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Últimas imágenes de un naufragio, por Oscar Taffetani

Publicada en el suplemento Las Palabras y las Cosas, del diario Sur, el 10 de junio de 1990.
En una foto caben muchas cosas. En una simple foto, tomada con una cámara de aficionado en una tarde gris y destemplada, pueden caber muchas cosas. No importa que lo que se “muestre” en ella sea poco: un descolorido cielo; un borroso azul ondulante, que sugiere el mar; una silueta informe, oscura, que emerge o se sumerge en él.
Pasa una colega por la mesa del diagramador y dice: “Qué foto fea. no se sabe qué es, parece una ballena”. El diagramador mismo se resiste a incluirla en la página: dice: “Esta tapa de Gente es mucho más fuerte, mirá qué patético: ‘Seguimos ganando. ¡Seguimos ganando!’. El redactor entonces duda, calla sus motivos, piensa que tal vez esos observadores espontáneos, “neutrales”, tienen razón. Esa foto muestra poco, es confusa. Hay que hacerla hablar. “A mi juego me llamaron—piensa— ¡Para eso se inventaron los redactores!”.
Esa foto borrosa, insulsa (abajo a la izquierda de su televisor, señora) es la última foto del crucero “ARA General Belgrano”, antes de hundirse en las procelosas aguas del Atlántico Sur.

Fue tomada por el teniente de navío Martín Sgut, náufrago del “General Belgrano”, el 2 de mayo de 1982. Es la última de una secuencia que recorrió el mundo. Si está algo “movida” es porque fue tomada con una cámara de aficionado, desde un bote salvavidas que se zarandeaba y mientras el teniente Sgut sostenía a un marinero herido, que murió esa misma noche.
¿Cómo conocieron los argentinos esas primeras imágenes verdaderas de la guerra de Malvinas? Cuando se publicaron diez días después, en los diarios norteamericanos.
¿Cómo llegaron esas fotos antes a los diarios norteamericanos que a los medios argentinos? Declaró el teniente Sgut (Revista Flash, 17 de julio de 1984): “Consideré que era mi responsabilidad moral entregar el rollo a mis oficiales superiores, y así lo hice. Ellos, por su parte, entregaron los negativos a Inteligencia Naval…”
Un oficial de inteligencia argentino (presumiblemente José María Grimaldi, presumiblemente sometido a un consejo de guerra) vendió copia de los negativos a la agencia francesa Gamma en 10 mil dólares, negativos que fueron revendidos a los diarios norteamericanos en 250 mil dólares.
Innecesario es agregar que las peripecias de esa foto borrosa e insulsa (abajo, a la izquierda de su televisor, señor) son una metáfora perfecta de la manera como los medios y el poder político argentinos manejaron la guerra de Malvinas. Y son una metáfora imperfecta (pero suficiente) de la manera como vivió el pueblo argentino la guerra de Malvinas: la foto de la tragedia nos fue ofrecida, gentilmente, por un mensajero del enemigo. Y lo peor: la foto es verdadera.

Cuando la mentira no tenía patas cortas
Fue la atenta y perceptiva Sara Facio quien, desde una escueta nota publicada en Clarín (mayo de 1982) habló de la conmoción que esas fotografías defectuosas —y verdaderas— del hundimiento del “Belgrano’” le provocaban, en contraste con las burdas fotos fabricadas por los servicios de información británicos. Allí la fotógrafa —como miles y miles de argentinos, acotemos— pecó de ingenuidad, puesto que las imágenes en video de la partida de la task-force hacia el Sur (imágenes que aquí vimos completas mucho tiempo después) también eran terriblemente verdaderas. Y aun esas fotos tomadas en Ascension Island cerca de la costa africana, que mostraba a “ridículos” soldados ingleses vestidos como para una guerra tropical, eran fotos verdaderas. Tenían la verdad de la mentira, una mentira que compartían los servicios ingleses y argentinos. Sólo que cuando llegó la hora de enfrentarse verdaderamente en el campo (¿de juego?) los royal marines tenían trajes térmicos, prismáticos infrarrojos y un asombroso (así dijeron los servicios argentinos) conocimiento del terreno.
Las sorpresas, entonces, las amargas sorpresas —especialmente la de esa súbita rendición del 14 de junio de 1982— fueron lo dominante en los medios argentinos. La misma revista de “¡Seguimos ganando!” (una entre cien, todas eran iguales) publicó en tapa dos semanas después, a todo color, una histórica foto: el general Moore —barbudo, ojeroso, embarrado— estrecha la mano del general Menéndez —afeitado, peinado a la gomina, las botas lustradas— el día de la rendición. Una revista humorística española —cuenta un colega que vivía en ese tiempo en Barcelona— publicó la foto con un acertijo: “Adivine quién se rinde a quién”. La mayoría de los lectores no acertaba.

Más adelante —tributo al vencedor— vino el escarnio. La gorra de Menéndez y otros souvenirs fueron rematados en Sotheby’s. El general Moore. cumplida su misión militar, volvió a la vida civil, preocupado por conseguir empleo. El general Menéndez y otros militares argentinos que habían prometido vencer o morir, no vencieron ni murieron. Tampoco buscan empleo. Cobran jugosos retiros.
