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Libros y alpargatas

Kaspar Hauser. Ejemplo de un crímen contra la vida interior del hombre, editorial Interzona, 2018

26 de mayo de 1928. Cinco de la tarde en Alemania. El vecino de un pueblo descubre en la plaza frente a su casa a un ser extraño. Un muchacho que no llega al metro y medio que se bambolea sin equilibrio, viste de manera indescifrable y apenas balbucea.

En la mano sostiene un papel que extiende al curioso aldeano. “Al digno señor oficial de caballería del 4º escuadrón del 6º Regimiento de Caballería de Nuremberg” dice la carta. El pobre vecino de inmediato llamó a la policía y allí empezó el largo derrotero de la justicia para saber quién diablos era ese jóven, con aires salvajes y maneras delicadas. Su vocabulario era tan corto que tenía solo dos respuestas para cualquier pregunta: “Ser jinete” y “no sabo”.

Policías y jueces estaban curiosos por conocer su origen. Le dieron una pluma para que escribiera su nombre. La sorpresa fue que -este tipo casi analfabeto, medio idiota y de cuerpo atrofiado- hizo su firma con una exquisita caligrafía, firme, fina, elegante: Kaspar Hauser, escribió.

La carta que llevaba Kaspar decía en su interior: ¡Muy distinguidísimo Señor oficial de Caballería! Le envío a un muchacho con voluntad de servir fielmente a su rey. Me fue encajado en 1812 y siendo yo un jornalero con diez hijos, bastante me cuesta ganarme la vida. De su madre no pude averiguar nada. Debí quedarme con el chico que me fue endosado y se supone que debía hacerlo pasar por hijo mío. Lo crié cristianamente pero no lo dejé salir ni un paso de la casa para que no sepa nada de dónde creció, no sabe cómo volver.” No era el único papel que traía consigo el pobre Kaspar Hauser. Con letra desprolija, su madre había escrito que ella era una pobre mujer que no podía alimentar a su hijo y que el padre era del Regimiento de Caballería de Nuremberg. Solicitaba al que se lo quedara que al cumplir los 17 años se lo entregara a dicho oficial.

El caso llegó a manos de un juez que dedicó su vida a tratar de dilucidar el misterio de Kaspar Hauser, que parecía un animal pero tenía vestigios de realeza. El chico murió como nació: mal. Se tejieron en torno a él mil historias, que era hijo de un duque que lo mantuvo encerrado, que quizás era un bastardo del propio Napoleón. Dio lugar a mil ideas conspirativas, y a pesar de ser cada vez más amable e inofensivo, un día fue acuchillado.

El misterio se mantiene hasta el día de hoy. En el siglo XXI continuaron haciéndose análisis de ADN para descubrir si pertenecía a una familia real y a cuál. La existencia de un ser que no obedecía a las reglas se tornó insoportable, sobre todo para el Juez Von Feuerbach. Durante cinco años la prensa habló Kaspar Hauser asesinado de una puñalada, su mera existencia era insoportable. Werner Herzog, director de la película “El enigma de Kaspar Hauser” que se estrenó en 1976 dijo sobre el caso: “Hay en nosotros una terrible dificultad, esa lucha para comunicarnos”.

Aunque parezca ficción, Kaspar Hauser existió. La primera noticia que tuve de él fue gracias a un librito de la editorial Interzona llamado “Juicio a las Brujas y otras catástrofes”, una recopilación de las columna radiales de Walter Benjamin llamadas “Crónicas de radio para jóvenes”.

Llegué a la editorial Interzona gracias a María Seoane y a Julia Bowland que imaginaron que yo podía hacer comentarios de libros. Y así estuve dos años en Radio Nacional descubriendo un mundo hasta entonces desconocido. Mi intención fue darle voz a las editoriales buenas pero sin tanta repercusión. Visité a los editores de Interzona en su sede del Pasaje Rivarola. Un lugar chico pero lleno de títulos. Un catálogo inmenso y bien cuidado. Me dieron a elegir entre sus libros y me llevé el de Walter Benjamin, Jamás hubiera imaginado que semejante pensador era un columnista de radio allá por los inicios de los años 30. Y no era el único. Ese curioso invento que permitía que millones escucharan voces sedujo a más de un sabio. Einstein también era frecuentador de algunos programas y definió el nuevo invento radial como “un instrumento de una verdadera democracia que hacía llegar a todos los hombres por igual la música y el arte. También era un medio para la compresión mundial, porque servía para desvanecer la sensación de aislamiento entre gente lejana: la técnica de la radio era una conciliadora de los pueblos”, según nos cuenta la prologuista del libro de Benjamín. Rescata también la selección de historias de Benjamin, sugestivas, que dejan pensando, sin dar una solución inmediata.

