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Lecturas recomendadas / La fuerza de los débiles, por Amador Fernández Savater

(Fragmento del artículo “La organización contra lo organizado (la maldición de Jean Valtin)”, publicado en Lobo Suelto)

¿Dónde reside la fuerza de los débiles? La fuerza de los que no tienen ningún poder: dinero, armas, tecnologías de punta, etc. Podemos afirmar lo siguiente, a partir de los ejemplos históricos de algunas guerrillas y movimientos sociales: la fuerza de los débiles consiste en convertir los modos de vida en modos de lucha.

En lugar de entrar en la guerra en espejo, partir de lo más propio. En lugar de copiar las maneras de hacer del adversario, pensar con autonomía. ¿Qué tiene quien no tiene ningún poder? Básicamente su forma de vida: una serie de afectos, de vínculos y de territorios.

Primero, los afectos: lo que nos mueve, lo que nos importa, lo que hace que la vida merezca la pena. Lo que llamamos creencias, valores, apegos, etc.

Ya hace siglos, en sus crónicas sobre las guerras médicas, Heródoto se pregunta: ¿cómo es posible que un puñado de griegos hayan conseguido batir a los inmensos ejércitos persas? Y responde: los griegos pelean por su ciudad, mientras que los soldados persas están a kilómetros de casa, motivados sólo a punta de látigo.

Los afectos son el “plus” capaz de desequilibrar las relaciones cuantitativas de fuerza, de provocar lo imprevisto, el “milagro”. Es lo que se denomina, en el pensamiento estratégico y militar, el “elemento moral de la guerra”. El elemento determinante, decisivo, que pone los cuerpos en movimiento.

Segundo, los vínculos. Toda una trama compleja que enlaza a las personas unas con otras, que las comunica mediante hilos invisibles, que hace que se importen entre sí, que las teje en una madeja de vida compartida.

“No hay maquis sin casa que lo acoja” dice mi amigo Juan Gutiérrez. El “partisano” no es nada ni nadie sin la infraestructura afectiva que lo sostiene. Es sólo punta de iceberg, espuma de una ola de fondo, pez en el agua. Su fuerza pasa por formar parte de una red de complicidades: lazos de apoyo mutuo, de solidaridad, de empatía, de simpatía.

Por último, los territorios. No tanto el medio que nos rodea, como el mundo que nos constituye, nos hace y deshace. Lugares vivos, con sentido y vibración propia, donde trabajamos, habitamos, amamos, crecemos, morimos. Espacios habitados que conocemos como la palma de nuestra mano porque son parte de nosotros mismos (y viceversa). Somos los territorio en los que luchamos -y por los que luchamos.

La fuerza de los débiles pasa, en última instancia, por el amor: amor por modos de vida cuya desaparición nos resulta insoportable; amor por los otros que son prolongación de nosotros mismos; y amor por territorios habitados (y que nos habitan). El único verdadero materialismo consiste en los afectos.

¿Dónde se cocinan las formas de vida que en un momento dado, catástrofe o insurrección, se tensan políticamente? En la vida cotidiana misma, en la reproducción diaria de lo común. Aquel grupo de amigos se coordina para acudir a una manifestación, el rastro afectivo que dejó aquella fiesta sirve para comunicar un mensaje de solidaridad, las mujeres que quedaban para coser juntas empiezan a preparar una acción. Los saberes, los vínculos y las experiencias se activan políticamente.

Lo político, así pensado, no es un lugar (parlamento o centro social), sino una temperatura a partir de la cual se produce la alquimia, una temperatura que no se repite, sino que es que es cada vez. Lo político es la intensificación de lo (supuestamente) “no político”. Justo aquello que suele pasar desapercibido a las miradas políticas tradicionales.

