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Últimas imágenes de un naufragio, por Oscar Taffetani

Publicada en el suplemento Las Palabras y las Cosas, del diario Sur, el 10 de junio de 1990.
En una foto caben muchas cosas. En una simple foto, tomada con una cámara de aficionado en una tarde gris y destemplada, pueden caber muchas cosas. No importa que lo que se “muestre” en ella sea poco: un descolorido cielo; un borroso azul ondulante, que sugiere el mar; una silueta informe, oscura, que emerge o se sumerge en él.
Pasa una colega por la mesa del diagramador y dice: “Qué foto fea. no se sabe qué es, parece una ballena”. El diagramador mismo se resiste a incluirla en la página: dice: “Esta tapa de Gente es mucho más fuerte, mirá qué patético: ‘Seguimos ganando. ¡Seguimos ganando!’. El redactor entonces duda, calla sus motivos, piensa que tal vez esos observadores espontáneos, “neutrales”, tienen razón. Esa foto muestra poco, es confusa. Hay que hacerla hablar. “A mi juego me llamaron—piensa— ¡Para eso se inventaron los redactores!”.
Esa foto borrosa, insulsa (abajo a la izquierda de su televisor, señora) es la última foto del crucero “ARA General Belgrano”, antes de hundirse en las procelosas aguas del Atlántico Sur.

Fue tomada por el teniente de navío Martín Sgut, náufrago del “General Belgrano”, el 2 de mayo de 1982. Es la última de una secuencia que recorrió el mundo. Si está algo “movida” es porque fue tomada con una cámara de aficionado, desde un bote salvavidas que se zarandeaba y mientras el teniente Sgut sostenía a un marinero herido, que murió esa misma noche.
¿Cómo conocieron los argentinos esas primeras imágenes verdaderas de la guerra de Malvinas? Cuando se publicaron diez días después, en los diarios norteamericanos.
¿Cómo llegaron esas fotos antes a los diarios norteamericanos que a los medios argentinos? Declaró el teniente Sgut (Revista Flash, 17 de julio de 1984): “Consideré que era mi responsabilidad moral entregar el rollo a mis oficiales superiores, y así lo hice. Ellos, por su parte, entregaron los negativos a Inteligencia Naval…”
Un oficial de inteligencia argentino (presumiblemente José María Grimaldi, presumiblemente sometido a un consejo de guerra) vendió copia de los negativos a la agencia francesa Gamma en 10 mil dólares, negativos que fueron revendidos a los diarios norteamericanos en 250 mil dólares.
Innecesario es agregar que las peripecias de esa foto borrosa e insulsa (abajo, a la izquierda de su televisor, señor) son una metáfora perfecta de la manera como los medios y el poder político argentinos manejaron la guerra de Malvinas. Y son una metáfora imperfecta (pero suficiente) de la manera como vivió el pueblo argentino la guerra de Malvinas: la foto de la tragedia nos fue ofrecida, gentilmente, por un mensajero del enemigo. Y lo peor: la foto es verdadera.

Cuando la mentira no tenía patas cortas
Fue la atenta y perceptiva Sara Facio quien, desde una escueta nota publicada en Clarín (mayo de 1982) habló de la conmoción que esas fotografías defectuosas —y verdaderas— del hundimiento del “Belgrano’” le provocaban, en contraste con las burdas fotos fabricadas por los servicios de información británicos. Allí la fotógrafa —como miles y miles de argentinos, acotemos— pecó de ingenuidad, puesto que las imágenes en video de la partida de la task-force hacia el Sur (imágenes que aquí vimos completas mucho tiempo después) también eran terriblemente verdaderas. Y aun esas fotos tomadas en Ascension Island cerca de la costa africana, que mostraba a “ridículos” soldados ingleses vestidos como para una guerra tropical, eran fotos verdaderas. Tenían la verdad de la mentira, una mentira que compartían los servicios ingleses y argentinos. Sólo que cuando llegó la hora de enfrentarse verdaderamente en el campo (¿de juego?) los royal marines tenían trajes térmicos, prismáticos infrarrojos y un asombroso (así dijeron los servicios argentinos) conocimiento del terreno.
Las sorpresas, entonces, las amargas sorpresas —especialmente la de esa súbita rendición del 14 de junio de 1982— fueron lo dominante en los medios argentinos. La misma revista de “¡Seguimos ganando!” (una entre cien, todas eran iguales) publicó en tapa dos semanas después, a todo color, una histórica foto: el general Moore —barbudo, ojeroso, embarrado— estrecha la mano del general Menéndez —afeitado, peinado a la gomina, las botas lustradas— el día de la rendición. Una revista humorística española —cuenta un colega que vivía en ese tiempo en Barcelona— publicó la foto con un acertijo: “Adivine quién se rinde a quién”. La mayoría de los lectores no acertaba.

