El 2 de diciembre de 2019, hace cuatro meses, publicamos en la revista Panamá un artículo llamado “La que toca”. Allí, intentábamos encuadrar el sentido del clima de asunción del presidente Alberto Fernández. Palabra más, palabra menos, el espíritu del texto se reducía a este párrafo: “Se siente, se acerca, el nudo del siglo XXI, el fin de un largo y tortuoso preámbulo anticipado en 2001 y confirmado en la crisis mundial del 2008, el verdadero momento en donde se juega la época. Para decirlo en términos del siglo anterior: estamos entrando en la guerra del 14. Todo se sintetiza y se unifica: la crisis ecológica, política, social y geopolítica, en una amalgama común que habla del fin de los pequeños relatos de la era noventista y de la necesidad de analizar sin fragmentar”.
“La que toca” era el intento de nombrar la membrana invisible que flotaba en el aire: algo está pasando y algo tiene que pasar. Se trataba menos de un ejercicio de originalidad que de la síntesis de un espíritu de época –un zeitgeist, en su famosa definición alemana- que derramaba en nuestra cultura, nuestra política y nuestra sociedad, que hizo de la distopía su género favorito. “Imagínate tu propio Apocalipsis”: zombies, catástrofes naturales, invasiones extraterrestres o desbordes de la inteligencia artificial.
Pasado un breve tiempo desde aquel diciembre auroral, nos encontramos (no solo los argentinos, sino el mundo) con ésta amenaza que tocó en ciernes: el Coronavirus. Que podríamos definir así: no humana, extranjera, alienígena, con la cual no es posible “dialogar” y frente a la cual la política carece de herramientas. El Coronavirus encarna una lucha a muerte integral y global. Un desafío que al final apareció bajo el formato perturbador de lo común y conocido, pero deformado y amplificado: lo cotidiano hecho monstruo, en el estilo de Stephen King.
La súper gripe letal e imparable
Nacida en el epicentro de la globalización contemporánea –Wuhan, una suerte de Manchester con ojos rasgados- la nueva Peste no tardó en usar esos mismos canales de distribución para distribuirse a sí misma. El virus circuló por las mismas autopistas de China a Occidente. Un viaje global previsible. La reacción de los gobiernos y del mundo en general puso en evidencia las paradojas del siglo: casi todos fueron una versión caricatural, grotesca, calcada de sí mismos. Veamos.
China y su Estado totalitario y tecnológico –leninismo con algoritmo– inventor de la cuarentena de masas, de alguna manera recupera también la idea de la supremacía de la decisión política por sobre la lógica económica, develando el uso instrumental y no ideológico que hace China de la economía de mercado. ¿Se podía cerrar la fábrica del mundo? ¿Es “cerrable” la mundialización? Por lo menos durante unas semanas, el politburó asiático derrumbó las certezas automáticas del determinismo económico. Una idea –la de la “reversibilidad” de ciertos procesos sociales y económicos a partir de la decisión política, y entre ellos el medio ambiental- destinada a calar hondo. La disminución de la emisión de dióxido de nitrógeno le devolvió a millones de chinos en las ciudades industriales el regalo de volver a ver el cielo azul. El gas que emiten las instalaciones industriales fue apagado por un rato. La NASA tradujo en imágenes satelitales la disminución de esa nube de contaminación que cubre el mapa de las ciudades chinas.
Fue el reverso del camino de Trump en Estados Unidos, quien a pesar de su retórica “populista” está mucho más preso del sistema que lo vio nacer. Tanto, que parece reacio a “cerrarlo”. No quiere o no puede, para el caso da igual. Reformulando la frase histórica de Fredric Jameson como un mandato (“es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”), efectivamente Trump prefirió el fin del mundo al fin del capitalismo. Sabe que lo suyo no es la apelación al “sacrificio” y al altruismo patriótico: su corona es económica y su reino el del consumo. Fue elegido para mantener esa ilusión, el “no pare, sigue, sigue” del modelo americano. Y está dispuesto a ejercitar las más despiadadas formas de darwinismo social: la lógica del mercado aplicado a la salud pública y que sobreviva el más apto. Su disrupción, después de todo, fue crepuscular: muros y más muros, en la potencia que supo hacer del mundo entero su patio trasero y que hoy es el nuevo epicentro del coronavirus. La epidemia funciona como una máquina de rayos X que revela de manera cruel la osteopatía de todos los poderes, su verdad profunda.
Podés leer la nota completa en Panamá Revista: http://www.panamarevista.com/la-que-toco/?fbclid=IwAR2Qvg29YCKcIKMrXJS4eSfK7V1S-zbu4ynXhTwANQv_BOI784_u2a5Hkqw