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Nicaragua: Gioconda Belli y los sinsabores del exilio.

Publicamos completo el post que la escritora nicaragüensa Gioconda Belli compartió en su facebook ayer: 4 de agosto de 2025. Lleva casi tres años de exilio luego de haber luchado por la revolución sandinista, hoy traicionada por Ortega.
Sabía lo que era el exilio, pero nada me preparó para vivirlo otra vez después de cumplir los 70.Tenía 26 años la primera vez que tuve que exiliarme. Era 1975, y salí de Nicaragua por ser parte de la resistencia al régimen de Anastasio Somoza Debayle, el último dictador de una dinastía que había gobernado el país durante casi medio siglo. En ese entonces, era una revolucionaria comprometida, dispuesta a morir por mi país en la lucha contra la tiranía.
El exilio en el que me encuentro ahora, obligada a empezar una nueva vida en Madrid, es un exilio que nunca habría imaginado, un exilio que me impuso quien ayudó a derrocar a Somoza con la promesa de que Nicaragua nunca volvería a estar bajo el yugo de un dictador.
En 2023, junto con otros cientos de intelectuales y disidentes nicaragüenses, fui despojada de mi ciudadanía por el presidente Daniel Ortega, quien ha gobernado Nicaragua durante casi dos décadas. Aun quienes encontramos refugio en el extranjero ya no nos sentimos seguros. Roberto Samcam Ruiz, mayor retirado del ejército y crítico declarado de Ortega, fue asesinado en su casa en San José, Costa Rica, el 19 de junio. Nadie ha sido detenido, a pesar de que se trata de al menos el sexto disidente nicaragüense atacado, secuestrado o asesinado en Costa Rica desde 2018.
Este hecho revela que nada queda del Ortega que luchó por la libertad y del que fue compañero en la batalla contra la tiranía. Él ha demostrado ser, sin duda, un dictador. Igual que otros autócratas en el pasado ha usado el despojo de la ciudadanía y la inmovilidad como armas para castigar a sus oponentes políticos. Para colmo, ahora, parece que Nicaragua está entre los Estados que van más allá de sus fronteras para silenciar las voces que perciben como amenazas a su poder.Ha sido muy doloroso ver caer a mi país de nuevo en la violencia y la represión. La primera vez que salí de Nicaragua para eludir la represión de los Somozas, también viví en Costa Rica. Cuatro años más tarde, después de que los sandinistas, el movimiento de izquierda del que Ortega y yo éramos parte, derrocó a la dictadura en 1979, pude regresar. Fue un momento de grandes esperanzas, y yo me dispuse a trabajar para construir el sueño de un país libre y democrático.La guerra de guerrillas de la Contra, milicias de derecha respaldadas por Estados Unidos para deponer a los sandinistas, dejó claro muy pronto que ese sueño era una fantasía. El conflicto, que Ortega presidió durante su primer gobierno, de 1985 a 1990, dejó a los nicaragüenses exhaustos por la muerte y la escasez, y por las tendencias cada vez más autoritarias de Ortega, que vi de primera mano como parte de su gobierno.
Cuando Violeta Barrios de Chamorro, la candidata de la oposición, lo derrotó de manera contundente en las elecciones de 1990, muchos sintieron alivio. Para sorpresa de sus críticos, Chamorro se empeñó en lograr una transición pacífica del poder y promovió la reconciliación de una sociedad profundamente polarizada. Pero Ortega nunca superó su derrota, y sus ataques al nuevo gobierno alejaron a muchos sandinistas del movimiento, yo incluida.Ortega regresó al poder en 2007, en apariencia más moderado. Pero al poco tiempo puso manos a la obra para desmantelar la democracia que con tanto esfuerzo habíamos construido. Él y su esposa, Rosario Murillo, quien fue nombrada vicepresidenta en 2017, centralizaron el poder, eliminaron los límites a los mandatos presidenciales y llenaron el gabinete, los tribunales y el ejército de personas leales mientras mantenían una fachada democrática. Los acuerdos beneficiosos con la Venezuela de Hugo Chávez sirvieron para sostener la frágil economía.