La maldición de la exterioridad

Pensar la organización al modo convencional, en espejo, conduce a construir una cuerpo separado de la vida cotidiana y las formas de existencia. Como un ejército o un partido, lugares artificiales (productos de síntesis) despegados de la materialidad de los afectos, los vínculos y los territorios. El buen militante de partido, como el buen soldado, vive escindido: entre lo cotidiano y lo político, entre el deseo y el deber, entre los afectos y los compromisos. No extrae su fuerza de las formas de vida, sino de su compartimentación.

Se puede pensar como un partido por fuera de los partidos. Por ejemplo, cuando hablamos de la autonomía como un área: “el área de la autonomía”. Ese “área” ya puede ser más grande o más pequeña, da lo mismo, será siempre un gheto. ¿Por qué? Espacializar la autonomía la reduce a una identidad con borde duro hacia fuera. Ya no somos parte de un tejido afectivo, sino que el otro se concibe como pieza de mi plan, de mi causa, de mi proyecto. Llegar a la gente en lugar de ser la gente. La mentalidad instrumental mata la fuerza (amorosa) de los débiles.

La autonomía no es un espacio, sino un rasgo potencial de sujetos sociales que emergen. Una potencia accesible a cualquiera. Autonomía no son “los autónomos”, los que profesan tal ideología o exhiben cual identidad, sino cualquier práctica -siempre puntual, local, parcial- de singularización con respecto al todo social capitalista: invención de otros modos de desear, de estar, de pensar, de nombrarse, etc. Autonomía es autonomización (un proceso) o no es nada. Esta autonomía circula, no se localiza, sino que pasa de un sujeto a otro, de un lugar a otro. Y la organización es precisamente el arte del pase, del pasaje, del pasar.*

Podés leer el artículo completo en: 

https://lobosuelto.com/la-organizacion-contra-lo-organizado-la-maldicion-de-jean-valtin-amador-fernandez-savater/?fbclid=IwAR1cVBiWuUHg_8-JfiKEFxKcD8NAyIeBby6DIUOa4T8fVwQHechcypzoovw

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Sobre el colapso moral de Occidente, por Andrea Zhok

25 de julio 2025.

Occidente es la realización de una política de poder económico-militar, que nace en la Era de los Imperios, desemboca en las dos guerras mundiales y retoma el gobierno del mundo a mediados de los años 70 del siglo XX.


Occidente es un concepto extraño, reciente y espurio.

Por “Occidente” se entiende, en realidad, una configuración cultural que surge con la unificación mundial de la Europa política y de lo que a partir de 1931 tomará el nombre de “Commonwealth” (parte del Imperio Británico).

Esta configuración alcanza su unidad bajo el signo del capitalismo financiero, a partir de su emergencia hegemónica en las últimas décadas del siglo XX.

Occidente no tiene nada que ver con la Europa cultural, cuyas raíces son grecolatinas y cristianas.

Occidente es la realización de una política de poder económico-militar, que nace en la Era de los Imperios, desemboca en las dos guerras mundiales y retoma el gobierno del mundo a mediados de los años 70 del siglo XX.

Lamentablemente, también en Europa la idea de que “somos Occidente” ha pasado a formar parte del sentido común.

La Europa histórica, por ejemplo, siempre ha tenido vínculos estructurales fundamentales con Oriente, cercano y lejano (Eurasia), mientras que Occidente se percibe a sí mismo como intrínsecamente contrario a Oriente.

Así, la Europa cultural está en evidente continuidad con Rusia, mientras que para Occidente Rusia es totalmente ajena a sí misma.

Esta premisa sirve para ilustrar una grave preocupación de larga data que no puedo ocultar.

La preocupación está relacionada con el hecho de que Occidente, moldeado en torno al sistema —mental y práctico— del capitalismo financiero, ha desarraigado el alma de los pueblos europeos.

La cultura y la espiritualidad europeas, ese extraordinario florecimiento que va desde Sófocles a Beethoven, de Dante a Marx, de Tácito a Monteverdi, de Miguel Ángel a Bach, etc., etc., es la primera víctima de la cultura occidentaluna cultura utilitarista, instrumental, abismalmente mezquina, que solo comprende la belleza del arte, de los territorios, de las tradiciones si es un ‘activo’ transformable en ‘dinero’.