Pero no era de ésto de lo que quería hablar. Sino de otra cosa, que quizás es la misma.

El otro día cae en mis manos uno de los últimos títulos de Intezona: “Kaspar Hauser. Ejemplo de un crímen contra la vida interior del hombre”, escrito por aquel juez Von Feuerbach. Una hermosa edición, de tapas duras, papel fuerte, y hojas sin agresión de los vértices, redondeadas en sus puntas. Un libro lindo para tener entre las manos. Sensual. Recorro sus páginas sin leerlo, por el solo placer de sentirlas, hasta que llego a la última que dice: “ Impreso en papel Chen Ming Woodfree de 100 gramos, en los talleres gráficos Asia Pacific Offset, Hong Kong, en el mes de septiembre de 2017.

El libro del Walter Benjamin fue impreso en el año 2004 en unos talleres de Avellaneda.

Y pensé cómo la estarán pasando los trabajadores de Avellaneda visto que ahora parece que es más fácil traer libros impresos de la China que hechos aquí.

Vaya, pues, esta columna en homenaje a todos los gráficos argentinos que están pasando un mal momento, como tantos otros. Un sindicato combativo, si los hay, que este año conmemora la edición del primer periódico de la CGT de los argentinos, hecho por Rodolfo Walsh.

Kaspar Hauser, el hombre que no pudo ser. Como tampoco pudo ser este país que lleva en sí mismo un misterio tan profundo como el del pobre Kaspar.

Reseña: Laura Giussani Constenla, para La Columna Vertebral

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Lecturas obligatorias 7/Por Daniel Divinsky

Me resulta curiosa la simultaneidad con la que varios escritores hispanoamericanos contemporáneos abordaron en libros recientes, de narrativa o autoficción el hecho de sus paternidades tardías (para los estándares habituales). Impactados por la aparición en sus mundos de esas criaturas a una edad en la que no era de esperar que fueran padres, describen con deleite genuino los placeres que derivan de la relación con esos hijos. Para muestra, varios botones: el guatemalteco Eduardo Halfon con Un hijo cualquiera; el chileno Alejandro Zambra con Literatura infantil y el argentino Andrés Neuman con Umbilical escriben sobre el tema con el entusiasmo y la madurez de estilo con los que Cortázar describe los orgasmos a partir –se dice— del tratamiento hormonal que le permitió conseguirlos al mismo tiempo que le crecía la barba.

Las relaciones generalmente complejas de los hijos varones con sus padres generaron textos memorables como la Carta al padre de Franz Kafka o Las palabras de Jean-Paul Sartre que incluye esta afirmación: “No era que mi padre fuera malo: era el vínculo de paternidad el que estaba podrido”. Pero también las mujeres pusieron por escrito sus asuntos, como Sybille Lacan en Mi padre, que expone facetas deleznables de su, por otro lado, insigne progenitor.

Menos habituales (hasta donde yo sé) son los ajustes de cuentas de las mujeres con sus madres. Simone de Beauvoir, en Una muerte muy dulce, trata con cierta impiedad la enfermedad terminal de la suya. Y, en la literatura argentina, un ejemplo reciente es la excelente ¿novela? de Marina Mariasch Efectos personales, donde interpela post mortem a su madre suicida.

Desarrollo este introito para poder hablar de un libro absolutamente excepcional y conmovedor: El corazón del daño, de la inmensa poeta argentina María Negroni. Fue publicado en agosto de 2021 y se visibilizó recientemente a partir de su adaptación teatral, a cargo de la autora, que lo convirtió en un monodrama deslumbrante puesto en escena por Alejandro Tantanian y protagonizado por Marilú Marini, una actriz única. La pieza se estrenó en Madrid y está actualmente en cartel en el Teatro del Picadero en Buenos Aires: si todavía no les resultó imprescindible comerse al “chanchito”, vale la pena romperlo para ver este espectáculo, aunque sea la única visita que puedan hacer al teatro este año.