El “créase o no” de una guerra argentina
A veces parece que la realidad argentina imita las novelas de Osvaldo Soriano o de algún autor satírico. Otras, parece imitar una conferencia de Unamuno. o peor: un concierto de Berthe Trépat (leer Rayuela). Es inverosímil, es verdadera. Cuanto más inverosímil más verdadera.
Un coronel que desembarcó en Malvinas, luego encargado de informar a la prensa durante el conflicto (desde Comodoro Rivadavia) atendía a los periodistas diciendo: “Señores, hoy como ayer, nada para declarar”. Por lo bajo, sin embargo, decía cosas como que el relajamiento moral de los royal marines era alarmante (por artículos de sex-shop que había encontrado en el cuartel) y que la victoria argentina estaba garantizada por tener un gigantesco portaaviones insumergible (el continente) y porque la cadena desabastecimiento aéreo de los ingleses era impracticable (dijo a la televisión: “¿Ustedes vieron la Un puente demasiado lejos?. Este cronista no pudo ver, lamentablemente, la película Un puente demasiado lejos.)
Más disparatado aun era que el mismo general argentino, comandante en jefe del Ejercito, que unos meses antes de Malvinas se había arrastrado cuerpo a tierra en la Academia Militar Norteamericana para “mostrar sus habilidades”, y que aceptaba que lo llamaran Patton (sin advertir que era una burla) asegurara haber pescado el “guiño” cómplice de Haig y de Vernon Walters sobre el Operativo Rosario.
Todo era disparatado, y sin embargo creíble y sin embargo, verdadero. El periodista Schoenfeld tituló unos días antes de abril, en La Prensa: “Haz lo que sea, pero hazlo ya”. La nota hablaba de la situación creada por los “incidentes” en las islas Georgias, y él aconsejaba, cual Maquiavelo, a su Príncipe (un príncipe borracho, para más señas). Ya declarado el conflicto, Neustadt y Grondona invitaban todas las semanas a Tiempo Nuevo al general Camps, para que disertara sobre guerra y política (un día llegaron a hablar, seriamente, de la alianza con la Unión Soviética). Otros, más “realistas”, corno la organización Tradición, Familia y Propiedad, publicaban solicitadas en los diarios explicando que el enemigo no era Inglaterra, sino, como siempre, el comunismo (al fin y al cabo ésa era la verdadera tradición, la verdadera familia y Ia verdadera propiedad de la derecha argentina). Pero lo que predominaba era el repentino antiimperialismo de Costa Méndez (abogado de empresas británicas), ministro que a poco de afirma que había que huir de las “zonas grises” de la política internacional fue en busca del disperso frente “no alineado” y llegó a abrazarse con Fidel Castro en La Habana. Créase o no.
El bombardeo mediático llegó rápidamente a su principal destinatario: la población. Intimas fibras que se tensaban, una causa justa alrededor de la cual reunir a los argentinos. Los servicios proponían: “¡Escríbale a la Thatcher!” Miles de cartas de niños y jóvenes dirigidas al N°10 de Downing Street (y ni un miserable sobre explosivo). “¡Escríbale a sus amigos en el exterior sobre la justicia de nuestra causa!” Maravillosos sobres sin estampilla. que llegaban a las casas de perplejos exiliados del proceso, quienes debían aceptar que de pronto los “malos” se habían convertido en “buenos”.

El sello RCA Víctor —que, se recuerda, es norteamericano— grabó junto con Canal 13 un disco titulado La recuperación de las Malvinas. Fueron, son y serán nuestras, del que participaron muchas de las principales “voces” de Daniel Mendoza, Juan Carlos Pérez Loizeau, Ramón Andino, Roberto Maidana. El sobre del disco llevaba en la contratapa un “poema” de Carlos Garbarino dirigido al soldado argentino: “Yo aquí en mi casa, dependiente (sic) de tus movimientos. Con un nudo en la garganta que me enronquecía. Esperando las noticias de tus pasos, de tu arrojo. Pidiendo que ello no te lleve al holocausto, pidiendo una reconquista sin vidas en su debe” (sic).
Los periodistas Jorge Cacho Fontana y Lidia Satragno (Pinky) condujeron por televisión el programa 24 horas de las Malvinas, donde conocidas figuras de la escena y el espectáculo argentino cantaron, danzaron, lloraron y hasta hicieron donaciones personales. Fue muy emotivo ver que la anciana actriz Pierina Dealessi, huésped de la Casa del Teatro, se desprendiera de sus únicas alhajas (un par de aros) para financiar la empresa de reconquista.
Podrían enumerarse sin fin los gestos individuales y colectivos de solidaridad suscitados en aquellos días: mujeres que tejían bufandas para los soldados, “rezadoras de Rosario” en las iglesias, niños que resignaban dulces o chocolatines pensando en los conscriptos que se helaban en la Gran Malvinas. Basta señalar que todos esos gestos -espontáneos o inducidos por los medios- fueron verdaderos. Como también lo fue la terrible defraudación posterior.
Epílogo y ¿prólogo?