Hemos aprendido a aceptar esta medición de todo valor como precio, y de todo precio como margen de beneficio.

Nuestra sociedad, nuestra educación, nuestras comunidades han sido empujadas a aceptar estas equivalencias que desertifican el alma.

Y se ha hecho porque prometía preservar un estatus de poder, de predominio y hegemonía material de Occidente sobre el resto del mundo.

Por mucho que muchas personas hayan intentado, incluso con cierto éxito, oponerse a esta deriva desertizante, esta se ha impuesto en las instituciones, en las academias, en la escuela.

Quien quiera resistirse a este empobrecimiento debe hacerlo de forma clandestina, como resistencia individual, pagando un precio personal, mientras que todo lo demás, las financiaciones, los programas, las prebendas, van en la dirección opuesta.

Pero hoy hemos llegado al final del camino, al punto de inflexión.

La desertificación del alma que ha producido Occidente ha dado lugar a una de las clases dirigentes más moralmente infames que recuerda la historia.

Antes del surgimiento de la mentalidad occidental, hace aproximadamente un siglo y medio, hubo sin duda tiranos más sanguinarios que los líderes occidentales actuales, pero ninguna forma de vida tan cínica.

Occidente no mata ni extermina por odio, ni por convicción, ni para dar ejemplo, ni siquiera por un sentido franco de superioridad.

No, Occidente mata porque cada vez le cuesta más percibir como relevante la distinción de valor entre la vida y la muerte.

Porque es, en el fondo, una cultura de la muerte en el sentido fundamental de que no reconoce una divergencia de valor esencial entre la vitalidad de una cuenta bancaria y la de un niño, entre la de un algoritmo y la de una cría.

El Occidente actual, ejemplificado hoy de manera paradigmática por las clases dirigentes estadounidenses e israelíes, pero representado igualmente bien por la basura servil que habla en nombre de la Unión Europea, está alcanzando niveles de abjeción raramente vistos.

Ya no se trata de “doble rasero”.

Se trata de un compromiso diario con la mentira sin límites, con la aceptación sincera de que cada afirmación, cada palabra, cada pensamiento solo cuenta por los efectos en términos de dinero-poder que puede producir.

Se puede decir todo y lo contrario de todo.

Se puede negar lo evidente y luego negar haberlo negado.

Se pueden romper promesas y tratados.

Se puede negociar y, al mismo tiempo, intentar matar a la persona con la que se negocia, y luego protestar con cara seria porque la otra parte ya no quiere seguir negociando.

Se puede manipular la información oficial las 24 horas del día y luego pedir castigos ejemplares para contrarrestar el poder manipulador en las redes sociales de la peluquera Pina.

Se puede construir, en Milán como en Londres, la sociedad más clasista, gentrificada, oligárquica y excluyente, mientras se predica suavemente la acogida y la inclusión.

Se puede asistir a un genocidio en directo durante dos años y explicar que es legítima defensa.

Etcétera, etcétera.

He aquí mi problema: además del disgusto por todo lo que está sucediendo, soy consciente de que no podremos escapar a la condena histórica de esta obscenidad espiritual.

Estaremos involucrados, aunque no hayamos aprobado nada personalmente, aunque lo hayamos contestado con todos los medios a nuestro alcance.

Estaremos involucrados porque esta depravación es Occidente y hemos aceptado esta etiqueta, hemos aprendido a pensar como Occidente y así nos percibe el mundo.

Cuando los 7/8 del planeta nos pidan que paguemos la cuenta —y que nadie se haga ilusiones de que no sucederá—, será increíblemente difícil, quizá imposible, explicar que la gran cultura milenaria europea no tiene nada que ver con el desierto nihilista del Occidente contemporáneo.

