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Últimas imágenes de un naufragio, por Oscar Taffetani

Publicada en el suplemento Las Palabras y las Cosas, del diario Sur, el 10 de junio de 1990.

En una foto caben muchas cosas. En una simple foto, tomada con una cámara de aficionado en una tarde gris y destemplada, pueden caber muchas cosas. No importa que lo que se “muestre” en ella sea poco: un descolorido cielo; un borroso azul ondulante, que sugiere el mar; una silueta informe, oscura, que emerge o se sumerge en él.

Pasa una colega por la mesa del diagramador y dice: “Qué foto fea. no se sabe qué es, parece una ballena”. El diagramador mismo se resiste a incluirla en la página: dice: “Esta tapa de Gente es mucho más fuerte, mirá qué patético: ‘Seguimos ganando. ¡Seguimos ganando!’. El redactor entonces duda, calla sus motivos, piensa que tal vez esos observadores espontáneos, “neutrales”, tienen razón. Esa foto muestra poco, es confusa. Hay que hacerla hablar. “A mi juego me llamaron—piensa— ¡Para eso se inventaron los redactores!”.

Esa foto borrosa, insulsa (abajo a la izquierda de su televisor, señora) es la última foto del crucero “ARA General Belgrano”, antes de hundirse en las procelosas aguas del Atlántico Sur.

Última foto del hundimiento del Belgrano tomada por el Teniente Martín Sgut

Fue tomada por el teniente de navío Martín Sgut, náufrago del “General Belgrano”, el 2 de mayo de 1982. Es la última de una secuencia que recorrió el mundo. Si está algo “movida” es porque fue tomada con una cámara de aficionado, desde un bote salvavidas que se zarandeaba y mientras el teniente Sgut sostenía a un marinero herido, que murió esa misma noche.

¿Cómo conocieron los argentinos esas primeras imágenes verdaderas de la guerra de Malvinas? Cuando se publicaron diez días después, en los diarios norteamericanos.

¿Cómo llegaron esas fotos antes a los diarios norteamericanos que a los medios argentinos? Declaró el teniente Sgut (Revista Flash, 17 de julio de 1984): “Consideré que era mi responsabilidad moral entregar el rollo a mis oficiales superiores, y así lo hice. Ellos, por su parte, entregaron los negativos a Inteligencia Naval…”

Un oficial de inteligencia argentino (presumiblemente José María Grimaldi, presumiblemente sometido a un consejo de guerra) vendió copia de los negativos a la agencia francesa Gamma en 10 mil dólares, negativos que fueron revendidos a los diarios norteamericanos en 250 mil dólares.

Innecesario es agregar que las peripecias de esa foto borrosa e insulsa (abajo, a la izquierda de su televisor, señor) son una metáfora perfecta de la manera como los medios y el poder político argentinos manejaron la guerra de Malvinas. Y son una metáfora imperfecta (pero suficiente) de la manera como vivió el pueblo argentino la guerra de Malvinas: la foto de la tragedia nos fue ofrecida, gentilmente, por un mensajero del enemigo. Y lo peor: la foto es verdadera.

El mismo Martín Sgut, tomó esta fotografía apenas pudo subir al barco salvavidas mientras el Belgrano se hundía

Cuando la mentira no tenía patas cortas

Fue la atenta y perceptiva Sara Facio quien, desde una escueta nota publicada en Clarín (mayo de 1982) habló de la conmoción que esas fotografías defectuosas —y verdaderas— del hundimiento del “Belgrano’” le provocaban, en contraste con las burdas fotos fabricadas por los servicios de información británicos. Allí la fotógrafa —como miles y miles de argentinos, acotemos— pecó de ingenuidad, puesto que las imágenes en video de la partida de la task-force hacia el Sur (imágenes que aquí vimos completas mucho tiempo después) también eran terriblemente verdaderas. Y aun esas fotos tomadas en Ascension Island cerca de la costa africana, que mostraba a “ridículos” soldados ingleses vestidos como para una guerra tropical, eran fotos verdaderas. Tenían la verdad de la mentira, una mentira que compartían los servicios ingleses y argentinos. Sólo que cuando llegó la hora de enfrentarse verdaderamente en el campo (¿de juego?) los royal marines tenían trajes térmicos, prismáticos infrarrojos y un asombroso (así dijeron los servicios argentinos) conocimiento del terreno.