Verdaderas fueron, asimismo, las mentiras de los llamados comunicadores. Nadie puede olvidar el fiasco de aquel primer “documental” de batalla grabado por Nicolas Kazanzew (único corresponsal autorizado, “Sagazmente”, el cameraman enfocaba el objetivo hacia retazos de la pista o la base aérea. No podía mostrar nada más, el resto era secreto militar (a todo esto, ya los Estados Unidos habían desviado un satélite militar para ocuparlo exclusivamente en la observación de Malvinas). Tuvo que llegar el documental inglés, después de la derrota, para que viéramos nítidas imágenes de los ataques de la Fuerza Aérea argentina a la flota británica. Con esas imágenes, tomadas “del otro lado”, y con las propias, será posible alguna vez elaborar un buen documental argentino.
Con las publicaciones ocurrió algo parecido. Por un buen tiempo coexistieron en los quioscos porteños los fascículos de la “versión argentina” de la guerra con los de la “versión inglesa”. Muchos investigadores, como es natural, compraban las dos colecciones, en la esperanza de armar algún día el rompecabezas.
Lo cierto es que a ocho años del conflicto, no existe un relato orgánico, serio y público de ese episodio clave de la historia argentina contemporánea. En los manuales escolares más conocidos, el capítulo “Malvinas” lisa y llanamente se omite. En bibliotecas militares argentinas (como la Biblioteca del Oficial, en el Círculo Militar), el severo y completo Informe Rattenbach no figura en catálogo.
En los archivos quedan miles de pequeñas crónicas y fotografías que esos mismos “comunicadores” serviles del proceso —hoy serviles de otro tipo de proceso— se rehúsan a mirar. Los ex combatientes, arrancando más lástima que conciencia, recitan su rosario reivindicativo en los trenes suburbanos, cuando no en los actos oficiales. Y, en síntesis, sólo a un loco redactor de diario se le ocurriría reclamar a esta hora —en medio de la depredación general— los aritos de la noble y ya fallecida actriz Pierina Dealessi, o descifrar borrosas fotografías tomadas en el mar austral una tarde de mayo de 1982.
Los ex combatientes usan la palabra desmalvinización para aludir a lo que pasa. Este redactor, que atravesó la guerra corno tripulante del “insumergible” portaaviones llamado “Argentina”, prefiere hablar de naufragio.
El, como muchos, ha sobrevivido. Con su cámara de aficionado toma fotografías. Eso sí —lección obtenida en Malvinas—: no entregará los negativos a su oficial superior.

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La culpa la tienen los pibes, por Oscar Taffetani.

En febrero de 2011 un avión proveniente de Argentina era interceptado en Barcelona con 944 kilos de cocaína. La noticia fue un escándalo durante unos días y luego olvidada. Recuperamos para el Archivo de LCV esta nota de Oscar Taffetani publicada en la Agencia Pelota de Trapo en aquel 2011 donde se traza el sistema utilizado por el narcotráfico, un entramado responsabilidades, con idénticas rutas. Cambian los años, cambian los nombres, se mantienen las mañas.
LA CULPA LA TIENEN LOS PIBES, OSCAR TAFFETANI
Una de las rutas más importantes del narcotráfico, en la actualidad, copia el itinerario que hace cuatro siglos seguía el oro de América: se inicia en Perú, Bolivia, Brasil y el Paraguay, baja acompañando los ríos hacia la Argentina y el Uruguay, luego cruza el Atlántico hasta la costa meridional de África y desde ahí llega a los puertos y aeropuertos de Europa, donde la droga es fraccionada y vendida a un público exigente y con alto poder adquisitivo.
Por eso, a muchos nos resultó disparatada la hipótesis del ministro argentino del Interior, Randazzo de que los 944 kilos de cocaína hallados en Barcelona el Día de Reyes, en un avión sanitario procedente de Buenos Aires, habían sido cargados durante una escala de la nave en Cabo Verde.
Y sí resultó razonable la hipótesis de la ministra de Seguridad, Nilda Garré de que la droga fue cargada en una base aérea argentina (con las responsabilidades que implica, a nivel de gobierno y de fuerzas armadas).
El del avión sanitario no fue el único contrabando de drogas descubierto este mes. En Estanislao del Campo, Formosa (el mismo pueblito donde el doctor Esteban Maradona decidió consagrar su vida a los Qom) se encontraron 700 kilos de cocaína junto a una pista de aterrizaje clandestina. El titular del predio y de la pista, apodado Palmita, revistaba como edil del partido de gobierno en la capital formoseña (desconocemos si gozaba de inmunidad parlamentaria).
Siempre en enero y tan sólo cambiando de estupefaciente, mencionemos los 712 kilos de marihuana decomisados a la altura de Las Palmitas, también en la provincia de Formosa. La droga viajaba oculta en los techos de dos transportes de pasajeros procedentes del Paraguay.
La intercepción de grandes cargamentos de droga que se desplazan por rutas aéreas, fluviales y terrestres de nuestro país, habla de una gigantesca red de tráfico que involucra a funcionarios del Estado, organismos policiales y de seguridad, instituciones empresarias, bancos que lavan el dinero y distinta clase de organizaciones civiles. Dicho de otro modo: lo más cínico y perverso de este negocio es su legalidad, todo lo que hace a la luz del día, y no su ilegalidad y lo que hace en las sombras.
