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Lecturas recomendadas / La fuerza de los débiles, por Amador Fernández Savater

(Fragmento del artículo “La organización contra lo organizado (la maldición de Jean Valtin)”, publicado en Lobo Suelto)

¿Dónde reside la fuerza de los débiles? La fuerza de los que no tienen ningún poder: dinero, armas, tecnologías de punta, etc. Podemos afirmar lo siguiente, a partir de los ejemplos históricos de algunas guerrillas y movimientos sociales: la fuerza de los débiles consiste en convertir los modos de vida en modos de lucha.

En lugar de entrar en la guerra en espejo, partir de lo más propio. En lugar de copiar las maneras de hacer del adversario, pensar con autonomía. ¿Qué tiene quien no tiene ningún poder? Básicamente su forma de vida: una serie de afectos, de vínculos y de territorios.

Primero, los afectos: lo que nos mueve, lo que nos importa, lo que hace que la vida merezca la pena. Lo que llamamos creencias, valores, apegos, etc.

Ya hace siglos, en sus crónicas sobre las guerras médicas, Heródoto se pregunta: ¿cómo es posible que un puñado de griegos hayan conseguido batir a los inmensos ejércitos persas? Y responde: los griegos pelean por su ciudad, mientras que los soldados persas están a kilómetros de casa, motivados sólo a punta de látigo.

Los afectos son el “plus” capaz de desequilibrar las relaciones cuantitativas de fuerza, de provocar lo imprevisto, el “milagro”. Es lo que se denomina, en el pensamiento estratégico y militar, el “elemento moral de la guerra”. El elemento determinante, decisivo, que pone los cuerpos en movimiento.

Segundo, los vínculos. Toda una trama compleja que enlaza a las personas unas con otras, que las comunica mediante hilos invisibles, que hace que se importen entre sí, que las teje en una madeja de vida compartida.

“No hay maquis sin casa que lo acoja” dice mi amigo Juan Gutiérrez. El “partisano” no es nada ni nadie sin la infraestructura afectiva que lo sostiene. Es sólo punta de iceberg, espuma de una ola de fondo, pez en el agua. Su fuerza pasa por formar parte de una red de complicidades: lazos de apoyo mutuo, de solidaridad, de empatía, de simpatía.

Por último, los territorios. No tanto el medio que nos rodea, como el mundo que nos constituye, nos hace y deshace. Lugares vivos, con sentido y vibración propia, donde trabajamos, habitamos, amamos, crecemos, morimos. Espacios habitados que conocemos como la palma de nuestra mano porque son parte de nosotros mismos (y viceversa). Somos los territorio en los que luchamos -y por los que luchamos.

La fuerza de los débiles pasa, en última instancia, por el amor: amor por modos de vida cuya desaparición nos resulta insoportable; amor por los otros que son prolongación de nosotros mismos; y amor por territorios habitados (y que nos habitan). El único verdadero materialismo consiste en los afectos.

¿Dónde se cocinan las formas de vida que en un momento dado, catástrofe o insurrección, se tensan políticamente? En la vida cotidiana misma, en la reproducción diaria de lo común. Aquel grupo de amigos se coordina para acudir a una manifestación, el rastro afectivo que dejó aquella fiesta sirve para comunicar un mensaje de solidaridad, las mujeres que quedaban para coser juntas empiezan a preparar una acción. Los saberes, los vínculos y las experiencias se activan políticamente.

Lo político, así pensado, no es un lugar (parlamento o centro social), sino una temperatura a partir de la cual se produce la alquimia, una temperatura que no se repite, sino que es que es cada vez. Lo político es la intensificación de lo (supuestamente) “no político”. Justo aquello que suele pasar desapercibido a las miradas políticas tradicionales.

