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Libros y alpargatas

Cazadores de luces y de sombras, Laura Giussani Constenla, Edhasa, 2007

Fragmento del libro:

Fue Vietnam en mayo, y en mayo fue París, y hubo otro mayo un año después, mayo en el sur, mes tumultuoso y seductor, sol pleno, aire fresco, tiempo de siembras; otoño de tibios días y fuertes aguaceros, grises plomizos o cielos azules, mes de contrastes y transiciones. Primero fue un nombre, Juan José Cabral, que estalló en todo el país. Pintadas en los muros, agitación en los claustros, lágrimas en las esquinas.

El 15 de mayo del 69 una manifestación estudiantil que marchaba por las calles de Corrientes en contra de la privatización del comedor universitario fue reprimida con ferocidad. Ametrallaron a mansalva, las balas cayeron sobre una multitud de estudiantes indefensos. Dos de ellos recibieron balazos en los brazos y uno en la cabeza. Un día después Cabral, el del tiro en la cabeza, moría. Los jóvenes del país, en el norte o en el sur, supieron que esa bala estaba destinada a ellos. Muerto en medio de un tumulto, de manera casual, Juan José Cabral se convirtió en estandarte; tomaron su vida y la echaron a andar, con potencia, sin límites. Asambleas espontáneas, discusiones, debates, acción. El país se estremecía por una muerte absurda, excesiva, incomprensible. ¿El comedor universitario valía una vida? En Resistencia, los estudiantes secundarios proclamaban en asambleas la toma de todos los colegios. Un rector llamó a la policía y en quince minutos se montó la escena que habría de tornarse habitual en toda manifestación: balas, gases, tanques, metralla de un lado, contra palos y hondas del otro.

En cada pueblo, en cada ciudad, fábrica, escuela o universidad, surgían improvisados combatientes de la sublevación. Ya no importaba cómo había empezado, ahora el objetivo era uno solo: fuera la dictadura. Por entonces gobernaba un general, Juan Carlos Onganía, hombrecito curioso, de aspecto caricaturesco, émulo de Francisco Franco, con quien compartía no sólo ideología sino un enanismo intelectual únicamente comparable con sus estaturas. Había asumido el gobierno en el 66 después de un golpe militar y tenía intención de mantenerse por veinte años en el poder. Al menos así lo afirmaba entre resonantes fanfarrias cada vez que se presentaba la ocasión. A la sombra de sus certezas, crecían diversos movimientos, embriones armados dispuestos a erosionar el poder.

La muerte de Juan José Cabral encendió la mecha. Los estudiantes cordobeses estaban atrincherados en el Barrio Clínicas, barrio universitario donde realizaban asambleas casi permanentes con la intención de unir su lucha a la de los obreros metalúrgicos que estaban en conflicto, también por una reivindicación puntual, la pretensión del gobierno de terminar con una conquista gremial: el sábado inglés.

El mismo día en que Cabral moría, en Córdoba la ciudad era patrullada por fuerzas militares, fusiles a la vista, infantería en las esquinas, para evitar que los obreros marcharan por la ciudad. Del otro lado del puente los estudiantes del Barrio Clínicas intentaban unirse a ellos y enfrentaban, una vez más, balas, gases, palos, detenciones. Con el correr de los días terminaron por olvidar la causa de todo, el sábado inglés, para dejar en primer plano un solo grito: abajo la dictadura.

El periódico de la CGT de los Argentinos había nacido un año atrás. Dirigido por Ongaro y Walsh, así cubrían el Cordobazo

En Rosario los estudiantes también hacían suyas las calles. A pesar del toque de queda, el estado de emergencia y cuanta denominación se le quisiera dar a la prohibición de asomar las narices, diez mil personas marcharon por el centro de la ciudad. Gases, palos, balas. En desbandada corrieron los manifestantes en busca de reparo. Fue en una de las principales galerías comerciales de la ciudad donde la policía emboscó a un grupo y un oficial le pegó un tiro en la cabeza a Alberto Ramón Bello, estudiante de Ciencias Económicas de veintitrés años. Un nuevo nombre se sumaba al de Cabral. Ahora eran Cabral y Bello. Nombres que resonaban y provocaban cataclismos, indignación, repudio. La violencia policial era algo cotidiano, cualquier recital del recién nacido rock nacional era una ocasión para sufrir la humillación de la violencia. Corridas, fugas, detenciones, gases, infantería. Palo y palo.