GALILEO Y EL CAPITALISMO
“Alrededor del papa -dice Brecht en un poema- giran los cardenales. / Alrededor de los cardenales giran los obispos. / Alrededor de los obispos giran los secretarios. / Alrededor de los secretarios giran los regidores. / Alrededor de los regidores giran los artesanos. / Alrededor de los artesanos giran los sirvientes. / Alrededor de los sirvientes giran los perros, las gallinas y los mendigos…”
La tesis de Galileo Galilei sobre el sistema solar (que la Iglesia se demoró algunos siglos en aprobar) podría aplicarse analógicamente a otro tipo de sistemas que nos rigen. Si ponemos en el centro, a la manera marxista, el Capital, tendremos en la órbita inmediata las grandes empresas trasnacionales; luego, los Estados nacionales que las sirven; después, los gerentes, abogados y administradores; a continuación, los funcionarios de seguridad y el aparato represivo; y finalmente, los trabajadores. Después de los trabajadores habría una masa incalculable de seres humanos sin trabajo ni medios de vida, que no alcanza a orbitar alrededor del Capital, aunque mantenga intacta su capacidad de soñar.
Y si llevamos la doctrina de Galileo al mundo del narcotráfico, colocando la cocaína (como alguna vez fue el opio) en el centro de la escena, tendremos a los distintos actores, consumidores y víctimas del negocio en círculos concéntricos, con diferentes grados de poder, riqueza y degradación moral y material. En una de las últimas órbitas del sistema está la pasta base de cocaína -el paco- que es estirado y aumentado de mil maneras para hacerlo accesible a los consumidores más pobres y desesperados. Así, la droga -uno de los jinetes capitalistas del apocalipsis- cuenta sus doblones de oro, sus euros, sus dólares, sus pesos y sus centavos, hasta la última vida y el último suspiro, cada día.
UN PLAN PARA LOS BABY-SICARIOS
En Colombia, ese hermoso país de selvas y montañas habitadas por gente maravillosa, el narcotráfico y el poder económico trasnacional han hecho estragos, minando la salud del pueblo y comprometiendo el futuro de sus hijos. Hay pibes colombianos que comienzan a trabajar a los 9, haciendo de campaneros, de mensajeros y repositores de armas y munición de los narcos.
A los 13, en lugar del tiple de antaño, les ponen una pistola en la mano y los convierten en sicarios (“baby-sicarios”, tituló cierta prensa), que matarán por encargo. A los 16, si llegan a esa avanzada edad, podrán acceder a otro círculo del negocio, con más responsabilidad y algunos pocos privilegios.
El caso colombiano -cuyas secuelas aún no terminan- viene a cuento del caso argentino, de nuestro caso, donde sin importar las estadísticas y los datos fieles de la realidad los medios masivos compiten por hallar el monstruo de la semana o el crimen más horrendo, para arrojarlos al rostro de funcionarios, de candidatos y de funcionarios-candidatos, señalando o insinuando algún chivo expiatorio para que los dioses, esos dioses perversos que gobiernan nuestro destino, dejen de castigar a la Argentina, a esta pobre Argentina con tanto para dar, con todos los climas, con sus talentos y sus cosechas récord, esta querida Argentina que asesina a miles de niños por hambre, por enfermedad o desprecio, cada año, cada campaña sojera, cada temporada turística, cada ejercicio fiscal.Y así, mientras las llamas (y las balas y las leyes) consumen en la pira mediática a la víctima del día, el verdadero Ogro, el verdadero malo de la película, permanece oculto a los ojos de la sociedad y neutraliza cualquier intento de cambio.
Pedir un plan especial para los niños sicarios de Colombia, sería una manera hipócrita de pedir que todo siga igual. Bajar la edad de imputabilidad de los menores en la Argentina, como receta para combatir el crimen organizado, tendría ese mismo nivel de hipocresía.
Aunque todo puede ocurrir, en este horroroso mundo tan crecido y tan adulto que cada vez que se siente amenazado, de un modo infantil, le echa la culpa a los pibes.
Publicado el 5/2/2011 en APe y en Sur y Sur.
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ARCHIVO/”Balada del intruso y la pequeñez”, por Hernán López Echagüe

Ilustración: Silvia Flichman. (silviaflichman.com.ar)
I
Soy un ácrata de cuatro patas desprovisto de significancia alguna, de modo que tengo toda la autoridad, y todo el derecho, y hasta me atrevo a decir la piadosa necesidad de advertirles: todos vivimos atrapados, aplastados, sumergidos, enlodados, castrados, estupidizados, en un cono de insignificancia absoluta. Sépanlo de una buena vez. Lo que decimos significa nada, menos aún lo que pensamos. Nuestra vida está sometida a los antojos de los pocos que resuelven y delimitan y desnaturalizan hasta por ley el significado de lo que decimos, de lo que pensamos y, por sobre todas las cosas, de lo que hacemos. Los hechos no significan nada.
