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El cadáver exquisito, por Ricardo Ragendorfer

Publicado en Caras y Caretas, enero de 2009

El comienzo de aquel trámite judicial fue fijado para las 8.00 de la mañana del viernes 22 de septiembre de 2000. Por esa razón, la vigilancia en el acceso principal del cementerio privado La Pradera, ubicado en Esteban Echeverría, había sido reforzada; tres custodios uniformados y con cara de pocos amigos estaban apostados en ambos extremos de la barrera que cruzaba el portal, mientras otros dos escrutaban el panorama desde una caseta. Al parecer, tenían orden de ser parcos. Uno de ellos simplemente gruñó una negativa, cuando se le preguntó si ya habían llegado los forenses. Y su compañero aclaró, también con un gruñido, que los periodistas tenían absolutamente vedado el ingreso. Entonces el fotógrafo, que yacía tumbado sobre el asiento trasero del auto, bostezó y volvió a reclinar la cabeza para seguir dormitando. Yo consulte mi reloj; ya eran las 8.15 y el asunto aún no tenía visos de empezar.

Una revista de actualidad nos había enviado allí para cubrir un evento poco gratificante: la necropsia de los restos del cantante Rodrigo para extraer muestras de ADN, en el marco del juicio de filiación por su presunto hijo. En realidad, solo teníamos que apuntar la identidad de los verdaderos invitados a tan macabro festín, sacarles fotos al entrar, otras al salir, arrancarles un breve textual y, finalmente, volver a la redacción. No pude imaginar entonces que en esa mañana el destino se torcería irremediablemente.

II

Tras consultar el reloj por enésima vez, se hicieron las 9.00. Y las novedades no habían sido demasiadas. Sólo había ingresado al cementerio un remis que llevaba a una pareja de ancianos, que obviamente nada tenía que ver con la necropsia. Pero después, otro auto se detuvo delante de la barrera y su único ocupante, un hombre obeso y entrado en años, extendió una credencial y deslizó unas palabras a los guardias, quienes diligentemente levantaron la barrera.

Yo observaba la escena desde nuestro auto, que permanecía estacionado en una calle de tierra. También había un móvil de Crónica TV y un puesto de flores, atendido por una mujer que acomodaba su mercadería sin siquiera mirarnos. Y transcurrieron otros diez minutos sin que pasara absolutamente nada. Hasta que la barrera volvió a levantarse, esta vez para franquear el paso de un viejo Falcon con la pintura cascada, y conducido por un tipo muy flaco, de bigote espeso y rasgos macilentos; junto a él iba un sujeto más joven, de expresión reconcentrada y piel cetrina. Ambos exhibieron a los vigiladores unas hojas que, a la distancia, tenían aspecto de oficio judicial. En ese instante el fotógrafo y yo abrimos las puertas al unísono y saltamos de la cabina para correr hacia el portal del cementerio. Pero fue una iniciativa infructuosa; al llegar, el Falcon ya se había escabullido de nuestro alcance. El fotógrafo, sin embargo, le disparó unas fotos. Lo miré, pensando que se trataba de otra iniciativa infructuosa. Y comencé a caminar hacia el mullido microclima de la cabina del auto. Pero me detuve al oír un bocinazo a mis espaldas.

Provenía de una cuatro por cuatro blanca que aminoró la velocidad al pasar junto a mí. Y de inmediato reconocí la inconfundible silueta del hombre que iba al volante; era nada menos que un viejo conocido mío: el Gordo Pierri, que era abogado de la familia del cuartetero muerto. El tipo me guiñaba un ojo y remató ese mensaje con un leve cabeceo. No lo pensé dos veces y trepé a la camioneta como un pistolero a un blindado.

Pierri entonces me miró de soslayo y frenó unos metros más adelante, a la altura del piquete de seguridad. Los guardias lo reconocieron de inmediato y lo saludaron con un solemne “Buen día, doctor”. Pero uno de ellos preguntó por mí. Y Pierri, respondió

–El señor es uno de mis peritos.

Al decir eso no se le movió un sólo músculo del rostro. Y volvió a mirar de soslayo, ahora con picardía.

Luego nos enteraríamos que los de Crónica TV, al ver que me dejaban pasar, también intentaron ingresar al cementerio, pero los guardias bajaron la barrera, reiterando que “la prensa tenía absolutamente vedada la entrada por orden del juez”

– ¡El que va en el otro coche es un cronista!”- bramó un camarógrafo, con un dejo de furia.

–Está equivocado –lo contuvo uno de los guardias– El caballero que acompaña al doctor es un perito de parte.