El tiro certero contra Bello provocó otra estampida.

En Córdoba  rumor corrió de boca en boca. Sin convocatorias una multitud se arrimó simbólicamente a la esquina en la que años antes habían asesinado a otro estudiante: Santiago Pampillón. Gases, palos, balas, corridas, hondazos, detenciones. Muertos sobre muertos, quién sabe cuándo había comenzado todo.

Día a día la organización de los manifestantes crecía; ya sabían lo que les esperaba así que se preparaban para resistir de manera más eficaz. Con naturalidad entraban a formar parte de las prácticas y del vocabulario palabras como: miguelitos, ácido sulfúrico, clorato de potasio, barras de azufre, ravioles, molotov.

En Córdoba los obreros metalúrgicos, liderados por Agustín Tosco y Elpidio Torres, estaban decididos a hacerse oír. Las dos centrales obreras, la CGT y la CGTA, llamaban a un paro general con movilización para el 29 de mayo.

El primer medio nacional en llegar a la ciudad fue Canal 13 con Telenoche”. Allí enviaron nuevamente a su conductor estrella, Andrés Percivale. Cara de ángel y sonrisa bien dispuesta, Andrés desembarcó en una ciudad sitiada. Calles desiertas por las que sólo pasaban las patrullas policiales, armas a la vista. Los comercios que se animaron a abrir aquella mañana cerraron sus persianas apenas escucharon el silencio atronador que presagiaba la tempestad. No había transportes, apenas algunas motos que merodeaban por ahí sin rumbo fijo. El gobernador había dispuesto un cordón alrededor del centro; en los puntos estratégicos, como los puentes de La Cañada, estaban apostados los caballos de la infantería, carros y tropas. Un dispositivo similar cortaba el paso hacia la zona industrial por donde debían arribar las columnas obreras.

En silencio, los vecinos asistían detrás de sus ventanas al curioso espectáculo de la ciudad donde pequeños grupos de no más de tres personas deambulaban a la espera de alguna señal que indicara el inicio de la acción; se entrecruzaban en las esquinas, intercambiaban información y continuaban su recorrido. 

Dos eran los lugares principales adonde Percivale debía dirigir sus cámaras: el Barrio Clínicas y la planta generadora de Villa Rebol, donde Agustín Tosco estaba pronto a partir con su overol obrero y botas de trabajo. A la entrada del barrio universitario un cartel anunciaba: “Barrio Clínicas, territorio liberado de América”. Por sus calles el movimiento era continuo. Desde temprano se dieron cita diversos grupos con carteles enrollados y mochilas al hombro que portaban todo lo necesario para resistir: piedras, hondas, palos, nafta, botellas, pañuelos, limón. Comenzaron a avanzar hacia el centro antes de la hora establecida, eran varias columnas dispuestas a sobrepasar las fuerzas de seguridad que estaban apostadas en los alrededores de los puentes. La primera granada de gas lacrimógeno provocó la reacción. Algunos las tomaban antes de que explotaran y las devolvían con fuerza contra las líneas policiales. Otros se dispersaban o buscaban reparo en los edificios, mientras los más audaces resistían con hondas y piedras. Empezaron las barricadas, cayeron árboles, carteles, tachos de basura y autos, se encendieron fogatas, aparecieron las molotov. Percivale se encontró de pronto en medio del fuego cruzado y corrió hacia algún zaguán para salir de la línea de fuego. Ya no sólo eran gases, sino balas y metrallas que repiqueteaban a su lado. Estallaban vidrios, el humo hacía difícil entender qué estaba ocurriendo, desde las terrazas caían macetas, vasos, piedras; griterío de órdenes improvisadas, la multitud se desconcentraba por momentos pero volvía al rato con más fuerza.