A los hechos los convierten en fantochada, en pirueta de desesperado. Los hechos, a juicio del imbécil, son puestas en escena. Lo que ocurre de veras no le causa ni pizca de significancia, o de significado, o de lo que fuere. Ni asomo de estremecimiento. Así será por siempre. Porque la nada y el todo son finitos. La paciencia también.
II
Había un viejo en el pasaje Bollini, cincuenta años atrás, cuando Bollini era de veras un pasaje hacia tantas fantasías, con sus zaguanes en penumbras, con sus casas petisas y gastadas y abandonadas, un viejo que te decía, frunciendo la cara, ¿Y esto qué me significa?, cada vez que le hablabas de algo de lo que nunca había oído hablar. A veces te largaba:¿Dónde lo encontraste escrito? Ese es el punto focal del malentendido que está conduciendo hacia un pozo ciego a esta humanidad demasiado humana: ¿Y esto y aquello y lo otro, qué mierda me significan?
¿Qué me puede significar, por caso, que me hablen de un tal intelectual orgánico? Un oxímoron, diría un intelectual. El intelectual, palabra de insinuación burguesa y en cierto modo altiva, se supone que usa su intelecto, su capacidad única de discernimiento, para ir más allá de las cosas. Debe quebrar y eludir límites, buscar la región fronteriza de las cosas, de los sucesos. Debe sentirse libre de escribir, decir y callar lo que le dé en gana. Desde luego, tendrá que pagar un precio por eso. Unos le dirán que es un gran tipo y otros le dirán que es un gran hijo de puta. Es, no se crean, un precio alto. Mejor dicho, un precio tan feo como injusto. El intelectual orgánico, en cambio, no existe. A partir del momento en que se siente orgánico, con ciertas ataduras a un proyecto político, a un gobierno, o, si se quiere, con cierta predisposición a la ceguera, no es más que otra pieza de un organismo. Del sistema. Es un tipo que ha hecho una pausa en su facultad de pensar. No se trata de juzgarlo sino de hacérselo saber. Tarea quizá vana, porque muy probablemente te responda: ¿Y esto qué me significa?
III
En las grandes ciudades del país las personas de buen pasar vagan por las galerías de los centros comerciales examinándose atentamente el ombligo, es decir, venerando la idiosincrasia de su ombligo, del hoyito de carne estriada y con pelusas alrededor del cual gira la Tierra, su Tierra, es decir, su auto, su casa, su seguridad suya, su colegio privado de sus hijos, su asistencia médica privada, su televisión por cable, su temporada de descanso en su Brasil, en su Miami o en su Polinesia, su empleada sumisa, su rotweiller, su infidelidad excusable, su apoliticismo político y partidario del político que le asegure que por el resto de sus días tendrá su auto, su casa, su colegio privado, su asistencia médica privada, su televisión por cable, su temporada de descanso en su Brasil, su empleada sumisa, su perro jodido, su permiso para ser infiel y, vaya, claro, su aire de tipo apolítico.
Van de un lugar a otro, el pecho inflado de arrogancia, con algún electrodoméstico a cuestas y un fajo de desdén en la billetera. Caminan sin mirar hacia atrás porque temen convertirse en estatuas de sal, como le ocurrió a la mujer de Lot, y en la escuela nos han enseñado que a las estatuas de sal les cuesta mucho darse maña en el manejo de un control remoto o de una tarjeta de crédito, y, más trabajoso aún, hablar, hacerse entender a la hora de, pongamos, decirle al pibe limpiaparabrisas de la esquina que no está en tus planes bajar la ventanilla de la puerta de tu auto muy tuyo porque tenés la certeza de que detrás del pibe limpiaparabrisas aflorarán cien pibes limpiaparabrisas que te destriparán, y entonces perderás tu auto tuyo y todo lo muy tuyo que representa esa carrocería espléndida. Que es mucho. Y todo tuyo. Un hato grande de ganado que tiene a la pobreza como pecado mortal y desprecia al pobre por encima de todas las cosas. Que ha echado a dormir la visión y toda percepción de su propio sumidero. Que vive en una civilidad fundada en nubes de betún que nunca jamás habrán de disiparse. “En verdad, la representación de la realidad ha sido dada vuelta. La imagen lisa, televisiva, y la prensa, han destruido el pensamiento, la capacidad de ligar lo inmediato a las causas de su existencia. Sólo una sociedad llevada por el terror hasta el extremo de la estupidez y la chatura, despojada de afectos, de imaginación, de sensibilidad, empavorecida, puede haber despojado de significación a lo que ven y perciben acobardados por sus ojos diariamente, pero que la inteligencia no anima” (León Rozitchner, Página/12, julio de 2004)
IV
¿Qué me significa la democracia como camino único, sagrado e inamovible hacia el bienestar de una sociedad? Usted elige, usted decide quién y quiénes serán los paladines de sus necesidades y sus anhelos. Vamos, eso es tomadura de pelo. El voto es un placebo de libre albedrío. No es otra cosa que una melancólica escenificación de civismo, de un celo por las instituciones que dura lo que un parpadeo. Una diligencia tribal: meter una papeleta en un sobre; luego, el sobre en la ranura de una caja, y de regreso a casa comprar ravioles, una botella de vino tinto; almorzar, dormir la siesta que permite este sistema. El de una ranura. Al día siguiente, a cerrar la boca y a obedecer. En la fábrica, en la oficina, en la escuela, en la calle. Y en momento alguno dudar del fatalismo que rige nuestra vida. Todo en orden. Las instituciones, que nunca sabremos para qué sirven, a buen resguardo. Los cerdos en su chiquero, las gallinas en su gallinero y los timoratos en su pecera. Un año más, como tantos otros, de convalecencia de la nada, de antropocentrismo porteño. A las provincias el porteño les presta un poco de atención no más que tres, cuatro veces al año; cuando el noticiero le dice que en tal provincia asesinaron a una familia, cuando en la otra hay pobres que comen gatos, o que más allá un tipo violó a dos mujeres y veintisiete cabras, y, por sobre todas las
cosas, cuando ya en junio se pone a pensar a qué provincia se irá de vacaciones en enero o febrero del año siguiente. ¿Hará frío en Cafayate? ¡Qué va a hacer, si es en el litoral! Yo prefiero las Termas de Río Hondo, en Ushuaia, o Santa Rosa de Calamuchita, por allá, quizá en Neuquén.