El libro comienza con una cita de Clarice Lispector, conservada en la versión escénica: “Voy a contar lo que sucedió”. Y, a partir de allí, en un lenguaje de elevado nivel poético (que no obsta al crudo planteo de una relación materno-filial enfermiza) se van describiendo las alternativas que perturban la vida de una hija que pretende que su madre la ame, algo que esta no sabe, no puede o no quiere hacer.
La protagonista-relatora tiene una hermana, que es quien se hará cargo del cuidado de esa madre en su enfermedad terminal, una tarea que ella se siente incapaz de asumir.

En el monólogo aparecen no solo lo subjetivo de esa relación: están también la militancia política de la protagonista en la década del ’70, la represión, el miedo y la desprotección familiar en la coyuntura y su exilio, que le permite distanciarse de la relación perversa con su madre.

Para quienes no la conozcan, cabe señalar que María Negroni hasta la aparición de El corazón del daño, había publicado numerosos libros de poesía y obtuvo en España con el más reciente, Utilidad de las estrellas, el Premio Internacional de Poesía Margarita Hierro, elegido entre ochocientos originales inéditos. Ese premio implicó, además de una suma de dinero importante, la publicación del libro por la exquisita editorial valenciana Pre-Textos. En estos días, la autora está en España, presentando esa edición.

Muy a menudo se habla de la “magia” del teatro, esa conjunción entre la palabra, la gestualidad, la presencia corporal de los actores, la escenografía, la música, la iluminación. La puesta en escena de esta adaptación permite confirmar que esa “magia” se da algunas veces. Presenciar el espectáculo incentivará el deseo de leer la obra original, para rescatar la belleza del idioma en que está escrita y la profundidad del drama que refleja.

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Lecturas obligatorias/6. Por Daniel Divinsky

                     

En otros ámbitos y oportunidades, me referí a la actitud prudente que debemos tener los lectores ante los premios literarios. Los hay insospechables y sospechosos, unos muy bien dotados económicamente y otros menos, pero que confieren prestigio a los libros galardonados e influyen en el aumento de sus ventas. El premio Nobel, que significa una suma importante, no tiene relación directa con el crecimiento comercial de un libro. El Goncourt, que aporta un franco a la novela premiada, repercute espectacularmente en la circulación.

En nuestro país, el premio Fundación Filba-Medifé, patrocinado por esta empresa de medicina prepaga y la entidad que organiza el Festival de Literatura de Buenos Aires, ligada a la librería y editorial Eterna Cadencia, ha ido creciendo en importancia desde que se otorgó por primera vez a El último Falcon sobre la tierra, de un entonces ignoto autor, Juan Ignacio Pisano, publicada por una minúscula editorial de Rosario: Baltasara.

Su importe en 2023 fue de mileinizados $ 1.200.000 y lo discernió un jurado notable: María Moreno, Betina González y Federico Falco, quien lo había ganado el año anterior con Los llanos, que también fuera primera mención del premio Herralde de novela otorgado en Barcelona.

Lo obtuvo una obra absolutamente original y espléndida: El ojo de Goliat, de Diego Muzzio, escritor argentino radicado desde hace años en Francia, que se impuso sobre otras cuatro finalistas. Muzzio había publicado antes Las esferas invisibles, nouvelles ambientadas en Buenos Aires durante la epidemia de fiebre amarilla y los cuentos de Novecientos canguros, y también poesía y relatos para niños. La edición lleva el sello de la muy innovadora y exquisita Editorial Entropía.

Se trata de una novela novecentista, en el sentido de que, como las que se escribían en ese siglo,  narra todo el tiempo, como establecía la normativa de entonces para la literatura. Totalmente actual en el lenguaje, la trama, dividida en tres partes, atrapa desde la primera línea. Hay un hospital psiquiátrico privado, ubicado en Escocia, cerca de Edimburgo, regenteado por el Dr. Pierce, un psiquiatra partidario del uso de la hipnosis como método de cura para enfermos mentales en lugar de los muy brutales tratamientos en uso en la época.

