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Variaciones sobre el miedo y los mieditos, por Hernán López Echagüe

(Nota encontrada por HLE en el archivo de su computadora. Posiblemente inédita. Por entonces no trabajaba en ningún medio, solo escribía para su portal que se llamaba hlediario o en El Eco de Palmira, periódico local uruguayo donde solía compartir sus textos)
Me causa miedo el miedo que le tengo a todos los retóricos y engañosos mieditos que el miedo colosal, ese de mil patas, echa a rodar por todas partes. El miedo ha sido siempre el nervio motor de la historia, ha marcado los pasos de las sociedades. Bien lo saben los católicos apostólicos romanos. Miedo al infierno, a la muerte, a la enfermedad, a la pobreza, al castigo, al dolor. Mete miedo el miedo.
No hay, sin embargo, peor miedo que ese sórdido miedito al miedo que provoca la cosa de disentir, de conversar. De escuchar.
La prudencia, es decir, la templanza, la cautela, suele obrar a la manera de advertencia ante situaciones que, presuntamente, son dignas de temer. Desde el interior, la prudencia nos susurra al oído: “No, mejor permanecer quieto, no abrir la boca, detener la respiración, alejarse …”

Hoy impera una sombría prudencia, fundada en un océano de mieditos fraguados, que conduce a la inercia y a la quietud, al silencio y al encierro, al aislamiento y al desdén. Prudencia triste, y, por sobre todas las cosas, imprudente. La existencia, condenada a mascullar palabras anodinas entre cuatro paredes. Miedito al vozarrón del dueño del miedo. Ese asunto de temerle a la palabra, al desacuerdo.
Y entonces el miedo al miedo, en una trabazón fantasmagórica, alumbra un miedito tras el otro. Del temor al infierno, a la muerte, a la enfermedad, a la vejez, al dolor, a la soledad, a la guerra, empiezan a nacer muchos mieditos que, cuando atacan en tropel, sumergen al hombre en un estado cataléptico. Océano de mieditos en el que navega, a sus anchas, el miedo abismal. El miedo a ser. O sea, la loca rutina de limitarse a estar, a permanecer.
Cambian los nombres de los dueños del miedo. Pero la esencia del miedo, y su propósito, el descalabro de la identidad, el sometimiento al hábito de someterse y vivir como en rebaño taciturno, continúan intactos. Pena que los mieditos jamás se le rebelan al miedo. Quizá lograran despojarlo de un par de patas, y entonces el miedo comenzaría a perder algo de garbo y equilibrio, y, con el correr del tiempo, quizá acabaría desmoronándose.

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Successión.De cómo Ernestina truchó un testamento, por Juan José Salinas

Investigación realizada por el autor a lo largo del año 2005
Publicada completa por primera vez en su portal pajarorojo.com.ar en el 2011
PARTE I
El testamento que le permitió a Ernestina Herrera heredar el diario Clarín de Roberto Noble, su esposo anciano y convaleciente, presenta tal cúmulo de irregularidades que bien puede definirse como “trucho”, según surge de la demanda judicial que le hizo hace casi 28 años Guadalupe, la única hija de Noble.
Corría abril de 1978, en plena dictadura militar, cuando la joven Guadalupe Noble denunció y demandó a su madrasta Ernestina por “redargución de falsedad; nulidad contra un testamento y simulación”, explicó Ana Elisa Feldman de Jaján, leyendo un escrito.
“Es un testamento trucho por donde lo mirés”, sentenció luego aquella tarde de la primavera del año 2005. Estábamos en el jardín de invierno del amplio departamento de planta baja que los Jaján tenían en la calle Paraná entre la avenida Santa Fe y Paraguay.
Radargüir quiere decir “convertir un argumento contra quien lo levantó”, es decir, reconvertirlo, darlo vuelta, hizo notar Ana Jaján, que pasó largos años de su vida estudiando al Grupo Clarín y sus modus operandi.

