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Tras las huellas del perro azul, por Pablo Solana para La Columna Vertebral

Cartagena, la Ciudad Amurallada, La Heroica. La ciudad de los piratas, la venta de esclavos, los virreyes, los fusilamientos, el cólera y el arrabal. Podría decirse que también es la ciudad de Gabo, porque aquí vivió, descansan sus restos y dejó su legado más consciente: la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) que tiene su sede a pocos metros del viejo edificio de El Universal donde todo empezó. Para esta historia, lo más importante es lo que no se ve, lo que cuesta encontrar. Que sus libros puedan ser leídos en esta ciudad como mapas del tesoro nos permite prolongar el juego de su literatura, que se vuelve así fuente inagotable de aventuras, de historias sin final.

Recorrer lugares que pueblan el mundo literario ideado por Gabriel García Márquez nos permite, a quienes ya gozamos de sus historias, espiar detrás del pañuelo de mago, aguzar la mirada a la manga, hurgar en cada movimiento con la ilusión ya no del truco, sino de develar su misterio. Descubrir, en fin, el basamento mundano, material, de sus creaciones,

Crear historias es un oficio que cultivó con maestría el colombiano mundialmente más famoso. Estamos en Cartagena de Indias: mal haríamos en dejar pasar la oportunidad de conocer las mañas que aquí desarrolló el notable escritor, al menos alguna de ellas. Al llegar sabemos poco, pero nos vamos enterando: hay toda una guía literaria posible en torno a la obra de Gabo. Solo se trata de decodificar las huellas que, con total picardía, sembró por la ciudad. Cargamos el ebook con su obra completa pirateada y nos damos a la aventura.

Gabo siempre explicó cuánto le costaba escribir (sobreactuando un poco con fines pedagógicos, quiero creer). Se preocupó por despejar el carácter mágico del método —no de las ficciones, aunque éstas también tuvieron, como veremos, su anclaje real—. Decenas de veces le han preguntado por Cien años de soledad: una historia que cultivó durante 17 años y que, recién cuando se decidió a terminar, debió dedicarle 8 horas diarias de escritura durante 18 meses sin descanso. Pero eso fue más adelante, en México. Aquí, en Cartagena, durante sus primeros años de reportero aprendió de su editor en El Universal, Clemente Manuel Zabala, “la poesía de la realidad”: alejarse de los cuentos fantásticos y metafísicos para adoptar los hechos concretos como fuente de creación literaria. “Romperle el cuello al cisne” era la expresión de cabecera de Zabala, una incitación a abandonar el estilo florido de la literatura romántica. Gabo así lo asumió: “Uno tiene que trabajar con sus propias realidades, eso no tiene remedio. El escritor que no trabaje con su propia realidad, con sus propias experiencias, está mal, anda mal”, dijo alguna vez.

En la biografía de un artista suelen ser más determinantes los hechos simbólicos que los hechos reales, solía afirmar el lingüista ruso Roman Jakobson. No pretendemos construir nada parecido a una biografía de Gabo, pero podemos tomar el consejo para despejar, del recorrido que sigue, algunos “hechos reales” de su devenir en la ciudad: cuando llegó sin plata tras el Bogotazo y terminó en un calabozo; la historia del payaso pintado detrás de una puerta; su presencia temprana en el Festival Internacional de Cine; la majestuosa residencia que mandó construir después de Nobel; hasta la locación de sus cenizas dentro de un busto con su rostro de dudoso gusto. Lejos de esos tópicos biográficos, preferimos seguir los pasos no del escritor sino de las historias que narró.

Es sabido que dos de sus novelas tienen como escenario a esta ciudad, aunque el nombre Cartagena, en una y otra, se vuelve esquivo, casi no aparece. Como si Gabo hubiera querido evitar la asociación fácil, la referencia explícita. Otras tantas historias tienen también su anclaje indirecto con la Ciudad Amurallada y sus alrededores.

Releyendo ambos libros en clave cartagenera, investigando un poco, ya tenemos de qué sorprendernos. Pero hay más: el náufrago con el que se hizo famoso, algún pasaje del laberinto del General, el inevitable pelotón de fusilamiento y la fascinación por el hielo, hasta el mismísimo nombre del coronel que hilvana los cien años más famosos de la literatura latinoamericana: todo eso pasa, de una manera u otra, por esta ciudad.

Fermina y Florentino

Durante las 496 páginas de El amor en los tiempos del cólera (1985) el nombre de Cartagena se menciona una sola vez: Desde el cielo, como las veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua y heroica ciudad de Cartagena de Indias, la más bella del mundo, abandonada de sus pobladores por el pánico del cólera, después de haber resistido a toda clase de asedios de ingleses y tropelías de bucaneros durante tres siglos.

La escena retrata el primer viaje en globo por el Caribe, el más memorable de los actos de conmemoración del nuevo siglo, a inicios de 1900. El doctor Juvenal Urbino y su esposa Fermina Daza veían lo que quedaba de una ciudad ajena, extemporánea. Sin embargo, la locación de gran parte de la novela, que sucede en una ciudad sin nombre, remite inequívocamente a la misma ciudad que Gabo, como parte de sus guiños literarios, elije mencionar sólo como al pasar, a vuelo de globo.

Goletas antiguas aún decoran el Muelle.

“El muelle en el que se encontraban las oficinas de la Compañía Fluvial del Caribe donde Florentino Ariza hizo sus primeras experiencias laborales y de donde partió el buque del amor final, no es otro que el actual Muelle de los Pegasos, entre la Torre del Reloj y el Centro de Convenciones, junto al Camellón de los Mártires. Por una vía navegable que comunica la bahía de Cartagena con el río Magdalena partió el buque de vapor en el que él y ella concretaron aquel viaje tardío destinado a ser un “ir y venir del carajo”, después de 53 años, 7 meses y 11 días de desencuentro.”

El Portal de los Escribanos donde Fermina se topó con ese “rostro lívido, los labios petrificados de miedo” de Florentino Ariza, donde “se le reveló completa la magnitud de su propio engaño” y concluyó que ese sujeto no merecía sus calores, suele ser asociado al Portal de los Dulces, frente a la Torre del Reloj; sin embargo, quienes mejor conocen afirman que en la novela la descripción remite a otra galería, la que se encuentra a uno de los lados del Parque de Bolívar, frente al Palacio de la Inquisición. Hoy el lugar es de exclusivo paseo de turistas, aunque el fermento popular que describe Gabo aún puede intuirse, salvando el siglo de distancia, en el bullicio de otros rincones por fuera del centro de la ciudad, como el Parque de las Flores o los callejones de tiendas y vendedores callejeros entre San Diego y Getsemaní. Se trata de esos pasajes que aún hoy generan la alarma al extranjero: “tenga cuidado si va por ahí”, pero que ya en los tiempos del cólera no eran los más apropiados para andar ostentando ajenidad o, como le sucedía a nuestra heroína, para someterse al roce popular desde la pretensión de otra condición social.

Fermina Daza compartía con sus compañeras de colegio la idea peregrina de que El Portal de los Escribanos era un lugar de perdición, vedado, por supuesto, a las señoritas decentes. Era una galería de arcadas frente a una plazoleta donde se estacionaban los coches de alquiler y las carretas de carga tiradas por burros, y donde se volvía más denso y bullicioso el comercio popular. (…) Fermina Daza, poco diestra en el uso de la calle, se metió en el portal sin fijarse por dónde andaba, buscando una sombra de alivio para el sol bravo de las once.

“Cartas de amor ya nadie pide, puras declaraciones de rentas”, cuentan los escribidores en el Parque de las Flores

El nombre del portal viene de los tiempos de la colonia, aunque el oficio de “escribano” (escribidor, diría Vargas Llosa) se sigue practicando. En la entrada del Parque de las Flores pueden verse aún activas antiguas máquinas de escribir, más similares a las de principios del siglo pasado que a la tecnología actual. Aunque ahora ofrecen textos legales y trámites burocráticos, el anacronismo del tableteo de las teclas mecánicas sobre el papel nos transporta a los tiempos de las cartas de amor que Florentino escribía para otros, en las que canalizaba su propia frustración.

Cuando “Florentino Ariza vio a Fermina Daza en el atrio de la catedral”, el flacuchento desgraciado estaba mascullando su bronca en uno de los bancos de la mismísima Catedral Basílica Metropolitana de Santa Catalina de Alejandría, frente a la plaza de la Proclamación, ahí nomás del Parque Simón Bolívar. En ese momento, mientras se sucedía la celebración, decidió, “como si dependiera de él, que el doctor Juvenal Urbino tenía que morir”. Frente a la Catedral de Cartagena Florentino había entregado a Fermina la primera carta, y allí mismo, cumpliendo con los designios del tiempo más que con la voluntad de su contradictor, medio siglo después Juvenal Urbino finalmente tuvo la misa conmemorativa de su muerte a la que, sin medir consecuencias, Florentino decidió asistir.