Al igual que en la inmediata posguerra muchos no podían oír hablar alemán —la lengua de Goethe y Mozart— sin sentir repugnancia (algunos de los menos jóvenes lo recordarán sin duda), así, pero de forma mucho más radical, podría ocurrir con todo lo que huela, con razón o sin ella, a Occidente.

Después de todo, si estudiar a Dante, Cervantes o Shakespeare os ha llevado a dos guerras mundiales y luego al nihilismo declarado, ¿qué lección debería aprender el mundo de esta tradición?.

Este razonamiento, en su crudeza, nos puede parecer irracional solo porque estamos acostumbrados a ser siempre los que juzgan y nunca los juzgados.

Perder la hegemonía mundial es ahora fatal, y lejos de ser un problema, será una bendición.

Pero perder el respeto y la comprensión por todo lo que ha sido la larga historia europea, esto ya ha ocurrido en parte por involución interna y el golpe de gracia podría darse en breve.

Perder el alma es inmensamente más grave que perder el poder.

*Andrea Zhok estudió y trabajó en las universidades de Trieste, Milán, Viena y Essex. Actualmente es catedrático de Filosofía Moral en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Milán; colabora con numerosas revistas y medios periodísticos. Entre sus publicaciones monográficas destacan: «El espíritu del dinero y la liquidación del mundo» (2006), «La realidad y sus sentidos» (2013), «Libertad y naturaleza» (2017), «Identidad de la persona y sentido de la existencia» (2018), «Crítica de la razón liberal» (2020) y «El sentido de los valores» (2024).

Fuente original: Arianna Editrice

Tomado de la publicación de https://observatoriodetrabajad.com/ quien realizó la traducción al español.

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Lecturas recomendadas/ “Buscar una salida donde no la hay”, de Diego Sztulwark

Anticipo del último libro del filosofo Diego Sztulwark que se presentará el jueves 31 de julio, a las 19:30 en Jean Jaurés 347 de CABA. Estarán presentes, además del autor, Liliana Herrero, Julián Axat y Tomás Schuliaquer.

Los ensayos que conforman este libro buscan orientación en donde no la hay. Spinozistas, pretenden recobrar la creencia en los cuerpos y afrontar la dificultad de reunir las propias fuerzas dispersas, resistiendo a la corrosión del lenguaje y la descomposición política. Afrontar la impotencia generalizada apelando a la fuerza de existir. Se esfuerzan por describir en voz alta los términos de una trampa. Sin ese poder de búsqueda, decía Ernst Bloch, no hay como “traspasar” verdaderamente el estado presente de las cosas y dar su “concepto combativo” a un nuevo posible.

El militante bolchevique Victor Serge reconoció el peso que tuvo en su formación cierto  sentimiento de extrañeza hostil hacia quienes logran instalarse en el mundo con comodidad. Experimentaba una “imposibilidad de evasión” que lo empujaba a luchar, kafkianamente, por una “evasión imposible”. Creer en los cuerpos supone introducir el absurdo –porque la vida excede la teoría–, asumir la adversidad –no hay armonía preestablecida–, así como dotarse de una subjetividad frente los poderes espectrales que enmudecen la potencia y la aprisionan. 

Buscar orientación supone, en este caso, situarse en el laberinto en el cual la sensibilidad y la dignidad de las cosas –humanas y no humanas– resultan recubiertas por una imperceptible película fantasmagórica que las lleva a moverse según las leyes del discurso económico. La trampa, espectáculo y desecación, concierne al gobierno de la producción de las riquezas que acude cada vez más a migraciones forzadas, comandos algorítmicos y patentamientos de los bienes comunes; a murallas, deportaciones y extractivismos; a masacres, limpiezas étnicas y a la amenaza del poder nuclear. Fetichismos y despojos. 