Hay una empresa escocesa dedicada a la construcción y reparación de faros, que contrata a un ingeniero para que viaje al sur de la Argentina para constatar el estado de un faro construido por ellos en un islote al que se llega desde Ushuaia. El ingeniero se instala en la soledad del faro semidestruido, cuyo último farero enloqueció y murió en el islote y, progresivamente la furia del mar, los pájaros que lo asedian, especialmente un enorme albatros, tal vez imaginario, terminan sumiéndolo en la locura, la que no le impide llevar un minucioso diario de su mala vida en el lugar. Cuando finalmente lo rescatan, una compulsión imposible de contener lo lleva a dar brazadas de nadador en tierra y en cualquier lugar: la compañía lo lleva al manicomio de Pierce para que sea tratado..

El Dr. Pierce, que padece tremendos dolores tremendos como secuela de la presencia en su cráneo de una esquirla que no pudo ser extirpada: una bomba estalló en la trinchera desde donde combatía contra los alemanes en la Primera Gran Guerra. Cerrando el círculo, en la tercera parte Pierce se encuentra y debate con un colega alemán que descree de sus métodos. Este que habría tratado en su país, descartando una posible enfermedad mental, a quien luego sería Adolf Hitler. El final de ese encuentro sorprende. Y mucho.

Como dice en la contratapa Luciano Lamberti, reciente ganador del premio Clarín-Alfaguara, que dedicó a los 30.000 desparecidos, algo inesperado en el marco del acto organizado por Clarín (nada menos) en el Teatro Colón de Jorge Telerman (nada menos), “Los verdaderos libros parecen estar fuera del tiempo, más allá de las modas y nuestra acotada experiencia…Muzzio ha escrito esta novela fascinante, delicada y poderosa a la vez, sobre el inestable equilibrio en el que se asientan nuestra propias vidas.” Imposible expresarlo mejor.

Los fundamentos del fallo del jurado son muy convincentes. “El ojo de Goliat es una novela alucinante y alucinada, cuyos escenarios se quedan en nosotros por largo rato. (…) Combina con elegancia y maestría tanto la tradición argentina de la literatura de pura invención que cultivaron Borges, Ocampo y Bioy, como la tradición europea de lo sobrenatural que tiene en Stevenson a su principal referente.” “Una proeza literaria: ajustada, meticulosa, con guiños a autores clásicos y varios niveles posibles de lectura, un puro y majestuoso deslizamiento hacia el horror” (del voto de Betina González).

En tiempos en los que el país ofrece marcos cada día más aterrorizantes, leer El ojo de Goliat permite sumirse en realidades menos preocupantes, maravillosamente relatadas.

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Lecturas obligatorias #5, por Daniel Divinsky

Entre mis múltiples falencias, me confieso antisnob, al menos en materia de lecturas. Cuando un libro está MUY de moda y se convierte en tema de conversación en los circuitos bienpensantes, desarrollo un fuerte deseo de no leerlo. Muy a menudo lo hago tiempo después, para descubrir que mi prejuicio era injustificado. Me pasó hace poco con Las malas, la excelente autoficción de Camila Sosa Villada y muchísimos años atrás, con Cien años de soledad: la leí, con retraso respecto a la fecha de su aparición, con enorme disfrute, en un viaje en micro a Córdoba. Era, eso sí, la primera edición cuya tapa ofrecía una visión confusa de un barco de velas en medio de una selva en dibujos lineales de color azul.

Más recientemente me acaba de suceder con Fortuna, la segunda novela de Hernán Díaz, publicada por Anagrama, escrita originalmente en inglés y que fue galardonada este año en los Estados Unidos con el muy importante premio Pulitzer de narrativa.

Por un lado, me causaba cierto rechazo que el autor – nacido en la Argentina en 1973, migrado a Suecia con sus padres por razones políticas durante la última dictadura, regresado al país para cursar sus estudios universitarios en Literatura y luego radicado en Londres con una beca y finalmente en Nueva York donde hizo su doctorado y dicta clases– hubiera decidido escribir en inglés.