El espejismo de una Nicaragua próspera y democrática se hizo trizas en la primavera de 2018. Cuando el régimen intentó modificar el sistema de seguridad social, hubo protestas pacíficas que fueron reprimidas por la fuerza y manifestantes recibieron disparos. Hubo muertos. Lo que siguió fue un estallido nacional y espontáneo impulsado por la represión y por el descontento acumulado en silencio por largo tiempo. Miles de nicaragüenses salieron a las calles para exigir la renuncia de Ortega y Murillo. La pareja respondió con sangre y fuego. Las protestas, declararon, eran un intento de golpe de Estado orquestado por el imperialismo y los cómplices traidores, de la oposición.
Grupos de paramilitares sembraron el miedo en los barrios, dispararon a civiles desarmados y derribaron barricadas que la gente había construido para protegerse. Médicos y otros trabajadores de la salud en los hospitales públicos que habían atendido manifestantes heridos fueron despedidos. La imagen de hombres armados y encapuchados en camionetas y de cuerpos sin vida tendidos en las calles evocó recuerdos del terror de la dictadura de los Somoza. Para julio, la bandera nicaragüense se había convertido en un símbolo de la resistencia. El miedo invadió los hogares. Miles de personas, entre ellas Samcam, se exiliaron en Costa Rica, como habían hecho antes generaciones de nicaragüenses.
Yo permanecí en Nicaragua. Aunque había roto con el sandinismo desde 1993, nunca pensé que Ortega sería un peor tirano que Somoza.Cuando en mayo de 2021 dejé mi casa en Managua para visitar a mis hijas en Oregón, Estados Unidos, no sabía que me marchaba para siempre. Mi marido y yo empacamos poca ropa porque esperábamos regresar en julio. Pero conforme se acercaban las elecciones previstas para noviembre de ese año, Ortega y Murillo empezaron una redada y encarcelaron a posibles candidatos de la oposición, además de a periodistas independientes, empresarios y defensores de los derechos humanos.
Mis amigos me alertaron del peligro y aconsejaron que no regresara, así que no lo hicimos. Darme cuenta de que no tenía donde vivir me sacudió. No olvido cuan desorientada me sentí. Casi un año después, nos trasladamos a Madrid con una oferta de trabajo. Alquilamos nuestra casa en Managua. Mis amigos y lectores españoles me hicieron sentir bienvenida. No estaba exiliada de mi lengua, y eso era una bendición. Durante un tiempo, me sentí segura.
Pero, en febrero de 2023, recibí la llamada de un amigo de Nicaragua. Lo que me dijo me dejó anonadada: el régimen de Ortega nos despojaba de nuestra ciudadanía a mí y a decenas de nicaragüenses, entre ellos mi hijo. Sin derecho a la defensa nos declararon traidores. Además, confiscaron nuestros bienes, anularon nuestras pensiones y más tarde borraron también nuestros nombres de muchos registros públicos.
Al día de hoy, el nicaragüense que viaja corre el riesgo de que se le prohíba regresar a su país sin ninguna explicación. En el aeropuerto para retornar a Managua, las compañías aéreas les impiden abordar y les informan que “no están autorizados” para volver. Los funcionarios de migración están legalmente facultados para denegar la entrada a cualquiera que se considere una amenaza para la paz y la seguridad. Incluso una publicación crítica en las redes sociales puede desencadenar una prohibición.
Temerosos de su propio pueblo, Ortega y Murillo han dado rienda suelta a su paranoia. Agentes de policía patrullan las calles. Las reuniones públicas, incluso las procesiones religiosas, están sujetas a restricciones. Una reforma constitucional reciente convirtió a la pareja en copresidentes y oficializó la existencia de una fuerza paramilitar. En medio de rumores sobre el deterioro de la salud de Ortega, Murillo parece tener prisa para asegurarse de que nadie desafíe su sucesión. La semana pasada, se dio a conocer que el excomandante sandinista Bayardo Arce, un rico y poderoso aliado de Ortega, había sido detenido, una medida que muchos entienden como una purga de la élite dirigente del país.
