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El día que el PC atacó la ESMA, por Alberto Nadra

En mi libro “Secretos en Rojo” revelé, hasta donde viví personalmente, o tuve vía libre
de los protagonistas para hacerlo público, hechos desconocidos de la historia del Partido Comunista (PC). Desconocidos, cabe admitir, en la mayoría de los casos por la decisión propia, para mantener oculto su carácter de organización político militar, pero en otros por certero ocultamiento.

Todavía ni la política ni la academia se ha han dado por enterados que hay que corregir la historia de la lucha armada en la argentina, pues la primera guerrilla fue organizada por el PC, entre fines de los 30 y principios de los 40 del siglo XX, en el entonces Territorio Nacional del Chaco, en autodefensa frente al asesinato, robo de tierras a colonos y superexplotación de los pueblos originarios, por parte de La Forestal y otros pulpos.

           Me consta que muchos han accedido a la historia y la documentación que brindé en mi libro, pero no se dan por enterados.

           Tampoco, de la admisión en ese mismo trabajo de acciones de corte militar de los comunistas durante la última dictadura genocida, pese a su conocida y deplorable posición política en el plano público.

           Un episodio que no relaté fue sorprendentemente revelado por Página/12 hace 16 meses, sin que a nadie de la política o la academia se le mueva un pelo. Si bien es cierto que no es el titular principal de la nota, en ella se demuestra que un frente secreto del PC atacó la ESMA –si, ¡la ESMA! — y facilitó la fuga de prisioneros propios y ajenos en el Centro Clandestino de Detención y exterminio que allí funcionó.

           La condena de la derecha no me molesta, si me lastima el silencio de los amigos y la hipocresía de algunos académicos…

Reproduzco, textual, el texto publicado el 2 de julio de 2017:

Un dirigente distinto y de otra época

Los recuerdos de Juan Carlos Carinelli hablan de una vida intensa, hiperactiva. Tan futbolera como política, entre libros de historia, un bandoneón sobre las piernas y el fratacho para alisar el revoque. Hizo y hace de todo.

Fue presidente del club Almagro en el año de su centenario. Tiene 74 años y milita en el Partido Comunista desde que era un pibe. Estuvo detenido-desaparecido en la ESMA, de donde cuenta que se escapó. Se recibió de profesor en la UBA, es maestro mayor de obras y tocó en varias orquestas, donde reemplazaba a otros músicos.

Sentado a la mesa de un bar en Corrientes y Dorrego, muestra dos objetos que son como sus señas de identidad. El carnet del club con tapas de cuero, donde está irreconocible en una foto de 1959. Tiene un jopo abundante del que ya no queda nada. De su teléfono celular emerge como fondo de pantalla la cara de un Carlos Marx inconfundible. Aunque el aparato se resiste a sus órdenes. Teclea y no le encuentra la vuelta.

El ex dirigente saborea un café y empieza a contar: “Soy hincha de Almagro desde que nací. Me hice socio de jovencito. Mi viejo era quintero y vendía sus productos en el mercado de Abasto donde estaba Almagro. Él iba con su carro o su chata, y las vueltas de la vida, ¿no? Muy cerca de mi casa se instaló la cancha. El club anduvo por todos lados, hasta que por un gobierno radical consiguió el predio actual. Mi viejo era hincha de Almagro porque vendía verduras y hortalizas en el barrio. Era la época en que se ponía el Alumni en las esquinas. Yo no fui buen jugador de fútbol, solo jugaba en los potreros, y no se me dio por eso.

Tampoco había sido dirigente de Almagro hasta que fui presidente”.

Carinelli saca una tras otra las fotografías que ilustran una considerable porción de su vida. En una, de pantalones cortos, toca el bandoneón mientras su padre canta un tango. En otra aparece con Luciano Lele Figueroa, aquel jugador que llegó a Almagro en 1976, cuando él militaba en la clandestinidad y terminó en la ESMA. “Puede haber sido el jugador más representativo del club para mí, aunque hay otros: Chiche Sosa, Humberto Recanatini, Albino Valentini, el Beto Yaque…” comenta.