Por otro, la temática del libro, ampliamente difundida luego de su premio, no me resulta atractiva a primera vista: se ocupa de inversores, de altas fortunas, de juegos de Bolsa en Wall Street…

Pero sí me sumergí, con enorme provecho, en la lectura de la anterior novela de Díaz: A lo lejos, publicada por la pequeña y refinada editorial española Impedimenta en impecable traducción de Jon Bilbao. Cabe hacer notar que, después del Pulitzer, el autor o su agente literario (este oficio suele implicar tareas de chivo emisario) llevaron la otra novela a un sello de mayores dimensiones.

Hay que aclarar desde el principio que se trata de un libro de temática poco común. Narra la epopeya de un sueco analfabeto, que, a mediados del siglo XIX y motivado por la extrema pobreza de su familia, decide partir con su hermano mayor hacia Norteamérica. Por una confusión, se separan en el muy movido puerto inglés de Portsmouth. El hermano va a parar efectivamente a Nueva York, como estaba previsto, en tanto Hakan Söderström, el protagonista, un gigantón descomunal, se embarca en un navío que pasa por Buenos Aires y que luego de dar la vuelta al continente por el Cabo de Hornos, lo deja en California en plena efervescencia de la ”fiebre del oro”.

A partir de ese desencuentro, el protagonista emprende una travesía plagada de incidentes a través del desierto norteamericano, para tratar de llegar a Nueva York, lo que convierte a la novela, como dijo un comentarista, en un eastern, en el sentido de que, al revés de los westerns el recorrido se hace a la inversa del de las caravanas.

Hakan (el nombre debería escribirse con un º sobre la “a”, pero no encuentro el símbolo en mi teclado) no solo no sabe leer ni escribir, sino que no entiende una palabra de inglés. A pesar de ello, va trabando relaciones con diversos personajes, (unos amistosos, otros nefastos), a través de una mezcla de mímica y palabras aprendidas por necesidad.

En la agotadora travesía que inicia, Hakan aprende a cazar animales para alimentarse y a curtir sus pieles para abrigarse. Pasa parte del recorrido con un naturalista, que le enseña a reconocer los usos posibles de las plantas y, al mismo tiempo, rudimentos de medicina y cirugía que habrán de serle muy útiles. Otro compañero de ruta, con hábitos de gourmet, le enseña a cocinar.

Buena parte del tiempo está solo, meditando filosóficamente casi sin saberlo. Se incorpora por un tiempo a una caravana con la sola aspiración de conseguir un caballo que facilite sus desplazamientos. Lo consigue y lo bautiza “Pingo”, único guiño perceptible del autor a sus orígenes argentinos.

Perderá ese caballo tras un enfrentamiento a tiros. Se ve envuelto en varios de ellos a los que sobrevive prácticamente ileso, traba un esbozo de relación afectiva con una joven cuya familia está en una de esas caravanas, pero todo se frustrará cuando tras un ataque, mate a varios de los intrusos y también, por accidente, a la muchacha.

Eso lo convertirá en prófugo de la justicia y, como su estatura y corpulencia lo hacen muy evidente, deberá ocultarse largo tiempo hasta que un avieso sheriff lo detiene y lo exhibe como fenómeno circense para recolectar fondos en su propio beneficio.

A esta altura el lector de esta columna estará legítimamente preguntándose: “¿Qué tengo que ver yo, habitante de esta Argentina en crisis recurrentes, con esta historia ambientada ‘allá lejos y hace tiempo’?”. La respuesta es que la habilidad con que el relato está escrito hace que uno se identifique con este personaje en cierta medida patético y se apasione con la lectura.

Como escribió un crítico del diario inglés The Guardian se trata de “un viaje de la inocencia a la experiencia. David Copperfield con sabor a Tarantino.” No es una referencia exagerada. Objeto de su propia historia, el gigantón protagonista termina arrojándose al mar entre témpanos desde un barco recolector de hielo para refrigeración. Emerge como si tal cosa en la primera escena de la novela, que enlaza directamente con la última.

Un libro apasionante, que confirma que la buena escritura puede hacer deseable seguir casi cualquier trayectoria humana.

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