Para impedir la resistencia de la sociedad civil, el régimen ha cerrado miles de organizaciones no gubernamentales. Decenas de sacerdotes y misioneros católicos han sido detenidos o expulsados del país. Las universidades han sido tomadas. La Prensa, el periódico nicaragüense que tiene casi una centena de años y ha sido un faro de la libertad de expresión, se vio obligado a trasladarse al extranjero después de que sus oficinas fueran allanadas y gran parte de su personal tuviera que salir del país.Ahora, el régimen de Ortega está extendiendo su largo brazo más allá. Lo que le pasó a Samcam se lee como una advertencia de que hasta quienes vivimos en el exilio estamos vigilados. Es el mismo mensaje de los más sangrientos dictadores del mundo de que nadie está fuera de su alcance.
Archivo
Archivo LCV/Patotic Park, por Hernán López Echagüe

El 22 de agosto de 1993, Página 12 publicaba en tapa una investigación exclusiva sobre cómo había sido la formación de patotas que fueron a agredir a los asistentes a la apertura de la Rural. Un entramado de internas del peronismo, cuando Menem era presidente y Duhalde su vice opositor. Hernán López Echagüe siguió la ruta de esa trama hasta llegar al Mercado Central en donde se reclutaban los grupos de choque. Su vida ya no fue la misma. Luego de participar del programa de Mariano Grondona en donde denunció el descalabro del Mercado y la posible relación con el narcotráfico, fue agredido en la puerta de su casa con un navajazo. Se convirtió en uno de los casos más emblemáticos de violencia contra el periodismo en tiempos de Menem y Duhalde. Luego tuvo un intento de secuestro en el Bingo de Avellaneda. Se venían las elecciones y esto parecía parte de la campaña. Salió por unos días del país con su familia. A su regreso ya nada era igual en Página 12. No tenía escritorio ni funciones. Años después supo que en ese interín el diario había sido vendido a Eduardo Duhalde. Un suplemento especial de la Provincia de Buenos Aires parecía afirmarlo, fue Lanata quien confirmó la venta. Frente al rechazo de una nota que implicaba a Rousselot, intendente de Morón, presentó su renuncia. Esta nota fue un antes y un después en su carrera periodística.

Patotic Park, por Hernán López Echagüe
Al ingresar en el Mercado Central se tiene la impresión de haber puesto los pies en otro planeta. Es un predio inabarcable, repleto de naves, frutas, verduras, pescados y cientos de hombres robustos que van y vienen cargando y descargando bultos de todo tipo. Son los changarines, la nervadura que le confiere vida y movimiento a un sitio al que habitualmente se lo suele emparentar apenas con comida. Sin embargo, este lugar que de veras parece un mundo aparte, lleno de códigos, costumbres, complicidades inextricables, se ha convertido con el correr del tiempo en un verdadero centro de reclutamiento de patotas y manifestantes. Todas las corrientes del justicialismo de La Matanza, en particular el Comando de Organización y la Liga Federal que lideran Alberto Pierri y el gobernador Eduardo Duhalde, recurren a los servicios de los changarines para conformar los célebres grupos de choque. La organización funciona de modo aceitado y las cooperativas que reúnen a esos hombres que se la pasan trasladando mercaderías de una a otra parte actúan como comités políticos de este reclutamiento. “Acá siempre hubo patotas, y son de uno u otro sector. Todos son peronistas y, entonces, claro, los dirigentes saben que acá consiguen mano de obra de inmediato”, dijo a Página/12 Aníbal Stella, uno de los directores del Mercado Central.