La maldición de la exterioridad

Pensar la organización al modo convencional, en espejo, conduce a construir una cuerpo separado de la vida cotidiana y las formas de existencia. Como un ejército o un partido, lugares artificiales (productos de síntesis) despegados de la materialidad de los afectos, los vínculos y los territorios. El buen militante de partido, como el buen soldado, vive escindido: entre lo cotidiano y lo político, entre el deseo y el deber, entre los afectos y los compromisos. No extrae su fuerza de las formas de vida, sino de su compartimentación.

Se puede pensar como un partido por fuera de los partidos. Por ejemplo, cuando hablamos de la autonomía como un área: “el área de la autonomía”. Ese “área” ya puede ser más grande o más pequeña, da lo mismo, será siempre un gheto. ¿Por qué? Espacializar la autonomía la reduce a una identidad con borde duro hacia fuera. Ya no somos parte de un tejido afectivo, sino que el otro se concibe como pieza de mi plan, de mi causa, de mi proyecto. Llegar a la gente en lugar de ser la gente. La mentalidad instrumental mata la fuerza (amorosa) de los débiles.

La autonomía no es un espacio, sino un rasgo potencial de sujetos sociales que emergen. Una potencia accesible a cualquiera. Autonomía no son “los autónomos”, los que profesan tal ideología o exhiben cual identidad, sino cualquier práctica -siempre puntual, local, parcial- de singularización con respecto al todo social capitalista: invención de otros modos de desear, de estar, de pensar, de nombrarse, etc. Autonomía es autonomización (un proceso) o no es nada. Esta autonomía circula, no se localiza, sino que pasa de un sujeto a otro, de un lugar a otro. Y la organización es precisamente el arte del pase, del pasaje, del pasar.*

Podés leer el artículo completo en: 

https://lobosuelto.com/la-organizacion-contra-lo-organizado-la-maldicion-de-jean-valtin-amador-fernandez-savater/?fbclid=IwAR1cVBiWuUHg_8-JfiKEFxKcD8NAyIeBby6DIUOa4T8fVwQHechcypzoovw

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Perú: Las intuiciones del marxista Mariátegui, por Paul Guillibert

9 de febrero de 2023/ Publicado en estrategia.la

Para algunos, la clase constituye el elemento determinante de todas las relaciones de dominación. Para otros, las formas contemporáneas de racismo son el resultado de una cultura, es decir, de representaciones por las cuales una comunidad define su identidad y el individuo su pertenencia al grupo.

La mayoría de las veces, el debate reactiva una controversia estéril que enfrenta a los partidarios de un “enfoque económico” y a los partidarios de un “enfoque cultural”, como si la noción de clase incumbiera en exclusiva al universo económico y la de raza a la esfera cultural.

Este debate omite a menudo la historia del marxismo en contexto colonial. Entre los pensadores que han estudiado las condiciones económicas de la dominación racial y las condiciones culturales de la dominación de clase, se destaca una de las figuras revolucionarias más importantes del continente sudamericano: José Carlos Mariátegui (1894-1930) [1].

En su obra más acabada, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, publicada en 1928, Mariátegui elabora su intuición fundamental: en los países antiguamente colonizados de América Latina la comprensión de la historia en términos de lucha de clases debe atender a la especificidad de las sociedades campesinas e indígenas. Desde un punto de vista general, anuncia entonces un gran movimiento de traducción y de adaptación del marxismo a los mundos no europeos en vías de descolonización que encontraremos con otras modalidades en los años 1950-1960 en Frantz Fanon, Amílcar Cabral u Ho Chi Minh, por ejemplo.

Fundador del Partido Socialista obrero y campesino en 1928, y luego del Partido Comunista Peruano (PCP) en 1930, Mariátegui rechaza todo análisis sociológico de la joven república que prescinda del hecho colonial. La colonización produjo una sociedad donde las jerarquías raciales entre blancos, criollos, indios y negros determinan las posiciones de clase. Para el revolucionario peruano, el racismo postcolonial no es entonces un problema moral (como lo sugieren las tradiciones humanitarias o filantrópicas), sino político: el de la distribución de la propiedad.