Más adelante —tributo al vencedor— vino el escarnio. La gorra de Menéndez y otros souvenirs fueron rematados en Sotheby’s. El general Moore. cumplida su misión militar, volvió a la vida civil, preocupado por conseguir empleo. El general Menéndez y otros militares argentinos que habían prometido vencer o morir, no vencieron ni murieron. Tampoco buscan empleo. Cobran jugosos retiros.
El “créase o no” de una guerra argentina
A veces parece que la realidad argentina imita las novelas de Osvaldo Soriano o de algún autor satírico. Otras, parece imitar una conferencia de Unamuno. o peor: un concierto de Berthe Trépat (leer Rayuela). Es inverosímil, es verdadera. Cuanto más inverosímil más verdadera.
Un coronel que desembarcó en Malvinas, luego encargado de informar a la prensa durante el conflicto (desde Comodoro Rivadavia) atendía a los periodistas diciendo: “Señores, hoy como ayer, nada para declarar”. Por lo bajo, sin embargo, decía cosas como que el relajamiento moral de los royal marines era alarmante (por artículos de sex-shop que había encontrado en el cuartel) y que la victoria argentina estaba garantizada por tener un gigantesco portaaviones insumergible (el continente) y porque la cadena desabastecimiento aéreo de los ingleses era impracticable (dijo a la televisión: “¿Ustedes vieron la Un puente demasiado lejos?. Este cronista no pudo ver, lamentablemente, la película Un puente demasiado lejos.)
Más disparatado aun era que el mismo general argentino, comandante en jefe del Ejercito, que unos meses antes de Malvinas se había arrastrado cuerpo a tierra en la Academia Militar Norteamericana para “mostrar sus habilidades”, y que aceptaba que lo llamaran Patton (sin advertir que era una burla) asegurara haber pescado el “guiño” cómplice de Haig y de Vernon Walters sobre el Operativo Rosario.
Todo era disparatado, y sin embargo creíble y sin embargo, verdadero. El periodista Schoenfeld tituló unos días antes de abril, en La Prensa: “Haz lo que sea, pero hazlo ya”. La nota hablaba de la situación creada por los “incidentes” en las islas Georgias, y él aconsejaba, cual Maquiavelo, a su Príncipe (un príncipe borracho, para más señas). Ya declarado el conflicto, Neustadt y Grondona invitaban todas las semanas a Tiempo Nuevo al general Camps, para que disertara sobre guerra y política (un día llegaron a hablar, seriamente, de la alianza con la Unión Soviética). Otros, más “realistas”, corno la organización Tradición, Familia y Propiedad, publicaban solicitadas en los diarios explicando que el enemigo no era Inglaterra, sino, como siempre, el comunismo (al fin y al cabo ésa era la verdadera tradición, la verdadera familia y Ia verdadera propiedad de la derecha argentina). Pero lo que predominaba era el repentino antiimperialismo de Costa Méndez (abogado de empresas británicas), ministro que a poco de afirma que había que huir de las “zonas grises” de la política internacional fue en busca del disperso frente “no alineado” y llegó a abrazarse con Fidel Castro en La Habana. Créase o no.
El bombardeo mediático llegó rápidamente a su principal destinatario: la población. Intimas fibras que se tensaban, una causa justa alrededor de la cual reunir a los argentinos. Los servicios proponían: “¡Escríbale a la Thatcher!” Miles de cartas de niños y jóvenes dirigidas al N°10 de Downing Street (y ni un miserable sobre explosivo). “¡Escríbale a sus amigos en el exterior sobre la justicia de nuestra causa!” Maravillosos sobres sin estampilla. que llegaban a las casas de perplejos exiliados del proceso, quienes debían aceptar que de pronto los “malos” se habían convertido en “buenos”.