El laberinto y la trampa configuran una situación política caracterizada por el antagonismo con las fuerzas capaces de poner en marcha prácticas reparadoras. La agresión a toda mediación pública vinculada a la reproducción social, el vaciamiento de las instancias comunes y la verticalización del mando en la producción inducen un colapso de la cooperación social y un devenir fascista del mundo de la vida. La ascendente extrema derecha no es sino una puesta en escena torpe y atolondrada de una pseudo-revolución que se regodea en la catástrofe (regodeo desafiado en varias partes del mundo, sin que esos desafíos se propongan necesariamente proyectos emancipadores).

Al momento de redactar estas líneas no es posible eludir la palabra “fascismo”, que aquí nos ocupa como deriva inmanente de un neoliberalismo en crisis. No como retorno o copia de un fascismo de otro tiempo, sino como impotencia programada entre quienes odian a la explotación y la miseria de un capitalismo exasperado y decadente. Con el objetivo de despejar dudas se puede acomodar el nombre: neofascismo, fascismo postmoderno o fascismo 2.0. Lo que no se puede es restar gravedad a un proceso políticamente organizado de demolición de las capacidades perceptivas que permiten realizar lecturas –individuales y colectivas– de lo que nos ocurre. 

Más que un partido político o una formación bélica del siglo XX, lo fascista actual es un poder aceleracionista de los capitales y belicoso de los Estados, cuyo efecto es la inhibición de dimensiones de la sensibilidad sobre las que se organizaron en el pasado los contrapoderes y las respuestas colectivas. Fascistización es desertificación naturalizada y esterilización de la creencia en los cuerpos como instancia de comprensión crítica y de creación de estrategias sociales. Es endurecimiento en bloque de cualquier devenir, de cualquier verdadera ironía. Es corrupción de las palabras que podrían ayudarnos a desplegar una defensa efectiva.Más que un partido político o una formación bélica, lo fascista actual es un poder de inhibición de dimensiones de la sensibilidad sobre las que se organizaron en el pasado los contrapoderes y las respuestas colectivas.

héroe de la sensibilidad
 

Kafka como estratega. La esperanza para él es pequeña y absurda, pero el héroe no renuncia a ella. No se deja amedrentar por su falta de comprensión de lo que le sucede. Por el contrario, busca reunir la desesperación de una vida que se sabe entrampada con una práctica de lectura de los signos ambiguos que organizan confusamente la situación. Los de Kafka fueron los años de juventud de la guerra europea, de la revolución y del fascismo. Entre estruendos, el escritor se volvió un solvente abogado defensor de la creencia en las cosas sensibles. Sus diarios y sus cartas, textos privados (íntimos) son medios para descubrir el cuerpo como fuente de significaciones. Su obra es un compendio de ejercicios de micropolítica: una analítica de las fuerzas que constituyen la existencia –la técnica, la burocracia, la guerra, el amor, el matrimonio, la paternidad, la familia, la religión, el trabajo–, realizada bajo la premisa de la no separación entre afecto y lenguaje. Llamó literatura a esa incesante evaluación, y suscitó en el lector una actitud suspicaz. En Kafka la potencia no es nunca dada de antemano: brota de la imposibilidad. Como estratega fue un hombre político. 

Leer a Kafka desde la Argentina actual es algo que se me impuso como una necesidad. Leer la Argentina actual desde Kafka fue el resultado de un rodeo, de una reflexión nunca del todo solitaria, casi siempre cotejada en grupos. Kafka fue, en estos años, un recurso para impedir que la tristeza política aplaste energías existenciales. David Viñas dijo entre risas que la K de Kafka ofrecía posibilidades críticas, modos de compromiso no oficialistas. Siguiendo esa indicación, la lectura afronta los motivos de la espera y la condena, del sujeto ante la ley y de la inscripción maquinal de la letra en el cuerpo como tormento, sobre la esterilidad de las retóricas y voluntarismos, sobre los modos de conocer propios del extranjero y de quien migra, en una rigurosa y por momentos desopilante puesta a prueba de gestos y palabras. Como dijo Camus, lo asombroso en Kafka es la falta de asombro de sus personajes ante el absurdo.