“No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra. Esta reivindicación perfectamente materialista debería bastar para que no se nos confundiese con los herederos o repetidores del gran fraile español [Bartolomé de Las Casas], a quien, de otra parte, tanto materialismo no nos impide estimar fervorosamente” [2].

Los negros –esclavos provenientes de la trata– se extenúan en las minas, los indios oprimidos se agotan en las grandes propiedades (latifundios), los blancos y los criollos dirigen las instituciones del poder y del comercio. Para Mariátegui, la relación con la tierra y la división del trabajo son las que condicionan la posición en las jerarquías raciales y las que explican por qué los indios quechuas o aymaras ven en el mestizo y en el blanco la figura del opresor. Mariátegui busca demostrar, a la vez, contra los liberales y los católicos, la dimensión económica del imperialismo y, en contra de la visión dominante en el seno de la Internacional Comunista, que el racismo antiindígena no podrá resolverse en el seno de repúblicas independientes y racialmente homogéneas.

En su discurso en el Primer Congreso de la Internacional Comunista en América Latina en 1929, titulado “El problema de las razas en América Latina”, Mariátegui escribe que “entre el ‘señor’ o el burgués criollo y sus peones de color no hay nada de común. La solidaridad de clase se suma a la solidaridad de raza (y de prejuicio) para hacer de las burguesías nacionales instrumentos dóciles del imperialismo yanqui o británico” [3].

El camino del inca

Por un lado, Mariátegui subraya el rol determinante de las jerarquías raciales en la pertenencia de clase; por el otro, considera que estas son producidas por relaciones de propiedad, es decir, que tienen un fundamento económico (y no solamente cultural) que favorece el desarrollo del imperialismo estadounidense. Es el acceso y el control de los medios de subsistencia, empezando por la tierra, lo que garantiza la reproducción del poder blanco e imperialista. Esta lectura económica del racismo condujo a una estrategia revolucionaria y anticolonial: las recuperaciones de tierra.

“Es lógico afirmar que sus reivindicaciones naturales [las de los indígenas] consisten en exigir la devolución de toda la tierra que puedan cultivar” [4]. Mariátegui se muestra mesurado: menciona la devolución solamente de las tierras que los indios tienen la capacidad de cultivar. La revolución agraria supone entonces una transición política que transfiera poco a poco la propiedad a los indios adaptándose a sus necesidades y a sus medios. Si bien habla de una “devolución de las tierras”, la política comunista que él defiende no tiene como ambición copiar de forma idéntica la existencia de una comunidad originaria. Por el contrario, la reapropiación colectiva de una tierra que provee los medios de subsistencia de la comunidad supone reinventar una forma antigua en una sociedad de un tipo nuevo.

Basada en una red de ayllus (un término quechua que se refiere a comunidades rurales colectivizadas), la tierra debe proveer los medios para liberarse de la dependencia política de la burguesía colonial y de la dependencia económica respecto del mercado. Aquellas y aquellos que no dependen de ningún amo para su subsistencia pueden decidir libremente sobre su futuro político. Reapropiarse de la tierra no es solo darse los medios de subsistencia material, es también ganar autonomía política respecto del poder blanco y capitalista.

Mito de base

Mariátegui agrega que la transformación política del mundo económico exige una adhesión a mitos revolucionarios. Al contrario de la idea llamada “científica”, según la cual el comunismo habría roto con el utopismo de los primeros pensamientos socialistas, el pensador peruano considera que toda revolución supone una forma de fe. Se trata a la vez de una tesis general sobre la historia de los pueblos y de un intento de dar a la política peruana su mito fundador: el “comunismo inca”.