El sello RCA Víctor —que, se recuerda, es norteamericano— grabó junto con Canal 13 un disco titulado La recuperación de las Malvinas. Fueron, son y serán nuestras, del que participaron muchas de las principales “voces” de Daniel Mendoza, Juan Carlos Pérez Loizeau, Ramón Andino, Roberto Maidana. El sobre del disco llevaba en la contratapa un “poema” de Carlos Garbarino dirigido al soldado argentino: “Yo aquí en mi casa, dependiente (sic) de tus movimientos. Con un nudo en la garganta que me enronquecía. Esperando las noticias de tus pasos, de tu arrojo. Pidiendo que ello no te lleve al holocausto, pidiendo una reconquista sin vidas en su debe” (sic).
Los periodistas Jorge Cacho Fontana y Lidia Satragno (Pinky) condujeron por televisión el programa 24 horas de las Malvinas, donde conocidas figuras de la escena y el espectáculo argentino cantaron, danzaron, lloraron y hasta hicieron donaciones personales. Fue muy emotivo ver que la anciana actriz Pierina Dealessi, huésped de la Casa del Teatro, se desprendiera de sus únicas alhajas (un par de aros) para financiar la empresa de reconquista.
Podrían enumerarse sin fin los gestos individuales y colectivos de solidaridad suscitados en aquellos días: mujeres que tejían bufandas para los soldados, “rezadoras de Rosario” en las iglesias, niños que resignaban dulces o chocolatines pensando en los conscriptos que se helaban en la Gran Malvinas. Basta señalar que todos esos gestos -espontáneos o inducidos por los medios- fueron verdaderos. Como también lo fue la terrible defraudación posterior.
Epílogo y ¿prólogo?
Verdaderas fueron, asimismo, las mentiras de los llamados comunicadores. Nadie puede olvidar el fiasco de aquel primer “documental” de batalla grabado por Nicolas Kazanzew (único corresponsal autorizado, “Sagazmente”, el cameraman enfocaba el objetivo hacia retazos de la pista o la base aérea. No podía mostrar nada más, el resto era secreto militar (a todo esto, ya los Estados Unidos habían desviado un satélite militar para ocuparlo exclusivamente en la observación de Malvinas). Tuvo que llegar el documental inglés, después de la derrota, para que viéramos nítidas imágenes de los ataques de la Fuerza Aérea argentina a la flota británica. Con esas imágenes, tomadas “del otro lado”, y con las propias, será posible alguna vez elaborar un buen documental argentino.
Con las publicaciones ocurrió algo parecido. Por un buen tiempo coexistieron en los quioscos porteños los fascículos de la “versión argentina” de la guerra con los de la “versión inglesa”. Muchos investigadores, como es natural, compraban las dos colecciones, en la esperanza de armar algún día el rompecabezas.
Lo cierto es que a ocho años del conflicto, no existe un relato orgánico, serio y público de ese episodio clave de la historia argentina contemporánea. En los manuales escolares más conocidos, el capítulo “Malvinas” lisa y llanamente se omite. En bibliotecas militares argentinas (como la Biblioteca del Oficial, en el Círculo Militar), el severo y completo Informe Rattenbach no figura en catálogo.
En los archivos quedan miles de pequeñas crónicas y fotografías que esos mismos “comunicadores” serviles del proceso —hoy serviles de otro tipo de proceso— se rehúsan a mirar. Los ex combatientes, arrancando más lástima que conciencia, recitan su rosario reivindicativo en los trenes suburbanos, cuando no en los actos oficiales. Y, en síntesis, sólo a un loco redactor de diario se le ocurriría reclamar a esta hora —en medio de la depredación general— los aritos de la noble y ya fallecida actriz Pierina Dealessi, o descifrar borrosas fotografías tomadas en el mar austral una tarde de mayo de 1982.
Los ex combatientes usan la palabra desmalvinización para aludir a lo que pasa. Este redactor, que atravesó la guerra corno tripulante del “insumergible” portaaviones llamado “Argentina”, prefiere hablar de naufragio.
El, como muchos, ha sobrevivido. Con su cámara de aficionado toma fotografías. Eso sí —lección obtenida en Malvinas—: no entregará los negativos a su oficial superior.

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Archivo LCV/Patotic Park, por Hernán López Echagüe

El 22 de agosto de 1993, Página 12 publicaba en tapa una investigación exclusiva sobre cómo había sido la formación de patotas que fueron a agredir a los asistentes a la apertura de la Rural. Un entramado de internas del peronismo, cuando Menem era presidente y Duhalde su vice opositor. Hernán López Echagüe siguió la ruta de esa trama hasta llegar al Mercado Central en donde se reclutaban los grupos de choque. Su vida ya no fue la misma. Luego de participar del programa de Mariano Grondona en donde denunció el descalabro del Mercado y la posible relación con el narcotráfico, fue agredido en la puerta de su casa con un navajazo. Se convirtió en uno de los casos más emblemáticos de violencia contra el periodismo en tiempos de Menem y Duhalde. Luego tuvo un intento de secuestro en el Bingo de Avellaneda. Se venían las elecciones y esto parecía parte de la campaña. Salió por unos días del país con su familia. A su regreso ya nada era igual en Página 12. No tenía escritorio ni funciones. Años después supo que en ese interín el diario había sido vendido a Eduardo Duhalde. Un suplemento especial de la Provincia de Buenos Aires parecía afirmarlo, fue Lanata quien confirmó la venta. Frente al rechazo de una nota que implicaba a Rousselot, intendente de Morón, presentó su renuncia. Esta nota fue un antes y un después en su carrera periodística.