Durante más de una década, Ana había reunido una ingente cantidad de material y presentado innumerables escritos en los estrados de la Justicia. Por entonces escribía una biografía no autorizada de Ernestina Herrera de Noble, la que registró con el título “Del cabaret al imperio de las comunicaciones” pero que en sus charlas con el abogado, periodista y ex delegado general de Clarín, Pablo Llonto, dijo que quería publicar con el título de “La Apropiadora”, tal como quien escribe le había sugerido.
Libro inédito sobre Ernestina: “Del cabaret al imperio de las comunicaciones”
Ana murió hace ya casi dos años. Su libro permanece inédito en manos de familiares suyos que, por alguna razón, no quieren que se publique.
Engatusado
Pero aquella vez, con una copia de la demanda judicial en la mano, Ana recordó que el abogado Juan Carlos Gentile Pace, en representación de la veinteañera Lupita (como la llamaba su padre para distinguirla de su madre, la mexicana Guadalupe Zapata Timberlake), había impugnado el quinto y último testamento firmado por Roberto Noble.
El engaño había sido organizado por Rogelio Frigerio que temía que si Lupita heredaba el diario terminaría el ferreo control político que el mismo ejercía
El fundador del diario Clarín, dijo Ana, había suscripto ese quinto testamento porque estaba muy disminuido a causa de un ACV. A ella le resultaba evidente que lo habían engatusado.

El engaño, siguió diciendo, había sido organizado por Rogelio Frigerio, el ideólogo y jefe del Movimiento de Integración y Desarrollo (MID), que temía no sin motivos que si Lupita heredaba el diario, terminaría el férreo control político que ejercía sobre el mismo.
Ese testamento, agregó, había contradicho de manera flagrante a los tres anteriores, en los que los que Noble había declarado a su única hija, Lupita, su única heredera.
Martos, un estratega
La demanda por redargución, etc. había sido presentada por Gentile Pace, en el Juzgado Nacional Civil nº 1 (cuya titular era la doctora Montes de Oca), secretaria Berzosa de Naviera, en el marco de los autos caratulados “NOBLE, Roberto Jorge, s/Sucesión testamentaria”.
La jugada había sido minuciosamente planeada por otro abogado, Ramón Martos, amigo del marido de Ana, Emilio Jaján y mentor de Gentile Pace. “Martos era muy pero muy inteligente, un verdadero estratega”, explicó Ana.
Martos, Ernestina, Magnetto y demás directivos-accionistas entraron en pánico ante la perspectiva de perderlo todo a manos de Lupita
“Tal como lo había calculado Martos, Ernestina, Héctor Magnetto y los demás directivos-accionistas de Clarín entraron en pánico ante la perspectiva de perderlo todo a manos de Lupita”, agregó.
Según la demanda cuya copia blandía Ana, Lupita demandó a los titulados escribanos Idelfonso Lázaro José Ingaramo, Alberto Antonio Poch y Tomás García, así como al gerente general de Clarín, Héctor Cabezas y a la mismísima Ernestina, acusándolos de haber intervenido en la gestación del testamento póstumo de Noble.
En cambio, no demandó al quien todo indicaba había sido el cerebro de la maniobra, el escribano Mario Asconchilo, escribano de Noble y de todas sus empresas. Asconchilo y Noble habían vivido en el mismo edificio de la avenida Santa Fé 1664-68. Noble ocupaba los pisos 11 y 12, Asconchilo, el primero.
La razón por la que Lupita se había abstenido de demandar a Asconchilo era simple: para entonces ya se había muerto. A continuación, una síntesis de la historia tal como la narró Ana, de acuerdo a las notas que el cronista tomó entonces.
En nombre de Lupita, el abogado Manuel Gentile Pace impugnó el quinto testamento de Noble, registrado con el número 224 por Asconchilo, “que se dice otorgado” por él y registrado “en el folio 713, escritura número 238, del día 15 de julio de 1968”.
Sin testigos
Al impugnarlo, el escrito precisó que Ingaramo, Poch y García aparecían como “testigos” de su dictado; Ernestina como “beneficiaria” y Cabezas, que había “desempeñado un rol fundamental en todo lo relativo a la redacción y (conseguir la) firma” de Noble, aparecía como legatario.
La firma de ese testamento por Noble fue el resultado de un ‘plan de acción ejecutado de común acuerdo’ entre Cabezas y el finado Asconchilo
Y es que según el escrito firmado por Gentile Pace y todo indica que pesado si no directamente redactado por Martos, la redacción y firma de ese testamento por Noble fue el resultado de un “plan de acción ejecutado de común acuerdo” entre Cabezas y el finado Asconchilo.
La demanda reputó como absolutamente falso que los supuestos testigos Ingaramo, Poch y García hubieran podido actuar como tales, pues, precisaba, “nunca vieron ni conocieron” a Noble.