Su paso por la presidencia, entre 2010 y 2014, coincidió con el cumpleaños número cien de Almagro: el 6 de enero de 2011. El ex dirigente integraba la peña Azul, Blanco y Negro y desde ahí saltó al máximo cargo. “Cuando empecé a ver cómo estaba el club, con la agrupación hacíamos asados, rifas, juntábamos dinero… todo en José Ingenieros, porque la sede de Capital está concesionada a Sport Club. Empezamos a construir los baños, hicimos tribunas, sectores de plateas. Le podría mostrar cómo estaba el club antes y cómo quedó después. Cómo trabajábamos con la hormigonera. Estoy con la lleca (apela al lunfardo) y la palabra, pero también con la maza y el martillo. A los 17, 18 años estudié para maestro mayor de obras. Más tarde comencé a cursar historia. Mientras tanto tenía que trabajar, ayudar a mi viejo Juan”.

Cuando era presidente de Almagro iba hasta la AFA en bicicleta. Asegura que todavía hoy la sigue utilizando, aunque acortó el recorrido. Pedalea desde donde vive, en Villa Alianza, Caseros, hasta el barrio porteño de Agronomía. En estos días tuvo que parar porque sufrió un accidente doméstico y se lesionó una rodilla.


Carinelli destaca de sus dos períodos como presidente que “la conducción en aquel momento estaba unida por los colores, no por las banderías políticas. Una cosa es tener ideología, pero en el club es completamente distinto. Las decisiones que se toman a veces no caen bien. En una institución, ser solidario es muy importante. Pero ahora no hay tanto compromiso. A los pibes no les importa nada, quieren ver un partido y pagan la entrada o si no, consiguen una por ahí…”

Mucho antes de que alcanzara la presidencia de Almagro, había arrancado con su militancia política. Abrazó las ideas de izquierda –la influencia de su padre anarquista y su madre comunista fueron determinantes– y no las abandonó nunca. “Siempre mantuve mi conducta y compromiso políticos”, señala. Y aunque prefiere evitar la evocación de momentos dolorosos del pasado o dar precisiones de su cautiverio en la ESMA, recuerda: “Yo estuve sesenta y pico de días ahí. En el 76, pasados tres meses del golpe, nos llevaron y al entrar nos metieron al fondo. Nos llevaban a la tortura, siempre tabicados, sin poder ver, hablábamos con alguno, con otro. Imagínese. En esa época, hace más de 40 años no había las comunicaciones que hay ahora, era completamente distinto. Pero nosotros sabíamos por compañeros que eran llevados ahí que en cualquier momento iba a haber una acción para poder sacarnos”.

Carinelli desemboca su relato en un episodio que nunca detalló hasta hoy: “Cuando pasó el tiempo y estábamos ahí, hubo una explosión muy grande en la entrada. Pensaban que si atacaban la ESMA iba a ser por adelante, pero también hicieron pelota un portón atrás. Pudimos salir quince, de los cuales tres quedaron por el camino. Uno se cayó y se rompió la pierna. Yo y mis compañeros tratamos de hacer un círculo de silencio por nuestras familias, porque no sabíamos lo que podía llegar a pasar. ¿Usted iba a pensar que pasados los años iban a salir por el 2 por 1? Yo sigo pensando, aunque me puedo equivocar, que pueden volver los tiempos duros”.

La historia del ex presidente de Almagro se emparenta en este punto con la de otro símbolo del club: Claudio Tamburrini. El ex arquero de la Primera División que militaba en la Federación Juvenil Comunista. Se fugó en 1978 del centro clandestino Mansión Seré, en Castelar, junto a otros tres compañeros de cautiverio. “Hablamos de hacer cosas con él, pero no tengo relación con Claudio. No se dio que habláramos de ciertos temas. Yo lo vi dos o tres veces, pero no conversamos de eso, paramos la pelota ahí”, cuenta.

Carinelli evoca ahora que “nosotros llegamos a la costa del río, donde nos esperaban. Lo que los militares no pensaban era que podíamos escaparnos por ahí. Yo estuve viviendo después bastante tiempo en el Tigre. Mi viejo iba a pescar todos los fines de semana con la Cacciola, bajaba en un muelle y de ahí iba caminando hasta donde estábamos nosotros”.

Su vida parece sacada de una película. Le hace falta música de fondo. El propio personaje de esta historia podría tocarla con el bandoneón o una trompeta. Los instrumentos con que se lo ve en las fotos apiladas en un sobre. En otra se lo ve orgulloso con tres hinchas de Almagro y un pedazo de tribuna de fondo. Ésa que levantó con sus propias manos, porque Juan Carlos Carinelli ha dejado una obra a sus espaldas. En la vida, en la militancia, en la educación, en un club de fútbol. Podría afirmarse con certeza que nunca perdió el tiempo.