Para el intelectual peruano, el concepto designa la existencia de un comunismo precolonial organizado según una estructura jerárquica: las comunas agrarias rurales basadas en una repartición de la tierra y en la ausencia de propiedad privada son coordinadas por el Inca Supremo y por el poder religioso, que recaudan impuestos y tributos para asegurar cierto número de grandes obras, en particular de irrigación. La mayor parte de los comentaristas y de los historiadores han criticado el carácter anacrónico de la calificación de comunismo para una sociedad donde una parte de la riqueza producida por los campesinos es extraída por una clase política y religiosa, sea por intermedio del impuesto, sea por un sistema de servidumbre. Dado que efectivamente parece existir en el seno del Imperio inca una clase explotadora y una clase explotada, ¿cómo ver allí una forma de comunismo?

Por empezar, los ayllus son un régimen de propiedad de la tierra en el que las tierras comunales son repartidas de manera periódica entre cada familia, pero explotadas de forma colectiva. Para Mariátegui, esta estructura social es testimonio de un “comunismo indígena”, incluso de una “mentalidad comunista”, que se inscribe en la tradición comunitaria de una tierra sin propietario privado y explotada de modo colectivo. Pero su tesis resulta más provocadora aun cuando sostiene que el gobierno autoritario de los incas constituía la única forma de comunismo conveniente para esta época y esta sociedad.

Podríamos, es evidente, ver allí una justificación del estalinismo en vías de constituirse en Rusia. Pero Mariátegui defiende en realidad una forma de “relativismo histórico” [5]: no existiría un modelo político del comunismo; el término se referiría solo a una organización de las relaciones sociales basada en la ausencia de propiedad privada, pero que podría presentarse según una multiplicidad de formas de gobierno.

Marxismo postcolonial

El rechazo de un modelo histórico único permite criticar las visiones etnocentristas de la historia, transmitidas en particular por la Internacional Comunista en América Latina (y según la cual los grupos sociales llamados “atrasados” deberían seguir la vía de los grupos avanzados). Es imposible “consustanciar la idea abstracta de la libertad con las imágenes concretas de una libertad con gorro frigio –hija del protestantismo y del Renacimiento y de la Revolución francesa–”, añade. Para Mariátegui, la idea de libertad humana no se resume en su manifestación europea moderna, basada en los derechos humanos burgueses y su iconografía. Se expresa en singularidades concretas.

Las formas de gobierno emergen de las sociedades que las han visto nacer. Es también la razón por la cual el comunismo moderno no puede desarrollarse sin tener en cuenta esta característica de la época que es el individualismo liberal y el derecho de los sujetos a hacer reconocer su particularidad.

Pero hacen falta mitos, incluso religiosos, para suscitar la reflexión y movilizar. Para él, el mito se refiere a la dimensión afectiva de representaciones, cuya fuerza es capaz de transformar la conciencia. Es en este punto que la distancia con el marxismo ortodoxo es la más importante. Para el socialista andino, la religión moderna es la institución que se hizo cargo de la fuerza afectiva de los mitos antiguos. La crítica de las religiones en sí es una “diversión burguesa y liberal” [6], porque “la fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual” [7]. La convicción según la cual la revolución debe ser fundada sobre el mito hace de él uno de los precursores de la teología de la liberación, que confiere a la fe cristiana una fuerza emancipadora contra la modernidad capitalista.

Durante todo el siglo XX, las luchas anticoloniales y antirracistas han renovado las categorías marxistas para pensar las relaciones entre clase y raza. En 1944, en Capitalismo y esclavitud, Eric Williams, pensador marxista de Trinidad y Tobago, citaba por ejemplo esta frase de un cronista inglés: “Ni un solo ladrillo de la ciudad de Bristol fue fabricado sin la sangre de un esclavo”. El debate entre clase y raza –que se empobrece generalmente en una controversia sobre la economía o la cultura– pasa por alto toda la historia del “marxismo negro” y del “marxismo postcolonial”, desde José Carlos Mariátegui hasta C.L.R. James, desde Eric Williams hasta Cedric Robinson.