En tanto, la cuatro por cuatro avanzaba a paso de procesión hacía el depósito del crematorio, ubicado a casi un kilómetro de la entrada. El paisaje, que carecía de bóvedas y cruces, no parecía el de un camposanto; más bien, tenía el aspecto de un parque escaso de árboles e inmaculadamente pulcro. Las parcelas desiertas se extendían hasta recortarse en el horizonte como un fantasmagórico campo de golf. Y el silencio era perturbador. Pero no solo el del ambiente, sino también el de Pierri, a quien se le había disipado la picardía; bajo aquel cielo inoportunamente primaveral y con algunas gotas de sudor corriéndole por las sienes, el Gordo parecía cocinarse en la salsa de su propio pánico.

– Lo que vamos a ver es escalofriante…- farfulló, de pronto, sin apartar los ojos del camino.

No respondí de inmediato. Pero sospeché que me había invitado a su vehículo precisamente para no ir solo a una ceremonia tan espeluznante. A mí, en cambio, me envolvía una emoción no menos compleja. Recién ahora tomaba conciencia del espectáculo que nos esperaba. Y me sacudió un escalofrío, pero ya era tarde para volver atrás. Aunque tampoco me hubiera hecho feliz hacerlo, porque sabía que ese viaje al horror contenía un desafío mío. Finalmente dije:

–Si me banco ésta, de acá en más no me como ninguna.

Y la frase sonó como una declaración de guerra.

También recordé una vieja historia protagonizada por Gustavo Germán González, el mítico cronista policial del diario Crítica. En 1925, disfrazado de plomero, se metió en la morgue y develó para el gran público la verdad de un crimen que en esos días conmovía a todos: el del concejal radical Carlos Ray, que supuestamente murió víctima de un asalto, mientras los investigadores creían que quizás había sido envenenado y que luego le dispararon un balazo para fraguar la causa de la muerte, en el marco de un drama amoroso. En la misma tarde de esa autopsia, Crítica salió a la calle revelando el enigma con un explosivo titular: “No hay cianuro”. Ese titular se repitió muchas veces y hasta se puso de moda un tango con dicho nombre. Lo que nunca se repitió desde entonces, pensé, fue la presencia de otro cronista infiltrado en un acto de esa naturaleza. Hasta hoy.

En eso seguía pensando cuando la camioneta se detuvo en el camino lindante a una construcción que parecía una capilla, sólo que en vez de campanario tenía una chimenea. Era el crematorio.

III

El recibidor era amplio y tenía forma hexagonal. Había casi una docena de personas agrupadas en pequeñas tertulias. Entre ellos, dos genetistas, algunos peritos, los abogados que patrocinan al presunto hijo del ídolo y la abuela materna. También estaba el hombre macilento que había llegado a bordo del Falcón. Y su acompañante. Ahora lucían batas de cirugía con mascarillas de oxígeno colgadas del cuello. Eran los forenses. Y comenzaron a pasar revista al instrumental, que incluía dos serruchos. Junto a ellos estaba el gordinflón canoso que al entrar había exhibido una credencial; se trataba del juez Ricardo Sangiorgi, quien tenía a su cargo la causa por la filiación.

– ¿Quién es usted? – me preguntó.

– Perito de parte –contesté, sin mirarle a los ojos.

El gerente del cementerio, envuelto en un impecable traje negro y con el pelo teñido de rubio, pululaba entre la gente como un maestro de ceremonias. A Pierri lo saludó con familiaridad y, tal vez para romper el hielo, se permitió una humorada:

–En un rato llega el servicio de catering.

Poco después entraron tres tipos de aspecto torvo, empuñando martillos y barretas. Y se encaminaron hacia el ataúd de quien en vida fuera Rodrigo Alejandro Bueno, que estaba en un contenedor de fibra de vidrio, depositado en una habitación contigua. Hacia allí convergieron todas las miradas.

El gerente, precavido, había llevado barbijos empapados en vinagre aromático y los distribuyó entre los presentes. Luego profirió una revelación desencarnada:

–El cajón es recuperado…

– ¿Como, recuperado? –quiso saber alguien.

– Si…de segunda mano, o sea, usado. Y los de la funeraria lo cobraron por nuevo –aclaró, enarcando piadosamente las cejas

Entonces se produjo un silencio.

Dentro del ataúd propiamente dicho había otro de metal, cerrado a presión. Los tres hombres comenzaron a martillar para abrirlo. Y, como las válvulas estaban obstruidas, al quedar la tapa separada del resto se dispararon de golpe los gases cadavéricos, ahuyentando a la concurrencia en diferentes direcciones.