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El Kit del miedo, por Laura Giussani Constenla

No es fácil escribir algo razonable cuando las ideas salen a borbotones, el vértigo de las noticias nos quita el tiempo necesario para organizarlas. Un kit anti catástrofes, las profecías de Musk, bombardeos, crisis económicas globales, amenazas de aquí y de allá, y hasta el recuerdo de una serie que tuvo en vilo a las pantallas mundiales hace unos cuantos años –Lost-, pasaron como ráfagas por mi cabeza. Confieso que tener la obligación de escribir me ayuda a organizar estas difusas sensaciones iniciales. Intentaremos dilucidar sobre todo esta última curiosidad ¿qué tiene que ver Lost en todo esto?

Preparados, listos, ya!

La Comisión Europea propuso el 26 de marzo de este año los hogares europeos tengan a mano lo esencial para sobrevivir al menos 72 horas para afrontar una multiplicidad de amenazas: desastres naturales, pandemias, ciberataques o incluso una guerra. “Las nuevas realidades exigen un nuevo nivel de preparación en Europa. Nuestros ciudadanos, nuestros Estados miembros y nuestras empresas necesitan las herramientas adecuadas para actuar tanto para prevenir las crisis como para reaccionar con rapidez cuando se produce una catástrofe”, indicó en un comunicado la presidenta de la CE, Ursula von der Leyen. Según National Geographic, esta estrategia forma parte del programa “ReArm”, un plan integral impulsado por la propia Ursula von der Leyen para reforzar las defensas frente a u hipotético avance bélico como podría se el de Rusia.

Algunos países ya han distribuido gratuitamente entre la población un kit de supervivencia. En Alemania hace algunas semanas recibieron incrédulos su cajita salvadora, la cajita feliz que te permitirá esperar la llegada de auxilio de manera más confortable debajo de algún escombro contiene: Mini botiquin, cinco litros de agua, pinza, destornillador, linterna, metros de soga, cinta adhesiva, una bolsa de dormir, dos pulóveres, un par de latas de comida, bolsas con frutos secos, un jarrito, un jabón, dos pilas, y lo único imprescindible, un silbato. Ya están a la vena kits más sofisticados, claro. Un negocio seguro. La idea es que la población empiece a tener conciencia de que debe organizarse en caso de una debacle (como si la debacle no estuviese en acto, reparten minibotiquines a alemanes y suecos mientras Israel bombardea un hospital y Rusia a civiles desarmados). Europa, en tanto, se prepara, no sabe bien para qué, pero con el Kit a mano. Por lo cual, solicitan que se establezca quién será el encargado de la familia en mantener los elementos de

de salvataje actualizados y bien guardados. 0 deberán llevar una valijita tamaño low cost a todos lados?

Musk y la profecía que se autorrealiza

El 6 de abril, se celebró el Congreso de la Lega di Firenze, encabezado por Matteo Salvini, Vicepresidente del Consejo de Ministros de la República Italiana, y de lo más rancio de la ultraderecha del país, del que participaba el Premier Húngaro Orban, tuvo una aparición estelar en video conferencia el ecléctico empresario y político Elon Musk, cuyas declaraciones fueron aplaudidas a rabiar. Dijo sin ponerse colorado: “Vemos un aumento enorme del número de ataques en Italia y Europa, los medios tratan de reducir el número de ataques terroristas pero la matanza de personas es cada vez más frecuente y en Europa terminaremos viendo ataques de masa, masacres de masa. Sus amigos, sus familias, todos estarán en riesgo, los números son claros.”

Musk fue más allá, y atacó frontalmente a los inmigrantes, causa de todos nuestro males según su mirada: “La inmigración es una locura que llevará a la destrucción a cualquier país que la consienta. Hay 8 mil millones de personas en el mundo y estamos en un país con 50 o 60 millones de habitantes, pero incluso para los Estados Unidos, si una pequeña proporción del resto del mundo se mueve lo transformaría en un país distinto. El país no es la geografía sino la gente que vive en él”, dijo el supermillonario nacido en sudafrica.