Todos, a su manera, demuestran que el marxismo debe renovarse para existir políticamente: “No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indoamericano” [8].

Paul Guillibert*Doctor en Filosofía, autor de Terre et capital. Pour un communisme du vivant,

Referencias:

1       véase, en particular, Michaël Löwy, “L’indigénisme marxiste de José Carlos Mariátegui”, Actuel Marx, París, Vol. 2, Nro. 56, 2014.

2       José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, múltiples ediciones.

3       José Carlos Mariátegui, “El problema de las razas en la América Latina”, en Ideología y política. Biblioteca Amauta. Ediciones populares de las Obras completas de José Carlos Mariátegui, Lima, Amauta, 1969.

4       Ibídem.

5       José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Op. cit.

6       Ibídem.

7       José Carlos Mariátegui, “El hombre y el mito”, en El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy. Biblioteca Amauta. Ediciones populares de las Obras completas de José Carlos Mariátegui, Lima, Amauta, 1969.

8       José Carlos Mariátegui, “Aniversario y Balance” (1928), Op. cit.

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El Gran Hermano | Por Hernán López Echagüe

Uruguay es el hermano menor de Argentina, que es la cuñada rica de Bolivia, que es la melliza de Ecuador y prima de Colombia, que es la hermana no reconocida de Perú, que a su vez es el hijo adoptivo de Chile, que es ahijado de Paraguay, peleado con su sobrino Venezuela, que es nieto de Brasil, y, al igual que todos, ignorantes por completo de lo que ocurre con la vida de las trillizas Guayanas. Todos hijos de los Estados Unidos, un padre reprochable, afecto al abandono y la humillación, pero, sin embargo, habitualmente venerado por toda su prole.

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Fuego y sangre: la Comuna de París de Walter Benjamin

Publicado por Esther Leslie en Jacobin

El Libro de los pasajes de Walter Benjamin esboza una historia panorámica del París del siglo XIX. La Comuna de París aparece en ella como una tragedia: un esfuerzo fallido por el derrocamiento revolucionario, en el que, finalmente, empapados en su propia sangre, los comuneros aplican el terror político contra un Estado que tiene reservas mucho mayores. Apoyada en los cimientos más endebles, la revuelta no podía sino fracasar.

Los historiadores de la izquierda, en la época en que Benjamin escribe, en la década de 1930, ya habrán llegado a saber que, por muy inspiradora que fuera como emblema del rechazo espontáneo y la insurgencia intransigente, la Comuna carecía de una base social cuidadosamente preparada. La insurrección se eleva rápidamente, como un globo sin ataduras, que pronto puede ser pinchado y desinflado. Pero en contraste con los que dispensan reproches políticos sobre los fallos de la forma política y social, Benjamin se detiene en el detalle diabólico de los sucesos infernales en y después de la Comuna.

Entre ellos se encuentra el demoníaco poder de crítica de la Comuna. Mientras visita la primera exposición sobre la Comuna, en St. Denis en 1935, Benjamin se fija en una pancarta del 15 de abril de 1871. Propone un monumento comunero a los malditos. En él estarían grabados todos los nombres de las personalidades oficiales del Segundo Imperio que hicieron una «historia infernal».

Se incluye a Napoleón I, «el villano de Brumario, el jefe de esta raza maldita de bohemios coronados que nos vomitó Córcega, esta línea fatal de bastardos tan degenerados que se perderían en su propia tierra natal». El barón Haussmann —arquitecto del amplio bulevar, archidemoledor de París— también es deshonrado. Hizo que París estuviera preparada para el barrido de los vehículos militares.