De inmediato partieron periodistas de los diversos medios de la Capital para registrar en primera persona la insurrección popular cordobesa. Hacia allí fue también Enrique Walker, enviado por la revista Gente. Horas duró la resistencia en los distintos puntos de acceso a la ciudad. Miguelitos, rulemanes, palos y molotov contra tanques, fusiles fal y granadas.

Los obreros marchaban con Tosco a la cabeza y un gran cartel que decía “Paro Activo”. Finalmente lograron romper el cordón policial y avanzaron hacia el centro; a su paso cortaban el camino con árboles o autos dados vuelta e incendiados. En uno de los enfrentamientos un obrero de la Ika recibió un disparo en la cabeza. Si hacía falta otra chispa, ésta sumaba al fuego. Con aerosol pintaban en las paredes: “Soldado, no mates a tu hermano”. Fue toda una jornada de resistencia hasta que la policía quedó sin gases ni proyectiles. La ciudad había sido ocupada por la población insurgente.

Los muros en Córdoba no hablaban de imaginación ni de surrealismo, no había espacio para la poesía: “Abajo la dictadura”, “Perón vuelve”, “Diez, cien, mil Vietnam”, “Milicos asesinos”, “Cabral presente”, “Perón o muerte”, “Obreros y estudiantes unidos y adelante”.

Córdoba ardía, literalmente. Fogatas en cada esquina alimentadas por eufóricos vecinos, universitarios, metalúrgicos, profesionales, albañiles, comerciantes, bicicleteros, maestros, verduleros, todos actuaban como si supieran hacia dónde iban, no había lugar para el titubeo. Convertidos en soldados de una tropa inexistente, daban muestras de saber comportarse en una situación hasta entonces inimaginable; como si hubiera un mandato, iban al frente. Nadie tenía certeza alguna sobre cuál sería el fin.

Al anochecer, atemorizada por el caos provocado, la CGT decidió que se habían cumplido los objetivos y levantó el paro, mientras el gobierno anunciaba que crearía consejos de guerra y a las cinco de la tarde el ejército entraría en Córdoba. Los obreros de Luz y Fuerza bloquearon los accesos a la ciudad para impedir que entraran los tanques. Más barricadas, postes, carteles, autos, basura y gomas. De manera imprevista eran los dueños de la ciudad, tomaban el Ministerio de Obras Públicas y saqueaban algunas armerías.

Mientras, los aviones de la Fuerza Aérea sobrevolaban, los tanques entraban a Córdoba a pesar de las barricadas. Los manifestantes se replegaron al Barrio Clínicas o subieron a los techos de los edificios. A las ocho la ciudad quedó a oscuras… no era difícil para los obreros de Luz y Fuerza boicotear el servicio eléctrico. Desde las azoteas más altas se podían ver las fogatas que iluminaban los distintos barrios. Los tanques recorrían las calles y las molotov seguían cayendo sobre ellos. La imagen era la de una población resistiendo al invasor.

Enrique Walker tomaba nota en una libreta de todo lo que veía: francotiradores paramilitares, vecinos inofensivos convertidos en resistentes, dirigentes gremiales que con voz mesurada y cálida tonada cordobesa le explicaban las razones del descontento. Exigimos que se respete la voluntad del pueblo, exigimos que el gobierno sea elegido por las mayorías, sin persecuciones para con las ideas y doctrinas de ningún argentino; exigimos aumento de salarios; que se defienda nuestro patrimonio nacional saqueado por monopolios extranjeros. Exigimos creación de nuevas fuentes de trabajo, la reincorporación de los cesantes y el levantamiento de las sanciones por haber hecho uso del derecho constitucional de huelga. Exigimos una universidad abierta a las posibilidades de los hijos de los trabajadores y consustanciada con los intereses del país.