V
Al imbécil la mirada de las personas que caminan por la calle no le excitan ningún significado, ni ganas de buscarlo. Le significan algo espantoso, en cambio, los ojos y la mirada de las personas que están echadas en un colchón en la vereda de una calle, junto a los muebles que pudieron reunir y llevarse el día del desalojo. Significan la vagancia, el destino del que eligió la dejadez, la irresponsabilidad, el placer y la libertad de vivir a la intemperie. Yo me rompo el lomo, laburo diez horas sin parar, y estos tipos se meten en el umbral de una iglesia a dormir y emborracharse mientras sus hijos andan pidiendo limosna en trenes y colectivos y restoranes.
VI
¿Qué me significa lo que le pueda significar a un tipo que no hace más que absorber los significados de un eventual y convincente hacedor de la significación? Yo significo, tú significas, él significa. Nosotros significamos un bledo. Hemos logrado (mejor: ¿por qué hacerme cargo de eso?), álguienes, algunos, han logrado despojar al significado de su significación. Un estado de cosas en el que impera la insignificancia.
VII
¿Cómo, de qué manera original o, al menos, novedosa y pasible de asombro, escribir acerca de lo que uno y muchos otros hemos escrito ya tantas veces? Comienza a resultar fastidioso corroborar que las palabras escritas tiempo atrás, y repetidas hasta el cansancio, bien puede uno reiterarlas y reiterarlas, una y otra vez, pese al correr de los años, con formidable oportunidad, y, desde luego, con su debida insignificancia. Feo y grotesco. Melancólico y aterrador el comportamiento del poder político. Eso de la tenacidad en mantener un error, de perseverar en el cretinismo y la insolencia. El gobierno y sus cosos, la oposición acomodadiza y sus cosos, los grandes medios de comunicación y sus escribas y habladores y sus intelectuales cosos, todos, pero absolutamente todos, han resuelto sitiar el discernimiento. Un asedio a la razón. Un bloqueo al sentido común. Porque, al final de cuentas, es cierto que pensar se ha convertido en un hecho revolucionario. O, por qué no, subversivo.
El país está habitado por millones de personas que de modo alguno pueden caer en la osadía de tornar visible su significación.
Permanezcan en sus barrizales, bestias. No se les ocurra asomar por la gran ciudad esas caras insatisfechas y poco logradas. Porque la ciudad, con el activo sostén de sus vecinos ilustres, ha resuelto suprimirlos con la indiferencia. ¿No han comprendido que consigo sólo traen malestar? Nosotros, el poder, no los reprimiremos más de lo que nos permite la ley: será la sociedad, hastiada y saturada de sus desplazamientos por calles y geografías que no les pertenecen, la que les pondrá límite. La que los pondrá en vereda.
Váyanse, muéranse, olvídense de que han nacido, y, si les cabe, si todavía cabe en sus anhelos locos, rueguen al señor, agradezcan el hecho de haber sido alumbrados. Pero nunca olviden el consejo de Celine: “La gran derrota, en todo, es olvidar, sobre todo lo que te mata, y morir sin llegar a comprender jamás hasta qué punto los hombres son bestias. Cuando estemos al borde del hoyo no nos pasemos de listos, pero tampoco olvidemos; hemos de contarlo todo, sin cambiar ni una palabra de las lacras que hemos visto en los hombres, y entonces liar el petate y bajar. Es suficiente como trabajo para toda una vida”.