A propósito de Haussmann, Benjamin cita al antifascista Jean Cassou, que en 1936 reflexionaba sobre los combatientes desarmados que luchaban contra los oficiales con trenzas de oro y construían barricadas en las esquinas de las calles locales. Este acto es «el salto supremo del siglo XIX», un salto de fe en el que persisten disposiciones urbanas y políticas del pasado:

Uno todavía quiere creer. Creer en el misterio, el milagro, el feuilleton, el poder mágico de la epopeya. Uno aún no ha comprendido que la otra clase se ha organizado científicamente, se ha encomendado a ejércitos implacables. Sus dirigentes hace tiempo que han adquirido una visión clara de la situación. No en vano, Haussmann construyó amplias avenidas perfectamente rectas para romper los barrios enjutos y tortuosos, caldo de cultivo del misterio y del feuilleton, jardines secretos de la conspiración popular.

La calle ancha es un arma del Estado y va a destrozar el viejo París, caldo de cultivo de la intriga, la rebelión, el cotilleo, la poesía. Los bulevares de Hausmann pavimentan la esperanza y destierran el desorden. La Comuna es un último y excitado grito de caos. La historia —incluso la inmediata— lo verá como tal. Es una «orgía de poder, vino, mujeres y sangre», escribe Charles Louandre, en su estudio de 1872 Las ideas subversivas de nuestro tiempo.

El vino alude a la exuberancia, a la alegría de recuperar las calles, a los efectos embriagadores de la revuelta asociados a la Comuna. La sangre es la sangre de la represión, los brutales fusilamientos de comuneros en la semaine sanglante del 21 al 28 de mayo. También es la sangre derramada por los comuneros, que, desesperados, a medida que disminuían sus efectivos y se retiraban al centro de París, ejecutaron a los rehenes.

Y las mujeres, ¿qué mujeres? Las Mesdames Sans-Culottes, las lavanderas, las costureras, las encuadernadoras y las sombrereras que formaron la Unión de Mujeres y organizaron el suministro de alimentos y combustible. Mujeres poderosas, mujeres que exigen el poder para que sea distribuido a todos. Entre ellas se encontraba la comunera Louise Michel, que declaró en sus memorias La virgen roja: «Bárbara como soy, amo el cañón, el olor de la pólvora, las balas de ametralladora en el aire». La Comuna quiere, dice, «¡Arte para todos! ¡Ciencia para todos! ¡Pan para todos!».

La nación es a menudo alegorizada como una mujer. La Republique, la personificación de Francia, es una mujer. Benjamin menciona una litografía titulada Ella. Una serpiente aprieta hasta la muerte a una hermosa mujer; sus rasgos se asemejan a los de Thiers, supresor de la revuelta. Debajo hay un verso: «Hay muchas maneras de tomarla/Ella está en alquiler pero no en venta». La república puede ser tomada por una u otra fuerza política, pero no se les entregará para siempre. Imaginada como una prostituta, la República no es fiel a un amante, una ideología o un régimen. Ahí radica su peligroso poder. Las mujeres que pueblan la imaginación de los comentaristas son peligrosas, revolucionarias intransigentes, macabras agentes de la muerte, destructoras, quemadoras de hogares.

Benjamin describe otra litografía del caricaturista Marcia. Titulada La perdición de la Comuna, un esqueleto marcado como mujer, envuelto en una tela blanca ondulante y portando una bandera roja raída, cabalga sobre un monstruoso caballo-hiena que se aleja de un callejón, cuyas casas son cosquilleadas por el humo y las llamas. Esta es la imagen perdurable de las mujeres de la Comuna, o más bien de los desesperados días finales de la Comuna: las pétroleuses [petroleras].

El ministro estadounidense en Francia, Elihu Benjamin Washburne, resumió en su informe basando en escuchas el fantasma de la mujer incendiaria:

Camina con paso rápido cerca de la sombra del muro. Va mal vestida; su edad oscila entre los cuarenta y los cincuenta años; tiene la frente atada con un pañuelo rojo a cuadros, del que cuelgan mallas de pelo despeinado. Tiene la cara roja, los ojos borrosos y se mueve con la mirada inclinada hacia abajo.