Minutos después, el Gordo Pierri extendió hacia mí una pequeña cámara, y, dijo:

– ¿Sacarías unas fotos para el peritaje?

No hubo modo de negarme. Con los ojos cerrados y la respiración contenida, corrí hacia el féretro, sin poder evitar estrellarme contra ese olor espantoso e insondable. Y ya a pocos centímetros del cuerpo, abrí los ojos para oprimir tres veces el disparador. La expresión facial del finado, atiborrada en formol, conservaba sus rasgos, aunque tenía un color entre azulado y verdoso. Y estaba encogido por la deshidratación. Por último observé que le faltaba un ojo. Entonces aparté la mirada y corrí hacia la salida.

Luego entraron los forenses con sus serruchos. Y se escucharon unas arcadas. Entonces llegaron a la conclusión de que la necropsia no se podía hacer en ese ambiente cerrado y, tras unos cabildeos, el cajón fue llevado a cielo abierto. En ese instante Pierri vio de refilón al muerto. Y palideció, llevándose la mano a la boca. Tuvo que ser retirado.

El trabajo de los forenses se prolongó durante más de una hora. El resto de los presentes intercambiaba opiniones y observaba desde una distancia prudencial como iban cortando partes del cuerpo -un pedazo de fémur, huesos de los dos brazos y seis piezas dentales-, que fueron siendo introducidas en frascos de vidrio y catalogadas. Finalmente se vio como volvían a acomodar las extremidades dentro del ataúd. Al ver eso, la abuela del presunto hijo del ídolo, musitó:

–El nene tiene las manitas como las del padre…

Y rompió en llanto.

Aquel viernes llegué a mi casa poco antes del mediodía. Aún tenía impregnada en la ropa el olor de aquella experiencia. Me desvestí para arrojar las prendas en un balde de agua y, durante más de una hora, permanecí bajo la ducha. Al salir del baño, la mesa ya estaba preparada y mi mujer repartía dos porciones de matambre casero con ensalada rusa.

Ese día no almorcé.

(Título original: El cadáver de Rodrigo)

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Archivo LCV/Patotic Park, por Hernán López Echagüe

El 22 de agosto de 1993, Página 12 publicaba en tapa una investigación exclusiva sobre cómo había sido la formación de patotas que fueron a agredir a los asistentes a la apertura de la Rural. Un entramado de internas del peronismo, cuando Menem era presidente y Duhalde su vice opositor. Hernán López Echagüe siguió la ruta de esa trama hasta llegar al Mercado Central en donde se reclutaban los grupos de choque. Su vida ya no fue la misma. Luego de participar del programa de Mariano Grondona en donde denunció el descalabro del Mercado y la posible relación con el narcotráfico, fue agredido en la puerta de su casa con un navajazo. Se convirtió en uno de los casos más emblemáticos de violencia contra el periodismo en tiempos de Menem y Duhalde. Luego tuvo un intento de secuestro en el Bingo de Avellaneda. Se venían las elecciones y esto parecía parte de la campaña. Salió por unos días del país con su familia. A su regreso ya nada era igual en Página 12. No tenía escritorio ni funciones. Años después supo que en ese interín el diario había sido vendido a Eduardo Duhalde. Un suplemento especial de la Provincia de Buenos Aires parecía afirmarlo, fue Lanata quien confirmó la venta. Frente al rechazo de una nota que implicaba a Rousselot, intendente de Morón, presentó su renuncia. Esta nota fue un antes y un después en su carrera periodística.

Patotic Park, por Hernán López Echagüe


Al ingresar en el Mercado Central se tiene la impresión de haber puesto los pies en otro planeta. Es un predio inabarcable, repleto de naves, frutas, verduras, pescados y cientos de hombres robustos que van y vienen cargando y descargando bultos de todo tipo. Son los changarines, la nervadura que le confiere vida y movimiento a un sitio al que habitualmente se lo suele emparentar apenas con comida. Sin embargo, este lugar que de veras parece un mundo aparte, lleno de códigos, costumbres, complicidades inextricables, se ha convertido con el correr del tiempo en un verdadero centro de reclutamiento de patotas y manifestantes. Todas las corrientes del justicialismo de La Matanza, en particular el Comando de Organización y la Liga Federal que lideran Alberto Pierri y el gobernador Eduardo Duhalde, recurren a los servicios de los changarines para conformar los célebres grupos de choque. La organización funciona de modo aceitado y las cooperativas que reúnen a esos hombres que se la pasan trasladando mercaderías de una a otra parte actúan como comités políticos de este reclutamiento. “Acá siempre hubo patotas, y son de uno u otro sector. Todos son peronistas y, entonces, claro, los dirigentes saben que acá consiguen mano de obra de inmediato”, dijo a Página/12 Aníbal Stella, uno de los directores del Mercado Central.

