam entre 2021 y 2023 y que sufrieron los efectos destructores que impuso la “batalla cultural” iniciada por Javier Milei en 2024. Algunas de ellas ya fueron ‘resucitadas’ por La Columna Vertebral en esta misma sección. Un material valioso que pretende vencer la censura ocurrida luego del cierre de la Agencia Nacional de Noticias que inhabilitó su plataforma y ya no fue posible acceder a la cablera de fotos y notas y tampoco a su valioso archivo. “Papeles Quemados”, historias escritas con la inconfundible pluma de Ragendorfer que entrelazan datos curiosos sobre protagonistas del dos siglos de historia, ya sean famosos del poder, del mundo artístico y también seres anónimos. Allí se entrelazan crónicas que van de San Martín, a Capablanca pasando por el Che Guevara o Ringo Bonavena.
A modo de anticipo, LCV comparte hoy una de estas joyas: “Romance de la muerte de Juan Lavalle”.

Romance de la muerte de Juan Lavalle
Su nombre completo era Juan Galo de Lavalle. Y en 1814, siendo teniente de las tropas del Directorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata combatió al general José Gervasio Artigas durante el segundo Sitio de Montevideo. Ese fue su bautismo de fuego.
A partir de entonces, su carrera militar y política fue ascendente.
En 1828 derrocó al gobernador de Buenos Aires, Manuel Dorrego, antes de vencerlo en la batalla de Navarro y ordenar su fusilamiento.
En aquel entonces, Juan Bautista Alberdi, un muchacho de de apenas 18 años, seguía con suma atención el desarrollo de los acontecimientos.
Se trataba de un ávido lector de Montesquieu. Y para canalizar su visión del mundo, se identificaba con la causa unitaria.
Una década después, durante una mañana otoñal, marchó al exilio. Y ya en el bote que lo arrimaba al bergantín a punto de zarpar hacia Montevideo, se permitió un gesto cargado de teatralidad: arrojar al agua la divisa punzó que el régimen rosista hacía usar a los ciudadanos.
Entre las múltiples ocupaciones que desplegó en esa ciudad resalta la de secretario del general Juan Lavalle, quien estaba sumido en los preparativos de su ofensiva bélica contra Juan Manuel de Rosas.
Alberdi se sentía un espectador privilegiado de la Historia.
Pero el vínculo entre ellos fue difícil, dado el pésimo talante del militar y su tozudez política. En resumen, la simpatía de Alberdi por el ideario de la Revolución Francesa chocaba con las fantasías napoleónicas de Lavalle. De modo que ese lazo laboral no fue duradero.
Aún así, el 2 de junio del año siguiente Alberdi acudió a la Puerta de la Ciudadela para ver a Lavalle partir hacia la isla Martín García al frente del Ejército Libertador, una fuerza de casi tres mil hombres que batallaría contra los federales. Fue la última imagen del general que él se llevó a los ojos.
Disparos al amanecer
Lo cierto es que Lavalle creía estar bendecido por la Providencia. Semejante pálpito se derrumbó como un castillo de naipes al ser derrotado, dos años más tarde, por el general Manuel Uribe en la batalla de Faimallá, en Tucumán.
A partir de entonces inició una larga marcha hacia la nada. Únicamente conservaba doscientos hombres extenuados. Su propia estampa alta y rubia lucía declinada. Poco quedaba del héroe de Ituzaingó, Riobamba y Maipú. Frágil de salud y remordido por el fusilamiento de Dorrego, el general estaba por cumplir 44 años cuando se acercó con su milicia a San Salvador de Jujuy. Corría el 8 de octubre de 1841.
Esa noche de cielo encapotado la tropa quedó acampada en las afueras de la ciudad al mando del coronel Juan Esteban Pedernera.
Lavalle avanzo hacia el casco urbano para pernoctar bajo algún techo, a sabiendas de que la autoridad unitaria había puesto los pies en polvorosa. Lo acompañaban su edecán, Pedro Lacasa, el secretario civil, Félix Frías, dos oficiales y ocho soldados. Allí también estaba Damasita Boedo, su soldadera, una despampanante pelirroja que encubría sus curvas con ropaje varonil.
San Salvador era la viva imagen de la desolación y el presagio. Lavalle y los suyos encontraron refugio en el viejo caserón de la familia Zerranuza, abandonado unos días antes por el delegado unitario, Elías Bedoya, ahora en desaforada fuga.
El general y Damasita se instalaron en el dormitorio que enfrentaba al segundo patio. Frías y Lacasa, en una habitación pegada al zaguán. Otra fue ocupada por los dos oficiales. Y los soldados se tendieron en el primer patio. Menos el centinela, apostado junto al portón de cedro macizo.
Al clarear se detuvo ante aquella vivienda una partida federal de quince jinetes al mando de Fortunato Blanco. Buscaban a Bedoya sin imaginar quién realmente se alojaba allí.
El centinela atrancó el portón y dio la voz de alarma.
Lacasa y Frías se lanzaron al dormitorio de Lavalle. El edecán exclamó:
– ¡Los enemigos están en el portón, general!
– ¿Qué clase de enemigo son? –quiso saber Lavalle.