La Corporación del Mercado Central de Buenos Aires está situada en el cruce de la autopista Riccheri y Boulogne Sur Mer, en Tapiales, partido de La Matanza. Son seis los directores que de manera rotativa asumen la presidencia, y se trata de funcionarios cuyos nombramientos están teñidos de intereses políticos: dos son designados por la Secretaría de Comercio de la Nación; dos por la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, y los restantes por el gobierno de la provincia. Sumando changarines, vendedores y empleados administrativos, el Mercado emplea a más de cuatro mil personas. Los changarines, no obstante, constituyen la mayor parte del personal y están agrupados en cooperativas que, como los directores, poseen claras y abiertas inclinaciones políticas.
Simplemente Batata
Los hombres del Mercado que llevan a cabo la mayor y más visible actividad de reclutamiento de changarines para componer los grupos de choque del justicialismo bonaerense son tres: Raúl Leguiza, que es uno de los directores; Alberto Olmos, que ocupa una de las tantas gerencias que funcionan en la corporación, y Batata, simplemente Batata porque su pellejo es del color de la batata y contadas son las personas que en el Mercado conocen su verdadero nombre.
Leguiza fue nombrado por Duhalde y está sumamente vinculado a las cooperativas; suele definirse como un “pierrista a muerte”. A través de su excelente relación con las cooperativas -particularmente Centralmarket S.A. y Servicios y Mandatos, que funcionan en el piso tercero del Mercado–, Leguiza logra convencer a los changarines de las ventajas que acarrea formar parte de los grupos que él denomina “de seguridad”. Es que de la buena disposición de los hombres que dirigen las cooperativas depende la buena o mala fortuna de los changarines: son ellas las que contratan, pagan y, cuando se les antoja, desisten de sus servicios.
En la tarde del jueves último, cerca de una de las naves dedicadas a la venta de frutas, un changarín llamado Ramón narró a Página/12 la metodología que usualmente utilizan las cooperativas para invitar a los hombres de carga y descarga a participar en los “grupos de seguridad” del justicialismo. “Cuando empiezan las campañas siempre pasa lo mismo. Vienen los tipos de la cooperativa, te pagan por el laburo y te dicen que tal día hay acto de Pierri, de Duhalde, del Comando de Organización, y que hay que ir para garantizar la seguridad. Si no vas estás medio jodido porque después no te dan laburo. ¿La Rural? No, para ir a la Rural no me dijeron nada, pero sí me contrataron para la caravana, y fui y me saqué unos mangos. Por suerte no pasó nada. Tuve que hacer cordón, nada más, sacar a la gente del medio. Claro, si hay quilombo tenés que dar, si no ¿para qué te contratan?”
Alberto Brito Lima (izquierda), dirigente supremo del C. de O. Alberto Pierri (arriba), dirigente supremo de La Matanza y tercero en la sucesión después de los hermanos Menem.
Trabajo seguro
El cuerpo de Ramón tiene la consistencia de una piedra; mientras habla, con las manos metidas en los bolsillos del vaquero ajado, no deja de mirar hacia el piso de cemento. A su lado, algo temeroso y con el mismo tono árido de Ramón, un changarín, que dice que le dicen “Pardo”, explicó que la mayor parte de los “convocados” para formar los grupos de choque aceptan de inmediato. “Acá el trabajo lo tenemos seguro por las cooperativas, y si vos a los tipos te les negás, vas mal, te tienen después entre los ojos y cagaste. ¿Cuántos? Yo no sé. Pero te puedo decir que en esos días que vos decís, antes de la caravana y de la Rural, anduvieron por acá tipos de la Municipalidad hablando con la gente de las cooperativas, y después, mirá vos, vino el Batata a pedirnos una manito para esos actos. No, loco, yo no fui. Dije que me sentía mal.”
El misterioso Batata tiene una oficina en el primer piso del Mercado; todos lo señalan como el hombre que organiza y dirige a los changarines cuando se trata de reclutarlos; una suerte de intermediario entre la dirigencia política que tiene sus influencias en las cooperativas y “la mano de obra”, en este caso ocupada. En el Mercado se habla de Pierri, Duhalde y Brito Lima con naturalidad, como si estuvieran refiriéndose a cualquier mercancía. Sin embargo, para Aníbal Stella -uno de los directores de la Central, que se define como fiel partidario de Carlos Brown- hubo épocas peores. “Antes, durante las campañas, se cruzaban tiros de todas partes. Ahora no, ahora, como mucho, hay piñas y palos.”