Las sorpresas, entonces, las amargas sorpresas —especialmente la de esa súbita rendición del 14 de junio de 1982— fueron lo dominante en los medios argentinos. La misma revista de “¡Seguimos ganando!” (una entre cien, todas eran iguales) publicó en tapa dos semanas después, a todo color, una histórica foto: el general Moore —barbudo, ojeroso, embarrado— estrecha la mano del general Menéndez —afeitado, peinado a la gomina, las botas lustradas— el día de la rendición. Una revista humorística española —cuenta un colega que vivía en ese tiempo en Barcelona— publicó la foto con un acertijo: “Adivine quién se rinde a quién”. La mayoría de los lectores no acertaba.

Más adelante —tributo al vencedor— vino el escarnio. La gorra de Menéndez y otros souvenirs fueron rematados en Sotheby’s. El general Moore. cumplida su misión militar, volvió a la vida civil, preocupado por conseguir empleo. El general Menéndez y otros militares argentinos que habían prometido vencer o morir, no vencieron ni murieron. Tampoco buscan empleo. Cobran jugosos retiros.

El créase o node una guerra argentina

A veces parece que la realidad argentina imita las novelas de Osvaldo Soriano o de algún autor satírico. Otras, parece imitar una conferencia de Unamuno. o peor: un concierto de Berthe Trépat (leer Rayuela). Es inverosímil, es verdadera. Cuanto más inverosímil más verdadera.

Un coronel que desembarcó en Malvinas, luego encargado de informar a la prensa durante el conflicto (desde Comodoro Rivadavia) atendía a los periodistas diciendo: “Señores, hoy como ayer, nada para declarar”. Por lo bajo, sin embargo, decía cosas como que el relajamiento moral de los royal marines era alarmante (por artículos de sex-shop que había encontrado en el cuartel) y que la victoria argentina estaba garantizada por tener un gigantesco portaaviones insumergible (el continente) y porque la cadena desabastecimiento aéreo de los ingleses era impracticable (dijo a la televisión: “¿Ustedes vieron la Un puente demasiado lejos?. Este cronista no pudo ver, lamentablemente, la película Un puente demasiado lejos.)

Más disparatado aun era que el mismo general argentino, comandante en jefe del Ejercito, que unos meses antes de Malvinas se había arrastrado cuerpo a tierra en la Academia Militar Norteamericana para “mostrar sus habilidades”, y que aceptaba que lo llamaran Patton (sin advertir que era una burla) asegurara haber pescado el “guiño” cómplice de Haig y de Vernon Walters sobre el Operativo Rosario.

Todo era disparatado, y sin embargo creíble y sin embargo, verdadero. El periodista Schoenfeld tituló unos días antes de abril, en La Prensa: “Haz lo que sea, pero hazlo ya”. La nota hablaba de la situación creada por los “incidentes” en las islas Georgias, y él aconsejaba, cual Maquiavelo, a su Príncipe (un príncipe borracho, para más señas). Ya declarado el conflicto, Neustadt y Grondona invitaban todas las semanas a Tiempo Nuevo al general Camps, para que disertara sobre guerra y política (un día llegaron a hablar, seriamente, de la alianza con la Unión Soviética). Otros, más “realistas”, corno la organización Tradición, Familia y Propiedad, publicaban solicitadas en los diarios explicando que el enemigo no era Inglaterra, sino, como siempre, el comunismo (al fin y al cabo ésa era la verdadera tradición, la verdadera familia y Ia verdadera propiedad de la derecha argentina). Pero lo que predominaba era el repentino antiimperialismo de Costa Méndez (abogado de empresas británicas), ministro que a poco de afirma que había que huir de las “zonas grises” de la política internacional fue en busca del disperso frente “no alineado” y llegó a abrazarse con Fidel Castro en La Habana. Créase o no.