– Son paisanos –respondió Frías.
El secretario evitaba mirar a Damasita con poca ropa, casi desnuda.
–No hay cuidado. Manden a ensillar, que nos abriremos paso –fueron las palabras de Lavalle mientras comenzaba a calzarse las botas.
Sobre la mesita de noche estaba su pistolón francés. Y él lo observó de soslayo. Damasita, desde el lecho, también.
Lacasa y Frías fueron hacia el fondo para buscar los caballos.
Frías se apresuró en partir en su cabalgadura por la salida posterior para avisar a Pedernera lo que sucedía. Sin embargo, sufrió una demora por eludir la posición de la patrulla atacante.
Mientras tanto, en el acampe tropero –a medio kilómetro– prevalecía la incertidumbre; hasta allí había llegado el griterío de los federales. Pedernera entonces ordenó a los soldados ponerse en movimiento. De pronto –tal como lo consignaría él en 1886, al dictar sus memorias–, fue audible a lo lejos “tres descargas de tercerola seguida de otra distinta; luego, un silencio espeso”.
Aquellos mismos estruendos hicieron que Lacasa, aún en los palenques, volviera sobre sus pasos. Lo que vio en el siguiente instante quedaría grabado para siempre en sus retinas: Lavalle despatarrado en el zaguán con la garganta destrozada en medio de un charco de sangre, y las convulsiones del final. A centímetros de la mano izquierda yacía su pistolón.
Sólo Damasita estuvo con él en el momento de los disparos. Y seguía ahí, semidesnuda.
Lacasa la cubrió con su capote.
Los federales ya se habían alejado.
La marcha fúnebre
Desde ese preciso momento, el tiempo empezó a transcurrir con una lentitud exasperante. Y el silencio era sepulcral.
Algunos soldados rodearon el cuerpo. Otros estaban ante el portón con los ojos clavados en la cerradura rota que uno de ellos señalaba con un dedo. La escena parecía congelada. Y sin palabras se dio por sentado que un balazo de tercerola la había atravesado para impactar en el cuello del general.
Su cadáver quedó en el caserón, mientras la tropa reiniciaba el repliegue hacia el Alto Perú. Pero, súbitamente, Pedernera detuvo la marcha y mandó a dos soldados y un teniente a rescatarlo. Ellos volvieron con el muerto cargado en su caballo. Un poncho le hacía de mortaja.
Durante la travesía, por la mente de Frías desfilaron postales dispersas sobre su última etapa junto a Lavalle. Una etapa difícil de descifrar, en la que sus actitudes, reacciones y reflejos ya resultaban inquietantes. Entre éstas, su inclinación por desatender las responsabilidades militares para entregarse a los placeres de la carne.
Como cuando –aún muy afectado por la derrota de Quebracho Herrado– se recluyó en una hacienda de Catamarca para compartir con la bella Solana Montemayor –esposa del gobernador riojano, Tomás Brizuela– cuatro días y noches sin salir de la cama, mientras sus oficiales, desesperados, iban y venían de un lado a otro de la puerta a la espera de instrucciones.
En aquella circunstancia, Frías le dijo a Pedernera:
–La causa de la libertad, señor coronel, se pierde por las mujeres.
La respuesta fue:
–Hay algo peor, don Félix: durante la batalla él se colocaba tan cerca de las líneas de tiro, que parecía buscar la muerte.
Es posible que Frías evocara tal diálogo durante esa mezcla de huida lenta y procesión fúnebre. Y quizás entonces haya volteado la vista hacia el caballo cargado con el cuerpo del general bajo una nube de moscas. El sol abrasador no favorecía su conservación.
Damasita cabalgaba a una distancia prudencial.
Frías enfocó su mirada en ella.
Fruto de una aristocrática familia salteña, esa mujer de 23 años era hija del coronel José Boedo y Aguirre, sobrina del diputado Mariano Boedo y hermana de José Félix Boedo, un joven federal fusilado con un tío materno en vísperas al desastre de Famaillá por orden de Lavalle. Y a pesar de la súplica de clemencia llorada por Damasita.
Pero luego se le presentó otra vez, para decir:
–Quiero seguir tus ejércitos. ¡Soy unitaria!
El amor entre ellos tuvo esa penumbra.
Frías –que no comulgaba con la idea del tiro que atravesó la cerradura– seguía observando a la soldadera del general.
Sólo Damasita –pensó él– atesoraba el misterio de su muerte. ¿Acaso lo vio infringirse ese desenlace o fue ella la llave vengadora de su final?
La travesía fue tortuosa. Por su avanzada descomposición, al cuerpo de Lavalle hubo que desencarnarlo en el poblado de Huancalera. Pero los huesos –debidamente lavados–, la cabeza –envuelta en un pañuelo muy ajustado– y el corazón –sumergido en aguardiente– fueron llevados a fines 1r42 a la ciudad trasandina de Valparaíso.
Fue precisamente allí donde Juan Bautista Alberdi supo los detalles del final de Lavalle por boca de Frías.
Ambos por entonces estaban exiliados en Chile.
Damasa jamás volvió a Salta. Y murió con su secreto en 1880.