Todo el aspecto formal del supuesto testamento, sostuvo, “es de una escandalosa mendicidad” puesto que ni Roberto Noble compareció ante Asconchilo, “ni es sincera la fecha en que se dice redactado”, ni fue leído, escrito, ratificado y firmado en un solo acto en presencia de Ingaramo, Poch y García, ni éstos vieron al testador –al que por otra parte, como ya se ha dicho, no conocían– en el acto de la escritura, ni, mucho menos, lo oyeron ratificar su contenido. Ni, como es obvio, lo firmó ante ellos.
“Estamos ante una grosera falacia”, el escrito en nombre de Lupita. Y agregó: “Vamos a probar también por qué medios deshonestos la cónyuge se apoderó de la herencia desplazando a la hija” de Noble.
Todo falso
La demanda firmada por Gentile y craneada por Martos sostuvo, en síntesis, que todas las declaraciones que contiene el controvertido quinto testamento “son falsas” como una perla de cristal. Y que Asconchillo, con la colaboración de Cabezas, creó “un testamento falso desde el punto de vista ideológico”, siendo también falsas “las formalidades que se dicen cumplidas para darle validez al acto y que en realidad nunca se cumplieron”.
Por ejemplo las supuestas declaraciones atribuidas al testador que éste jamás realizó, la presencia de los supuestos testigos, etc. Para mayor abundancia se refirió también a su “mendacidad en cuanto a la profesión de los supuestos testigos”. Ingaramo, Poch y García habían declarado ser de profesión escribanos pero lo cierto es que jamás la habían ejercido.
“Profesión”, según el diccionario de la RAE es “Empleo, facultad u oficio que cada uno tiene y ejerce públicamente”, y según el Vocabulario Jurídico de Eduardo J. Couture (pág. 484) la “Dignidad, arte u oficio que ejerce una persona en forma normalmente habitual y pública”.
La demanda pidió que se librara oficio al Colegio de Escribanos de la Capital Federal, lo que permitiría corroborar que aquellos “no ejercían tal profesión a la época de redacción del testamento, ni antes ni después”, sino que “eran simples testaferros” de Asconchilo.
“La declaración de su profesión de escribanos por parte de los tres oculta que eran dependientes del escribano Asconchilo (…) ninguno de ellos ejercía la profesión de escribanos como titulares o adscriptos a registros notariales”, insistió.
Dependientes
Al ser García, Poch e Ingaramo dependientes, como quien dice meros empleados del escribano Asconchilo, se violó el artículo 3037 del Código Civil, que dice que no pueden “ser testigos en los testamentos los parientes del escribano dentro del cuarto grado, los dependientes de su oficina ni sus domésticos”.
El diccionario de la RAE define a “dependiente” como “el que sirve a uno o es subalterno de una autoridad”, y el ya mencionado Vocabulario… afirma que es la “calidad o condición del que está ligado a otro por una relación de subordinación, derivada normalmente de su empleo, y de índole tal que le quita idoneidad para actuar como testigo”.