El bombardeo mediático llegó rápidamente a su principal destinatario: la población. Intimas fibras que se tensaban, una causa justa alrededor de la cual reunir a los argentinos. Los servicios proponían: “¡Escríbale a la Thatcher!” Miles de cartas de niños y jóvenes dirigidas al N°10 de Downing Street (y ni un miserable sobre explosivo). “¡Escríbale a sus amigos en el exterior sobre la justicia de nuestra causa!” Maravillosos sobres sin estampilla. que llegaban a las casas de perplejos exiliados del proceso, quienes debían aceptar que de pronto los “malos” se habían convertido en “buenos”. 

El sello RCA Víctor —que, se recuerda, es norteamericano— grabó junto con Canal 13 un disco titulado La recuperación de las Malvinas. Fueron, son y serán nuestras, del que participaron muchas de las principales “voces” de Daniel Mendoza, Juan Carlos Pérez Loizeau, Ramón Andino, Roberto Maidana. El sobre del disco llevaba en la contratapa un “poema” de Carlos Garbarino dirigido al soldado argentino: “Yo aquí en mi casa, dependiente (sic) de tus movimientos. Con un nudo en la garganta que me enronquecía. Esperando las noticias de tus pasos, de tu arrojo. Pidiendo que ello no te lleve al holocausto, pidiendo una reconquista sin vidas en su debe” (sic).

Los periodistas Jorge Cacho Fontana y Lidia Satragno (Pinky) condujeron por televisión el programa 24 horas de las Malvinas, donde conocidas figuras de la escena y el espectáculo argentino cantaron, danzaron, lloraron y hasta hicieron donaciones personales. Fue muy emotivo ver que la anciana actriz Pierina Dealessi, huésped de la Casa del Teatro, se desprendiera de sus únicas alhajas (un par de aros) para financiar la empresa de reconquista.

Podrían enumerarse sin fin los gestos individuales y colectivos de solidaridad suscitados en aquellos días: mujeres que tejían bufandas para los soldados, “rezadoras de Rosario” en las iglesias, niños que resignaban dulces o chocolatines pensando en los conscriptos que se helaban en la Gran Malvinas. Basta señalar que todos esos gestos -espontáneos o inducidos por los medios- fueron verdaderos. Como también lo fue la terrible defraudación posterior.

Epílogo y ¿prólogo?

Verdaderas fueron, asimismo, las mentiras de los llamados comunicadores. Nadie puede olvidar el fiasco de aquel primer “documental” de batalla grabado por Nicolas Kazanzew (único corresponsal autorizado, “Sagazmente”, el cameraman enfocaba el objetivo hacia retazos de la pista o la base aérea. No podía mostrar nada más, el resto era secreto militar (a todo esto, ya los Estados Unidos habían desviado un satélite militar para ocuparlo exclusivamente en la observación de Malvinas). Tuvo que llegar el documental inglés, después de la derrota, para que viéramos nítidas imágenes de los ataques de la Fuerza Aérea argentina a la flota británica. Con esas imágenes, tomadas “del otro lado”, y con las propias, será posible alguna vez elaborar un buen documental argentino.

Con las publicaciones ocurrió algo parecido. Por un buen tiempo coexistieron en los quioscos porteños los fascículos de la “versión argentina” de la guerra con los de la “versión inglesa”. Muchos investigadores, como es natural, compraban las dos colecciones, en la esperanza de armar algún día el rompecabezas.

Lo cierto es que a ocho años del conflicto, no existe un relato orgánico, serio y público de ese episodio clave de la historia argentina contemporánea. En los manuales escolares más conocidos, el capítulo “Malvinas” lisa y llanamente se omite. En bibliotecas militares argentinas (como la Biblioteca del Oficial, en el Círculo Militar), el severo y completo Informe Rattenbach no figura en catálogo.