El héroe que actúa sobre fondo de lo popular disperso no se sumerge en la melancolía ni se paraliza por la ausencia de entusiasmo revolucionario. Se rebela ante la conjugación de la potencia en tiempo pasado. Es cierto que carece de la fuerza necesaria para transformar la situación injusta y opresiva contra la que se rebela. Que no dispone de súper poderes (no es un superhéroe). Si asume el riesgo de agitar un conflicto cuyas derivas no sabe prever, es porque sabe que no hay más salida que suscitar una lucidez y unas fuerzas que sólo pueden provenir del medio natural y social que habita. Lo heroico es, pues, la decisión de movilizar nuevos afectos, en sentido opuesto y más fuerte al que nos detiene. El militante es un ser entre potencias pasadas y futuras.El héroe que actúa sobre fondo de lo popular disperso no se sumerge en la melancolía ni se paraliza por la ausencia de entusiasmo revolucionario. Se rebela ante la conjugación de la potencia en tiempo pasado.

la metamorfosis y el temblor
 

Un diario político de la perplejidad es también una praxis belli. La descomposición de un orden –que abarca un cierto modo de concebir la democracia– viene de lejos. En Argentina la crisis de 2001 fue un aviso y en cierto sentido una oportunidad perdida. Toda descomposición libera materia con la que ensayar nuevas composiciones. Hay, por tanto, un valor creativo en las ruinas y en los restos. Los sujetos de la crisis fueron en su hora leídos como víctimas del neoliberalismo, y no como términos desde los cuales experimentar una recomposición popular posible (un nuevo intento de creer en el mundo). La experiencia política posterior habló de los derechos de esas víctimas, pero se privó de la fuerza que la crisis desde abajo había desatado. La descomposición neoliberal carcomió ese tipo de habla –que muchos llaman hoy progresista, y que en sus formas más caricaturales devino arrogancia prescriptiva– y dio rienda suelta a su propio desparpajo. 

Hay todo un modo de agarrarse a categorías para soportar lo que el temblor tiene de refutación política. Hay también un modo de reducir el estupor a lo ocurrido en el país desde el arribo de la ultraderecha al poder. Son formas de eludir el dolor y la desorientación que genera la presunción de que ciertos modos de hacer política, que en el pasado se consideraron garantías de antifascismo puedan haber contribuido –aunque solo fuera por efecto de una subestimación, y todos sabemos que fue más que eso– a la gestación de lo odiado. La indignación sin lucidez combativa se torna complacencia. Por el contrario, lo que tambalea y causa temor, es también aquello que da lugar a una puesta en desafío, que nos devuelve a la conciencia de ser cosa entre cosas. Ritmo, duración. La comunicación con las fuerzas del tiempo viene del movimiento. El “movimiento real”, del que hablaba Marx, nos delimita como seres capaces de registro, de reflexión y de sorpresa. El temblor como retorno del cuerpo –y al movimiento– frente al estupor y el aplastamiento organizado.

Se ha insistido mucho ya: la pandemia, la precarización social, las nuevas mediaciones digitales, desplazamiento del eje del mercado mundial hacia oriente, la farsa política, la brutalización y la desigualdad social son factores a considerar para entender la metamorfosis padecida. Como Gregorio Samsa, estamos forzados a descubrir las posibilidades de este nuevo bicho en que nos hemos convertido. Una manera entre otras de comenzar la indagación es seguir un rastro. Las entradas del diario que pueblan las páginas de este libro intentan remontarse a las escenas que anunciaron hasta qué punto nuevas fuerzas golpeaban a la puerta. Elijo comenzar por el intento de asesinato a la entonces vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner ocurrido el 1 septiembre de 2022. El arma que falló, trastocó el crimen político en una performance. La imagen de la acción se difundió agrietando el lente con el que observábamos la realidad política. La reacción posterior, no alcanzó a revertir la sensación de abismo. De pronto se hizo evidente que una fosa separaba las representaciones políticas del período, del humor social (Maquiavelo decía que la ciudad estaba atravesada por “humores”, o deseos relativos a las relaciones de dominación).