Patotic Park, por Hernán López Echagüe
Al ingresar en el Mercado Central se tiene la impresión de haber puesto los pies en otro planeta. Es un predio inabarcable, repleto de naves, frutas, verduras, pescados y cientos de hombres robustos que van y vienen cargando y descargando bultos de todo tipo. Son los changarines, la nervadura que le confiere vida y movimiento a un sitio al que habitualmente se lo suele emparentar apenas con comida. Sin embargo, este lugar que de veras parece un mundo aparte, lleno de códigos, costumbres, complicidades inextricables, se ha convertido con el correr del tiempo en un verdadero centro de reclutamiento de patotas y manifestantes. Todas las corrientes del justicialismo de La Matanza, en particular el Comando de Organización y la Liga Federal que lideran Alberto Pierri y el gobernador Eduardo Duhalde, recurren a los servicios de los changarines para conformar los célebres grupos de choque. La organización funciona de modo aceitado y las cooperativas que reúnen a esos hombres que se la pasan trasladando mercaderías de una a otra parte actúan como comités políticos de este reclutamiento. “Acá siempre hubo patotas, y son de uno u otro sector. Todos son peronistas y, entonces, claro, los dirigentes saben que acá consiguen mano de obra de inmediato”, dijo a Página/12 Aníbal Stella, uno de los directores del Mercado Central.
La Corporación del Mercado Central de Buenos Aires está situada en el cruce de la autopista Riccheri y Boulogne Sur Mer, en Tapiales, partido de La Matanza. Son seis los directores que de manera rotativa asumen la presidencia, y se trata de funcionarios cuyos nombramientos están teñidos de intereses políticos: dos son designados por la Secretaría de Comercio de la Nación; dos por la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, y los restantes por el gobierno de la provincia. Sumando changarines, vendedores y empleados administrativos, el Mercado emplea a más de cuatro mil personas. Los changarines, no obstante, constituyen la mayor parte del personal y están agrupados en cooperativas que, como los directores, poseen claras y abiertas inclinaciones políticas.
Simplemente Batata
Los hombres del Mercado que llevan a cabo la mayor y más visible actividad de reclutamiento de changarines para componer los grupos de choque del justicialismo bonaerense son tres: Raúl Leguiza, que es uno de los directores; Alberto Olmos, que ocupa una de las tantas gerencias que funcionan en la corporación, y Batata, simplemente Batata porque su pellejo es del color de la batata y contadas son las personas que en el Mercado conocen su verdadero nombre.
Leguiza fue nombrado por Duhalde y está sumamente vinculado a las cooperativas; suele definirse como un “pierrista a muerte”. A través de su excelente relación con las cooperativas -particularmente Centralmarket S.A. y Servicios y Mandatos, que funcionan en el piso tercero del Mercado–, Leguiza logra convencer a los changarines de las ventajas que acarrea formar parte de los grupos que él denomina “de seguridad”. Es que de la buena disposición de los hombres que dirigen las cooperativas depende la buena o mala fortuna de los changarines: son ellas las que contratan, pagan y, cuando se les antoja, desisten de sus servicios.
En la tarde del jueves último, cerca de una de las naves dedicadas a la venta de frutas, un changarín llamado Ramón narró a Página/12 la metodología que usualmente utilizan las cooperativas para invitar a los hombres de carga y descarga a participar en los “grupos de seguridad” del justicialismo. “Cuando empiezan las campañas siempre pasa lo mismo. Vienen los tipos de la cooperativa, te pagan por el laburo y te dicen que tal día hay acto de Pierri, de Duhalde, del Comando de Organización, y que hay que ir para garantizar la seguridad. Si no vas estás medio jodido porque después no te dan laburo. ¿La Rural? No, para ir a la Rural no me dijeron nada, pero sí me contrataron para la caravana, y fui y me saqué unos mangos. Por suerte no pasó nada. Tuve que hacer cordón, nada más, sacar a la gente del medio. Claro, si hay quilombo tenés que dar, si no ¿para qué te contratan?”
Alberto Brito Lima (izquierda), dirigente supremo del C. de O. Alberto Pierri (arriba), dirigente supremo de La Matanza y tercero en la sucesión después de los hermanos Menem.
Trabajo seguro
El cuerpo de Ramón tiene la consistencia de una piedra; mientras habla, con las manos metidas en los bolsillos del vaquero ajado, no deja de mirar hacia el piso de cemento. A su lado, algo temeroso y con el mismo tono árido de Ramón, un changarín, que dice que le dicen “Pardo”, explicó que la mayor parte de los “convocados” para formar los grupos de choque aceptan de inmediato. “Acá el trabajo lo tenemos seguro por las cooperativas, y si vos a los tipos te les negás, vas mal, te tienen después entre los ojos y cagaste. ¿Cuántos? Yo no sé. Pero te puedo decir que en esos días que vos decís, antes de la caravana y de la Rural, anduvieron por acá tipos de la Municipalidad hablando con la gente de las cooperativas, y después, mirá vos, vino el Batata a pedirnos una manito para esos actos. No, loco, yo no fui. Dije que me sentía mal.”
El misterioso Batata tiene una oficina en el primer piso del Mercado; todos lo señalan como el hombre que organiza y dirige a los changarines cuando se trata de reclutarlos; una suerte de intermediario entre la dirigencia política que tiene sus influencias en las cooperativas y “la mano de obra”, en este caso ocupada. En el Mercado se habla de Pierri, Duhalde y Brito Lima con naturalidad, como si estuvieran refiriéndose a cualquier mercancía. Sin embargo, para Aníbal Stella -uno de los directores de la Central, que se define como fiel partidario de Carlos Brown- hubo épocas peores. “Antes, durante las campañas, se cruzaban tiros de todas partes. Ahora no, ahora, como mucho, hay piñas y palos.”
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Archivo/El testamento ignorado de Evita, por Oscar Taffetani