La Corporación del Mercado Central de Buenos Aires está situada en el cruce de la autopista Riccheri y Boulogne Sur Mer, en Tapiales, partido de La Matanza. Son seis los directores que de manera rotativa asumen la presidencia, y se trata de funcionarios cuyos nombramientos están teñidos de intereses políticos: dos son designados por la Secretaría de Comercio de la Nación; dos por la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, y los restantes por el gobierno de la provincia. Sumando changarines, vendedores y empleados administrativos, el Mercado emplea a más de cuatro mil personas. Los changarines, no obstante, constituyen la mayor parte del personal y están agrupados en cooperativas que, como los directores, poseen claras y abiertas inclinaciones políticas.

Simplemente Batata

Los hombres del Mercado que llevan a cabo la mayor y más visible actividad de reclutamiento de changarines para componer los grupos de choque del justicialismo bonaerense son tres: Raúl Leguiza, que es uno de los directores; Alberto Olmos, que ocupa una de las tantas gerencias que funcionan en la corporación, y Batata, simplemente Batata porque su pellejo es del color de la batata y contadas son las personas que en el Mercado conocen su verdadero nombre.

Leguiza fue nombrado por Duhalde y está sumamente vinculado a las cooperativas; suele definirse como un “pierrista a muerte”. A través de su excelente relación con las cooperativas -particularmente Centralmarket S.A. y Servicios y Mandatos, que funcionan en el piso tercero del Mercado–, Leguiza logra convencer a los changarines de las ventajas que acarrea formar parte de los grupos que él denomina “de seguridad”. Es que de la buena disposición de los hombres que dirigen las cooperativas depende la buena o mala fortuna de los changarines: son ellas las que contratan, pagan y, cuando se les antoja, desisten de sus servicios.

En la tarde del jueves último, cerca de una de las naves dedicadas a la venta de frutas, un changarín llamado Ramón narró a Página/12 la metodología que usualmente utilizan las cooperativas para invitar a los hombres de carga y descarga a participar en los “grupos de seguridad” del justicialismo. “Cuando empiezan las campañas siempre pasa lo mismo. Vienen los tipos de la cooperativa, te pagan por el laburo y te dicen que tal día hay acto de Pierri, de Duhalde, del Comando de Organización, y que hay que ir para garantizar la seguridad. Si no vas estás medio jodido porque después no te dan laburo. ¿La Rural? No, para ir a la Rural no me dijeron nada, pero sí me contrataron para la caravana, y fui y me saqué unos mangos. Por suerte no pasó nada. Tuve que hacer cordón, nada más, sacar a la gente del medio. Claro, si hay quilombo tenés que dar, si no ¿para qué te contratan?”


Alberto Brito Lima (izquierda), dirigente supremo del C. de O. Alberto Pierri (arriba), dirigente supremo de La Matanza y tercero en la sucesión después de los hermanos Menem.

Trabajo seguro

El cuerpo de Ramón tiene la consistencia de una piedra; mientras habla, con las manos metidas en los bolsillos del vaquero ajado, no deja de mirar hacia el piso de cemento. A su lado, algo temeroso y con el mismo tono árido de Ramón, un changarín, que dice que le dicen “Pardo”, explicó que la mayor parte de los “convocados” para formar los grupos de choque aceptan de inmediato. “Acá el trabajo lo tenemos seguro por las cooperativas, y si vos a los tipos te les negás, vas mal, te tienen después entre los ojos y cagaste. ¿Cuántos? Yo no sé. Pero te puedo decir que en esos días que vos decís, antes de la caravana y de la Rural, anduvieron por acá tipos de la Municipalidad hablando con la gente de las cooperativas, y después, mirá vos, vino el Batata a pedirnos una manito para esos actos. No, loco, yo no fui. Dije que me sentía mal.”