Publicado en El Psicoanalítico, septiembre de 2016
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Anticipo de “Papeles Quemados”, último libro de Ricardo Ragendorfer

Para los amantes de nuestra sección de Archivos LCV, llegó el libro que estaban esperando. “Papeles Quemados”, publicado este mes por editorial Planeta, rescata las crónicas que Ricardo Ragendorfer escribió para Télam entre 2021 y 2023 y que sufrieron los efectos destructores que impuso la “batalla cultural” iniciada por Javier Milei en 2024. Algunas de ellas ya fueron ‘resucitadas’ por La Columna Vertebral en esta misma sección. Un material valioso que pretende vencer la censura ocurrida luego del cierre de la Agencia Nacional de Noticias que inhabilitó su plataforma y ya no fue posible acceder a la cablera de fotos y notas y tampoco a su valioso archivo. “Papeles Quemados”, historias escritas con la inconfundible pluma de Ragendorfer que entrelazan datos curiosos sobre protagonistas del dos siglos de historia, ya sean famosos del poder, del mundo artístico y también seres anónimos. Allí se entrelazan crónicas que van de San Martín, a Capablanca pasando por el Che Guevara o Ringo Bonavena.
A modo de anticipo, LCV comparte hoy una de estas joyas: “Romance de la muerte de Juan Lavalle”.

Romance de la muerte de Juan Lavalle
Su nombre completo era Juan Galo de Lavalle. Y en 1814, siendo teniente de las tropas del Directorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata combatió al general José Gervasio Artigas durante el segundo Sitio de Montevideo. Ese fue su bautismo de fuego.
A partir de entonces, su carrera militar y política fue ascendente.
En 1828 derrocó al gobernador de Buenos Aires, Manuel Dorrego, antes de vencerlo en la batalla de Navarro y ordenar su fusilamiento.
En aquel entonces, Juan Bautista Alberdi, un muchacho de de apenas 18 años, seguía con suma atención el desarrollo de los acontecimientos.
Se trataba de un ávido lector de Montesquieu. Y para canalizar su visión del mundo, se identificaba con la causa unitaria.
Una década después, durante una mañana otoñal, marchó al exilio. Y ya en el bote que lo arrimaba al bergantín a punto de zarpar hacia Montevideo, se permitió un gesto cargado de teatralidad: arrojar al agua la divisa punzó que el régimen rosista hacía usar a los ciudadanos.
Entre las múltiples ocupaciones que desplegó en esa ciudad resalta la de secretario del general Juan Lavalle, quien estaba sumido en los preparativos de su ofensiva bélica contra Juan Manuel de Rosas.
Alberdi se sentía un espectador privilegiado de la Historia.
Pero el vínculo entre ellos fue difícil, dado el pésimo talante del militar y su tozudez política. En resumen, la simpatía de Alberdi por el ideario de la Revolución Francesa chocaba con las fantasías napoleónicas de Lavalle. De modo que ese lazo laboral no fue duradero.
Aún así, el 2 de junio del año siguiente Alberdi acudió a la Puerta de la Ciudadela para ver a Lavalle partir hacia la isla Martín García al frente del Ejército Libertador, una fuerza de casi tres mil hombres que batallaría contra los federales. Fue la última imagen del general que él se llevó a los ojos.
Disparos al amanecer
Lo cierto es que Lavalle creía estar bendecido por la Providencia. Semejante pálpito se derrumbó como un castillo de naipes al ser derrotado, dos años más tarde, por el general Manuel Uribe en la batalla de Faimallá, en Tucumán.
A partir de entonces inició una larga marcha hacia la nada. Únicamente conservaba doscientos hombres extenuados. Su propia estampa alta y rubia lucía declinada. Poco quedaba del héroe de Ituzaingó, Riobamba y Maipú. Frágil de salud y remordido por el fusilamiento de Dorrego, el general estaba por cumplir 44 años cuando se acercó con su milicia a San Salvador de Jujuy. Corría el 8 de octubre de 1841.
Esa noche de cielo encapotado la tropa quedó acampada en las afueras de la ciudad al mando del coronel Juan Esteban Pedernera.
Lavalle avanzo hacia el casco urbano para pernoctar bajo algún techo, a sabiendas de que la autoridad unitaria había puesto los pies en polvorosa. Lo acompañaban su edecán, Pedro Lacasa, el secretario civil, Félix Frías, dos oficiales y ocho soldados. Allí también estaba Damasita Boedo, su soldadera, una despampanante pelirroja que encubría sus curvas con ropaje varonil.
San Salvador era la viva imagen de la desolación y el presagio. Lavalle y los suyos encontraron refugio en el viejo caserón de la familia Zerranuza, abandonado unos días antes por el delegado unitario, Elías Bedoya, ahora en desaforada fuga.
El general y Damasita se instalaron en el dormitorio que enfrentaba al segundo patio. Frías y Lacasa, en una habitación pegada al zaguán. Otra fue ocupada por los dos oficiales. Y los soldados se tendieron en el primer patio. Menos el centinela, apostado junto al portón de cedro macizo.
Al clarear se detuvo ante aquella vivienda una partida federal de quince jinetes al mando de Fortunato Blanco. Buscaban a Bedoya sin imaginar quién realmente se alojaba allí.
El centinela atrancó el portón y dio la voz de alarma.
Lacasa y Frías se lanzaron al dormitorio de Lavalle. El edecán exclamó:
– ¡Los enemigos están en el portón, general!
– ¿Qué clase de enemigo son? –quiso saber Lavalle.