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Una ideología siniestra, por Marcelo Cosin

En el discurso de ayer, Javier Milei y Luis Caputo mostraron la base ideológica del gobierno, abastecidos —seguramente— por los intelectuales de la ultraderecha, dirigentes de FARO, la usina de ideas del presidente.
Promueve la violencia y la intolerancia: la incitación al odio, la discriminación y la violencia contra sectores sociales específicos. Ejemplos incluyen el nazismo y otras formas de fascismo.
Niega los derechos humanos y las libertades fundamentales: la supresión de la libertad de expresión, de prensa y de reunión, así como la persecución de disidentes y opositores políticos.
Justifica la opresión y la desigualdad: la creación de una jerarquía social rígida, donde algunos grupos son considerados superiores a otros, y la explotación de los débiles es vista como algo natural o necesario.
Carece de empatía y compasión: la deshumanización de los demás y la justificación de la crueldad en nombre de un objetivo político o social.
Utiliza la manipulación y la comunicación: el uso de la mentira, la desinformación y el adoctrinamiento para controlar a la población y mantener el poder.
En resumen, una ideología “siniestra” es aquella que se percibe como una amenaza para la dignidad humana, la libertad y la justicia social, y que promueve la destrucción en lugar de la construcción.
Ejes del discurso de Javier Milei en FARO
Autoproclamación como el mejor gobierno de la historia argentina Reafirma que su gestión es superior a todas las anteriores, con frases grandilocuentes que buscan instalar legitimidad por vía retórica.
El veto como hazaña ética Defiende el rechazo al aumento de jubilaciones como muestra de coherencia fiscal, y acusa a la oposición de querer “voltear el modelo”.
Confrontación cultural como misión presidencial Propone una “revolución moral liberal” contra las “castas políticas”, y apela a una cruzada ideológica que trasciende lo económico.
Economía como religión del mérito Sostiene que la recuperación económica está en marcha, que Argentina “va para arriba”, y que Caputo es “el mejor ministro de la historia”.
Negación del sufrimiento social Minimiza el impacto del ajuste con afirmaciones como: “Si fuera cierto que la gente no llega a fin de mes, la calle estaría llena de cadáveres”.
El enemigo: el kirchnerismo como mal épico Anuncia que derrotar a Kicillof en la provincia será “el último clavo en el ataúd del kirchnerismo”, construyendo una narrativa de exterminio simbólico.
Ejes del discurso de Luis Caputo – La tecnocracia del ajuste elegante
Excel como evangelio Desarrolló un enfoque técnico centrado en métricas, planillas y proyecciones. La política queda subordinada a los datos.
El ajuste como virtud civilizatoria Defendió la reducción del gasto como “la única alternativa posible”, apelando a un sentido moral de sacrificio económico.
Negación del caos, celebración de la austeridad Presentó indicadores selectivos para sostener que “todo está mejorando”, omitiendo variables como pobreza y desempleo.
Blindaje discursivo: el desvío académico Recurrió a tecnicismos para evitar definiciones concretas sobre el impacto del plan económico. El lenguaje sirve como barrera, no como puente.
El binomio Milei-Caputo configura más que una alianza de poder: expresa una nueva hegemonía discursiva que legitima la violencia simbólica desde lo emocional, y la racionalidad del ajuste desde lo técnico. La ultraderecha encuentra en esta dupla una maquinaria perfecta: mientras Milei vocifera desde el púlpito moral, Caputo administra desde el Excel. La ideología siniestra no se presenta como un monstruo, sino como planilla, como decálogo, como mantra. Lo inquietante no es solo lo que se dice, sino el modo en que se articula una estética del despojo y una ética de la exclusión.