En los archivos quedan miles de pequeñas crónicas y fotografías que esos mismos “comunicadores” serviles del proceso —hoy serviles de otro tipo de proceso— se rehúsan a mirar. Los ex combatientes, arrancando más lástima que conciencia, recitan su rosario reivindicativo en los trenes suburbanos, cuando no en los actos oficiales. Y, en síntesis, sólo a un loco redactor de diario se le ocurriría reclamar a esta hora —en medio de la depredación general— los aritos de la noble y ya fallecida actriz Pierina Dealessi, o descifrar borrosas fotografías tomadas en el mar austral una tarde de mayo de 1982.

Los ex combatientes usan la palabra desmalvinización para aludir a lo que pasa. Este redactor, que atravesó la guerra corno tripulante del “insumergible” portaaviones llamado “Argentina”, prefiere hablar de naufragio.

El, como muchos, ha sobrevivido. Con su cámara de aficionado toma fotografías. Eso sí —lección obtenida en Malvinas—: no entregará los negativos a su oficial superior.

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La bestia pop, por Ricardo Ragendorfer

Era un atardecer primaveral de 2015 cuando subí a un taxi en la esquina de Callao y Paraguay. A las dos cuadras, un semáforo en rojo detuvo su marcha. Entonces advertí que el chofer me observaba a través del espejito. Luego, dijo:

–Disculpe el atrevimiento, usted es…

Y remató la frase con mi apellido mal pronunciado.

Ocurre que el tipo me había reconocido por la foto con mi rostro que aparecía en las crónicas policiales que por esos días yo publicaba en un diario.

Pero, sin darme tiempo a contestar, giró la cabeza hacia mí, y soltó:

–Yo estuve en la banda de “La Bestia” Romero.

No dijo más, como dándome tiempo para asimilar el dato antes de que iniciáramos una conversación al respecto.

En ese lapso de silencio me vino a la mente una añeja historia.

El ángel de la guarda

El 7 de julio de 1983 hubo razzia en el Café Einstein. De modo que la avenida Córdoba, casi llegando a Pueyrredón, estaba cortada por dos patrulleros; otros tres acechaban a metros del mítico tugurio con los parachoques mordiendo el cordón de la vereda. También había un colectivo requisado para trasladar a los detenidos hacia la comisaría 19ª; en su interior ya no cabía ni un alfiler.

Ese jueves acababa de lucirse la Hurlingham Reggae Band, conformada por los integrantes de Sumo. Ahora, Luca Prodan, algo belicoso por la ingesta de ginebra, increpaba en la calle a un sargento obeso, con gesto impávido, que ni siquiera le devolvía la mirada; el tipo simplemente contaba hasta diez antes de prodigarle un cachiporrazo en la cabeza. Pero no llegó a esa cifra porque, de pronto, una oportuna mano se atenazó al cuello de Luca para arrancarlo de la escena. Era una mano inmensa, velluda, con dedos como morcillas de acero. Pertenecía a un sujeto morocho que de casualidad pasaba por allí. Lo cierto es que su tamaño atemorizaba. Sin embargo, exhibía una cara amigable. Un sexto sentido hizo que Luca caminara con él sin chistar.

Ambos terminaron en un piringundín de la calle Anchorena, a metros de la avenida Santa Fe. Allí el gigante era tratado por los mozos con deferencia. Uno de ellos llevó su campera de cuero al perchero. Recién entonces, Luca vio que por detrás de la camisa le asomaba, en el extremo superior del esternón, la cabeza tatuada de un águila, y que en su antebrazo derecho había tres palabras: “Madre, nunca más”. Luca quiso saber qué significaban. La respuesta: “Que a la cárcel no vuelvo”.

Fue la única vez en sus vidas que ellos se encontraron. Luca tardaría 12 meses y una semana en saber quien realmente era su extraño salvador.