El misterioso Batata tiene una oficina en el primer piso del Mercado; todos lo señalan como el hombre que organiza y dirige a los changarines cuando se trata de reclutarlos; una suerte de intermediario entre la dirigencia política que tiene sus influencias en las cooperativas y “la mano de obra”, en este caso ocupada. En el Mercado se habla de Pierri, Duhalde y Brito Lima con naturalidad, como si estuvieran refiriéndose a cualquier mercancía. Sin embargo, para Aníbal Stella -uno de los directores de la Central, que se define como fiel partidario de Carlos Brown- hubo épocas peores. “Antes, durante las campañas, se cruzaban tiros de todas partes. Ahora no, ahora, como mucho, hay piñas y palos.”

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Archivo/El testamento ignorado de Evita, por Oscar Taffetani


A 73 años de su muerte, un testamento probadamente auténtico de Eva Perón no alcanza a ser cumplido. El rescate de “Mi Mensaje” –un libro que la Abanderada de los Humildes dictó en su lecho de muerte- fue un desafío que comenzó en 1987 y que por distintas obstrucciones legales recién pudo superarse en 2022. La Justicia finalmente determinó la autenticidad del documento. Esta nota fue publicada en el diario Sur, el 26 de julio de 1989, y fue parte de la lucha de periodistas y editores para que esa memoria de Evita no fuera escamoteada.


ÚLTIMA VISIÓN DE EVITA EN EL COLECTIVO


El colectivo, dicen, al igual que el dulce de leche y la picana eléctrica, es un invento argentino. Antes de que se introdujeran el boleto estudiantil, el boleto de jubilado y el boleto obrero, el colectivo era también llamado ómnibus que quiere decir “para todos”).

Varias décadas más tarde, la imborrable artista argentina Aída Carballo inició su serie de los colectiveros, en la que lo importante -como se demuestra tratándose de Aída- era la gente que viaja en colectivo, choferes incluidos.

La UTA, en una época en que los sindicatos, por lo menos, se permitían la demagogia, la premió con un pase libre para todas las líneas de la ciudad (“mucho mejor -diría Ricardo Molinari- que ser nombrado ciudadano ilustre”).

Hasta ahí la cosa iba sobre ruedas. Después de ahí vinieron los sociólogos. Ellos inventaron otra clase de colectivos.


León Rozitchner, por ejemplo, en una entrevista periodística hecha a propósito de los sucesos de Semana Santa: “En esos días vimos aparecer tres colectivos en acción…”: “El segundo colectivo fue el civil…” “cualquier desavisado se preguntaría si se trata de la línea 109, que va hasta Campo de Mayo o alguna otra, pero el sociólogo, al parecer, estaba usando colectivo como sinónimo de masa).
Nos hallamos, pues, ante una “colectivización forzosa” del lenguaje (no hay perestroika que valga). Seguiremos viajando en eso –otro remedio no queda- pero ya no sabremos exactamente si llamarlo ómnibus, colectivo, masa, albóndiga o simplemente “bondi”.

Segunda versión pirata de editorial Futuro

Asalto al colectivo del Moncada

El lunes pasado, quien esto escribe abordó un bondi del suburbio, de esos que conmovían a Yunque. Avanzada la mañana, el pasaje se componía de señoras a la busca de buenos precios (siguiendo consejos presidenciales), escolares rezagados en clausura de vacaciones, algún viejo inescrutrable, algún agente del orden camino de sus tareas y algún periodista, siempre de turno.

El periodista iba pensando en una doble efemérides que se cumple el 26 de julio: el asalto al Cuartel Moncada (1953) preludio de la revolución cubana y la muerte de Eva Perón (1951). Ambas fechas tenían especial significación significación para él (como parte de un “colectivo”) y seguramente para los otros. Y por separado, la muerte de Evita y el asalto al Moncada también significaban algo.

En un punto de su meditación -cuando había llegado a una edificación de la explosiva coincidencia entre la muerte del Che (8 de octubre), trepó al bondi un vendedor ambulante. De libros se trataba, esta vez. La Historia del Halcón Perdido en Malvinas -pensó- o las recetas de Chichita de Erquiaga. Pero no. Se trataba del Último Mensaje de Eva Perón “libro desaparecido durante 32 años, al precio de un diario.”

Oblados que fueron los cien australes (Góngora siempre al acecho), el periodista obtuvo su “Último Mensaje”. A continuación, se dispuso a leer.

El pequeño volumen, con el sello Ediciones del Mundo, tenía una contratapa a cargo de los editores y una introducción del historiador peronista Fermín Chávez. La introducción contaba la nada azarosa peregrinación de esos últimos papeles de Evita desde el 1951 en que probablemente fueron escritos hasta el 1987 en que por fin fueron publicados.