Mientras recorro los lugares que remiten a la novela no necesito volver a sus páginas: aquella historia recobra fuerza en la memoria, como un bello sueño que facilita el subconsciente. Por algún motivo que no logro desentrañar, el descubrimiento que me produce más atracción es la casa de Fermina Daza. Allí sucedió el cruce de miradas que desencadenó el amor romántico más dificultoso y prolongado. La morada que inspiró a Gabo a situar la vida familiar de Fermina, su tía y su padre es hoy un sobrio caserón de fachada blanca, frente al parque Fernández de Madrid. Como en todos los sitios recorridos hasta ahora, en este tampoco hay algún tipo de identificación que permita dar cuenta de esta historia. La referencia para encontrar la casa es el edificio de la Alianza Colombo Francesa que se encuentra a su izquierda. En el barrio identifican el lugar por su denominación histórica y no por su importancia literaria: casa de Don Benito, así se la conoce. Es que el caserón tiene una historia más antigua, más dramática aún en la realidad que en la novela. Allí, hace 4 siglos, vivió el cirujano portugués Blas Benito de Paz Pinto, quien había llegado desde Angola para escapar de la Inquisición española que ya había ejecutado no se sabe bien si a su hermana o su amante. Acusado en Cartagena de ser “capataz de los judíos”, fue nuevamente capturado por la Iglesia Católica y torturado hasta la muerte, tras lo cual los curas robaron su fortuna. El caso resultó escandaloso en su época ya que el hombre era apreciado en la ciudad. Desde entonces la casa acumula siglos de ser una de las que concita mayor misterio en Cartagena.

A principios de los 80, una madrugada, Gabo buscaba bares junto a su hermano Jaime y al pasar por el lugar, que por entonces tenía su fachada amarilla, dijo:

Aquí va a vivir Fermina Daza.

Cuidada pero poco habitada, la casa de Fermina Daza

Poco se sabe si Gabo logró visitar la casa por dentro o se valió de su frondosa imaginación para describir minuciosamente su interior. Para ese entonces el lugar era propiedad de los Echeverría Olózaga, una de las familias millonarias de Colombia, que prácticamente no la habitaban; después fue comprada por otro millonario, un filipino, que tampoco la frecuentó. Qué bueno sería, pienso, que en semejante caserón de poco uso funcionara una biblioteca pública o un centro cultural.

El parquecito que está en frente, denominado Fernández de Madrid por el héroe de la independencia de Cartagena, es en la novela el parque de los Evangelios. Como la mayoría de los parques de la ciudad, este también es pequeñito. La Iglesia del Toribio que está en frente también es diminuta, y los rezos y lecturas de la misa pueden oírse sin problemas desde afuera, de ahí que Gabo haya renombrado al parque “de los Evangelios”. Allí, en uno de sus bancos, Florentino Ariza leía a veces y simulaba leer otras, a la sombra de los almendros —que describió Gabo entonces y aún están— esperando poder ver a su deseada que indefectiblemente saldría al paseo diario junto a su tía.

Cuatro veces al día, cuando pasaban por el parquecito de los Evangelios, ambas se apresuraban a buscar con una mirada instantánea al centinela escuálido, tímido, poquita cosa, casi siempre vestido de negro a pesar del calor, que fingía leer bajo los árboles. «Ahí está», decía la que lo descubría primero, reprimiendo la risa, antes de que él levantara la vista y viera a las dos mujeres rígidas, distantes de su vida, que atravesaban el parque sin mirarlo.

Aún por el centro nos queda reseñar la Calle de Estanco del Aguardiente, donde hoy funciona un colegio femenino de similares características al que debió acudir la adolescente Fermina; por el recorrido que une ese lugar con la casa de la muchacha se daba el intercambio furtivo de cartas de amor escondidas entre los rescoldos de los muros centenarios.

Las casas del prestigioso doctor Juvenal Urbino también son identificables en la actual geografía urbana. En el centro, la descripción de la residencia del médico coincide con la reconocida mansión del marqués de Valdehoyos, en la Calle de la Factoría. Mantiene su aspecto original restaurado; si bien hoy es usada por el gobierno, ir a verla (al menos por fuera) ayuda a recrear el tufillo aristócrata de los residentes en esta parte de Cartagena desde siempre.

La otra casa donde Juvenal pasó sus últimos años junto a Fermina se encuentra en las afueras de la ciudad, cruzando la barriada de Getsemaní, más allá del Fuerte de San Fernando, en el barrio Manga. Es allí donde el suceso del loro le costará la vida al doctor ya avejentado. La casa que describe Gabo puede ser más de una del sector residencial:

Era grande y fresca, de una sola planta, y con un pórtico de columnas dóricas en la terraza exterior, desde la cual se dominaba el estanque de miasmas y escombros de naufragios de la bahía. El piso estaba cubierto de baldosas ajedrezadas, blancas y negras, desde la puerta de entrada hasta la cocina, y esto se había atribuido más de una vez a la pasión dominante del doctor Urbino, sin recordar que era una debilidad común de los maestros de obra catalanes que construyeron a principios de este siglo aquel barrio de ricos recientes.

Si bien en toda la novela la mención a Cartagena es esquiva, confusa, tanto Manga como Getsemaní son referencias claras. Como si más allá del embeleso ficcional Gabo quisiera que nadie se equivoque, que supiéramos dónde estamos, que busquemos por acá.

Conventos de la Inquisición

Patio interior del convento donde fue recluida Sierva María, hoy reconvertido en lujoso hotel.

Del amor y otros demonios (1994) es la única novela de ficción que sitúa explícitamente en esta ciudad. El prólogo, aún con pretensiones de verosimilitud, narra hechos que no sucedieron. Gabo describe una mañana en la que su editor en El Universal, el maestro Zabala, “se enteró por teléfono de que estaban vaciando las criptas funerarias del antiguo convento de Santa Clara, y me ordenó sin ilusiones: ´Date una vuelta a ver qué ocurre´”. A continuación, narra el descubrimiento de “unos huesecillos menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre sólo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de Todos los Ángeles. Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros”. No solo el largo de la cabellera es parte de la licencia literaria. Ese hecho que nunca ocurrió le sirve a Gabo para explicitar el contexto: el diario para el que trabajó, el Convento de Santa Clara, y una historia que nos permitirá recorrer media ciudad siguiendo las huellas de la rabia y la inquisición.

Releo la escena que abre la novela: Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos del mercado el primer domingo de diciembre, revolcó mesas de fritangas, desbarató tenderetes de indios y toldos de lotería, y de paso mordió a cuatro personas que se le atravesaron en el camino.

El mercado de las fritangas del siglo XVIII es el actual Portal de los Dulces, situado bajo los arcos que conforman la galería que puede verse desde la misma Torre del Reloj hacia el interior de la ciudad colonial. El murmullo hoy es muy otro, aunque, en el contexto de la lectura, nos permite imaginar la novela en 3D.

En esa primera escena se menciona el puente levadizo que unía la vieja ciudad amurallada con el arrabal de Getsemaní; el puente ya no está, pero sí el Camellón de los Mártires donde en la novela están rematando un cargamento de esclavos de Guinea. Descendientes de aquellos africanos vendidos y comprados sin pudor pueblan hoy las calles de Cartagena, toda la geografía del Caribe y grandes regiones de Colombia. En una de las arcadas principales de la muralla, bajo la Torre del Reloj, una placa busca desagraviar a la población negra: “Desde el momento en que los primeros esclavizados negros fueron obligados a cruzar esta puerta, forjaron una memoria de rebeldía, resistencia y negociación, para reinventarse en los nuevos territorios. Es un compromiso de todo ciudadano luchar contra las prácticas del racismo, discriminación y exclusión”, propone el cartel.

El Convento donde se inicia la historia funcionó como Hospital de Caridad y templo de clausura para las hermanas clarisas; hoy Santa Clara es el nombre del hotel 5 estrellas en que convirtieron el lugar. La placita frente a la cual se encuentra el viejo edificio reciclado aún mantiene su prestancia colonial, reforzada por el más modesto convento de San Diego, de estilo neogótico, situado frente al hotel donde, en sus tiempos de virtual penitenciaría, Sierva María sufrió encierro.

Si bien la fachada del edificio cambió, por la calle lateral aún se identifica uno de los muros originales por donde logró escabullirse el cura exorcista Cayetano Delaura para entrar clandestino a ver a su amada prisionera: A Cayetano le fue fácil identificar desde la playa la ventana de Sierva María en el pabellón de la cárcel, por ser la única que ya no estaba condenada. Revisó el edificio palmo a palmo desde la calle buscando en vano una brecha mínima por donde escalarlo. (…) Un leproso que había sido sepulturero le reveló a Cayetano cuál era el que buscaba. Salía justo debajo del pabellón de la cárcel, y frente a un muro alto y áspero que parecía inaccesible. Sin embargo, Cayetano consiguió escalarlo al cabo de muchos intentos frustrados, como creía conseguirlo todo por el poder de la oración.

Cerca del convento estaba la casa de Sierva María, es decir, la del marqués de Casalduero, su padre… Es decir, la del marqués de Valdehoyos: aquí Gabo repite la descripción de la morada de la otra novela, la que le sirvió al doctor Juvenal Urbino de residencia en el centro de la ciudad.