Europa y la obediencia debida

A pesar de que el propio ministro del interior italiano se manifestó asombrado por semejante visión apocalíptica, diciendo: “No entendí lo que quiso decir”, ya que no hay indicios de actos terroristas en Italia, ni víctimas escondidas, ni medios cómplices, el gobierno italiano negociaba con Estados Unidos la baja de los impuestos a los productos de la península mientras aplicaba un decreto de seguridad en conformidad con los inverosímiles dichos de Musk. Te doy el decreto si me bajás las tasas? Quién sabe.  

Lógicamente el nuevo decreto aumenta las penas de quienes tengan o difundan materiales químicos para la realización de explosivos. Nada demasiado novedoso, ya que en los últimos años los decretos y leyes antiterrorismo estuvieron a la orden del día. Pero esta nueva reglamentación avanza sobre la represión a reclamos sociales, aumentando las penas a quienes resistan a la autoridad, aunque sea de modo pacífico, a los Okupas que son cadda vez más visto la situación económica, endurece la situación en las cárceles, y de paso da marcha atrás sobre la legislación light que permitía el uso de cannabis entre otras muchas medidas.

La oposición ve con especial preocupación el artículo que recupera la figura de ‘obstrucción a la via pública que prevé que el bloqueo de carreteras o vías férreas «obstruyéndolas con el propio cuerpo» se castigue como infracción penal, en lugar de la infracción administrativa prevista actualmente. La pena aumenta si el acto es cometido por varias personas reunidas. Entre muchas otras medidas que apuntan más al reclamo político, social o gremial que al supuesto terrorismo.

Publicado en el Boletín Oficial el 11 de abril, y vigente desde el día siguiente, Giorgia Meloni y su Consejo de Ministros explican que se considera una necesidad de urgencia tomar medidas para prevenir y combatir el terrorismo, además de tutelar la vida de los agentes de seguridad.

Vale también destacar que últimamente los noticieros italianos se han plagado de imágenes de forcejeos con la policía que no solían verse hace tiempo. El primer impacto fue, justamente, frente a una pequeña convocatoria a la legislatura el día en el que se discutía el Decreto de Seguridad. Cuerpo a cuerpo, policías y militantes daban un espectáculo parecido a un miércoles porteño.

En sintonía con el miedo a posibles ataques que se expande en Europa de la mano de difusores como Elon Musk, también España se sumó estos días a la pandemia del miedo y anunció que activará desde eñ viernes 11 de abril a las 15 hs el Plan de Prevención, Protección y Respuesta Antiterrorista en el marco de las celebraciones de Semana Santa 2025.

Una vez más, Europa reacciona a las amenazas y no a la realidad. Si en lugar de aumentar penas por problemas sociales y dedicar sumas millonarias al rearme y la seguridad, además de inventar kits de salvación, dedicaran esos recursos a una distribución de la riqueza que evite las ocupaciones de edificios y los reclamos sociales y gremiales (italia tiene los sueldos más bajos de Europa, un sueldo medio ronda los 800 euros) otra sería la historia. En lugar de tenerle miedo a los desheredados del mundo, deberían apuntar su temor a quienes poseen el poder real para destruirlos.

LOST-DESAPARECIDO

Hubo una serie que impactó a los ciudadanos del mundo entre el 2004 y 2010. Seis años siguiendo las aventuras de un grupo perdido en una isla en la que no se entendía qué pasaba pero algo malo pasaba. Mucho miedo a lo desconocido que se transformó rápidamente en miedo al otro. Todos contra todos. Desconfianza al palo. Vi todas las temporadas de un tirón para saber qué tenía a mis hijos tan atrapados. Realmente, daban ganas de ver más y más, adictiva como pocas. Igual, sabia que algo no me gustaba, me molestaba y más, me irritaba. Entre los condimentos de la serie estaban un árabe terrorista, algún negro, un asiático, varios rubiecitos yankys, un científico medio loco, en fin…

Recuerdo haberle comentado a mis hijos que me parecía una operación de propaganda yanky, y ellos rieron con gusto. Una vez más su madre encontrando razones políticas escondidas.

Es cierto que puede ser mera casualidad o astucia de un guionista que sabe poner los condimentos necesarios, pero en un país que paga a los productores por cada bandera norteamericana que aparezca, la inocencia me suena a ingenuidad.

Suena extraño imaginar que en estos tiempos vertiginosos alguien pueda estar haciendo una campaña política a veinte años vista, sin embargo, cuando pensamos en el deterioro de nuestra capacidad crítica cabe imaginar que pudo existir una escuela para terminar siendo lo que somos.