“El país que quieren los dueños” (Alejandro Bercovich)
Articulación entre ideología siniestra y poder económico
Del plan de gobierno al plan de negocios Bercovich plantea que no hay un proyecto de país inclusivo, sino un modelo que responde a los intereses de una élite empresarial. La ideología siniestra funciona como blindaje simbólico para justificar ese modelo excluyente.
La violencia como garantía de estabilidad La represión simbólica (y material) que promueve Milei —desde el desprecio por los pobres hasta la negación del sufrimiento social— es funcional a los dueños del poder económico, que necesitan un clima de orden para sostener sus privilegios.
La tecnocracia como legitimación del saqueo Caputo, con su discurso técnico, convierte el ajuste en una necesidad moral. Esto despolitiza el conflicto social y lo convierte en una cuestión de eficiencia, permitiendo que los grandes actores económicos operen sin resistencia.
La deshumanización como estrategia de mercado La ideología siniestra desactiva la empatía social, lo que facilita la implementación de políticas que benefician a unos pocos. Si el otro no importa, entonces el despido, el hambre o la exclusión se vuelven cifras, no tragedias.
El Estado como gestor de intereses privados Según Bercovich, los “dueños del país” no buscan gobernar directamente, sino condicionar al Estado para que administre sus negocios. Milei sería el instrumento perfecto: un presidente que desprecia lo público y celebra lo privado.
La mirada de Alejandro Horowicz
La política como administración, no como transformación Horowicz sostiene que desde Alfonsín en adelante, la política dejó de ser una herramienta de cambio estructural y pasó a ser gestión de lo posible. Se perdió la vocación de disputar sentidos y construir proyectos colectivos.
La democracia como forma sin contenido Se mantiene el ritual democrático (elecciones, partidos, instituciones), pero se vacía de sustancia transformadora. La política se convierte en una escena repetitiva, donde los actores cambian, pero el guión sigue dictado por poderes fácticos.
El balotaje como simulacro de mayoría Horowicz critica que el sistema electoral construye mayorías ficticias. Milei, por ejemplo, gana con el voto de quienes no lo apoyan ideológicamente, sino como rechazo al otro candidato. Esto genera gobiernos sin base social real.
La pérdida de la política como conflicto de ideas En lugar de confrontar proyectos, se confrontan gestos, slogans, personajes. La política se “alfonsiniza” cuando se vuelve una práctica sin disputa ideológica profunda, sin horizonte emancipador.
El Estado como rehén de intereses externos Horowicz afirma que el programa económico ya está escrito por el FMI. La política se reduce a administrar ese mandato, sin posibilidad de construir alternativas desde lo nacional-popular.
¿Cómo terminan las ideologías siniestras?
En el mundo, las ideologías siniestras suelen terminar en ruinas: tribunales internacionales, juicios por crímenes de lesa humanidad, monumentos a las víctimas y generaciones enteras que cargan con el trauma. El nazismo terminó en Núremberg, pero también en Auschwitz, en Hiroshima, en el silencio de los sobrevivientes. El fascismo italiano cayó entre escombros, y el franquismo se disolvió sin justicia plena. En todos los casos, el final no fue una epifanía moral, sino una acumulación de dolor que volvió intolerable su continuidad.
En Argentina, las ideologías siniestras han tenido finales más ambiguos. La dictadura cívico-militar terminó con el Juicio a las Juntas, pero también con pactos de silencio y complicidades empresariales que aún perduran. El neoliberalismo de los noventa terminó en el estallido de 2001, pero sus lógicas de mercado siguen vivas en discursos actuales. Lo siniestro no siempre se retira: a veces muta, se disfraza, se recicla.
Hoy, frente a una nueva versión de esa ideología —más performática, más digital, más blindada por el poder económico— el desafío no es solo resistir, sino narrar. Nombrar lo siniestro antes de que se naturalice. Porque si la historia enseña algo, es que estas ideologías no terminan solas: se las termina.
Bardo Moments, 5 de agosto de 2025