La historia toda está atravesada por la atmósfera ominosa de la Inquisición. El médico que vio a la niña mordida por el perro con rabia era portugués, lo que de por sí ya era motivo para ser sospechado de judío. Él se asumía ateo, pero eso no le facilitó zafar de la irracional persecución católica: De acuerdo con los expedientes del Santo Oficio era un judío portugués expulsado de la península y amparado aquí por un gobernador agradecido, al que le curó una potra de dos libras con las aguas depurativas de Turbaco. Habló de sus recetas mágicas, de la soberbia con que vaticinaba la muerte, de su presumible pederastia, de sus lecturas libertinas, de su vida sin Dios. Sin embargo, el único cargo concreto que le habían hecho era el de resucitar a un sastrecillo remendón de Getsemaní.

Holandeses, portugueses, italianos, junto a mujeres acusadas de brujería, eran perseguidos por el Santo Oficio. Por lo general se trataba de habitantes de pocos recursos que vivían en la barriada popular de Getsemaní junto a esclavos que habían comprado su libertad, y los zambos, es decir, hijos de indios que nacían libres por derecho de vientre.

El Tribunal de la Inquisición en Cartagena fue uno de los más activos de América. Fotos: Museo de la Inquisición

Ecos de la crueldad inquisitoria pueden percibirse aún hoy, visitando el mismísimo Palacio de la Inquisición, frente al Parque de Bolívar, donde el médico ateo de Sierva María padeció tramposos y peligrosos interrogatorios. Aunque el museo que se montó para recordar esta parte de la historia se muestra demasiado esterilizado y no da cuenta de las situaciones brutales como realmente sucedieron, la sola posibilidad de saberse bajo los mismos techos que presenciaron torturas al amparo de la cruz y los evangelios alcanza para reconocer otra de las desgracias que debió padecer esta deslumbrante ciudad: los gritos desgarrados y el pánico persecutorio que provocó la Inquisición.

El náufrago, el viejo general y el eterno coronel

El otro libro de Gabo donde las menciones a Cartagena son explícitas no tiene pretensiones de ficción. Relato de un náufrago (1970) recoge el testimonio del marinero al que Gabo convirtió en personaje de folletín en 14 entregas, publicadas originalmente durante 1955 en el diario El Espectador de Bogotá. La historia es conocida; valga agregar que fue en el Hospital de la Armada de Colombia, hacia el lado derecho de la Torre del Reloj mirando desde dentro de la muralla, donde Gabo dio con el sobreviviente y encontró la punta del ovillo para recrear una historia conocida en clave de suspenso e intriga. El Hospital de la Armada ya no está, pero ahí enfrente se encuentra el Museo Naval del Caribe, donde las historias de piratas y naufragios dan contexto a esa aventura.

Otro de sus últimos libros, El General en su laberinto (1989), tiene referencias a Cartagena menos abundantes, aunque también exactas, ya que se trata de una novela histórica.

El Bolívar de sus últimos años, agotado, vencido, llega a la ciudad, atraviesa Getsemaní por la popular calle de la Media Luna y se encuentra con el mercado revuelto… por los ataques de un perro rabioso.

Cuando entraron por la puerta de la Media Luna, un ventarrón de gallinazos espantados se levantó del mercado al aire libre. Aún quedaban rastros de pánico por un perro con mal de rabia que había mordido en la mañana a varias personas de diversas edades, entre ellas a una blanca de Castilla que andaba merodeando por donde no debía.

Aunque las licencias temporales no escasean en las distintas novelas de Gabo aquí el guiño es preciso: Sierva María, que “andaba merodeando por donde no debía”, recibió uno de los mordiscos rabiosos que alteraron el mercado al que llegó el Libertador, durante aquel mismo día de su entrada poco triunfal. Los últimos años de Bolívar se corresponden con el primer cuarto del siglo XVIII, época coincidente con la ambientación de la historia que termina con exorcismos y muerte en el convento de Santa Clara.

Las calles de Getsemaní, el sector más popular del centro de Cartagena

¿Ya habíamos visto, al cerrar los ojos, al mercado y a la niña, al perro y el escándalo? ¿Habíamos imaginado vívidamente aquella escena? Pues bien, salgamos del empedrado, subamos a la diminuta acera de la calle de la Media Luna, abramos paso, porque si faltaba algo, ahí viene el mismísimo Simón Bolívar a sumarse al caos de esta ciudad colonial. El rompecabezas Gabo proyecta más vuelo fantástico del que cada novela por sí misma supo generar.

El viejo Libertador nos acerca una mirada de la Cartagena de la Inquisición, que medio siglo después será la del cólera, atravesada además por el lente escéptico de su decrepitud. Volvamos a cerrar los ojos esta vez para borrar a los turistas y las grandes tiendas, rebobinar dos siglos y ubicarnos, en medio de estas mismas fachadas sin restauración, en una ciudad atrapante aún en su decadencia: La muy noble y heroica ciudad de Cartagena de Indias, varias veces capital del virreinato y mil veces cantada como una de las más bellas del mundo, no era entonces ni la sombra de lo que fue. Había padecido nueve sitios militares, por tierra y por mar, y había sido saqueada varias veces por corsarios y generales. Sin embargo, nada la había arruinado como las luchas de independencia, y luego las guerras entre facciones. Las familias ricas de los tiempos del oro habían huido. Los antiguos esclavos habían quedado al garete en una libertad inútil, y los palacios de marqueses tomados por la pobrería soltaban en el muladar de las calles unas ratas tan grandes como gatos. (…) Era imposible conciliar la gloria con la hedentina de los albañales abiertos. El general suspiró al oído de Montilla: «¡Qué cara nos ha costado esta mierda de independencia!»

La sentencia final recuerda el diálogo de otros dos militares, uno de ellos tan célebre como el mismísimo Simón Bolívar. “Ponte los zapatos y ayúdame a terminar con esta guerra de mierda”, había respondido el coronel Aureliano Buendía a Gerineldo Márquez cuando decidió avanzar en una de las tantas negociaciones de paz frustradas de este dolido país. Verosímiles las de las novelas, increíbles las de la vida real.

En esta recreación histórica aparece otra de las recurrencias de la literatura cartagenera de Gabo: “Montilla reunió esa noche a lo más granado de la ciudad en su casa señorial de la calle de La Factoría, donde malvivió el marqués de Valdehoyos y prosperó su marquesa con el contrabando de harina y el tráfico de negros”.

¿Fue más cierta la morada del general venezolano Mariano Montilla en esa mansión señorial que la residencia, allí mismo, del doctor Juvenal Urbino y de Sierva María durante su niñez? Digamos a favor de Montilla que, además de aparecer en este relato, es mencionado también en diversos libros de historia: esta vez la mención sí es del todo real.

Trajimos a esta historia al coronel Aureliano Buendía porque, a gusto de Gabo, solía expresarse sobre las consecuencias de la guerra en forma similar al viejo don Simón. Pero, ¿hay algo más en Cartagena que nos introduzca en el mundo definido por la impredecible descendencia de Úrsula y José Arcadio?

El universo de Cien años de soledad (1967) abreva en historias, mitos y leyendas costeñas. Es versión aceptada por periodistas y gabólogos el hecho de que existió un tal coronel liberal de la Guerra de los Mil Días llamado José Manuel Buendía. Ya retirado, el hombre vivió en Tumaco, cerca de Cartagena. Cuando Jorge Eliécer Gaitán hizo una de sus manifestaciones de campaña en la Ciudad Amurallada, en 1947, el viejo Buendía se le presentó al caudillo liberal en el Camellón de los Mártires, en pleno acto, avanzando entre la multitud a lomo de mula y portando una bandera roja. A Gabo, que llegó a la ciudad un año después, le contaron que el propio Gaitán, aun sin conocer al exótico coronel de estirpe quijotesca y largos bigotes, lo alabó como si fuera un héroe. Solo a partir de la reivindicación que le hizo Gaitán su nombre empezó a ser mentado, y sus historias, reales o no —lo que en todos estos casos poco importa— fueron convirtiéndose en mito; como aquella herida mortal que dicen había recibido a orillas del río Magdalena que sin embargo no lo había matado, porque el viejo Buendía sería inmortal.

Finalmente, el hombre sí resultó mortal pero su leyenda no. La historia de José Manuel Buendía entrando victorioso sin victorias a Cartagena para encontrarse con el caudillo liberal Gaitán, quien aún sin conocerlo lo reivindica como héroe ante la multitud, empalmó en la memoria de Gabo con la de aquel otro coronel liberal, también de apellido Buendía, pero en ese caso de Aracataca, su pueblo natal: un tal Francisco, según le habría contado su abuelo Nicolás.

Pelotones de fusilamiento, de Cartagena a Macondo

El playón —camellón— de los Mártires donde todo aquello sucedió rinde homenaje a los fusilados en la guerra de Independencia, masacrados allí mismo por orden del general español Pablo Morillo. El lugar, además de ser punto de encuentro, es un paso inevitable entre el centro amurallado y la histórica barriada popular de Getsemaní. El pelotón de fusilamiento frente al que se encontró el coronel Aureliano Buendía cuando había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, de seguro tiene inspiración en estos hechos, inevitables para cualquiera que, como Gabo, haya frecuentado las historias del lugar.