Parte 2
El modus operandi
La falsedad ideológica del testamento por el que Ernestina Herrera de Noble heredó el diario Clarín de su reciente y anciano esposo parece tan clamorosa como evidente, y no sólo ni principalmente por las sospechas de que Roberto Noble no estaba en la plenitud de sus facultades mentales, sino, sencillamente, porque ese acto careció de testigos válidos.
Como ya se explicó, los tres testigos necesarios – Idelfonso Lázaro José Ingaramo, Alberto Antonio Poch y Tomás García– se presentaron en dicho testamento como de profesión escribanos, en un pie de igualdad con el escribano interviniente, Mario Asconchillo, pero resultó que jamás habían ejercido como tales y dependían laboralmente de Asconchilo.
Hasta la sanción de la Ley 15.875 -promulgada en octubre de 1961- recordó la demanda, todos los actos que se realizaban con la intervención de un escribano público requerían por lo menos de dos testigos.
Testigos multifunción
Según los protocolos de la escribanía Asconchilo, puntualizó seguidamente, en las 693 escrituras realizadas en 1960, Poch apareció como testigo en el 98 por ciento, e Ingaramo en el 80 por ciento. No hubo una sola en la que no apareciera alguno de ellos. “Hay días en que Poch e Ingaramo deben permanecer todo el día en la escribanía, para atestiguar en todas las escrituras que intervienen”, señaló.
La demanda presentada en nombre de Lupita por el abogado Manuel Gentile Pace y pergeñada por el estratega Martos ofrece ejemplos incontrastables: Ingaramo y Poch llegaron a firmar nueve escrituras el 1 de febrero de 1960, ocho el 16 de marzo de ese mismo año, seis el 11 de febrero y también el 2 de marzo, y cinco el 7 de enero, el 10 de febrero y el 28 de marzo.
Precisamente, la Ley 15.875 eliminó los testigos de las escrituras públicas con excepción de los testamentos “para poner coto definitivo a una corruptela de los escribanos”. Al fundamentar la necesidad de la reforma del Código Civil mediante esta ley, el diputado Héctor Angaromi (UCRP) dijo respecto a los testigos de aquellos actos que:
“Es difícil obtener su concurrencia, tan difícil que ya no se busca su presencia, sino que se procura la ulterior firma, como si su asistencia hubiera sido cierta. Ajustados a lo verídico, es absurdo que se mantenga una exigencia legal para hacer valer afirmaciones de testigos que, no estando presentes, digan presuntamente verdad cuando en realidad dicen mentira”.
Mentiras a repetición
La reforma no alcanzó al artículo 3654 del Código Civil que dispone que “El testamento por acto público debe ser hecho ante escribano público y tres testigos” por cuanto no hay contraparte, explicó el escrito. “Al ser actos de última voluntad del testador, se producen con posterioridad a su fallecimiento, con lo que queda descartada cualquier posibilidad de que aquel los controle”.
En este contexto, Asconchilo continuó con el régimen corrupto anterior a la Ley 15.875 usando casi invariablemente como testigos a Poch, Ingaramo y García en los testamentos que registra su protocolo a partir de 1962.
Hay casos en que en un solo día se han redactado y firmado siete testamentos, con la intervención complaciente de los ‘testigos’
Un registro a vuelo de pájaro sobre dicho protocolo permite ver que en dos testamentos refrendados por Asconchilo en 1962 aparecen como testigos Ingaramo y Poch, y en uno Poch y García. El 3 de septiembre, y también el 22 de octubre, Poch e Ingaramo llegaron a intervenir en 9 (nueve) escrituras de protesto. En el primer tomo del protocolo correspondiente al año 1963 se abre con un record que se diría imposible de igualar: el 2 de enero este dúo interviene en 15 (quince) escrituras de protesto. En ese tomo hay 147 escrituras, de las que 96 corresponden a protestos de págares, y en todas intervienen Poch e Ingaramo.
Único testigo
Saltemos tres años para evitar el agobio de una incesante repetición. En julio y agosto de 1966, sobre cuatro testamentos registrados, en todos aparece como testigo Ingaramo, y en una revocatoria de testamento, los hacen Ingaramo y García. Durante ese año, Asconchilo registra nueve testamentos y en todos aparecen como testigos Ingaramo y Poch. Ambos también aparecen en los cuatro testamentos registrados en agosto de 1967.
“Puede decirse así que, si no en todos, en la inmensa mayoría de los testamentos refrendados por el escribano Asconchilo el único testigo es él mismo”, sintetizó la demanda. “Hay casos en que un solo día se ha redactado y firmado siete testamentos, por supuesto con la intervención complaciente de los ‘testigos’ Ingaramo, Poch, García y el inefable portero de la casa de departamentos de Avenida de Mayo 953”, Manuel Rodríguez Días, agregó.
Parte del inventario
Antes y después de la sanción de aquella ley, Ingaramo y Poch “forman parte del activo fijo como las máquina de escribir, los folios del protocolo, las mesas y mostradores de los empleados, la tinta, los lapiceros, etc., que constituyen el conjunto de bienes muebles” de la escribanía Asconchilo, se regodea el escrito de Gentile-Martos. El dúo era parte del inventario “hasta el punto de que a veces Poch e Ingaramo protestaban pagarés de Agea”, lo que vuelve evidente que lo hacían en nombre de Asconchilo.
Además del quinto testamento de Noble, en 1968 el escribano Asconchilo registró otros cinco testamentos en los que aparecen como testigos Ingaramo, Poch y Rodríguez Dias. Y en 1969 registró siete testamentos en los que aparecen como testigos aquellos tres y también García.