Fue entonces cuando el periodista -coleccionista de paradojas, además- recordó un suntuoso aviso publicado hacia septiembre de 1987 en la página de remates del diario La Nación. Le había llamado la atención la extraña convivencia de un “texto inédito de Eva Perón” con los muebles, antigüedades y selectas obras de arte a subastarse.

Luego, antes del fin de ese año, había visto publicado en la revista Crisis (N° 55) un anticipo del libro, también con prólogo de Chávez. Finalmente, había guardado los recortes a la espera de más novedades.

La única novedad fue el inesperado y grato asalto al colectivo que protagonizaba aquel vendedor ambulante (para compradores también ambulantes). Una señora guardó cuidadosamente su “Evita” en la bolsa, negándosela al uniformado que pretendía “ojearlo”. Un jubilado tomó el libro “sin compromiso de compra” y leyó los títulos, fundamentalmente como pretexto para hablar de “la Señora” con el conductor. “Se prohibe hablar con el conductor” reza un desoído cartelito del bondi (“Se prohibe hablar con el Conductor!”, decían los muchachos de la Jotapé desairados por el Brujo.)

Primera edición legal publicada en el año 2022

Si Evita viviera

Dejemos el hilado fino de las peripecias del libro al especialista Fermín Chávez. Dejemos también de lado el tacto (o la delicadeza) con que Chávez trata de explicar la censura que el texto de Evita tuvo incluso durante los últimos años del peronismo. Dejemos, por último, al lado, al periodista ambulante. Vayamos a lo grueso, a lo que nos interesa, a lo colectivo.

Dice F. Ch. en la introducción: “El contenido de los renglones finales: Las jerarquías clericales, La religión, los ricos y Los principios, Los pueblos y Dios, Los que circulan: Servir al pueblo y La grandeza o la felicidad, es suficiente para explicar la no difusión de sus páginas en 1952, a pocos meses de una crisis grave como fue la vivida en septiembre de 1951”.

Es explicable, por cierto. La censura es explicable. Pero es éticamente inaceptable.

Dice Eva Perón en el capítulo Los imperialismos: “A Perón y a nuestro pueblo les ha tocado la desgracia del imperialismo capitalista. Yo lo he visto de cerca en sus miserias y en sus crímenes”.

Dice en otro capítulo (Por cualquier medio): “Frente a la explotación inicua y execrable, todos poco… y cualquier cosa es importante para vencer”.

Dice en El hambre y sus intereses: “El talón de Aquiles del imperialismo son sus intereses… Donde esos intereses del imperialismo se llamen ‘petróleo’ basta, para vencerlos, con echar una piedra en cada pozo. Donde se llame cobre o estaño, basta con que se rompan las máquinas que los extraen de la tierra… o que se crucen de brazos los trabajadores explotados”.

Podríamos seguir citando fragmentos y capítulos del texto de Evita más transgresivos o revolucionarios (“censurables” o “inconvenientes”) que los que señala Chávez. La verdad, en este punto, es gruesa, nada sutil. Para quienes celebraron el vergonzoso contrato con la California, empresa petrolera norteamericana, esa mujer que pedía tirar una piedra en cada pozo era un peligro, un fantasma de justicia y reivindicación que recorría no la lejana Europa y si los campos y ciudades argentinos en la prolija y orquestada posguerra del mundo.

Desconocemos si existe un testamento escrito de Eva Perón. El testamento político y moral, sin duda, es “Mi mensaje”. Contiene una cláusula que no sabemos si ha sido cumplida por Ignacio Burundanga, que figura como comprador en remate del manuscrito.

Dice la cláusula: “El dinero de La Razón de mi Vida y de Mi mensaje, lo mismo que la venta o el producido de mis propiedades, deberá ser destinado a mis descamisados. Quisiera que constituya con todos esos bienes un fondo permanente de ayuda social para los casos de desgracias colectivas que afecten a los pobres y quisiera que ellos lo aceptasen como una prueba más de mi cariño.

No sabemos si se está cumpliendo con esa última voluntad de Eva Perón. Lo que sí sabemos es que el texto recuperado no cuenta con la difusión suficiente. Citemos entonces un fragmento más, e imaginemos a esa señora que puso el libro en la cartera, antes de ayer lunes, en la magra bolsa de las compras del día.

“Cuando todos sean trabajadores, cuando todos vivan del propio trabajo y no del trabajo ajeno, seremos todos más buenos, más hermanos; y la oligarquía será un recuerdo amargo y doloroso para la humanidad. Pero mientras tanto, lo fundamental es que los hombres del pueblo, los de la clase que trabaja, no se entreguen a la raza oligarca de los explotadores”.