Continuaba garabateando en su libreta todo lo que veía y oía mientras le ordenaba al fotógrafo que retratara a los militares que apuntaban a la cabeza de civiles desarmados. La radio informaba que había orden de tirar a matar; en silencio y a oscuras, escondidos en pensiones y departamentos, los manifestantes escuchaban las novedades y se preguntaban qué hacer.

El 30 de mayo el ejército entró a la sede de Luz y Fuerza y detuvo a sus dirigentes, entre ellos, Agustín Tosco, Atilio López y Elpidio Torres. Poco a poco el gobierno controlaba la situación: lograba entrar al mismo Barrio Clínicas, desarmaba barricadas y se llevaba presos a los más sospechosos. La resistencia duró hasta la noche del 30 de mayo. En el medio quedó un tendal de decenas de muertos, ya sin nombre ni cifras precisas.

***************

Fue el fin de Onganía, el pequeño dictador que quiso perpetuarse como el generalísimo Franco. Vinieron otros generales. Hubo que soportar cuatro años más hasta que finalmente -en otro mayo- asumiera un gobierno votado por el pueblo.

Pero esa ya es otra historia. O no.

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Lecturas obligatorias 7/Por Daniel Divinsky

Me resulta curiosa la simultaneidad con la que varios escritores hispanoamericanos contemporáneos abordaron en libros recientes, de narrativa o autoficción el hecho de sus paternidades tardías (para los estándares habituales). Impactados por la aparición en sus mundos de esas criaturas a una edad en la que no era de esperar que fueran padres, describen con deleite genuino los placeres que derivan de la relación con esos hijos. Para muestra, varios botones: el guatemalteco Eduardo Halfon con Un hijo cualquiera; el chileno Alejandro Zambra con Literatura infantil y el argentino Andrés Neuman con Umbilical escriben sobre el tema con el entusiasmo y la madurez de estilo con los que Cortázar describe los orgasmos a partir –se dice— del tratamiento hormonal que le permitió conseguirlos al mismo tiempo que le crecía la barba.

Las relaciones generalmente complejas de los hijos varones con sus padres generaron textos memorables como la Carta al padre de Franz Kafka o Las palabras de Jean-Paul Sartre que incluye esta afirmación: “No era que mi padre fuera malo: era el vínculo de paternidad el que estaba podrido”. Pero también las mujeres pusieron por escrito sus asuntos, como Sybille Lacan en Mi padre, que expone facetas deleznables de su, por otro lado, insigne progenitor.

Menos habituales (hasta donde yo sé) son los ajustes de cuentas de las mujeres con sus madres. Simone de Beauvoir, en Una muerte muy dulce, trata con cierta impiedad la enfermedad terminal de la suya. Y, en la literatura argentina, un ejemplo reciente es la excelente ¿novela? de Marina Mariasch Efectos personales, donde interpela post mortem a su madre suicida.

Desarrollo este introito para poder hablar de un libro absolutamente excepcional y conmovedor: El corazón del daño, de la inmensa poeta argentina María Negroni. Fue publicado en agosto de 2021 y se visibilizó recientemente a partir de su adaptación teatral, a cargo de la autora, que lo convirtió en un monodrama deslumbrante puesto en escena por Alejandro Tantanian y protagonizado por Marilú Marini, una actriz única. La pieza se estrenó en Madrid y está actualmente en cartel en el Teatro del Picadero en Buenos Aires: si todavía no les resultó imprescindible comerse al “chanchito”, vale la pena romperlo para ver este espectáculo, aunque sea la única visita que puedan hacer al teatro este año.

El libro comienza con una cita de Clarice Lispector, conservada en la versión escénica: “Voy a contar lo que sucedió”. Y, a partir de allí, en un lenguaje de elevado nivel poético (que no obsta al crudo planteo de una relación materno-filial enfermiza) se van describiendo las alternativas que perturban la vida de una hija que pretende que su madre la ame, algo que esta no sabe, no puede o no quiere hacer.
La protagonista-relatora tiene una hermana, que es quien se hará cargo del cuidado de esa madre en su enfermedad terminal, una tarea que ella se siente incapaz de asumir.