A 73 años de su muerte, un testamento probadamente auténtico de Eva Perón no alcanza a ser cumplido. El rescate de “Mi Mensaje” –un libro que la Abanderada de los Humildes dictó en su lecho de muerte- fue un desafío que comenzó en 1987 y que por distintas obstrucciones legales recién pudo superarse en 2022. La Justicia finalmente determinó la autenticidad del documento. Esta nota fue publicada en el diario Sur, el 26 de julio de 1989, y fue parte de la lucha de periodistas y editores para que esa memoria de Evita no fuera escamoteada.

ÚLTIMA VISIÓN DE EVITA EN EL COLECTIVO
El colectivo, dicen, al igual que el dulce de leche y la picana eléctrica, es un invento argentino. Antes de que se introdujeran el boleto estudiantil, el boleto de jubilado y el boleto obrero, el colectivo era también llamado ómnibus que quiere decir “para todos”).
Varias décadas más tarde, la imborrable artista argentina Aída Carballo inició su serie de los colectiveros, en la que lo importante -como se demuestra tratándose de Aída- era la gente que viaja en colectivo, choferes incluidos.
La UTA, en una época en que los sindicatos, por lo menos, se permitían la demagogia, la premió con un pase libre para todas las líneas de la ciudad (“mucho mejor -diría Ricardo Molinari- que ser nombrado ciudadano ilustre”).
Hasta ahí la cosa iba sobre ruedas. Después de ahí vinieron los sociólogos. Ellos inventaron otra clase de colectivos.
León Rozitchner, por ejemplo, en una entrevista periodística hecha a propósito de los sucesos de Semana Santa: “En esos días vimos aparecer tres colectivos en acción…”: “El segundo colectivo fue el civil…” “cualquier desavisado se preguntaría si se trata de la línea 109, que va hasta Campo de Mayo o alguna otra, pero el sociólogo, al parecer, estaba usando colectivo como sinónimo de masa).
Nos hallamos, pues, ante una “colectivización forzosa” del lenguaje (no hay perestroika que valga). Seguiremos viajando en eso –otro remedio no queda- pero ya no sabremos exactamente si llamarlo ómnibus, colectivo, masa, albóndiga o simplemente “bondi”.