Ya que mencionamos el hielo: a la vuelta del Camellón de los Mártires, modernamente imponente, se encuentra el Centro de Convenciones de Cartagena. (Una escena de realismo mágico merecedora de la misma credulidad que las historias de los Buendía sucedió allí hace no tanto: durante la firma de los acuerdos de Paz entre el gobierno y las FARC un avión de combate que nadie reconoció haber enviado pasó por el acto a baja altura recordando que, por más camisas blancas, apretones de manos y sonrisas, la guerra en Colombia seguiría sobrevolándolo todo).

No sabemos si hay hielo en el actual Centro de Convenciones, pero sí lo había en el Mercado de las Goletas que se encontraba en ese mismo lugar hace más de medio siglo. Aquel mercado, demolido en 1978, tenía una particularidad muy caribeña: era anfibio. Por un lado, daba al puerto; y por el otro, a la entrada del arrabal de Getsemaní. Entre la maraña de los más diversos puestos sabían andar gitanos con artefactos inverosímiles y carretilleros que transportaban bloques de agua congelada. Aunque el hielo no era un descubrimiento reciente, esos grandes bloques eran un enigma para quienes frecuentaban el mercado: ¿Cuánto tiempo durarían embarcados en las goletas, con destino a lugares remotos, antes de volverse nada bajo el intenso calor del Caribe? El hielo era producido por dos fábricas, Popa e Imperial; enormes piezas eran empacadas en cajones de madera y protegidos con aserrín. Si los mandaban en barco a altamar, ¿por qué no habrían de llegar, entonces, a Macondo? Si de algún lugar pudo haber salido ese invento maravilloso con destino a aquel pueblo perdido, debió haber sido de este mismo puerto que Gabo solía observar con fruición.

 

 

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Abrió la Feria del Libro y se transformó en tribuna de resistencia

En un durísimo discurso de apertura de esta nueva edición de La Feria del Libro, Alejandro Vaccaro, presidente de la fundación organizadora, señaló: “Concurrir a la Feria este año representa un acto de rebeldía y resistencia. Como nunca este espacio cultural, activo, será el eje central alrededor del cuál girará el repudio de todas las fuerzas culturales a las políticas desbastadoras que propone este gobierno”. Luego de explicar que el gobierno este año había quitado todo tipo de financiación para realizar uno de los encuentros culturales más destacados del continente -que lejos está de considerarse un ámbito de izquierdas- Vaccaro arremetió directamente contra el presidente Milei: “Luego de despreciar nuestra feria, no se sonroja y pide participar en este espacio, cuya presencia está prevista para el próximo domingo 12 de mayo en la pista central de La Rural. Señor presidente, se lo digo con una mano en el corazón, no hay plata”, ironizó para agregar que todas las erogaciones que impliquen su presencia en el predio correrán por parte del gobierno.

Pero no fue el único en poner ‘los puntos sobre las íes’ en una semana en la que una marcha de centenares de miles de personas cubrió las calles del país en defensa de la educación, la ciencia y la cultura.

En su discurso inaugural , la escritora Liliana Heker, desarrolló una tesis sobre la relación entre literatura, cultura y represión; lectura y pensamiento crítico. Destacamos dos fragmentos clarificadores:

La escritora Liliana Heker fue elegida por la Fundación el Libro para dar el discurso inaugural de su 48 edición

“¿Por qué esta intención manifiesta, por parte del gobierno, de menoscabar o suprimir toda institución o medio de comunicación que favorezca o divulgue el conocimiento, el desarrollo científico, la creación artística y la formación universitaria? Un intento de explicación que circuló cuando empezó a conocerse parte de estas medidas fue que habrían sido propuestas como una forma de distracción; para que pasaran a segundo plano otras medidas más pesadas, como podría ser la venta de nuestras riquezas naturales y empresas estatales, o la destrucción de la industria nacional y de las pymes en favor de los grandes monopolios. Sin duda una explicación tan ingenua solo podía estar provocada por la perplejidad inicial. O tal vez fue una manera de eludir toda asociación con la frase tan temible que se le atribuye a Joseph Goebbels“Cuando escucho la palabra ‘cultura’ desenfundo la pistola”.

“Y ya que utilicé un verbo tan borgeano como “conjeturar” voy a recurrir a Borges para tratar de explicarme. En su asombrosa y desopilante nota “El arte de injuriar” reproduce este episodio citado por de Quincey: “A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: ‘Esto, señor, es una digresión, espero su argumento’”. Saber leer, creo, es advertir que, pese a lo extravagante del impacto, un vaso de vino en la cara carece de argumento. Y, para el estilo de comunicación que viene eligiendo el gobierno, implica una posibilidad riesgosa: que se advierta la falta o la falla de los argumentos. Si cada argentino tuviera la capacidad de saber leer –si contara con los elementos para adquirirla- ¿qué pasaría con los pronunciamientos o exabruptos que se suelen lanzar? ¿Estarían en riesgo de perder su eficacia?”

DISCURSO COMPLETO DE LILIANA HEKER

Quiero celebrar de manera muy especial esta Feria y, en particular, al objeto impar que la convoca: el libro. En cierto modo, siento algo similar a lo que, medio siglo atrás, experimenté en mi primera feria. Y no se preocupen por hacer cuentas: tengo muy claro que esta, tal como se la conoce nacional e internacionalmente, es la Feria del Libro Número 48. Pero les cuento a quienes no lo vivieron que hubo ensayos anteriores – lo investigué hace poco para apuntalar mi recuerdo—, ferias más o menos callejeras organizadas por la Sociedad Argentina de Escritores. Esa de hace medio siglo fue para mi historia personal una Feria del Libro con todas las de la ley y la viví con una intensidad irrepetible. Me recuerdo, radiante de felicidad, recorriendo los stands junto a mucha gente que parecía tan entusiasmada como yo, y vendiendo números atrasados de El escarabajo de oro en un pequeño puesto de editores independientes que nos habían cedido un espacio, y hasta firmando a una lectora desconocida un ejemplar de mi libro Acuario, publicado gracias a ese emprendimiento cultural extraordinario que fue el Centro Editor de América Latina, arrasado pocos años después por la dictadura cívico-militar. Esa Feria fue singular para mí porque fue la primera. Y siento que esta también lo es, aunque por otros motivos.

Presumo que muchos de ustedes se estarán preguntando algo similar a lo que, durante los últimos tres meses, me estuve preguntando yo: ¿tiene sentido celebrar esta nueva emisión de la Feria del Libro en un país en el que día a día crecen la pobreza y la indigencia, hay millares de despidos sin fundamento, la salud y la educación pública están en emergencia, la obra pública fue cancelada, nuestras universidades son desfinanciadas al punto de correr el riesgo de cerrar sus puertas, la investigación científica y tecnológica y el ejercicio de la ciencia y la tecnología están siendo devastados, toda institución o medio que favorece el desarrollo y la difusión de la cultura ha sido desvirtuado o borrado, se entregan nuestras riquezas naturales y el Estado parece ausente aun en caso de epidemia? Confieso que más de una vez una noticia de último momento hizo tambalear este texto mío aun antes de que empezara a darle forma. Y sin embargo acá estoy, celebrando, como hace medio siglo en mi primera Feria, el estar rodeada de libros y de una concurrencia que, sospecho, en buena medida viene acá porque anda buscando algo preciso o tal vez difuso que espera encontrar en un libro.

Ahí está el punto: creo que el libro adquiere una significación muy especial en estos momentos. Por la inagotable diversidad de posibilidades que implica, y por ser el exponente de un amplísimo registro del conocimiento y del arte, me parece atinado instalarlo como un justo representante de todo lo que hoy es atacado en el campo de la cultura. Reivindicarlo entonces se me hace una cuestión imperiosa. Y no como autora, aunque la escritura sea el trabajo que amo: no es ese trabajo mío y privado el que corre riesgo. Aun durante la dictadura, dentro del pequeño ámbito de libertad de las cuatro paredes de mi pieza seguí escribiendo y ese trabajo y nuestra revista me sostuvieron en esa época de brutalidad inédita. Y estoy convencida de que, quienes nos dedicamos al trabajo creador, seguiremos encontrando también ahora nuevas motivaciones y nuevas formas de expresarnos y de estar presentes. Teatro Abierto fue una presencia muy fuerte durante la dictadura, y el Teatro Comunitario, una expresión luminosa en la crisis del 2001; no vamos a resignarnos al silencio, de eso no me cabe duda. Pero lo que quiero reivindicar hoy es una actividad aún más hermosa y democrática que la creación: quiero reivindicar la lectura.