Cabezas, el hombre de confianza
La demanda de Lupita negó que su padre hubiera comparecido en la escribanía Asconchilo para dictar su último testamento, protocolizado el 3 de agosto de 1967. “Nunca, por ningún concepto”, sostiene, Noble había concurrido a la escribanía y ademáss resultaba obvio que “el trámite de la firma no estuvo a cargo del escribano”, sino que Asconchilo “le entregó el protocolo, como habitualmente lo hacía con otras escrituras” a Cabezas, “quien lo llevó al Dr. Noble y lo hizo firmar”.
Y es que Cabezas –precisó la demanda– era para Noble “la persona de su más absoluta confianza”, al punto de que, al morir Noble “la totalidad del paquete accionario de Agea se encontraba en una caja de seguridad de La Caja Obrera de Montevideo a su nombre.
El ataque le sobrevino a Noble en medio de una feroz pelea con Ernestina
Al morir Noble y abrirse la sucesión –sostuvo el escrito–, se hizo un arqueo del tesoro de Agea en busca de dichas acciones, las que fueron aportadas al juzgado por Cabezas luego de ir a buscarlas a Montevideo. Está información surge del escrito presentado a fojas 139-142 del juicio sucesorio con el título “Denuncia bienes”, escrito que firmaron ambas partes. La abogada Carmen F. Cruz de Giordano Romero lo hizo con el patrocinio letrado de sus colegas Gerardo C. Giordano Romano y Manuel J.P. Cruz en representación de Ernestina, y Martos –con el patrocinio letrado de Gentile Pace– en representación de Lupita.
Baldado y afásico
Si era falso que Noble hubiera concurrido personalmente a la escribanía Asconchilo para dictar testamento –continuó la demanda–, también lo era que lo hubiera hecho de viva voz, puesto que padecía una lesión cerebral que se lo impedía.
Y es que cuando en enero de 1967 Noble se encontraba en su estancia cordobesa de La Loma, había sufrido un derrame cerebral “que lo había dejado baldado, y que entre otros estropicios le afectó el centro del habla.”
Ana Jaján decía saber de fuentes directas que el ataque le sobrevino a Noble en medio de una feroz pelea con Ernestina, y que así lo narraba en su inédita biografía no autorizada de Ernestina..
Una notable merma de intelecto
Como fuera, a causa de sus limitaciones físicas, desde entonces Noble tuvo como residencia habitual a su estancia cordobesa –si bien realizó esporádicos viajes a Buenos Aires, y uno al extranjero– hasta que sufrió un nuevo ataque cerebral. Dos años después falleció de un infarto.
El primer ataque –destacó la demanda de Lupita– le causó a su padre “una pronunciada incapacidad en la dicción” de la que no se recuperó hasta el día de su muerte, además de “una notable merma en su capacidad intelectiva y otras secuelas” que permiten asegurar que “no volvió jamás a adquirir la plena lucidez mental”.
Imposibilitado de poder hablar de corrido y “poseído de un profundo complejo de inferioridad por tal padecimiento –siguió exponiendo– se excluyó tanto de la dirección del diario como de la vida política y social” hasta su muerte.
Relegado
Prueba de ello –señaló la demanda– fue que “ni en 1967 ni en 1968 Noble concurrió a lo que él mismo había calificado en numerosas oportunidades como el acto más trascendental de su vida: los aniversarios de la fundación de Clarín”.
Efectivamente: desde el 28 de agosto de 1945, Noble estuvo siempre presente en los fastos celebrados en la redacción del diario. En su defecto, el diario informaba a los lectores que Noble no había podido estar presente por encontrarse en el extranjero.
Pero en los aniversarios de 1967 y 1968 Clarín nada informó sobre el paradero de su fundador.
La demanda le sirvió al trío Lupita-Gentile Pace-Martos para negociar nuevas y mejores prebendas por parte de Ernestina, Magnetto & Co. Obtenidas las cuales, se la retiró.
Pero nunca nadie refutó que las cosas que en ella se afirmaron fueran verdaderas.
Continuará…
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Parte de la Batalla Esma, por Oscar Taffetani