Lo que vino luego, la impotencia política generalizada frente a las primeras iniciativas del gobierno de la extrema derecha no hizo más que despejar toda duda sobre la profundidad de la descomposición en curso. La ola ultra reaccionaria, lo sabemos, no es sólo un fenómeno supranacional. Es imposible caracterizar la sincronía entre las diversas ultraderechas sin considerar al detalle una historia social y política local. La mutación a la que asistimos, surgida de décadas de agresividad neoliberal, dio lugar a un cambio de humor. La capacidad del mileísmo para escenificar políticamente la humillación, la frustración y el malestar no se explica sin el bloqueo progresista previo. De ahí que la expresión “derechización”, que la política emplea para describir el cambio en la sociedad, suene demasiado autocomplaciente. El declive de la sociedad neoliberal, la fascistización de los resortes de poder, el desprestigio de los discursos igualitaristas, la forma paranoica que adopta la incapacidad del hacer común, resultan incomprensibles sin considerar los puntos ciegos del orden político previo.

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Caminar es resistir: una propuesta ambulante de David Le Breton y Walter Benjamin

Por: Carolina De La Torre.

En una era donde cada minuto está diseñado para la productividad, caminar sin rumbo es un acto de insumisión; es la grieta en el sistema, la pausa que desafía la velocidad que nos enajena.

Caminar es uno de los últimos actos de resistencia en un mundo que ha convertido el tiempo en una mercancía. Mientras la ciudad nos obliga a medir cada minuto en función de su utilidad, el flâneur –ese caminante sin causa– se desliza entre las grietas del sistema, eligiendo el extravío en lugar del destino. No le interesa la dictadura de los relojes, sino el ritmo impredecible de sus pasos, la textura del suelo, la forma en que la luz tiñe una esquina. Como advirtió Walter Benjamin, para ese paseante ocioso, la multitud es su velo, la trinchera desde la que observa sin ser devorado por la maquinaria del mercado.

El filósofo francés David Le Breton también lo expresa con claridad: “Cada paso es un gesto de apropiación del mundo”. Caminar es un acto de insumisión ante el torbellino moderno, una ruptura con la lógica que impone velocidad, eficiencia y productividad absoluta. En la caminata, el tiempo no es algo que se pierde, sino algo que se recupera, que se reescribe al margen de la vida. Se transita no solo el espacio, sino también la memoria, el alma misma de la vida. Se revelan ciudades que no existen en los mapas, sino en la manera en que el viento sacude un árbol, la sombra de un letrero que nunca antes había estado ahí o la propia escena única e irrepetible que sólo la pausa deja ver. Caminar es ir soltando, con cada paso, el nudo ciego que la sociedad de la prisa nos impone. 

El flâneur es una anomalía en un mundo donde el movimiento debe ser lineal, estrictamente encadenado a una rutina que promete éxito; minuto a minuto, midiendo cuál es el siguiente paso para llenar la lista de actividades por hacer. Pero él desafía esa rigidez con la deriva, con la pausa sin justificación. En la economía del capital, el peatón sin destino es una pérdida, un estorbo en el sistema de la eficiencia. La ciudad ha sido diseñada para el tránsito “veloz” y sin interrupciones, para que la mercancía circule sin fricciones. Pero el caminante es fricción pura, una resistencia viva al ritmo impuesto. 

Le Breton advierte: “El caminar libera el espíritu del peso del mundo”. Y en estos tiempos donde la realidad se desmorona bajo el exceso de información y la velocidad del consumo, caminar es aflojar la venda que nos aprieta los ojos. Es recuperar la calle antes de que se convierta en un decorado, en un flujo incesante de datos, publicidad y entes corriendo a la desgarradora rutina. Es reivindicar la existencia fuera del algoritmo repetitivo, del cálculo meticuloso de lo que debemos hacer cada segundo del día.