Entre las sogas

Durante la tarde del 14 de julio de 1984, el cantante de Sumo ocupaba una mesa de El Británico con el poeta y periodista Tom Lupo. Las otras mesas estaban plagadas por parroquianos muy atentos en el televisor instalado sobre la entrada. La pantalla mostraba un ring con un individuo de smoking rojizo anunciando en el casino de Montecarlo la gran pelea de ese día: el venezolano Fulgencio Obelmejías versus el crédito criollo, César “La Bestia” Romero. El presentador exageró las vocales al declamar ese apellido. Luca observaba a los parroquianos con desprecio, ya que el boxeo no era su deporte favorito. Pero, súbitamente, su mirada se clavó en el televisor. Y se puso de pie, sacudido por un detalle: el púgil argentino tenía un enorme águila tatuado en el tórax.

Al sonar en Montecarlo la campana, Romero avanzó con pasos firmes al centro del ring. Allí lo esperaba Obelmejías, un nombre prestigioso entre los medio pesados. La Bestia, dueño del séptimo puesto en el ranking mundial, lo madrugó con un golpe feroz en el pómulo derecho. Su público en El Británico lo vitoreaba. Luca se había plegado con todo el alma a tal fervor. Y Lupo, al verlo así, no salía de su asombro.

Al concluir el primer round, Luca le contó los detalles de su breve pero inolvidable cruce con semejante personaje.

César Romero había nacido a comienzos de 1955 en una localidad del partido bonaerense de Merlo llamada Libertad. Casi un chiste para alguien que estaría preso desde los 17 hasta los 23 años. Ese fue el destino del primogénito de don Servano, un trabajador ferroviario que con su esposa, Antonia, tuvo otros siete vástagos. La familia se hacinaba en una vieja casa próxima a la estación y la plata no era suficiente para comer a diario.

En tal contexto, el pequeño César saltó de mandadero por unas monedas y repartidor de soda a malviviente precoz antes de cumplir los 12. Tanto es así que armó una bandita con pibes de su edad abocada al robo de cobre en los talleres del ferrocarril y mármoles en tumbas del cementerio de Santa Mónica. Después, ya adolescente, pasó al asalto a mano armada de comercios; también levantaba coches y hasta tuvo una fugaz incursión en el arte del “escruche”. El “frenteo” a una distribuidora de quesos en Liniers fue su perdición. Aquella aventura le deparó una penosa travesía por los penales de Olmos, Mercedes y Devoto. En tales infiernos, su envoltura corpórea –casi dos metros de altura y 84 kilos– lo convirtió en un convicto respetable. Un prestigio que, por cierto, supo consolidar a las trompadas.

En la cárcel empezó a ser llamado La Bestia. Y allí se hizo boxeador. Su obsesión era dejar la reja con esa salida laboral. Pasaba horas entrenándose. Aporreaba una ojota sostenida por un muchacho del pabellón, practicaba con otros presos, saltaba la soga, hacía abdominales y corría por el patio. Así era su rutina diaria. Y la mantuvo hasta obtener libertad condicional

Último round

La Bestia salió de Devoto en otoño de 1978 con el águila en el pecho y otros 32 tatuajes, incluso uno en el pene. Entonces se hizo estampar el último; o sea, aquella promesa a doña Antonia por escrito.

Se trataba de un juramento con dobleces. Y que en esa velada con Luca, La Bestia completó con una aclaración: “Si se me mete otra vez el diablo en el cuerpo y me toca perder, prefiero que la yuta me haga boleta, o me boleteo yo, pero a la cárcel no vuelvo nunca más”.

Por aquella época, su redención parecía una profecía consumada. Tras prepararse en Pergamino con el “Canga” Bonet se abrió camino en el mundillo amateur. Y debutó como profesional en 1981, ganándole en aquella ciudad por puntos a Víctor Robledo. Otras victorias en Junín, Bahía Blanca y Moreno lo llevaron a peleas de semifondo en el Luna Park con resultados desparejos. Su carrera parecía condenada a combates de cabotaje. Pero la gran oportunidad le llegó al voltear en el segundo round a José María Flores Burlón, un uruguayo que tenía todo arreglado para enfrentar a Michael Spinks por el máximo cetro de la categoría. Seis triunfos más fueron el pasaporte de La Bestia para viajar a Montecarlo. Obelmejías era el paso previo a disputar el título mundial de los medio pesados en Miami por una bolsa de un millón de dólares.