Hace rato que me ronda la idea de que no estamos sabiendo ver qué están haciendo de nosotros en el momento en que lo están haciendo.

Pensemos, simplemente, que en esos años, entre el 2004 y el 2010 fueron los años de formación de dos de los principales intelectuales de Milei, quienes también por entonces se formaban en una escuela de cuadros antiterroristas en EEUU, como ya hemos visto en otra entrega planetaria.

El Medio es el mensaje del Miedo

Y para terminar con cuestiones más domésticas, basta ver qué sucedió el día del anuncio de la salida del cepo en nuestro país. Leído desde afuera era todo incomprensible. Las principales notas de los diarios argentinos dedicaban más tiempo en relatar cómo se habían vuelto locos todos con las idas y vueltas, las conferencias de prensa, la cadena nacional, los gestos, el llanto, los abrazos…de las medidas poco y nada de análisis. Lo más importante para el periodismo había sido ese dia que ‘vivimos en peligro’, en peligro de enloquecer. Hicieron lo que quisieron con la prensa y con los seguidores de la prensa, que dedicaron toda su energía en tratar de entender qué diablos estaba pasando. Un día perdido en todo sentido.

Digo esto porque quizás no hay que caer en la trampa. Quieren agotarnos, devorar nuestras neuronas en grandes actuaciones inconducentes. Todos para llegar primero a la primicia. ¿Alguien puede cuantificar el tiempo que le dedicamos a estos trucos mediáticos? Solo imaginar lo fructífero que hubiera sido esperar la noticia a la noche, mirando el cielo y pensando o leyendo o jugando con esos hijos que después parece que no conocen. Que no te abruman, no formes parte del experimento. Si es cierto que el que ríe último ríe mejor, también lo es que el que ‘sabe último, sabe mejor’.

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Caminar es resistir: una propuesta ambulante de David Le Breton y Walter Benjamin

Por: Carolina De La Torre.

En una era donde cada minuto está diseñado para la productividad, caminar sin rumbo es un acto de insumisión; es la grieta en el sistema, la pausa que desafía la velocidad que nos enajena.

Caminar es uno de los últimos actos de resistencia en un mundo que ha convertido el tiempo en una mercancía. Mientras la ciudad nos obliga a medir cada minuto en función de su utilidad, el flâneur –ese caminante sin causa– se desliza entre las grietas del sistema, eligiendo el extravío en lugar del destino. No le interesa la dictadura de los relojes, sino el ritmo impredecible de sus pasos, la textura del suelo, la forma en que la luz tiñe una esquina. Como advirtió Walter Benjamin, para ese paseante ocioso, la multitud es su velo, la trinchera desde la que observa sin ser devorado por la maquinaria del mercado.

El filósofo francés David Le Breton también lo expresa con claridad: “Cada paso es un gesto de apropiación del mundo”. Caminar es un acto de insumisión ante el torbellino moderno, una ruptura con la lógica que impone velocidad, eficiencia y productividad absoluta. En la caminata, el tiempo no es algo que se pierde, sino algo que se recupera, que se reescribe al margen de la vida. Se transita no solo el espacio, sino también la memoria, el alma misma de la vida. Se revelan ciudades que no existen en los mapas, sino en la manera en que el viento sacude un árbol, la sombra de un letrero que nunca antes había estado ahí o la propia escena única e irrepetible que sólo la pausa deja ver. Caminar es ir soltando, con cada paso, el nudo ciego que la sociedad de la prisa nos impone. 

El flâneur es una anomalía en un mundo donde el movimiento debe ser lineal, estrictamente encadenado a una rutina que promete éxito; minuto a minuto, midiendo cuál es el siguiente paso para llenar la lista de actividades por hacer. Pero él desafía esa rigidez con la deriva, con la pausa sin justificación. En la economía del capital, el peatón sin destino es una pérdida, un estorbo en el sistema de la eficiencia. La ciudad ha sido diseñada para el tránsito “veloz” y sin interrupciones, para que la mercancía circule sin fricciones. Pero el caminante es fricción pura, una resistencia viva al ritmo impuesto. 

Le Breton advierte: “El caminar libera el espíritu del peso del mundo”. Y en estos tiempos donde la realidad se desmorona bajo el exceso de información y la velocidad del consumo, caminar es aflojar la venda que nos aprieta los ojos. Es recuperar la calle antes de que se convierta en un decorado, en un flujo incesante de datos, publicidad y entes corriendo a la desgarradora rutina. Es reivindicar la existencia fuera del algoritmo repetitivo, del cálculo meticuloso de lo que debemos hacer cada segundo del día.