– Son paisanos –respondió Frías.
El secretario evitaba mirar a Damasita con poca ropa, casi desnuda.
–No hay cuidado. Manden a ensillar, que nos abriremos paso –fueron las palabras de Lavalle mientras comenzaba a calzarse las botas.
Sobre la mesita de noche estaba su pistolón francés. Y él lo observó de soslayo. Damasita, desde el lecho, también.
Lacasa y Frías fueron hacia el fondo para buscar los caballos.
Frías se apresuró en partir en su cabalgadura por la salida posterior para avisar a Pedernera lo que sucedía. Sin embargo, sufrió una demora por eludir la posición de la patrulla atacante.
Mientras tanto, en el acampe tropero –a medio kilómetro– prevalecía la incertidumbre; hasta allí había llegado el griterío de los federales. Pedernera entonces ordenó a los soldados ponerse en movimiento. De pronto –tal como lo consignaría él en 1886, al dictar sus memorias–, fue audible a lo lejos “tres descargas de tercerola seguida de otra distinta; luego, un silencio espeso”.
Aquellos mismos estruendos hicieron que Lacasa, aún en los palenques, volviera sobre sus pasos. Lo que vio en el siguiente instante quedaría grabado para siempre en sus retinas: Lavalle despatarrado en el zaguán con la garganta destrozada en medio de un charco de sangre, y las convulsiones del final. A centímetros de la mano izquierda yacía su pistolón.
Sólo Damasita estuvo con él en el momento de los disparos. Y seguía ahí, semidesnuda.
Lacasa la cubrió con su capote.
Los federales ya se habían alejado.
La marcha fúnebre
Desde ese preciso momento, el tiempo empezó a transcurrir con una lentitud exasperante. Y el silencio era sepulcral.
Algunos soldados rodearon el cuerpo. Otros estaban ante el portón con los ojos clavados en la cerradura rota que uno de ellos señalaba con un dedo. La escena parecía congelada. Y sin palabras se dio por sentado que un balazo de tercerola la había atravesado para impactar en el cuello del general.
Su cadáver quedó en el caserón, mientras la tropa reiniciaba el repliegue hacia el Alto Perú. Pero, súbitamente, Pedernera detuvo la marcha y mandó a dos soldados y un teniente a rescatarlo. Ellos volvieron con el muerto cargado en su caballo. Un poncho le hacía de mortaja.
Durante la travesía, por la mente de Frías desfilaron postales dispersas sobre su última etapa junto a Lavalle. Una etapa difícil de descifrar, en la que sus actitudes, reacciones y reflejos ya resultaban inquietantes. Entre éstas, su inclinación por desatender las responsabilidades militares para entregarse a los placeres de la carne.
Como cuando –aún muy afectado por la derrota de Quebracho Herrado– se recluyó en una hacienda de Catamarca para compartir con la bella Solana Montemayor –esposa del gobernador riojano, Tomás Brizuela– cuatro días y noches sin salir de la cama, mientras sus oficiales, desesperados, iban y venían de un lado a otro de la puerta a la espera de instrucciones.
En aquella circunstancia, Frías le dijo a Pedernera:
–La causa de la libertad, señor coronel, se pierde por las mujeres.
La respuesta fue:
–Hay algo peor, don Félix: durante la batalla él se colocaba tan cerca de las líneas de tiro, que parecía buscar la muerte.
Es posible que Frías evocara tal diálogo durante esa mezcla de huida lenta y procesión fúnebre. Y quizás entonces haya volteado la vista hacia el caballo cargado con el cuerpo del general bajo una nube de moscas. El sol abrasador no favorecía su conservación.
Damasita cabalgaba a una distancia prudencial.
Frías enfocó su mirada en ella.
Fruto de una aristocrática familia salteña, esa mujer de 23 años era hija del coronel José Boedo y Aguirre, sobrina del diputado Mariano Boedo y hermana de José Félix Boedo, un joven federal fusilado con un tío materno en vísperas al desastre de Famaillá por orden de Lavalle. Y a pesar de la súplica de clemencia llorada por Damasita.
Pero luego se le presentó otra vez, para decir:
–Quiero seguir tus ejércitos. ¡Soy unitaria!
El amor entre ellos tuvo esa penumbra.
Frías –que no comulgaba con la idea del tiro que atravesó la cerradura– seguía observando a la soldadera del general.
Sólo Damasita –pensó él– atesoraba el misterio de su muerte. ¿Acaso lo vio infringirse ese desenlace o fue ella la llave vengadora de su final?
La travesía fue tortuosa. Por su avanzada descomposición, al cuerpo de Lavalle hubo que desencarnarlo en el poblado de Huancalera. Pero los huesos –debidamente lavados–, la cabeza –envuelta en un pañuelo muy ajustado– y el corazón –sumergido en aguardiente– fueron llevados a fines 1r42 a la ciudad trasandina de Valparaíso.
Fue precisamente allí donde Juan Bautista Alberdi supo los detalles del final de Lavalle por boca de Frías.
Ambos por entonces estaban exiliados en Chile.
Damasa jamás volvió a Salta. Y murió con su secreto en 1880.


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