Asalto al colectivo del Moncada
El lunes pasado, quien esto escribe abordó un bondi del suburbio, de esos que conmovían a Yunque. Avanzada la mañana, el pasaje se componía de señoras a la busca de buenos precios (siguiendo consejos presidenciales), escolares rezagados en clausura de vacaciones, algún viejo inescrutrable, algún agente del orden camino de sus tareas y algún periodista, siempre de turno.
El periodista iba pensando en una doble efemérides que se cumple el 26 de julio: el asalto al Cuartel Moncada (1953) preludio de la revolución cubana y la muerte de Eva Perón (1951). Ambas fechas tenían especial significación significación para él (como parte de un “colectivo”) y seguramente para los otros. Y por separado, la muerte de Evita y el asalto al Moncada también significaban algo.
En un punto de su meditación -cuando había llegado a una edificación de la explosiva coincidencia entre la muerte del Che (8 de octubre), trepó al bondi un vendedor ambulante. De libros se trataba, esta vez. La Historia del Halcón Perdido en Malvinas -pensó- o las recetas de Chichita de Erquiaga. Pero no. Se trataba del Último Mensaje de Eva Perón “libro desaparecido durante 32 años, al precio de un diario.”
Oblados que fueron los cien australes (Góngora siempre al acecho), el periodista obtuvo su “Último Mensaje”. A continuación, se dispuso a leer.
El pequeño volumen, con el sello Ediciones del Mundo, tenía una contratapa a cargo de los editores y una introducción del historiador peronista Fermín Chávez. La introducción contaba la nada azarosa peregrinación de esos últimos papeles de Evita desde el 1951 en que probablemente fueron escritos hasta el 1987 en que por fin fueron publicados.
Fue entonces cuando el periodista -coleccionista de paradojas, además- recordó un suntuoso aviso publicado hacia septiembre de 1987 en la página de remates del diario La Nación. Le había llamado la atención la extraña convivencia de un “texto inédito de Eva Perón” con los muebles, antigüedades y selectas obras de arte a subastarse.
Luego, antes del fin de ese año, había visto publicado en la revista Crisis (N° 55) un anticipo del libro, también con prólogo de Chávez. Finalmente, había guardado los recortes a la espera de más novedades.
La única novedad fue el inesperado y grato asalto al colectivo que protagonizaba aquel vendedor ambulante (para compradores también ambulantes). Una señora guardó cuidadosamente su “Evita” en la bolsa, negándosela al uniformado que pretendía “ojearlo”. Un jubilado tomó el libro “sin compromiso de compra” y leyó los títulos, fundamentalmente como pretexto para hablar de “la Señora” con el conductor. “Se prohibe hablar con el conductor” reza un desoído cartelito del bondi (“Se prohibe hablar con el Conductor!”, decían los muchachos de la Jotapé desairados por el Brujo.)

Si Evita viviera
Dejemos el hilado fino de las peripecias del libro al especialista Fermín Chávez. Dejemos también de lado el tacto (o la delicadeza) con que Chávez trata de explicar la censura que el texto de Evita tuvo incluso durante los últimos años del peronismo. Dejemos, por último, al lado, al periodista ambulante. Vayamos a lo grueso, a lo que nos interesa, a lo colectivo.
Dice F. Ch. en la introducción: “El contenido de los renglones finales: Las jerarquías clericales, La religión, los ricos y Los principios, Los pueblos y Dios, Los que circulan: Servir al pueblo y La grandeza o la felicidad, es suficiente para explicar la no difusión de sus páginas en 1952, a pocos meses de una crisis grave como fue la vivida en septiembre de 1951”.
Es explicable, por cierto. La censura es explicable. Pero es éticamente inaceptable.
Dice Eva Perón en el capítulo Los imperialismos: “A Perón y a nuestro pueblo les ha tocado la desgracia del imperialismo capitalista. Yo lo he visto de cerca en sus miserias y en sus crímenes”.
Dice en otro capítulo (Por cualquier medio): “Frente a la explotación inicua y execrable, todos poco… y cualquier cosa es importante para vencer”.
Dice en El hambre y sus intereses: “El talón de Aquiles del imperialismo son sus intereses… Donde esos intereses del imperialismo se llamen ‘petróleo’ basta, para vencerlos, con echar una piedra en cada pozo. Donde se llame cobre o estaño, basta con que se rompan las máquinas que los extraen de la tierra… o que se crucen de brazos los trabajadores explotados”.
Podríamos seguir citando fragmentos y capítulos del texto de Evita más transgresivos o revolucionarios (“censurables” o “inconvenientes”) que los que señala Chávez. La verdad, en este punto, es gruesa, nada sutil. Para quienes celebraron el vergonzoso contrato con la California, empresa petrolera norteamericana, esa mujer que pedía tirar una piedra en cada pozo era un peligro, un fantasma de justicia y reivindicación que recorría no la lejana Europa y si los campos y ciudades argentinos en la prolija y orquestada posguerra del mundo.
Desconocemos si existe un testamento escrito de Eva Perón. El testamento político y moral, sin duda, es “Mi mensaje”. Contiene una cláusula que no sabemos si ha sido cumplida por Ignacio Burundanga, que figura como comprador en remate del manuscrito.
Dice la cláusula: “El dinero de La Razón de mi Vida y de Mi mensaje, lo mismo que la venta o el producido de mis propiedades, deberá ser destinado a mis descamisados. Quisiera que constituya con todos esos bienes un fondo permanente de ayuda social para los casos de desgracias colectivas que afecten a los pobres y quisiera que ellos lo aceptasen como una prueba más de mi cariño.
No sabemos si se está cumpliendo con esa última voluntad de Eva Perón. Lo que sí sabemos es que el texto recuperado no cuenta con la difusión suficiente. Citemos entonces un fragmento más, e imaginemos a esa señora que puso el libro en la cartera, antes de ayer lunes, en la magra bolsa de las compras del día.
“Cuando todos sean trabajadores, cuando todos vivan del propio trabajo y no del trabajo ajeno, seremos todos más buenos, más hermanos; y la oligarquía será un recuerdo amargo y doloroso para la humanidad. Pero mientras tanto, lo fundamental es que los hombres del pueblo, los de la clase que trabaja, no se entreguen a la raza oligarca de los explotadores”.
(Diario Nuevo Sur, 26 de julio de 1989)
La foto portada de este artículo corresponde a la primera versión ‘pirata’ publicada por Juan José Salinas
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Belgrano intangible, por Oscar Taffetani