(Diario Nuevo Sur, 26 de julio de 1989)

La foto portada de este artículo corresponde a la primera versión ‘pirata’ publicada por Juan José Salinas

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Belgrano intangible, por Oscar Taffetani

En un nuevo aniversario de la desaparición física de Manuel Belgrano, LCV recupera para su archivo una investigación de Oscar Taffetani publicada en Nuevo Siglo Online (NSO) el 19-07-2007 .

La Secretaría de Cultura ha ofrecido una recompensa de 20 mil pesos a quien aporte información “que posibilite la recuperación” de un reloj de oro con cadena de oro y brillantes que perteneciera a Manuel Belgrano y que habría sido hurtado el pasado 30 de junio –según se denunció- de una vitrina del Museo Histórico Nacional.

Para que se tenga idea del valor de la pieza que la Secretaría de Cultura dice querer recuperar con 20 mil pesos, apuntemos que un par de pistolas artesanales obsequiadas a Manuel Belgrano después de la batalla de Salta, y que por esas vueltas de la vida llegaron a la caja fuerte de un Secretario del Tesoro norteamericano, fueron rematadas el año pasado en Christie’s por 374.400 dólares.

Un antiguo reloj de oro ¡y de Belgrano! (pongámonos por un instante en la cabeza del ladrón) vale mucho más que un par de pistolas…Obsequio del rey Jorge III de Inglaterra, el reloj acompañó al prócer en sus últimos años bla bla y fue entregado en el lecho de muerte bla bla al médico Joseph Readhead, porque Belgrano bla bla no tenía al morir ninguna otra pertenencia… “Son piezas vinculadas de manera íntima a la historia argentina, que lamentablemente no han estado en ese país por más de 150 años” dijo Connor Fitzgerald, asesor del coleccionista William Simon, propietario de las pistolas rematadas en Christie’s.

Esas palabras podrían repetirse, dentro de unos años, para fundamentar la tasación de esta pieza robada hoy al Museo, en un hipotético remate internacional (Interpol, reconozcamos, ha logrado frustrar algunas de esas ventas). Imaginamos a un barón de la soja, a un príncipe argentino de los bíocombustibles, con lágrimas en los ojos, adquiriendo el reloj de Manuel Belgrano en la subasta. Nacionalizándolo (así titulará algún diario). Trayéndolo de nuevo a casa… A una casa particular, claro. No al museo. Porque los museos argentinos –como el país, en general- no son confiables…Ay, don Manuel, cuánta hipocresía. Cuánta miseria del alma. Cuánta nada.

PÉRDIDAS Y RECUPERACIONES

Ya es parte de nuestro folklore -y nuestra tristeza- la historia de las cuatro escuelas del NOA que mandó a crear Belgrano, donando cuarenta mil pesos fuertes que había recibido de Buenos Aires, en reconocimiento por el triunfo de Salta.

La más norteña de esas escuelas –la de Tarija, Bolivia- fue construida por el Estado argentino recién en 1974. Las de Salta y Santiago del Estero, en 1997. Y la última, la de Jujuy, en 2004.

Si aquellos cuarenta mil pesos fuertes de 1813 hubieran sido puestos en un banco, todavía hoy los descendientes de Belgrano estarían viviendo de los intereses. Y con ese capital incrementado, seguramente, podrían construirse en esta época más de cuatro escuelas. Pero la pérdida intangible –la que ya no se puede “tocar” ni reparar, de ninguna forma- es la de los niños tarijeños, jujeños, salteños y santiagueños que no tuvieron oportunamente –en el siglo XIX, en el siglo XX- la escuela pública que necesitaron.

El despojo a Belgrano comenzó hace mucho. Recordemos que fue un periódico marginal de Buenos Aires –“El Despertador Teofilántrópico”, del padre Castañeda- el único medio que publicó la noticia de su muerte, en 1820.

Cuando se exhumaron los restos del prócer para inaugurar el panteón en Santo Domingo, apenas comenzado el siglo XX, los ministros Joaquín V. González y Pablo Riccheri intentaron guardarse como reliquias algunas piezas dentales de esos restos, aunque fueron descubiertos y debieron devolverlas. Sin embargo, la apropiación física de la memoria de Belgrano no fue tan grave como la apropiación intelectual (y política) de su vida y su legado.