En primer lugar, la lectura de ficciones, esa aventura maravillosa que algunos tuvimos la fortuna de experimentar desde chicos; la posibilidad de que se nos amplíe infinitamente el campo de nuestra experiencia, de que mundos desconocidos, o aun puramente imaginados o soñados o temidos se abran ante nosotros; de que todo sentimiento humano, por elevado o miserable que sea, -el heroísmo, el crimen, la demencia, la belleza, el dolor, la pérdida, el disparate, el absurdo, el miedo, el horror, la muerte-, se nos revelen en crudo de tal modo que nos ayudan a conocer a otros y a conocernos, a conmovernos con el dolor ajeno, a indignarnos con la injusticia y a apreciar hasta límites inesperados la belleza; a entablar, en suma, ese diálogo privado con un poema, con un cuento, con una novela, que nos permite interpretar e interpelar al texto, ambiguo e inagotable por su propia naturaleza, e ir descubriéndole sus distintas capas de significación. Y hago extensiva esta lectura múltiple a quien asiste a la puesta de una obra de teatro y a la exhibición de una obra cinematográfica, y también a quien observa una obra pictórica o una escultura o una fotografía artística. La obra de arte, en suma, nos convierte en espectadores-lectores agudos. Nos enseña y nos conmina a leer, no solo cada obra en sí; a leer cualquier dato de la realidad, por encubierto o indeseado que ese dato sea.

Y cuando hablo de leer no aludo solo a la creación ficcional o artística. El acto de leer permite un diálogo libre y personal con cada cuestión en la que un lector elige sumergirse. Me refiero a la ciencia, a la filosofía, a la historia, a las religiones, al análisis político o económico o jurídico, al humor, a la mitología, al testimonio, a la biografía. Por eso, al referirme al libro estoy aludiendo a todo el amplio arco de la cultura. Y, en particular, a una condición asociada a la lectura, e irreemplazable: saber leer.

No me refiero a “saber leer” en su significación primaria. Aunque también, ya que descifrar letras y palabras, estar alfabetizado, es la base sin la cual no se puede hablar de democracia plena. Hace muy poco, cuando se conmemoraron los cuarenta años de democracia, me pidieron una opinión al respecto. Escribí entonces: “Democracia plena, según lo entiendo, implica un pueblo soberano. Pero para que un pueblo sea realmente soberano tiene que estar en condiciones de elegir libremente, no solo a sus gobernantes, también su destino. Y para que cada uno pueda elegir su propio destino se necesita, ante todo, igualdad de oportunidades. Que cada habitante del país haya recibido y reciba una alimentación completa y nutritiva, que pueda acceder a una excelente educación en todos los niveles, que su salud esté protegida, que pueda conseguir un trabajo que cubra sus necesidades, que tenga una vivienda decente. ¿Hemos alcanzado en los últimos cuarenta años esa meta mínima? Basta mirar un poco a nuestro alrededor para saber que no. Hay mucha miseria en nuestro país, y eso implica que parte del pueblo no es soberano, que no actúa por elección sino por desesperación”."¿Por qué esta intención manifiesta, por parte del gobierno, de menoscabar o suprimir toda institución o medio de comunicación que favorezca o divulgue el conocimiento?"“¿Por qué esta intención manifiesta, por parte del gobierno, de menoscabar o suprimir toda institución o medio de comunicación que favorezca o divulgue el conocimiento?”

Creo que en esa meta mínima que señalé reside la condición imprescindible para que una persona sepa leer en el sentido amplio al que me referí hace un momento. No se trataría solo de interpretar un texto y extraer de él un conocimiento nuevo o alguna capa profunda de su significación. También de tener la capacidad de leer señales, descifrar gestos, desentrañar intenciones no evidentes, investigar datos; quien sabe leer es capaz de interpretar la realidad más allá de su apariencia más visible, o de la figura que le quieren imponer, o aun de la imagen que él mismo querría que tuviera.

Y acá voy acercándome a una cuestión que me importa indagar: por qué esta intención manifiesta, por parte del gobierno, de menoscabar o suprimir toda institución o medio de comunicación que favorezca o divulgue el conocimiento, el desarrollo científico, la creación artística y la formación universitaria. Un intento de explicación que circuló cuando empezó a conocerse parte de estas medidas fue que habrían sido propuestas como una forma de distracción; para que pasaran a segundo plano otras medidas más pesadas, como podría ser la venta de nuestras riquezas naturales y empresas estatales, o la destrucción de la industria nacional y de las pymes en favor de los grandes monopolios. Sin duda una explicación tan ingenua solo podía estar provocada por la perplejidad inicial. O tal vez fue una manera de eludir toda asociación con la frase tan temible que se le atribuye a Joseph Goebbels“Cuando escucho la palabra ‘cultura’ desenfundo la pistola”.

En cuanto al argumento que se utilizó desde distintas áreas del gobierno de que estas instituciones y medios culturales se llevaban los recursos que deberían estar destinados a los niños hambrientos, me pareció por lo menos sospechoso. Por dos motivos. El primero: con solo explorar mínimamente el modo en que se financia buena parte de estas instituciones se podría advertir que eliminarlas no va siquiera a atenuar el problema del hambre. El segundo porque, de acuerdo a las políticas que se están llevando a cabo, el hambre en sectores cada vez amplios de nuestra sociedad no parece ser una cuestión de interés para el gobierno. El haber dejado de enviar recursos para los comedores comunitarios resulta una prueba bastante nítida, aunque no es la única. A propósito: vi la interminable cola que se formó para acceder a una ración de alimentos al día siguiente de que se anunciara, de manera algo demencial, que cada necesitado debería solicitar por las suyas su ración al Ministerio de Capital Humano. Veinte cuadras tenía la cola, supe después. Y también supe que nunca se atendió a nadie. Antes de que llegara a destino el primer solicitante de la fila, la ventanilla se cerró y a otra cosa mariposa. Semejante crueldad es difícil de concebir, pero ocurrió. Y yo me pregunté: ¿cómo se puede no reaccionar ante una falta tan evidente del más mínimo respeto por un semejante? Y entendí dos cosas: Una: para la funcionaria o funcionario que ordenó cerrar la ventanilla, los que estaban haciendo esa cola no eran sus semejantes. Otra: resistirse a ver la realidad como es puede ser una salida cuando no se ve otra salida. Los que inútilmente estuvieron haciendo cola se negaban, al menos en ese momento, a ver lo que realmente acababa de pasarles.

De lo que podría desprenderse algo como esto: que los argentinos no analicemos los mensajes, que no sepamos leer, puede ser a nivel gubernamental un buen modo de evitarse problemas. Y sugiere una explicación probable para el ataque que se viene haciendo a toda institución o medio que favorezca el aprendizaje, el conocimiento, la reflexión, y la actividad cultural en general. El objetivo de ese ataque, conjeturé, sería reducir al máximo el número de los que saben leer: apocar, diríamos, al adversario potencial.

Y ya que utilicé un verbo tan borgeano como “conjeturar” voy a recurrir a Borges para tratar de explicarme. En su asombrosa y desopilante nota “El arte de injuriar” reproduce este episodio citado por de Quincey: “A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: ‘Esto, señor, es una digresión, espero su argumento’”. Saber leer, creo, es advertir que, pese a lo extravagante del impacto, un vaso de vino en la cara carece de argumento. Y, para el estilo de comunicación que viene eligiendo el gobierno, implica una posibilidad riesgosa: que se advierta la falta o la falla de los argumentos. Si cada argentino tuviera la capacidad de saber leer –si contara con los elementos para adquirirla- ¿qué pasaría con los pronunciamientos o exabruptos que se suelen lanzar? ¿Estarían en riesgo de perder su eficacia?

Como anticipo pongo un ejemplo: las dos promesas de un bienestar inefable que nos va a compensar de lo mal que lo estamos pasando en la actualidad. La primera: dentro de treinta y cinco años este va a ser un país poderoso; la segunda: Argentina va a volver a ser ese gran país que fue a comienzos del siglo veinte. En cuanto a la primera promesa, el aparente rigor científico que confiere una cifra tan exacta lleva a preguntarse: ¿dónde están los estudios que explican por qué vamos a alcanzar ese estado de bienestar exactamente dentro de treinta y cinco años? Dejando de lado que como consuelo es un poco pobre ya que buena parte de los beneficiarios vamos a estar muertos: de vejez, de hambre, o por falta de medicamentos, lo de los treinta y cinco años me trae a la memoria una expresión que se usaba cuando yo era chica: el año verde. Cuando alguien trataba de acallar algún reclamo nuestro prometiéndonos que lo deseado iba a ocurrir, pero en un futuro que veíamos altamente improbable, decíamos: Sí, esto va a pasar el año verde.

En cuanto a la segunda promesa: llegar a ser tan prósperos como un siglo y pico atrás, dejando de lado que, ya de por sí, un retroceso histórico de más de un siglo parece un poco dudoso como ideal, me gustaría saber si quienes se dejaron seducir por esa promesa de prosperidad se preguntaron cómo era realmente el país a comienzos del siglo veinte. ¿Tienen alguna idea de que en esa época había un grupo minoritario al que la sabiduría popular denominó “los de la vaca atada” porque viajaban habitualmente a Europa, y con su propia vaca para que, a sus niños, en el barco, no les faltara la saludable leche nacional, mientras que, en general, el pueblo se moría de hambre? Creo de verdad que quienes promocionan esa meta de retroceder al año 1900 no mienten cuando dicen que ese es el país al que aspiran, pero fuera de estos nuevos representantes de la vaca atada, ¿serán muchos los que quieren vivir según ese modelo? ¿O simplemente no creyeron necesario, o no tuvieron los recursos, para indagar en su significado?