En un nuevo aniversario de la desaparición física de Manuel Belgrano, LCV recupera para su archivo una investigación de Oscar Taffetani publicada en Nuevo Siglo Online (NSO) el 19-07-2007 .
La Secretaría de Cultura ha ofrecido una recompensa de 20 mil pesos a quien aporte información “que posibilite la recuperación” de un reloj de oro con cadena de oro y brillantes que perteneciera a Manuel Belgrano y que habría sido hurtado el pasado 30 de junio –según se denunció- de una vitrina del Museo Histórico Nacional.
Para que se tenga idea del valor de la pieza que la Secretaría de Cultura dice querer recuperar con 20 mil pesos, apuntemos que un par de pistolas artesanales obsequiadas a Manuel Belgrano después de la batalla de Salta, y que por esas vueltas de la vida llegaron a la caja fuerte de un Secretario del Tesoro norteamericano, fueron rematadas el año pasado en Christie’s por 374.400 dólares.
Un antiguo reloj de oro ¡y de Belgrano! (pongámonos por un instante en la cabeza del ladrón) vale mucho más que un par de pistolas…Obsequio del rey Jorge III de Inglaterra, el reloj acompañó al prócer en sus últimos años bla bla y fue entregado en el lecho de muerte bla bla al médico Joseph Readhead, porque Belgrano bla bla no tenía al morir ninguna otra pertenencia… “Son piezas vinculadas de manera íntima a la historia argentina, que lamentablemente no han estado en ese país por más de 150 años” dijo Connor Fitzgerald, asesor del coleccionista William Simon, propietario de las pistolas rematadas en Christie’s.
Esas palabras podrían repetirse, dentro de unos años, para fundamentar la tasación de esta pieza robada hoy al Museo, en un hipotético remate internacional (Interpol, reconozcamos, ha logrado frustrar algunas de esas ventas). Imaginamos a un barón de la soja, a un príncipe argentino de los bíocombustibles, con lágrimas en los ojos, adquiriendo el reloj de Manuel Belgrano en la subasta. Nacionalizándolo (así titulará algún diario). Trayéndolo de nuevo a casa… A una casa particular, claro. No al museo. Porque los museos argentinos –como el país, en general- no son confiables…Ay, don Manuel, cuánta hipocresía. Cuánta miseria del alma. Cuánta nada.
PÉRDIDAS Y RECUPERACIONES
Ya es parte de nuestro folklore -y nuestra tristeza- la historia de las cuatro escuelas del NOA que mandó a crear Belgrano, donando cuarenta mil pesos fuertes que había recibido de Buenos Aires, en reconocimiento por el triunfo de Salta.
La más norteña de esas escuelas –la de Tarija, Bolivia- fue construida por el Estado argentino recién en 1974. Las de Salta y Santiago del Estero, en 1997. Y la última, la de Jujuy, en 2004.
Si aquellos cuarenta mil pesos fuertes de 1813 hubieran sido puestos en un banco, todavía hoy los descendientes de Belgrano estarían viviendo de los intereses. Y con ese capital incrementado, seguramente, podrían construirse en esta época más de cuatro escuelas. Pero la pérdida intangible –la que ya no se puede “tocar” ni reparar, de ninguna forma- es la de los niños tarijeños, jujeños, salteños y santiagueños que no tuvieron oportunamente –en el siglo XIX, en el siglo XX- la escuela pública que necesitaron.
El despojo a Belgrano comenzó hace mucho. Recordemos que fue un periódico marginal de Buenos Aires –“El Despertador Teofilántrópico”, del padre Castañeda- el único medio que publicó la noticia de su muerte, en 1820.
Cuando se exhumaron los restos del prócer para inaugurar el panteón en Santo Domingo, apenas comenzado el siglo XX, los ministros Joaquín V. González y Pablo Riccheri intentaron guardarse como reliquias algunas piezas dentales de esos restos, aunque fueron descubiertos y debieron devolverlas. Sin embargo, la apropiación física de la memoria de Belgrano no fue tan grave como la apropiación intelectual (y política) de su vida y su legado.
En su obra póstuma “Grandes y Pequeños Hombres del Plata” (Garnier, París, 1912), Juan Bautista Alberdi denuncia, aportando su propio testimonio y el de Sarmiento, que la monumental “Historia de Belgrano”, de Mitre, fue un trabajo ideado y comenzado por Andrés Lamas, quien desde Río de Janeiro –donde se hallaba en misión diplomática- le pidió a su amigo Bartolo que le copiara cierta documentación a la que él no tenía acceso.