Y más aún, caminar es una forma de pensamiento. En una sociedad que ha convertido el tiempo en una cadena de producción ininterrumpida, donde cada instante debe ser optimizado, la prisa se convierte en un mecanismo de control. La velocidad no solo nos desplaza físicamente, sino que nos impide ver. “Caminar es también una forma de pensar”, dice Le Breton. Cuando todo se mueve tan rápido, el pensamiento crítico se evapora, la contemplación se vuelve un lujo. Y sin contemplación, sin ese espacio donde germinan las ideas, ¿qué queda de la humanidad? La enajenación no solo es un efecto de la prisa, es su esencia. Caminar es la última grieta en ese muro, la rendija por la que aún se filtran los susurros de la vida, las preguntas que solo pueden nacer en la pausa, en la soledad con uno mismo. “La lentitud es un derecho fundamental del espíritu”, señala Le Breton, y sin ella, la conciencia se marchita.

En este mundo, donde los autos han conquistado el paisaje y las aceras se reducen a meros fragmentos de lo que fueron, el caminante se ha convertido en un intruso. El automóvil, el tren, el avión: todos vehículos de la prisa, diseñados no para mirar, sino para llegar. “El hombre moderno ya no camina, se desplaza”, dice Le Breton. Y en ese desplazamiento, en esa obsesión por acortar distancias, se pierde la posibilidad de ver, de sentir, de existir y de cuestionar. Se borra el detalle, se anula el encuentro fortuito, se aniquila la posibilidad del asombro y contemplación. La ciudad, que alguna vez fue un espacio de exploración, se convierte en un simple tablero de trayectorias predefinidas, donde cada trayecto es solo un medio para un fin. 

La velocidad lo consume todo, incluso el pensamiento. Ir de un punto a otro sin detenerse es la norma, y en ese vai ven se pierde la capacidad de reflexionar, de descifrar los secretos –o los no tan secretos– de la existencia. La contemplación, ese espacio donde germinan y florecen las ideas que nos hacen avanzar como humanidad, ha sido borrada. Caminar es la única forma de reabrir esa puerta, de recuperar las pistas que la vida deja entre las esquinas. Cada paso es un desafío a la prisa, un acto de resistencia frente al río que nos arrastra. Es enfrentarse a la incomodidad de estar a solas con nuestros pensamientos, pero también la oportunidad de florecer en esa soledad, de reencontrarnos con las preguntas esenciales que el ruido de la modernidad ha silenciado. 

Hoy, más que nunca, la caminata está en peligro. Las aceras se reducen, los espacios públicos desaparecen y el peatón se vuelve un estorbo. Se camina menos y se consume más.  Los vehículos han conquistado el paisaje, devorando la posibilidad del paseo errante. “Caminar es un arte que se desvanece en un mundo donde todo debe ir más rápido”, nos advierte Le Breton. La ciudad se ha vuelto una máquina de tránsito, un engranaje donde lo único que importa es llegar, nunca estar. 

Qué nos queda entonces, sino caminar a contracorriente. Hacer del laberinto nuestro hogar y del paso errante nuestro manifiesto. Salir de casa como quien llega de lejos, redescubriendo el mundo en cada esquina, como si fuera la primera vez. Porque, como bien advierte Benjamin, la ciudad ya no es una patria, sino un escenario. Y en este teatro de lo fugaz, el caminante sigue siendo el último espectador lúcido. 

Así, en la era de la prisa, quien aún camina sin rumbo desafía al tiempo mismo. Quien aún se detiene a observar, a escuchar los ecos que la velocidad silencia, a mirar las sombras es quien mantiene encendida la chispa de la conciencia. 

Nota publicada en Pijamasurf.com

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