Es razonable suponer que sería la confianza en que, por razones diversas, un buen número de argentinos no analiza los mensajes lo que le permite al gobierno largar al ruedo cifras inverificables: una hipotética futura inflación del 15.000 por ciento, pongamos por caso, que no se explica cómo ni cuándo se habría alcanzado pero que –se nos comunica con alegría—no vamos a alcanzar gracias a un plan económico exitoso: celebremos. “La gente está contenta”, le escuché decir al ministro de economía y me pregunté: ¿de qué gente está hablando? ¿Con qué elementos construyó una generalización tan categórica? ¿Caminó alguna vez por la calle?, ¿vio a los que duermen en las veredas?, ¿trató al menos de imaginarse la desesperación de alguien que va a un comedor comunitario para calmar su hambre y ni siquiera allá encuentra comida? ¿Habló con alguno de los que, sin justificación, acaba de ser despedido? ¿O simplemente la frase le pareció simpática y la largó sin mucho problema? Debo decir que en algunos casos la irresponsabilidad verbal es tan desembozada que más bien se parece a un chiste: es el caso del vocero presidencial cuando aclaró que no era cierto que a los jubilados un aumento prometido se les iba a pagar en dos cuotas; no: simplemente se lo haría “en dos momentos distintos”.

Si a esta pequeña antología de sinsentidos se le suman ciertos exabruptos al estilo de “El Estado es una organización criminal” o “La justicia social es un concepto aberrante”, se podrá sospechar que muy difícilmente el discurso –o no-discurso— oficial resistiría una lectura mínimamente atenta. En cuanto a la crueldad manifiesta que puede advertirse, por ejemplo, en la explicación de la canciller: ya que los jubilados se van a morir, qué sentido tendría darles préstamos; o en el razonamiento de un diputado: si un padre necesita a su hijo en el taller, es libre de no mandarlo a la escuela; pienso que para entender lo inhumano de estas “propuestas” basta con una mínima sensibilidad ante el sufrimiento, la injusticia y la impiedad.

¿Cómo protegerse de cuestionamientos que parecen casi inevitables? Un camino sería cercenar las posibilidades de acceso a una lectura analítica o sensible de la realidad y, si fuera factible, a la lectura en general. No conocer la historia, no tener elementos para cotejar el contexto actual con otros contextos o para delinear un futuro deseado. Una “sorpresa” del doctor Martín Menem ilustra con bastante nitidez esta intención. Después de la manifestación multitudinaria del 24 de marzo dijo con cierta alarma que no se explicaba el motivo por el cual habían asistido jóvenes de dieciocho años a esa manifestación ¿Cómo?, parece expresar con su perplejidad, ¿así que hay jóvenes enterados de que ese día hubo un golpe cívico-militar que instauró un régimen que asesinó, torturó, hizo desaparecer a 30000 personas entre quienes había viejos, adolescentes, monjas, curas, y que además robó bebes recién nacidos?

Y al parecer no solo están enterados, doctor Menem; hasta dio la impresión de que les importan esos crímenes, que tienen la capacidad de entenderlos en carne propia, que saben que hubo mujeres heroicas que hicieron historia luchando por la aparición de sus hijos desaparecidos y de sus nietos robados y que hoy siguen luchando; esos adolescentes deben alguna información sobre nuestra historia reciente porque vivaron a las madres y a las abuelas de Plaza de Mayo y se manifestaron con tanta emoción y con tanto compromiso como todos los otros millares de personas de todas las edades que estábamos allí. Algo está fallando en el programa, sin duda: pese al empeño gubernamental no se ha podido conseguir, hasta el momento, una nueva y completa generación de ignorantes.

Según se desprende de la perplejidad del doctor Menem, ese parecería el propósito que se está buscando. Porque si no, ¿de qué se asombraría? ¿No fueron jóvenes los que hicieron la reforma universitaria de 1918? ¿No fueron estudiantes secundarios y universitarios quienes defendieron en 1958 la ley de enseñanza laica, gratuita y obligatoria? Los jóvenes en nuestro país siempre estuvieron a la vanguardia en las luchas. Y no pretendo dar un único signo a esas luchas. Fueron jóvenes universitarios quienes se opusieron al general Perón durante su primer gobierno y también fueron jóvenes, universitarios o no, quienes lucharon por que volviera años después. Fueron jóvenes universitarios, junto con los obreros, los que protagonizaron el Cordobazo en 1968, y dieron el gran puntapié inicial para acabar con la dictadura militar iniciada en el 66. Desde distintas posiciones, encararon una lucha y parecían saber por qué estaban luchando.

Ahora, lo que en apariencia se busca es que los jóvenes, y los no tan jóvenes, carezcan de la oportunidad de acceder a la historia y de los recursos para actual en busca de un destino elegido, que sean incapaces incluso de desentrañar qué destino están construyendo otros para ellos. Lo que se intenta, en suma, desfinanciando las universidades, desprestigiando el trabajo docente, cancelando un programa que auspiciosamente se llamaba “leer aprendiendo” y estaba destinado a los chicos de las escuelas, cerrando centros de investigación de enorme prestigio (y podría seguir con un largo y doloroso etcétera) lo que se intenta, decía, es negarles a estos jóvenes, negarnos a los argentinos, la libertad de elegir. Que estemos desinformados, que nos adormezcamos bajo el arrullo de invectivas, anuncios inconsistentes, insultos a mansalva y “verdades sagradas” que no admiten réplica.

No es descabellado conjeturar que la ignorancia puede tener un considerable peso estratégico. Mirando a mi alrededor y animándome, yo sí, a ver lo que no me gusta ver, debo admitir que no parece un objetivo inalcanzable de conseguir que muchos desesperados no entiendan -necesiten no entender- que debajo de tanto exabrupto tal vez haya propósitos que van en contra de sus intereses. Y, sobre todo, advertir que unos cuantos no desesperados se sienten cómodos entre tanto grito, tanto insulto y tanta teoría express, al punto de que no miden o no les importan las consecuencias.

Sin embargo, me animo a arriesgar que, como objetivo, esto de “ignorancia para todos” no va a llegar muy lejos. Ante todo, porque en momentos difíciles como el actual termina imponiéndose una lectura irrefutable de la realidad que no necesita de estudios previos: es la inducida por el hambre, y por la angustia de haber sido despedido del trabajo sin razón, y por cualquier otra injusticia que duele de cerca. Lecturas que –la historia universal y nuestra propia historia lo demuestran– encuentran su expresión en la calle. La calle que, pese a la intención oficial de demonizarla, es la voz de los que no tienen voz. Y de los que no son escuchados. Y de los que queremos que, junto a todos los demás, se nos escuche.

La marchas multitudinarias y altamente conmovedoras y comprometidas que ocurrieron este martes en Buenos Aires y en todo el país son una prueba muy clara de lo que digo. Solo leer los carteles que llevaban los estudiantes, la agudeza y la profundidad de lo que expresaban, fue una comprobación nítida de que el conocimiento y la sensibilidad son más valiosos que los insultos. Confieso que pocas veces canté el himno con tanta emoción y sintiéndome tan acompañada como ese día en Plaza de Mayo. Pero no voy a detenerme en esas expresiones ya que no son mi tema hoy.

Mi tema hoy es la voz de los que sí tenemos voz. Los que tuvimos la oportunidad, y tenemos la decisión, de saber leer. Los que creemos que los argumentos y la solidaridad construyen más que los agravios y el odio; los que, al menos a grandes trazos, nos proponemos un país en el que las ideas, los análisis, las discusiones, prevalezcan sobre el vaso de vino arrojado en la cara.

Pienso que, más allá de nuestra tarea específica, o a través de esa tarea, es necesario que demos testimonio de nuestra realidad y de nuestra historia. No solo en relación a nuestra actualidad; también respecto de lo que nos ocurrió en nuestro pasado reciente, ya que, así como se necesitan años de buena alimentación y enseñanza de calidad para crear un lector, inversamente, para producir semianalfabetos entre los sectores más sumergidos y vulnerables se requiere no solo años de pobreza; también muchas veces negligencia en las políticas sociales. En síntesis, el deterioro que vino sufriendo nuestro país sin duda tiene causas diversas pero desembocó unívocamente en la situación actual. Pienso que nos toca a nosotros analizarlo y dar cuenta de todo esto.

En realidad, ese testimonio múltiple ya está empezando a ocurrir. Con lucidez y con pasión se están manifestando expertos de los sectores más diversos. Científicos, politólogos, economistas, universitarios, gente del teatro, del cine, de la literatura, gremialistas, juristas, docentes, trabajadores de diferentes áreas, pequeños empresarios, jubilados, periodistas, están haciendo oír su voz cada vez con más frecuencia y con más claridad. Es el principio de un camino, pienso. Estar bien despiertos y presentes. Porque no hay marcha atrás. Estamos en una situación nueva y tenemos que animarnos a verla, a decidir qué país queremos y a movernos en consecuencia.