Y más aún, caminar es una forma de pensamiento. En una sociedad que ha convertido el tiempo en una cadena de producción ininterrumpida, donde cada instante debe ser optimizado, la prisa se convierte en un mecanismo de control. La velocidad no solo nos desplaza físicamente, sino que nos impide ver. “Caminar es también una forma de pensar”, dice Le Breton. Cuando todo se mueve tan rápido, el pensamiento crítico se evapora, la contemplación se vuelve un lujo. Y sin contemplación, sin ese espacio donde germinan las ideas, ¿qué queda de la humanidad? La enajenación no solo es un efecto de la prisa, es su esencia. Caminar es la última grieta en ese muro, la rendija por la que aún se filtran los susurros de la vida, las preguntas que solo pueden nacer en la pausa, en la soledad con uno mismo. “La lentitud es un derecho fundamental del espíritu”, señala Le Breton, y sin ella, la conciencia se marchita.

En este mundo, donde los autos han conquistado el paisaje y las aceras se reducen a meros fragmentos de lo que fueron, el caminante se ha convertido en un intruso. El automóvil, el tren, el avión: todos vehículos de la prisa, diseñados no para mirar, sino para llegar. “El hombre moderno ya no camina, se desplaza”, dice Le Breton. Y en ese desplazamiento, en esa obsesión por acortar distancias, se pierde la posibilidad de ver, de sentir, de existir y de cuestionar. Se borra el detalle, se anula el encuentro fortuito, se aniquila la posibilidad del asombro y contemplación. La ciudad, que alguna vez fue un espacio de exploración, se convierte en un simple tablero de trayectorias predefinidas, donde cada trayecto es solo un medio para un fin. 

La velocidad lo consume todo, incluso el pensamiento. Ir de un punto a otro sin detenerse es la norma, y en ese vai ven se pierde la capacidad de reflexionar, de descifrar los secretos –o los no tan secretos– de la existencia. La contemplación, ese espacio donde germinan y florecen las ideas que nos hacen avanzar como humanidad, ha sido borrada. Caminar es la única forma de reabrir esa puerta, de recuperar las pistas que la vida deja entre las esquinas. Cada paso es un desafío a la prisa, un acto de resistencia frente al río que nos arrastra. Es enfrentarse a la incomodidad de estar a solas con nuestros pensamientos, pero también la oportunidad de florecer en esa soledad, de reencontrarnos con las preguntas esenciales que el ruido de la modernidad ha silenciado. 

Hoy, más que nunca, la caminata está en peligro. Las aceras se reducen, los espacios públicos desaparecen y el peatón se vuelve un estorbo. Se camina menos y se consume más.  Los vehículos han conquistado el paisaje, devorando la posibilidad del paseo errante. “Caminar es un arte que se desvanece en un mundo donde todo debe ir más rápido”, nos advierte Le Breton. La ciudad se ha vuelto una máquina de tránsito, un engranaje donde lo único que importa es llegar, nunca estar. 

Qué nos queda entonces, sino caminar a contracorriente. Hacer del laberinto nuestro hogar y del paso errante nuestro manifiesto. Salir de casa como quien llega de lejos, redescubriendo el mundo en cada esquina, como si fuera la primera vez. Porque, como bien advierte Benjamin, la ciudad ya no es una patria, sino un escenario. Y en este teatro de lo fugaz, el caminante sigue siendo el último espectador lúcido. 

Así, en la era de la prisa, quien aún camina sin rumbo desafía al tiempo mismo. Quien aún se detiene a observar, a escuchar los ecos que la velocidad silencia, a mirar las sombras es quien mantiene encendida la chispa de la conciencia. 