En el monólogo aparecen no solo lo subjetivo de esa relación: están también la militancia política de la protagonista en la década del ’70, la represión, el miedo y la desprotección familiar en la coyuntura y su exilio, que le permite distanciarse de la relación perversa con su madre.

Para quienes no la conozcan, cabe señalar que María Negroni hasta la aparición de El corazón del daño, había publicado numerosos libros de poesía y obtuvo en España con el más reciente, Utilidad de las estrellas, el Premio Internacional de Poesía Margarita Hierro, elegido entre ochocientos originales inéditos. Ese premio implicó, además de una suma de dinero importante, la publicación del libro por la exquisita editorial valenciana Pre-Textos. En estos días, la autora está en España, presentando esa edición.

Muy a menudo se habla de la “magia” del teatro, esa conjunción entre la palabra, la gestualidad, la presencia corporal de los actores, la escenografía, la música, la iluminación. La puesta en escena de esta adaptación permite confirmar que esa “magia” se da algunas veces. Presenciar el espectáculo incentivará el deseo de leer la obra original, para rescatar la belleza del idioma en que está escrita y la profundidad del drama que refleja.

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Lecturas obligatorias/6. Por Daniel Divinsky

                     

En otros ámbitos y oportunidades, me referí a la actitud prudente que debemos tener los lectores ante los premios literarios. Los hay insospechables y sospechosos, unos muy bien dotados económicamente y otros menos, pero que confieren prestigio a los libros galardonados e influyen en el aumento de sus ventas. El premio Nobel, que significa una suma importante, no tiene relación directa con el crecimiento comercial de un libro. El Goncourt, que aporta un franco a la novela premiada, repercute espectacularmente en la circulación.

En nuestro país, el premio Fundación Filba-Medifé, patrocinado por esta empresa de medicina prepaga y la entidad que organiza el Festival de Literatura de Buenos Aires, ligada a la librería y editorial Eterna Cadencia, ha ido creciendo en importancia desde que se otorgó por primera vez a El último Falcon sobre la tierra, de un entonces ignoto autor, Juan Ignacio Pisano, publicada por una minúscula editorial de Rosario: Baltasara.

Su importe en 2023 fue de mileinizados $ 1.200.000 y lo discernió un jurado notable: María Moreno, Betina González y Federico Falco, quien lo había ganado el año anterior con Los llanos, que también fuera primera mención del premio Herralde de novela otorgado en Barcelona.

Lo obtuvo una obra absolutamente original y espléndida: El ojo de Goliat, de Diego Muzzio, escritor argentino radicado desde hace años en Francia, que se impuso sobre otras cuatro finalistas. Muzzio había publicado antes Las esferas invisibles, nouvelles ambientadas en Buenos Aires durante la epidemia de fiebre amarilla y los cuentos de Novecientos canguros, y también poesía y relatos para niños. La edición lleva el sello de la muy innovadora y exquisita Editorial Entropía.

Se trata de una novela novecentista, en el sentido de que, como las que se escribían en ese siglo,  narra todo el tiempo, como establecía la normativa de entonces para la literatura. Totalmente actual en el lenguaje, la trama, dividida en tres partes, atrapa desde la primera línea. Hay un hospital psiquiátrico privado, ubicado en Escocia, cerca de Edimburgo, regenteado por el Dr. Pierce, un psiquiatra partidario del uso de la hipnosis como método de cura para enfermos mentales en lugar de los muy brutales tratamientos en uso en la época.