Ante todo, ponernos de acuerdo en algo muy básico: quiénes integramos este país. ¿La gente de bien? (escuché más de una vez desde representantes del oficialismo esta expresión poco confiable y me recordó a un humorista excepcional, Landrú, que irónicamente y para aludir a una clase que se consideraba encumbrada, dividía a los argentinos entre los mersas y “la gente como uno”). ¿Es esa “gente de bien” nuestro país o lo integramos todos los que lo habitamos? Porque en este último caso tendremos que admitir que a todos nos corresponden los mismos derechos. Para ser muy básicos: una buena alimentación, una educación de calidad, una salud protegida, acceso a una vida digna. Ahora, no dentro de treinta y cinco años: la vida que se pierde hoy ya no se recupera. Entre tanto podremos protagonizar todos los debates ideológicos que hagan falta. Es necesario que ocurran. Pero pienso que, cuando las papas queman, lo primordial es que encontremos los carriles de coincidir en lo esencial.

El nuestro es un país que vale la pena. Esta Feria que desde hace casi medio siglo se viene llevando a cabo va a constituir mi primer ejemplo. Les cuento que, salvo una vez en que estaba de viaje, vine todos los años. Y que siempre la sentí como un espacio singular. No solo por el objeto impar que la convoca, también por la gente que la recorre. Y atención, porque a partir de acá, sin desentenderme del panorama sombrío que emergió hasta ahora, voy a mostrar mi hilacha optimista. Estuve en algunas Ferias de otros países, tan importantes o más que la nuestra. Vi libros de todas las editoriales, asistí a eventos, conocí celebridades. Pero casi no vi gente. Y en esta Feria nuestra, desde su primera emisión y aun en circunstancias históricas muy difíciles, el público viene, recorre los stands, busca o encuentra determinado libro, compra lo que puede, asiste a los actos culturales, habla con algún escritor, se encuentra con un amigo que hace tiempo no veía. Siente que este es un lugar que le pertenece.

En nuestro país, en suma, el libro importa. Y ese es un dato nada desdeñable acerca de cómo somos. O de cuáles son nuestras posibilidades. Y no es el único dato. El movimiento teatral argentino es excepcional, nuestro cine es valorado acá y en el exterior, nuestros científicos son requeridos y admirados en todo el mundo, hay una literatura notable y, doy fe, siguen apareciendo año tras año nuevos y valiosos escritores, nuestros humoristas son de primer nivel, tenemos músicos y letristas admirables, numerosas editoriales y revistas independientes que se hacen a pulmón, y que, en las buenas y en las malas, publican un material de primer nivel. Pero no solo eso: es notable el sentido del humor popular, que se puede palpar en cualquier calle o en cualquier colectivo, y que muchas veces nos salva de la desesperación; milagrosamente persiste el hábito de encontrarnos en un café solo para conversar, seguimos manejándonos para arreglar lo que haga falta con un alambrecito.

Y todo eso también es cultura, nuestra cultura, la que tenemos que preservar. No se asusten: no tengo la intención de idealizarnos: no es mi costumbre. Unos cuantos y bien bravos defectos debemos tener para que estemos como estamos. Pero contamos con un hermoso capital humano –esto y no otra cosa, según lo entiendo, es el capital humano—, un capital valioso para empezar a soñar con el país que queremos. No vamos a permitir que ese capital sea arrasado. Al contrario; tenemos que luchar para que se multiplique. Una buena alimentación y una buena educación, para todos, es la base (y no crean que es traída de los pelos una referencia a la alimentación cuando se habla de cultura; sin una buena nutrición en la infancia, no hay posibilidad de aprendizaje, no hay para nuestro futuro cultura posible). A partir de esa base imprescindible se abren los caminos. Seguramente estos libros que nos están rodeando, con sus diversos puntos de vista, con sus innumerables visiones de la realidad, tendrán algo que indicarnos.

Ahora, para terminar como corresponde estas palabras (por algo soy cuentista) brindo porque, en un futuro muy cercano, nuestra amada Universidad Pública esté funcionando a pleno y cada vez con más estudiantes, porque nuestras instituciones y medios culturales puedan trabajar por entero y con todo su personal para el desarrollo y la difusión de nuestra cultura; porque siga existiendo a través de los años, cada vez más pujante y más popular, esta Feria del Libro, y porque haya muchas otras Ferias del Libro a lo largo y a lo ancho de nuestro país. Cada vez con más concurrencia, cada vez con más creatividad, cada vez con más lectores.

Buenos Aires, 25 de abril de 2024

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Cachorro Godoy: “Trabajadores y estudiantes somos parte de la misma clase popular”

Luego del fallo de la justicia laboral que derivó el expediente de los despidos estatales presentados por UPCN y ATE a la Contenciosa Administrativa, LCV entrevistó a Hugo Cachorro Godoy, Sec. Gral de la CTA-A Nacional, quien consideró que el problema no es jurídico sino ‘fundamentalmente político’. Reiteró el compromiso de seguir luchando por la reincorporación de todos los despedidos y relativizó la idea de que exista una embestida contra el Estado en su conjunto: ‘Mientras reducen en sectores como la agricultura familiar, seguridad social, economía social y popular, pequeños y medianos empresarios, desarrollo científico, tecnológico o educación; otras áreas como servicios de inteligencia, policía federal o gendarmería, es decir, las áreas represivas del Estado, se están fortaleciendo. Habrá que ver a qué sectores importa que atiendan y a qué sectores no.” También sostuvo que muchos se creen el discurso de que el Estado está lleno de ñoquis pero ‘hablan por boca de ganso’, repiten los que le imponen los grandes grupos económicos que Milei representa. Finalmente, afirmó que es necesario buscar una síntesis como se demostró en la marcha del 23 de abril y evitar que nos fragmenten. A continuación, la entrevista completa.

Hugo Cachorro Godoy, Sec. General CTA-Autónoma

LCV: En esa demanda conjunta que se presentó por el tema de los despidos a los estatales. ¿Cuál es tu opinión al respecto? ¿Seguimos dando la pelea? ¿Ya la perdimos? ¿Qué pasó?

—No, de ninguna manera vamos a dejar de dar la pelea por la reincorporación de las compañeras y compañeros. El tema es un tema jurídico, pero fundamentalmente político, porque este gobierno lo que está haciendo es gobernando por decreto y reformando por decreto la Constitución. Entonces la lucha por la reincorporación de los compañeros y compañeras, y para evitar nuevos despidos, es la misma lucha en pos de que se derogue el decreto de necesidad y urgencia y que no se siga habilitando al presidente Milei por parte de la Cámara de Diputados y de la Corte Suprema de Justicia a que gobierne por decreto.

LCV: La forma en que se está desangrando el Estado, yo creo que no tengo memoria de que haya sucedido en otro momento. ¿Vos?

—En los años 90 con el menemismo, hubo una situación muy brutal como esta y los efectos que tuvieron fueron nefastos para toda la sociedad. O sea, no es solamente un impacto negativo para los trabajadores y trabajadoras del Estado, sino que impacta en toda la sociedad. El menemismo hizo mucho daño y este gobierno de Milei, en línea con eso, también está haciendo mucho daño a toda la sociedad.

LCV: El otro día tuve un intercambio de palabras con una señora que decía: “a mí se me está complicando, yo me tengo que ajustar el cinturón, no puedo pagar ni reponer mercadería , pero por lo menos nos estamos sacando los ñoquis estatales”. Entonces yo le pregunté ‘señora, ¿usted a  quién le va a comprar después?

—Pero además. ¿Cuáles son los ñoquis que ella conoce? Hablan por boca de ganso, se comen el verso que Clarín, La Nación, Infobae difunden y que el presidente aprovecha para construir un enemigo en el trabajador del Estado. Entonces deja de ser visto aquel trabajador, aquella trabajadora, que es la que se ocupa de acompañar a los pueblos campesinos para el desarrollo de su producción agropecuaria, de acompañar desde los organismos de investigación, de ciencia y técnica para que esto llegue a los pequeños y medianos productores, de acompañar a quienes trabajan en comedores populares o a quienes se jubilan, quienes trabajan en las áreas de seguridad social. O sea, lo que sucede es esta propaganda que se alienta desde esos grupos económicos y esta mentira que expresa el presidente Milei, impacta en algunos sectores que hablan sin saber la verdad.

LCV: ¿En cuánta gente real crees que tiene que quedar el Estado? ¿Se puede bancar un Estado eficiente con esta sangría que se está llevando a cabo?