Publicada el 4 de octubre de 2007
Fotos de Nahuel Baglietto – HIJOS Capital
Recorrer la Plaza de Armas… desarmada (¡hasta el mástil para la Bandera se llevaron!). Recorrer las salas y salones con los techos y vidrios rotos (deliberadamente rotos). Y las duchas y vestuarios a los que arrancaron caños, cables, tableros de electricidad.
Abrir hermosas puertas de madera noble, a las que les robaron picaportes y herrajes. Ver lavatorios sin canillas. Ver mingitorios rotos.
Salir a caminar por calles internas del predio con nombres de próceres o de notables marinos (calles donde lo mejor que queda en pie son los árboles) y tener una sensación de déjà vu. “”Ya hemos visto esto antes””, pensamos.
Sí, claro. Lo vimos en la isla Martín García, otra ex base naval, que luego de firmarse el Tratado del Río de la Plata, en 1973, debió ser desalojada por la Marina, para convertirse en reserva natural intangible. Los encargados de desmontar y retirar las “propiedades navales” de la isla tomaron el recaudo -como en tiempos de guerra- de inutilizar cualquier clase de instalación, de estropearla para evitar que la usara el “”enemigo”.
¿Y quién era el enemigo de la Marina en el Tratado del Río de la Plata? nos preguntamos. ¿Acaso las instituciones civiles argentinas, nacionales y bonaerenses, que se harían cargo de la isla? ¿Acaso república hermana del Uruguay, dueña del espacio fluvial que rodea Martín García?
¿Y quién es el enemigo de la Marina en el caso de la ESMA?
Aquí, la respuesta (aunque las autoridades de la fuerza naval no la expresen con palabras) sería más o menos la misma: son las instituciones civiles; son esos organismos de derechos humanos y esos sobrevivientes del horror que le ganaron en el tiempo, con tenacidad e inteligencia, una batalla cultural a la dictadura.
Todo bien por arriba: el almirante Jorge Godoy, jefe de la Armada, firmando diplomáticamente el documento de traspaso de la ESMA. Y la ministra de Defensa, Nilda Garré, declarando a la prensa: “La Marina respondió a las expectativas y las cosas se cumplieron en tiempo y en forma…”
Todo mal por abajo: porque salvo las construcciones que quedan más a la vista -por ejemplo, el Casino de Oficiales- el resto fue desarbolado y desguazado como lo hubiera hecho un ejército en retirada.
Además, en el predio de 17 hectáreas de la ESMA, un insólito cerco de chapas seguía dividiendo (por lo menos, hasta ayer miércoles 3 de septiembre de 2007) el área que la Armada estaba dispuesta a ceder para el Museo y para los espacios de derechos humanos de la otra área, en la que pretendía que siguieran funcionando algunas escuelas técnicas y de guerra.
Al personal municipal afectado a limpiar el predio de la ESMA le dijeron que ese muro de chapas galvanizadas no se podía trasponer, ya que había “”peligro de derrumbe”” (quien esto escribe lo tomó como una suave advertencia mafiosa, y prefirió no pasar).

El futuro de un pasado
La ESMA, recordemos, tiene 32 importantes edificios. El casino de oficiales y ciertos lugares emblemáticos de la época del horror (la Capucha, la Capuchita, etcétera) son una pequeña parte. ¿Qué pasará con el resto? ¿Se lo convertirá todo en “”Espacio para la Memoria y para la promoción y defensa de los Derechos Humanos””, como dice el documento oficial firmado por la Nación y la ciudad de Buenos Aires?
Podría ser. Y no tenemos nada que objetar al respecto.
Sin embargo, nos gustaría aclarar que “Derechos Humanos”, en un mundo con creciente exclusión, con hambre, con racismo y con otras formas execrables de genocidio, es un concepto que merecería desplegarse en toda su extensión, no limitándolo a los crímenes de la última dictadura.
La ESMA es un emblema, triste, de ese pasado reciente. Y como tal, merece un esfuerzo de transformación simbólica. Una re-significación, que comporte un mensaje perdurable, útil a las generaciones actuales y, sobre todo, a las que vendrán.
Qué hermoso sería una “”Ex-ESMA”” convertida en gran escuela de artes y oficios, en gran espacio para talleres diversos, que liberen la creatividad de distintos colectivos étnicos, artísticos y culturales.
Qué hermoso sería una “Ex-ESMA” convertida en sede de un gran Foro de los Derechos Humanos, en donde estén representadas TODAS las fundaciones, TODOS los organismos y TODAS las entidades que han demostrado con su trayectoria y su lucha ser fieles a esas consignas y esos programas.
¿Es utópico este deseo?