Hay una empresa escocesa dedicada a la construcción y reparación de faros, que contrata a un ingeniero para que viaje al sur de la Argentina para constatar el estado de un faro construido por ellos en un islote al que se llega desde Ushuaia. El ingeniero se instala en la soledad del faro semidestruido, cuyo último farero enloqueció y murió en el islote y, progresivamente la furia del mar, los pájaros que lo asedian, especialmente un enorme albatros, tal vez imaginario, terminan sumiéndolo en la locura, la que no le impide llevar un minucioso diario de su mala vida en el lugar. Cuando finalmente lo rescatan, una compulsión imposible de contener lo lleva a dar brazadas de nadador en tierra y en cualquier lugar: la compañía lo lleva al manicomio de Pierce para que sea tratado..

El Dr. Pierce, que padece tremendos dolores tremendos como secuela de la presencia en su cráneo de una esquirla que no pudo ser extirpada: una bomba estalló en la trinchera desde donde combatía contra los alemanes en la Primera Gran Guerra. Cerrando el círculo, en la tercera parte Pierce se encuentra y debate con un colega alemán que descree de sus métodos. Este que habría tratado en su país, descartando una posible enfermedad mental, a quien luego sería Adolf Hitler. El final de ese encuentro sorprende. Y mucho.

Como dice en la contratapa Luciano Lamberti, reciente ganador del premio Clarín-Alfaguara, que dedicó a los 30.000 desparecidos, algo inesperado en el marco del acto organizado por Clarín (nada menos) en el Teatro Colón de Jorge Telerman (nada menos), “Los verdaderos libros parecen estar fuera del tiempo, más allá de las modas y nuestra acotada experiencia…Muzzio ha escrito esta novela fascinante, delicada y poderosa a la vez, sobre el inestable equilibrio en el que se asientan nuestra propias vidas.” Imposible expresarlo mejor.

Los fundamentos del fallo del jurado son muy convincentes. “El ojo de Goliat es una novela alucinante y alucinada, cuyos escenarios se quedan en nosotros por largo rato. (…) Combina con elegancia y maestría tanto la tradición argentina de la literatura de pura invención que cultivaron Borges, Ocampo y Bioy, como la tradición europea de lo sobrenatural que tiene en Stevenson a su principal referente.” “Una proeza literaria: ajustada, meticulosa, con guiños a autores clásicos y varios niveles posibles de lectura, un puro y majestuoso deslizamiento hacia el horror” (del voto de Betina González).

En tiempos en los que el país ofrece marcos cada día más aterrorizantes, leer El ojo de Goliat permite sumirse en realidades menos preocupantes, maravillosamente relatadas.

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Lecturas obligatorias #5, por Daniel Divinsky

Entre mis múltiples falencias, me confieso antisnob, al menos en materia de lecturas. Cuando un libro está MUY de moda y se convierte en tema de conversación en los circuitos bienpensantes, desarrollo un fuerte deseo de no leerlo. Muy a menudo lo hago tiempo después, para descubrir que mi prejuicio era injustificado. Me pasó hace poco con Las malas, la excelente autoficción de Camila Sosa Villada y muchísimos años atrás, con Cien años de soledad: la leí, con retraso respecto a la fecha de su aparición, con enorme disfrute, en un viaje en micro a Córdoba. Era, eso sí, la primera edición cuya tapa ofrecía una visión confusa de un barco de velas en medio de una selva en dibujos lineales de color azul.

Más recientemente me acaba de suceder con Fortuna, la segunda novela de Hernán Díaz, publicada por Anagrama, escrita originalmente en inglés y que fue galardonada este año en los Estados Unidos con el muy importante premio Pulitzer de narrativa.

Por un lado, me causaba cierto rechazo que el autor – nacido en la Argentina en 1973, migrado a Suecia con sus padres por razones políticas durante la última dictadura, regresado al país para cursar sus estudios universitarios en Literatura y luego radicado en Londres con una beca y finalmente en Nueva York donde hizo su doctorado y dicta clases– hubiera decidido escribir en inglés.