Lleva la mano derecha en el bolsillo o en el pecho de su vestido medio abotonado; en la otra mano sostiene una de las latas altas y estrechas en las que se transporta la leche en París, pero que ahora, en manos de esta mujer, contiene el espantoso líquido del petróleo. Cuando pasa por delante de un poste de clientes habituales, sonríe y asiente con la cabeza; cuando le hablan, responde: «¡Mi buen señor!». Si la calle está desierta, se detiene, consulta un trozo de papel sucio que lleva en la mano, se detiene un momento ante la reja que da acceso a un sótano, y luego continúa su camino, con paso firme, sin prisas.

Una hora después, una casa se incendia en la calle por la que ha pasado. Así es la pétroleuse.

Es una de las muchas invenciones de las imaginaciones agitadas. Es probable que las mujeres incendiarias de París no existieran, o no de la forma imaginada, aunque en los estatutos de la Unión de Mujeres para la Defensa de París de los Comuneros se anunciara la «compra de gasolina y armas para la ciudadana combatiente». La fuente de Washburne acumula detalles: el color, el porte, el cabello, los gestos.

La escena es vívida, como el naturalismo ascendente en aquella época en el mundo de la cultura literaria y artística. La paleta de la pirómana es roja: el pañuelo, la cara y lo que toca se vuelven rojos, antes de hundirse en forma de ceniza. Está sucia, su vestido deshilachado, su pelo incontrolable; el papel que sostiene también está sucio. Su mano se agarra al interior de su vestido semiabotonado, medio aguantando el derrame de su pecho, que no es el pecho noble y dadivoso de La libertad guiando al pueblo, sino el de una mujer antinatural que cambiaría la leche por la gasolina. Mientras camina, las calles estallan en llamas.

¿Alguna vez se ha pillado in fraganti a uno de estos exaltados de sangre fría, con pasiones inflamadas y aire fríamente calculador? Tal vez nunca, a pesar de las aparentes declaraciones de testigos presenciales, como la de John Leighton, que estaba convencido: «Se encontraron pequeños billetes, del tamaño de un sello de correos, pegados en las paredes de las casas de diferentes partes de París, con las letras B.P.B. (bon pour brûler), literalmente, bueno para quemar. Algunos de los billetes eran cuadrados, otros ovalados, con una cabeza de bacante en el centro. Se fijaban en lugares designados por los jefes. Cada petrolera debía recibir diez francos por cada casa que explotara».

Una cabeza de Bacante: mujer traicionera de nuevo, devota del frenesí y el caos. París tiene que ser remendada, «todos los agujeros y grietas se enlucen para impedir la introducción del líquido diabólico, amurallado contra los pétroleurs y las pétroleuses», señala Leighton. La ciudad se convierte en una morgue. En un lugar, anota Leighton: «Esta mañana han fusilado allí a tres petroleras, los cadáveres siguen tirados en los bulevares». No hay nada más que el dolor de la derrota para Eulalie, Louise, Hortense, Fille, Léontine, Clara y las demás petroleras, captadas por la cámara de Eugène Appert, mientras esperan el juicio por incendio, cargo que todas negaron.

La Comuna de París se convirtió en un infierno abrasado por las fuerzas de la reacción. Benjamin habla de fugitivos ejecutados tras una persecución por el submundo de las catacumbas llenas de esqueletos. La historia infernal no fue conmemorada por la Comuna en un monumento esculpido en piedra, sino que tuvo a la Comuna como su consumación.

Benjamin señala cómo Blanqui, campeón de la insurrección, solo ve en su derrota una eternidad de repeticiones, el fin de la historia. Pero Benjamin percibe, en cambio, que marca el fin de una fantasía, la promesa de liberación universal, quebrada una y otra vez por la burguesía. Cada vez está más claro, señala, que «cada fabricante vive en su fábrica como el dueño de una plantación entre sus esclavos». Aquí no hay igualdad. No entonces. Ni ahora.

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