Mitre, según Alberdi, nunca envió esas copias a Lamas, a la vez que desistió de continuar el “Artigas” que había comenzado y a la vez que aconsejó a Lamas no publicar su trabajo sobre Belgrano. Acto seguido, se lanzó él mismo a escribir la biografía del prócer de Mayo, con la abundante documentación disponible en Buenos Aires. Pero la gran crítica que Alberdi le hace al “Belgrano” de Mitre no es la apropiación de la idea y el enfoque de Lamas, sino el intento (lamentablemente, logrado) de interpretar como una derrota –honorable, pero derrota- la expedición porteña al Paraguay.
Esos reveses militares (y políticos) de Belgrano serían “vengados” simbólicamente, luego, por la guerra de la Triple Alianza. “En su anhelo de pasar por un segundo Belgrano –escribe Alberdi- el presidente biógrafo de este ilustre general argentino pretende que lleva hoy al Paraguay la misma misión que llevó el general Belgrano a ese país en 1810: inaugurar allí el régimen de la revolución de mayo americana..”
De Alberdi –más allá de sus juicios y cambios de opinión- hay que decir que tuvo el valor de denunciar, en su libro “El crimen de la guerra”, el auténtico genocidio que fue la guerra de la Triple Alianza, una guerra que sumió al Paraguay en la anarquía y en una caída institucional de la que hasta hoy no se ha recuperado.
Otra distorsión –interesada- en la valoración histórica de Belgrano, ha sido tomar como un delirio su propuesta –expresada en la reunión secreta del 6 de julio de 1816, en el Congreso de Tucumán- de instalar en el sur de América una monarquía incaica, tomando la línea de descendencia de José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru), en la persona de su hermano menor Juan Bautista, que vivía protegido por Rivadavia en Buenos Aires.
Lo de la monarquía incaica para nuestros pueblos, es una gran conjetura. Máxime en los tiempos que corren, cuando se ve en América resurgir, cada vez con más fuerza, los liderazgos criollos e indígenas. Algunas veces nos hemos preguntado si ese intento de construir repúblicas copiando el modelo europeo y norteamericano, como sucedió en nuestro siglo XIX- e ignorando los modos autóctonos, no ha sido la causa de esas guerras interiores latentes –y a veces, explícitas- que han desangrado a nuestros pueblos, en los últimos siglos.
Por otra parte, pensamos, tampoco se estudió con seriedad el pensamiento económico de Belgrano, un déficit que recién comenzó a subsanarse en las últimas décadas, de la mano de estudiosos como Gondra, Fernández López y Alfredo Félix Blanco.
No es un dato muy conocido que ya en 1790 Manuel Belgrano había sido designado presidente de la Academia de Derecho Romano, Política Forense y Economía Política de la Universidad de Salamanca. Ni que en 1794 Belgrano tradujo el ensayo de Quesnay “Máximas generales del gobierno económico de un reino agrícola”, que es la fuente de influencia fisiocrática más clara que llegó al Río de la Plata.
La Fisiocracia –reconocida por Marx como antecedente de la ciencia económica- sostiene que el único sector que genera riqueza es el agrícola, y se apoya en la convicción de que existe un orden en la naturaleza, un orden que no debe ser quebrado por la acción del hombre. (Pensemos, por lo menos, si no valdría la pena debatir esos dos enunciados).
Hay que volver a Belgrano, qué duda cabe. Hay que releerlo. Aún estamos esperando, aquí en el río de la Plata, una recopilación comentada y anotada de las Actas del Consulado. ¿Habrá que esperar otro par de siglos? Que Interpol y que las aduanas se ocupen de recuperar los 1.980 objetos robados a colecciones públicas y particulares de la Argentina, en los últimos años.
El resto, los que no pertenecemos a la policía, a las agencias de detectives ni a las compañías de seguros, tratemos de que no se pierda el “Belgrano intangible”, el que más importa.
Lo dijo Alberdi, en la obra que ya comentamos: “Todo no se puede abrazar en este mundo. Que los que adoran la fortuna lo sacrifiquen todo a su ídolo, está bien: pero conténtense con eso y no hablen de honor y de gloria. Dejen, al menos, estas variedades a los pobres como Garibaldi, como Washington, como Belgrano…”


Eppur si muove!/10. Síntesis semanal de noticias, por Alberto Nadra

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