Tal vez. Pero la utopía, como sabemos, es el relato futuro. Lo contrario de ese relato sería la árida descripción del presente: simples partes de guerra redactados por bandos en pugna.
Dejamos para otra vez nuestras conjeturas sobre la nueva radicación de la ESMA, en terrenos cercanos a la villa La Cava, en San Isidro. La Escuela de Mecánica de la Armada se estaría acercando, así, a la zona del Tigre, donde funcionó su primera sede (allí donde se probó como alumno, sin suerte, un tal Ceferino Namuncurá).
Con el tiempo, la ESMA -que sigue purgando por ese nefasto período en que la condujeron asesinos de uniforme- irá recobrando la finalidad perdida.
Y tal vez (no nos privemos de sugerirlo) ya sería hora, para la Armada, de que cambie el nombre de ese instituto.
Porque el peso simbólico y la connotación negativa de “ESMA” es lo único que en su táctica de tierra arrasada los soldados de la Marina no han podido arrancar de las paredes, no han podido lavar como la sangre, ni blanquear.
Nota publicada en HIJOS Capital y en Nuevo Siglo Online el 4/10/2007. Aún no estaba decidida ni planificada la ocupación y utilización del predio y las instalaciones de la ex ESMA

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Mi primer gatillo fácil, por Ricardo Ragendorfer

La riña había sido desigual: dos roperos –después se supo que jugaban en las inferiores de algún equipo de rugby– contra un muchacho de contextura bien plantada, pero nada más. Fue en una parada de colectivos sobre la Avenida del Libertador, a la altura de la Quinta Presidencial de Olivos. La instancia previa consistió en un ríspido intercambio de palabras, cuando desde una Estanciera los primeros se burlaron del otro por su aspecto algo estrafalario. Todo parecía indicar que éste no iría a salir indemne del asunto. Sin embargo, en menos de un minuto doblegó a sus rivales. Entonces tuvo la deferencia de ofrecerles un armisticio honorable. Ello derivó en una súbita empatía entre los tres hombres, quienes se estrecharon las manos como caballeros. En ese instante, un disparo congeló la escena. Eran las cinco y media de la tarde del 17 de julio de 1966.
Tres semanas antes, Onganía había tomado el poder.
A pesar de que yo apenas tenía ocho años, el día del derrocamiento del presidente Illia quedó grabado en mi memoria. En parte, por la musiquita del informativo de Radio Colonia que aquel lunes mi padre oía con expresión de tristeza. También recuerdo otra melodía de la época: la cortina musical del programa Titanes en el Ring. Al respecto, estoy en condiciones de afirmar que, a sólo horas del golpe de Estado, El Gitano Ivanoff fue vencido en una pelea de fondo por el gran Martín Karadagián.
Lo cierto es que por entonces no había nada en el mundo que esperara tanto como los domingos a las ocho de la noche. Era cuando el relator Rodolfo Di Sarli irrumpía en la pantalla del viejo Canal 9 para anticipar la velada. Lo suyo era literatura oral, y de la buena. Su método: cierta exaltación en los adjetivos y una fantasía desbordante, casi surrealista. Hasta bautizó tomas con nombres un tanto categóricos: “el torniquete”, “la tabla marina” y “el tirante japonés”. Incluso había luchadores con alguno de aquellos recursos a modo de marca personal. Como Rubén “El Ancho” Peucelle y su “quebradora”, los “dedos magnéticos” del Indio Comanche y el inolvidable “cortito” de Karadagián. Todo en ese cuadrilátero era posible. Ulises el Griego no era otro que el de La Odisea, pero estaba allí. Iván el Terrible era zar de todas las Rusias, y estaba allí. Al entrar al ring, Mister Chile hacía bailar sus pectorales y bíceps como si tuvieran vida propia. Don Quijote llegaba a lomo de un matungo. Y el árabe Tufic Memet, un gordo envuelto en sábanas, aparecía rodeado de odaliscas. También Jean Pierre, el Beatle Francés, solía presentarse en buena compañía: cuatro groupies que se sacudían al compás de Eight Days a Week. El público aullaba. Yo seguía su campaña con mucha atención.