En eso estaba en la noche del 14 de julio.

Sin embargo, el júbilo en El Británico se desinflaba como un globo con pérdida de helio, al igual que el ímpetu inicial de Romero en Mónaco. “Obel” –tal como le decían al venezolano– lo bailó, jugaba con él y al final del quinto round hasta le toco los glúteos para provocarlo. A duras penas La Bestia llegó en píe al último segundo del combate. Su gran sueño había terminado.

En ese mismo instante, Luca se despidió de Lupo con una sonrisa triste y salió del bar en silencio.

Casi una semana y media después, Lupo lo fue a buscar a una sala de ensayo del centro con un ejemplar de Crónica en la mano. Luca palideció al ver una fotografía de La Bestia en la tapa. El boxeador yacía sobre la vereda, boca arriba, con los ojos bien abiertos y los brazos en cruz. Esta vez lo había nockeado la metralla policial. Fue luego de asaltar con otros siete hampones una terminal de colectivos en la localidad de Isidro Casanova. Junto al cadáver resaltaba su FAL

Luca entonces comprendió que La Bestia había cumplido su promesa.

La elección de las armas

–Cuarenta y cinco minutos duró el tiroteo, macho –precisó el taxista, durante ese atardecer de 2015, cuando ya atravesábamos la avenida Las Heras.

También dijo que la “gorra” los había emboscado, ya que ese “achaco” estaba batido”, y que, junto a La Bestia, cayó su hermano mayor y otros dos cómplices, además de tres policías. Y que el resto de la banda logró huir con el botín: dos millones y medio de pesos (30 mil dólares de entonces).

Desde aquel fatídico hecho ya habían transcurrido más de tres décadas, pero aún persistía un enigma: ¿qué extraño resorte del destino habría incidido en que, a solo nueve días de pelear en Montecarlo, César Romero optara por salir “de caño”? Porque alguna poderosa circunstancia debió ocurrir para que –parafraseándolo– “el diablo se le metiera otra vez en el cuerpo”.

Al respecto corría un rumor, alentado por algunos periodistas deportivos de la época: su representante –y dueño del Luna Park–, Juan Carlos Lecture, le retaceaba el pago de su bolsa por el combate con Obelmejías: unos ocho mil dólares (de haber vencido, hubiese cobrado doce veces más). ¿Aquella habría sido la razón de su regreso al cuadrilátero del delito?

Antes de bajar del taxi, me permití saciar dicha curiosidad.

Entonces, el conductor giró la cabeza y, enarcando las cejas, dijo:

–Aquello fue un verso. Lecture le pagó hasta el último peso. Y con esa guita, ¿sabés qué? compramos las armas.

Publicada originalmente el 6 de junio de 2023 por la Agencia Télam

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“Monocracia y democidio”, por Oscar Taffetani

La nota que sigue fue publicada en la agencia Pelota de Trapo (PPe) y replicada el 26/9/2007 en el sitio de la CTA (Central de los Trabajadores Argentinos). Habida cuenta de lo acontecido en el país, de 2007 a esta parte, merece una relectura. El Archivo LCV sigue sumando notas de selección para tratar de entender porqué estamos como estamos.

MONOCRACIA Y DEMOCIDIO

En los manuales escolares de otras épocas se traducía el aristotélico término democracia como “el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo”.

Al bueno de Aristóteles ya le faltaban, reconozcamos, algunas páginas en su libro (por ejemplo, una que dijera que los seres humanos esclavizados también eran -y son- sujetos de derecho).

Y de Aristóteles a esta parte, mucha agua (y sangre) ha corrido bajo los puentes, hasta llegar al presente, cuando oscuros poderes se han adueñado de territorios y países, usando el prestigio, cada vez más devaluado, de la palabra democracia.

Un término que acuñaron los constructores de autopistas -colectoras- le sirve al nuevo Establishment argentino para justificar su modo pragmático de juntar votos. Por derecha o por izquierda, por arriba o por abajo, juntar votos. Sólo votos, sin otro contenido que un par de nombres en una boleta. Y sin programa. Y sin compromiso de nada. Como un cheque en blanco firmado a un representante que será -si gana- “el representante de todos” (o sea: el representante de nadie).