Por otro, la temática del libro, ampliamente difundida luego de su premio, no me resulta atractiva a primera vista: se ocupa de inversores, de altas fortunas, de juegos de Bolsa en Wall Street…

Pero sí me sumergí, con enorme provecho, en la lectura de la anterior novela de Díaz: A lo lejos, publicada por la pequeña y refinada editorial española Impedimenta en impecable traducción de Jon Bilbao. Cabe hacer notar que, después del Pulitzer, el autor o su agente literario (este oficio suele implicar tareas de chivo emisario) llevaron la otra novela a un sello de mayores dimensiones.

Hay que aclarar desde el principio que se trata de un libro de temática poco común. Narra la epopeya de un sueco analfabeto, que, a mediados del siglo XIX y motivado por la extrema pobreza de su familia, decide partir con su hermano mayor hacia Norteamérica. Por una confusión, se separan en el muy movido puerto inglés de Portsmouth. El hermano va a parar efectivamente a Nueva York, como estaba previsto, en tanto Hakan Söderström, el protagonista, un gigantón descomunal, se embarca en un navío que pasa por Buenos Aires y que luego de dar la vuelta al continente por el Cabo de Hornos, lo deja en California en plena efervescencia de la ”fiebre del oro”.

A partir de ese desencuentro, el protagonista emprende una travesía plagada de incidentes a través del desierto norteamericano, para tratar de llegar a Nueva York, lo que convierte a la novela, como dijo un comentarista, en un eastern, en el sentido de que, al revés de los westerns el recorrido se hace a la inversa del de las caravanas.

Hakan (el nombre debería escribirse con un º sobre la “a”, pero no encuentro el símbolo en mi teclado) no solo no sabe leer ni escribir, sino que no entiende una palabra de inglés. A pesar de ello, va trabando relaciones con diversos personajes, (unos amistosos, otros nefastos), a través de una mezcla de mímica y palabras aprendidas por necesidad.

En la agotadora travesía que inicia, Hakan aprende a cazar animales para alimentarse y a curtir sus pieles para abrigarse. Pasa parte del recorrido con un naturalista, que le enseña a reconocer los usos posibles de las plantas y, al mismo tiempo, rudimentos de medicina y cirugía que habrán de serle muy útiles. Otro compañero de ruta, con hábitos de gourmet, le enseña a cocinar.

Buena parte del tiempo está solo, meditando filosóficamente casi sin saberlo. Se incorpora por un tiempo a una caravana con la sola aspiración de conseguir un caballo que facilite sus desplazamientos. Lo consigue y lo bautiza “Pingo”, único guiño perceptible del autor a sus orígenes argentinos.

Perderá ese caballo tras un enfrentamiento a tiros. Se ve envuelto en varios de ellos a los que sobrevive prácticamente ileso, traba un esbozo de relación afectiva con una joven cuya familia está en una de esas caravanas, pero todo se frustrará cuando tras un ataque, mate a varios de los intrusos y también, por accidente, a la muchacha.

Eso lo convertirá en prófugo de la justicia y, como su estatura y corpulencia lo hacen muy evidente, deberá ocultarse largo tiempo hasta que un avieso sheriff lo detiene y lo exhibe como fenómeno circense para recolectar fondos en su propio beneficio.

A esta altura el lector de esta columna estará legítimamente preguntándose: “¿Qué tengo que ver yo, habitante de esta Argentina en crisis recurrentes, con esta historia ambientada ‘allá lejos y hace tiempo’?”. La respuesta es que la habilidad con que el relato está escrito hace que uno se identifique con este personaje en cierta medida patético y se apasione con la lectura.

Como escribió un crítico del diario inglés The Guardian se trata de “un viaje de la inocencia a la experiencia. David Copperfield con sabor a Tarantino.” No es una referencia exagerada. Objeto de su propia historia, el gigantón protagonista termina arrojándose al mar entre témpanos desde un barco recolector de hielo para refrigeración. Emerge como si tal cosa en la primera escena de la novela, que enlaza directamente con la última.

Un libro apasionante, que confirma que la buena escritura puede hacer deseable seguir casi cualquier trayectoria humana.

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