Había debutado el 11 de junio de 1965 en un combate contra el italiano Gino Scarzi. Con su melenita inspirada en Paul McCartney y una sólida formación en la lucha grecorromana, el tipo supo cosechar una popularidad vertiginosa. En aquella temporada, haciendo gala de una agilidad rayana con la insolencia, encorvó al Tigre Paraguayo, al campeón nazi Georg Müller y a Barba Roja. Su duelo con El Caballero Rojo fue memorable. Éste lo tenía trabado por la espalda con una “doble Nelson”. Él se zafó para aplicar esa misma llave sobre su rival. Al cabo de unos segundos, quedó nuevamente atrapado, pero luego logró revertir otra vez la situación. Y así, sucesivamente. Como en un paso de baile. Al final, los brazos de ambos luchadores fueron alzados en señal de triunfo. En la tribuna, el delirio era absoluto.
En el otoño del año siguiente, fui con mi madre a ver Titanes en el Ring al estudio mayor de Canal 9, sobre el pasaje Gelly. Ese lugar no era como el que se veía por el televisor; poseía color, otros ángulos y los relatos de Di Sarli se filtraban desde la distancia como un lejano eco.
Días antes hubo que ir por las entradas a un local de la galería situada en la avenida Córdoba, a metros de Callao. Fuimos atendidos de inmediato, ya que no había otra gente a tal fin. En esas circunstancias, advertí una silueta junto al pasillo. No daba crédito a mis ojos: era nada menos que El Beatle Francés. Al percibir mi asombro, hizo una sonrisa. Entonces se acercó, antes de inclinarse para emparejar mi estatura. Cruzamos algunas palabras, recibí un autógrafo y un apretón de manos. Quedé mudo por la emoción.
Ahora transcurría el octavo combate de la noche. El Beatle Francés, tomado por los cabellos, aguantaba el impiadoso castigo del armenio Ararat, una mole de grasa con la espalda peluda y malla de bailarín. Éste descargaba una y otra vez el antebrazo sobre la nuca del rival. Hasta que, de pronto, un palmazo seco le pegó de lleno en la nariz. La montaña humana no acusó el golpe. Pero tres segundos después, los ojos se le pusieron en blanco. Y cayó de bruces. Tuvo que ser retirado. Semejante epílogo hizo rugir a la multitud. En el centro del ring, El Beatle Francés retribuyó las ovaciones agitando un brazo. Aún hoy sigo aferrado a la ilusoria creencia de que llegó a reconocerme y me saludo.
Lo vi luchar por última vez desde el pequeño Noblex rojo que tenía en mi habitación. Su contrincante: Il Bersagliere, un individuo disfrazado de soldado del ejército italiano. Era el 3 de julio de 1966. Por alguna extraña razón, me es imposible recordar el resultado.
Recién ahora –a más de diez lustros de aquellos días– pude saber detalles sobre su existencia. El Beatle Francés se llamaba Alberto Korobeinik, tenía 26 años y era el primogénito de un matrimonio judío afincado en la ciudad de Tandil, tras escapar del Holocausto nazi. Alternaba la lucha profesional con el trabajo de estibador en el puerto. Fue en las playitas de Olivos en donde se relacionó con algunos integrantes de la troupe de Karadagián; entre ellos, Juan Enrique Dos Santos (El Gitano Ivanoff) y Rubén Ovidio Piucelli (El Ancho Peucelle), de quien, además, era vecino. Vivía con su mujer, Nelly Argañaraz, en una prefabricada sobre la calle Arenales y el río, de Vicente López. Ella estaba embarazada.
El 17 de julio, ya en vísperas de dar a luz, se encontraba en un hospital de Florida. Allí estuvo su hombre hasta el atardecer. Luego partió hacia Canal 9. Debía enfrentarse con Benito Durante.
Ese domingo, poco antes de las cinco y media, el sargento primero de la Policía Federal Ramón Rosario Arellano dormitaba en una garita de la Quinta Presidencial de Olivos. El chillido de una vecina –siempre hay una vecina en estos casos– lo arrancó de la modorra. Ella chillaba con un dedo extendido hacia la esquina. El suboficial, aún adormilado, se encaminó en aquella dirección, ya con la reglamentaria sin seguro en la mano. El tinto del mediodía le había enturbiado los sentidos. En tales condiciones, sólo advirtió tres sombras humanas en actitud incierta. Una de ellas –la de pelo largo– lo habría perturbado más de la cuenta. Fue cuando una bala de su Ballester Molina congeló la escena.
Alberto Korobeinik, con el hígado partido por el plomo, murió unas horas después.
Como en las malas novelas, esa noche nació su bebé.
A su modo, Jean Pierre, el Beatle Francés, se había convertido en la primera víctima de la flamante dictadura.
Y fue mi despertar en el mundo del gatillo fácil.


Successión.De cómo Ernestina truchó un testamento, por Juan José Salinas

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