Un complemento para las colectoras (especie de ley de lemas que ni siquiera respeta las formas de la ley de lemas), son otros notables inventos argentinos: la borocotización (comprar a un diputado y darlo vuelta, cuando ya ha sido elegido) y la doble candidatura (una mezcla de ensoñación y realismo, expresada en la consigna: “vóteme para presidente, que quiero ser diputado”).

Los no representados


A partir de la crisis política incubada en los últimos años del menemismo -crisis que estalló y se manifestó en toda su magnitud durante el gobierno de la Alianza- hemos podido ver colectivos (es decir, conjuntos humanos) muy diversos, con dolores y demandas y aspiraciones que no habían sido recibidas ni escuchadas ni satisfechas por la política tradicional, ni por las instituciones tradicionales.

Obreros y empleados, por ejemplo, a los que un decretazo, una ley amañada o un per saltum de la Corte Suprema los había dejado, de la nochea la mañana, sin “su” empresa, sin “su” fábrica, sin trabajo ni casa ni lugar en el mundo.

O jóvenes argentinos del color de la tierra -otro ejemplo- legítimos habitantes de las selvas y los bosques del Noroeste, súbitamente arrojados al otro lado de una alambrada, empujados por perros guardianes (y por guardianes perros) lejos de su hábitat, obligados a mendigar, a hurtar naranjas y a caminar por los márgenes de una ciudad siempre hostil.

¿Quién representa a esos argentinos de Cutral-Có, de Tartagal, de Villa Diamante y Ciudad Oculta, a los de “Fuerte Apache” y “Los Hornos”?

(¡Hasta los nombres nos hablan de su orfandad!).

Nadie los representa, nos respondemos. Se representan a sí mismos, cuando pueden. Y como pueden.

Un ex presidente se jacta, en su libro de Memorias, de haber “apagado el incendio”, es decir, no de haber ayudado a los pobres a salir de su pobreza, sino, simplemente, de haber neutralizado su protesta.

Una candidata a presidente sale de gira por el mundo a decirle a los mismos lobos y buitres de siempre que la Argentina es un país “con grandes oportunidades de negocios”.

Ninguno de los candidatos con chance de ser gobierno, en este baile de las colectoras, se anima a prometer (¡siquiera a prometer!) que va a terminar con el hambre en el granero del mundo, o que recorrerá las calles y caminos en persona, para dar techo a los sin techo y trabajo a los que no lo tienen.

No. En estas elecciones, los candidatos con chance, los favoritos de las encuestas, ya ni siquiera se molestan en hacer promesas. Ellos sólo esperan el cheque en blanco que venga de las colectoras. Como si fuera un trámite administrativo. Como obtener una licencia para gobernar.

El gobierno emergido en esas condiciones, ya no será del pueblo por el pueblo y para el pueblo, como pide la antigua fórmula aristotélica. Es decir: ya no será, cabalmente, democrático.

¿Y qué será, entonces? No lo sabemos. Se nos ocurren variantes extrañas. Formas aún no conocidas. Nuevas argentinadas. Monocracia y democidio, por ejemplo.

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Carta desde el País del Nomeacuerdo, por Hernán López Echagüe

Esta semana, el Archivo LCV incorpora una nota publicada en la revista Humor, publicación que funcionó como un faro en tiempos de dictadura, y fue crítica con el menemismo. Conviene recordar el marco dentro del cual HLE escribía una serie de cartas a un amigo imaginario

En 1989 , Carlos Menem indultó a todos los jefes militares procesados que no habían sido beneficiados por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida; a líderes y miembros de organizaciones armadas revolucionarias (algunos de ellos ya desaparecidos); a los ‘carapintadas’ que se rebelaron contra la democracia en la Semana Santa de 1987 y en 1988; y, finalmente, a los integrantes de la Junta de Comandantes condenados por los delitos cometidos durante la guerra de Malvinas.