En su obra póstuma “Grandes y Pequeños Hombres del Plata” (Garnier, París, 1912), Juan Bautista Alberdi denuncia, aportando su propio testimonio y el de Sarmiento, que la monumental “Historia de Belgrano”, de Mitre, fue un trabajo ideado y comenzado por Andrés Lamas, quien desde Río de Janeiro –donde se hallaba en misión diplomática- le pidió a su amigo Bartolo que le copiara cierta documentación a la que él no tenía acceso.

Mitre, según Alberdi, nunca envió esas copias a Lamas, a la vez que desistió de continuar el “Artigas” que había comenzado y a la vez que aconsejó a Lamas no publicar su trabajo sobre Belgrano. Acto seguido, se lanzó él mismo a escribir la biografía del prócer de Mayo, con la abundante documentación disponible en Buenos Aires. Pero la gran crítica que Alberdi le hace al “Belgrano” de Mitre no es la apropiación de la idea y el enfoque de Lamas, sino el intento (lamentablemente, logrado) de interpretar como una derrota –honorable, pero derrota- la expedición porteña al Paraguay.

Esos reveses militares (y políticos) de Belgrano serían “vengados” simbólicamente, luego, por la guerra de la Triple Alianza. “En su anhelo de pasar por un segundo Belgrano –escribe Alberdi- el presidente biógrafo de este ilustre general argentino pretende que lleva hoy al Paraguay la misma misión que llevó el general Belgrano a ese país en 1810: inaugurar allí el régimen de la revolución de mayo americana..”

De Alberdi –más allá de sus juicios y cambios de opinión- hay que decir que tuvo el valor de denunciar, en su libro “El crimen de la guerra”, el auténtico genocidio que fue la guerra de la Triple Alianza, una guerra que sumió al Paraguay en la anarquía y en una caída institucional de la que hasta hoy no se ha recuperado.

Otra distorsión –interesada- en la valoración histórica de Belgrano, ha sido tomar como un delirio su propuesta –expresada en la reunión secreta del 6 de julio de 1816, en el Congreso de Tucumán- de instalar en el sur de América una monarquía incaica, tomando la línea de descendencia de José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru), en la persona de su hermano menor Juan Bautista, que vivía protegido por Rivadavia en Buenos Aires.

Lo de la monarquía incaica para nuestros pueblos, es una gran conjetura. Máxime en los tiempos que corren, cuando se ve en América resurgir, cada vez con más fuerza, los liderazgos criollos e indígenas. Algunas veces nos hemos preguntado si ese intento de construir repúblicas copiando el modelo europeo y norteamericano, como sucedió en nuestro siglo XIX- e ignorando los modos autóctonos, no ha sido la causa de esas guerras interiores latentes –y a veces, explícitas- que han desangrado a nuestros pueblos, en los últimos siglos.

Por otra parte, pensamos, tampoco se estudió con seriedad el pensamiento económico de Belgrano, un déficit que recién comenzó a subsanarse en las últimas décadas, de la mano de estudiosos como Gondra, Fernández López y Alfredo Félix Blanco.

No es un dato muy conocido que ya en 1790 Manuel Belgrano había sido designado presidente de la Academia de Derecho Romano, Política Forense y Economía Política de la Universidad de Salamanca. Ni que en 1794 Belgrano tradujo el ensayo de Quesnay “Máximas generales del gobierno económico de un reino agrícola”, que es la fuente de influencia fisiocrática más clara que llegó al Río de la Plata.

La Fisiocracia –reconocida por Marx como antecedente de la ciencia económica- sostiene que el único sector que genera riqueza es el agrícola, y se apoya en la convicción de que existe un orden en la naturaleza, un orden que no debe ser quebrado por la acción del hombre. (Pensemos, por lo menos, si no valdría la pena debatir esos dos enunciados).

Hay que volver a Belgrano, qué duda cabe. Hay que releerlo. Aún estamos esperando, aquí en el río de la Plata, una recopilación comentada y anotada de las Actas del Consulado. ¿Habrá que esperar otro par de siglos? Que Interpol y que las aduanas se ocupen de recuperar los 1.980 objetos robados a colecciones públicas y particulares de la Argentina, en los últimos años.

El resto, los que no pertenecemos a la policía, a las agencias de detectives ni a las compañías de seguros, tratemos de que no se pierda el “Belgrano intangible”, el que más importa.

Lo dijo Alberdi, en la obra que ya comentamos: “Todo no se puede abrazar en este mundo. Que los que adoran la fortuna lo sacrifiquen todo a su ídolo, está bien: pero conténtense con eso y no hablen de honor y de gloria. Dejen, al menos, estas variedades a los pobres como Garibaldi, como Washington, como Belgrano…”

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