—A ver, pongamos las cosas en su lugar. Yo te describía el vínculo del trabajador, de la trabajadora estatal con estos sectores de la agricultura familiar, de la seguridad social, de la economía social y popular, de los pequeños y medianos empresarios, del desarrollo científico, tecnológico, porque es ahí donde se está reduciendo la capacidad de intervención del Estado. Ahora, hay otras áreas que directamente se están fortaleciendo, los servicios de inteligencia se están fortaleciendo, la policía federal, gendarmería, todas las áreas represivas del Estado se están fortaleciendo. O sea que no se puede hablar en general de cuál es la estructura del Estado en su tamaño. Habrá que ver a qué sectores importa que atiendan y a qué sectores no.

LCV: Esto vos decís, por ejemplo, reducir la salud, la educación, reducir todo lo que ellos consideran que no tenemos derecho a tenerlo de asistencia gratuita.

—Sí, cuando cortan el FONID, el Fondo Nacional de Educación, lo que hay ahí es una reducción del salario de los docentes. Que me expliquen quienes hablan de reducir el Estado, cómo no se necesitan en nuestro país escuelas de doble turno, mañana y tarde, cómo no se necesitan escuelas técnicas para la formación laboral, cómo no se necesitan cuidadoras y promotoras de la salud para la atención de la niñez y para la atención de la tercera edad y los adultos mayores. Esas son áreas del Estado que se tienen que fortalecer. Falta gente allí. Nosotros necesitamos un sistema de educación más fuerte aún de lo que es. El otro día leía que los trabajadores docentes en Salta cruzan ríos a pie y tienen que cruzar la frontera con Bolivia porque no hay transporte y van caminando, o van a caballo o van en burro. Entonces, ¿Hay que dejar a esos pueblos sin escuelas? Pensar que la sociedad es el metro cuadrado en el que uno vive en la Capital Federal o en el Gran Buenos Aires, es no entender lo que es un país.

LCV: En el marco de las historias sindicales y estudiantiles, ¿Cómo analizas esta coyuntura en particular en donde el trabajador va a estar mañana con sus hijos, estudiantes universitarios, en la calle?

—Me ayudaste a dar la respuesta porque el día de mañana va a ser un hito en ese sentido, porque ahí vamos a estar los que tenemos hijos en la universidad y los que no tenemos hijos en la universidad, van a estar los jóvenes universitarios y van a estar los jóvenes secundarios que quieren acceder a la universidad pública. Van a estar los trabajadores docentes y los trabajadores y trabajadoras no docentes, vamos a estar los trabajadores y las trabajadoras que estamos convencidos que la universidad pública no solamente es una fuente de formación extraordinaria, sino también un ámbito de investigación y desarrollo científico tecnológico fundamental para la soberanía de una sociedad. Mucho más en este tiempo donde el desarrollo tecnológico adquiere niveles de envergadura extraordinaria y del cual, por otro lado, nuestro país tiene porciones, y la universidad pública es una de ellas, la que aporta enormemente a través del CONICET, de la industria  de producción de satélites.

LCV: Cuando escuchaba el otro día en la conferencia que dieron para decir que iban a estar en la calle las centrales obreras, decir que los obreros habían logrado llevar a sus hijos a las universidades y que nadie los iba a sacar de ahí, por eso salían a apoyar, a mí me supo a síntesis, me supo a  principio de una síntesis política. ¿Lo podemos ver así o me estoy apurando?

—No, creo que es así. Cuesta entender cómo un pequeño grupo de sectores ligados a las finanzas, a los sectores más enriquecidos de una sociedad, que son la minoría, pueden controlar y dominar a una mayoría que son trabajadores y trabajadoras, que es una población que vive de su trabajo. Eso se explica por la posibilidad de dividir a la población, de fragmentarla, de crear estas falsas dicotomías como las que hablábamos, que una vecina de un barrio popular se ponga contenta porque echan a un trabajador estatal afirmando que es un ñoqui sin siquiera conocer la persona, las condiciones que trabaja, reproduciendo un relato como loro. El conocimiento y el trabajo se han puesto como si fueran dos cuestiones que se contraponen y en realidad el trabajo es una fuente de construcción de conocimiento y el conocimiento es una fuente de multiplicación del trabajo para el desarrollo de una sociedad. Esto por un lado. Por otro lado, el estudiante y el trabajador, nosotros que somos parte de una central de trabajadores de nuevo tipo, decimos el estudiante es un trabajador, aunque no tenga una tarea con un empleo formal, primero porque ocupa su tiempo en una tarea que redunda en beneficio de la sociedad, porque su conocimiento personal redunda en el desarrollo, en el beneficio de la sociedad. Y por otro lado, porque también a veces, aunque sea de manera precarizada, tiene que ganarse el mango para poder sostenerse el estudio. Entonces, trabajador, trabajadora, estudiantes, somos parte de una misma clase popular que tenemos intereses muy en común y que tenemos que evitar que nos divida.

(Entrevista realizada por Nora Anchar para La Columna Vertebral-Historias de Trabajadores en larz.com.ar el 22 de abril de 2024. Escuchala en directo los lunes de 18 a 20)

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Preocupación internacional por el desmantelamiento de los archivos del Ministerio de Defensa referidos a la dictadura

Si bien en el Ministerio de Defensa no hubo centenares de despidos como en otros organismos, las listas de cesanteados tuvieron un tinte más ideológico que de ajuste. Desmantelaron el Equipo de Relevamiento y Análisis documental (EryA) que funcionaba desde el año 2010. Archivo histórico, en el que no solo se puede encontrar documentación militar de hace 200 años sino que preservaba los documentos correspondientes al período de la dictadura. Muchos de ellos fueron utilizados por la justicia para establecer resonsabilidades en delitos de lesa humanidad. De los trece archivistas y profesionales especializados quedaron solo tres, prácticamente sin funciones.

Hace un mes y medio, Petri nombró a Lucas Miles Erves como Director Nacional de Derechos Humanos del ministerio. Abogado y ex comendiante, tiene un curriculum en el que se destaca como asistente del Departamento de Estado de EEUU. Se define a sí mismo como especialista en Defensa y Derechos Humanos, aunque recién en enero de este año logró su diplomatura en DDHH en la Universidad Austral. En su twitter destaca como sus intereses:  “Amor por el tenis. Disfruto de viajar y hacer reír. Comprometido con todo aquello que nos haga mejores personas”.

Se ignora cuáles fueron los motivos que impulsaron a Petri a nombrar en un cargo tan especial a alguien que por sobre todas las cosas le gusta hacer reir. Claro que no es el único nombramiento inquietante también asumió como asesor del ministerio el contador Francisco Jorge Adorni, hermano del vocero presidencial, Manuel Adorni, quien, según el diario La Nación cobrará un sueldo de dos millones doscientos mil pesos.

Entrevistado por Canal Abierto, Alan Rüst, uno de los despedidos del Archivo destacó: “Los paracaidistas que están cayendo en el Estado dan bronca y desazón, es más fácil destruir que construir, llevamos años especializándonos en el tema y ya no sabemos qué va a pasar con esos documentos’ y agregó que con el sueldo del hermano de Adorni se podría pagar a todo el equipo del ERyA, cuyos profesionales cobran un promedio de 600.000 pesos.

Está claro que las cesantías nada tienen que ver con aumentar el superávit fiscal, de hecho Petri denunció a los archivistas como un grupo ‘parajudicial de persecusión a las Fuerzas Armadas’. Consultado por el diario Clarín, el ministro sostuvo que“los informes que produjeron no están en el sistema, yo como ministro no puedo acceder, los mantuvieron en secreto en sus computadoras y en los últimos tiempos fueron con memorias portátiles a llevárselos. Eran un grupo de persecución que hacía macartismo en las Fuerzas Armadas”.

Reclamo del International Council on Archives

El Consejo Internacional de Archivos (ICA en su sigla en inglés) fue creado en 1948 como una entidad internacional auspiciada por la UNESCO para el fortalecimiento y protección de los archivos. Su Sección de Archivos y Derechos Humanos (SAHR) promueve el papel de los archivos como facilitadores de pruebas de violaciones de derechos humanos, visibiliza su pérdida y defiende políticas archivísticas que garanticen su preservación y uso por los ciudadanos para reparación y construcción de sociedades democráticas. 

En tal condición, el ICA expresa su profunda preocupación por las medidas adoptadas por las autoridades del Ministerio de Defensa de Argentina, presidido por Luis Petri, que interrumpen el acceso de personal civil especializado de los Equipos de Relevamiento y Análisis a la documentación militar relacionada con las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura de 1976 a 1983.

A través de un comunicado difundido en la comunidad internacional afirman:

Considerando que las medidas anunciadas por el Gobierno tendrían negativas consecuencias en la calidad democrática de la sociedad argentina, el ICA solicita al gobierno argentino: 

  1. El mantenimiento de los contratos de archivistas, investigadores y otros integrantes de los equipos para el relevamiento y análisis de la documentación oficial 
  2. El mantenimiento de las resoluciones 308/2010, 1573/2023 y 1131/2015 y la continuidad e implementación efectiva del Sistema de Archivos de la Defensa 
  3. La continuación de las políticas públicas archivísticas destinadas a reforzar el papel de los archivos públicos como herramientas esenciales para conocer la verdad y para sustentar los derechos ciudadanos. 

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