Seis decretos firmados en diciembre de 1990 indultaron, finalmente, a todos los miembros de las Juntas Militares condenados en tiempos de Alfonsín (1985) y otros genocidas con proceso abierto. Quedaron afuera: Videla, Massera, Agosti, Viola, Lambruschini, Camps, Suárez Mason, Ovidio Richieri, Martínez de Hoz. También indultó en ese diciembre a Firmenich y Norma Kennedy.

Hoy recuperamos para el Archivo LCV, una nota publicada en la revista Humor de Hernán López Echagüe. Por entonces, un joven apenas retornado del exilio que iniciaba sus primeros pasos en periodismo. Llevábamos siete años de democracia y los indultos de Menem eran una marcha atrás de todas las conquistas en Derechos Humanos. Hoy Carlos Menem es el único presidente del siglo XX que tiene su retrato en el Salón de los Próceres de la Casa Rosada.

Carlos Menem, presidente 1989-1999

Carta desde el País del Nomeacuerdo

Publicado en la revista Humor, diciembre de 1990.

Che, me olvidaba de algo. Hubo una época en que las personas se pusieron a desaparecer, de pronto, de la noche a la mañana. Sin pausa. Cientos y cientos de personas de toda edad que se ponían a no estar nunca más. Y los ojos de los vecinos no percibían nada. Y las bocas de los vecinos parecían bocas sin fundamento, o quizá con fundamento no más que para abrirlas y tragar fideos italianos, galletas alemanas, quesos franceses. ¡Vinos de Portugal por dos mangos! Había mazapán en las venas. ¿Te acordás? ¿Te acordás del general Acdel Edgardo Vilas? Decía el tipo: “Los mayores éxitos los conseguimos entre las dos y las cinco de la mañana, la hora en que el subversivo duerme (…) Yo respaldo incluso los excesos de mis hombres si el resultado es importante para nuestro objetivo”. ¿Te acordás? ¿No? Pero quizá te acuerdes del general Ibérico Saint-Jean que, entre otras cosas, se hizo famoso por su frase: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes y, finalmente, mataremos a los tímidos”. O del general Jorge Rafael Videla: “En la Argentina morirán todos los que sean necesarios para acabar con la subversión”. Años más tarde, ya en democracia, al amparo del indulto que le había obsequiado Menem y en tanto se mojaba el garguero con whisky importado durante una cena de camaradería, Videla celebró la matanza, y, con aires de asesino ocurrente, soltó: “La sociedad argentina tendría que habernos pagado por los servicios prestados”.

Luego, a partir de diciembre de 1983, la historia incontrastable del exterminio selectivo que habían tramado los militares con toda meticulosidad cobró vida a partir de relatos de toda naturaleza: jurídico, periodístico, novelesco, televisivo, cinematográfico. Supongo que te acordarás de La historia oficial, también del Nunca más, y, desde luego, del histórico juicio a las Juntas. Fueron años de dolorosas e interminables reconstrucciones. Que a Esteban se lo llevaron de su lugar de trabajo una tarde, a los golpes; que a Cristina, que estaba embarazada, la sorprendieron en la calle, la ocultaron en alguna catacumba, la asistieron en el parto, le robaron el hijo y después la asesinaron; en la casa de Jon, que de la vida no esperaba más que recibirse de ingeniero, casarse y tener un par de hijos, el grupo de Tareas se instaló a lo largo de una semana… Y ya no están, nunca más volverán a estar.

A partir de diciembre de 1983 el dolor se transformó en cifras: más de cuatro mil desaparecidos en 1976; trescientos cuarenta y dos por mes; once cada día. Más de tres mil en 1977; doscientos treinta y ocho por día… Cifras y más cifras. Contados cuerpos. Personas que nunca jamás volvieron a aparecer. Y ahora los ojos han vuelto a cerrarse, los oídos a enlodarse, las bocas a callar.

En fin, no era mi propósito amargarte. Pero el País del Nomeacuerdo es hoy una realidad ineluctable.

Otro abrazo.

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