Nota publicada en Pijamasurf.com

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Orwell y la putrefacción de los libros, por Javier Borrás

Publicado en noviembre de 2016 en el portal de literatura Jot Down

Un libro viejo huele a moscas muertas, a polvo que raspa la garganta y deja pastosa la lengua. Durante el helado invierno londinense, en la librería Booklover’s Corner hay que cargar kilos de novelas ataviado con abrigo, bufanda y sin calefacción, porque si no los vidrios se empañan y los clientes no pueden ver el escaparate. Cuando un posible comprador entra por la puerta, Eric Blair debe mostrar una sonrisa y, la mayoría de veces, mentir. Odia a los clientes habituales, en especial a las irritantes señoras que buscan regalos para sus nietos o a los pedantes compradores de ediciones especiales, esos que acarician el lomo del libro que acaban de adquirir y lo abandonan para siempre en una estantería, donde acumula ese espeso puré de polvo y cadáveres de insectos al que cada día debe enfrentarse este cansado librero. Durante su largo turno de trabajo, debe encargar raros ensayos que nadie vendrá a recoger, rechazar kilos de novelas que un señor con olor a rancio le intenta vender, o encontrar un libro —del que no sabe ni el título ni el autor— que una adorable viejecita leyó hace cuarenta años.

El joven librero y escritor (firmaba sus obras como George Orwell) ha aprendido mucho sobre los compradores —que no lectores, nos puntualizaría— de librerías de segunda mano como Booklover’s Corner. La mayoría piensan que leer libros es algo sumamente caro, por lo que no paran de quejarse de los altos precios, ya que consideran que un escritor es un ser extraordinario que, además de escribir novelas, puede vivir del aire. Muchos de estos clientes acuden a la sección de préstamos de la librería, donde Eric Blair se esfuerza en colocar los mejores clásicos, ya que todavía es joven y no ha descubierto que existen dos tipos de libros: los que la gente lee y los que la gente «tiene intención» de leer. Por eso nadie pide prestado ningún clásico, pero —a la vez— las ventas de las grandes obras de la literatura mantienen una tirada aceptable. Porque hay libros para leer y libros que son cementerios de moscas.

En esas condiciones, allá por 1935, perdió Orwell su amor por los libros. Por los libros como objeto, cabe entenderse: su olor le recordaba a los clientes estúpidos, al dolor en la espalda, a las lacerantes mentiras para asegurar una venta, al frío londinense calando en los huesos. De ese momento en adelante los pediría prestados siempre que pudiera y solo los compraría y los acumularía —polvo, moscas— cuando fuera estrictamente necesario. Su experiencia directa con montañas de libros le sirvió para aprender otra cosa: que la mayoría de las obras publicadas son malas. Muchos de los clientes de Booklover’s Corner venían perdidos, sin criterio para distinguir cuáles libros eran buenos y cuáles no. Buena parte de esa desorientación intelectual estaba causada por la corrupción de los jueces de la literatura, es decir, los críticos literarios. Seres desganados, calvos, miopes y mendigantes, que debían reseñar una decena de libros por semana de los que, como máximo, podrían leer unas cincuenta páginas para hacer un resumen barato, lleno de muletillas desgastadas hasta la vergüenza y elogios tan sinceros «como la sonrisa de una prostituta». Almas que hace tiempo pudieron emocionarse al leer un soneto o una metáfora, pero que habían perdido su entusiasmo y su dignidad a medida que les llegaban paquetes de libros insulsos, frente a los que «la perspectiva de tener que leerlos, incluso el olor del papel, les afecta como lo haría la perspectiva de comerse un pudin frío de harina de arroz condimentado con aceite de ricino». Corruptos que —por presiones editoriales, por desgana, por depresión, por pagar la comida de sus hijos— habían aceptado mentir, decir que un libro era «bueno» aún sabiendo que no lo era para nada, «vertiendo su espíritu inmortal por el desagüe en pequeñas dosis». Y esa perversión del término «bueno», usado cínicamente tanto para calificar a Dickens como para calificar a un empalagoso libreto romántico, era algo contra lo que Orwell lucharía toda su vida. Porque caer en la trampa de que una novela de detectives barata es «buena» nos puede hacer perder, como máximo, algo de tiempo y dinero. Pero una vez que la corrupción del lenguaje se expande más allá de la crítica de un vulgar libro, una vez que el escritor empieza a aceptar la mentira y —poco a poco— a justificarla, una vez que la libertad del intelectual es asesinada por la cobardía, aparece una sombra que es la muerte de la literatura, a la que Orwell miró a los ojos.

«La destrucción de la literatura» es una bomba nuclear contra la cobardía y la traición de los intelectuales, contra los Judas que sacrifican la libertad y se dirigen, felices, al barranco donde se arrojarán como ovejas asustadas. En este ensayo, Orwell empieza con una anécdota que nos puede sonar poco antigua. Corría el año 1945 y el escritor británico participó como oyente en una reunión sobre la libertad de prensa en el PEN Club de Londres. Uno de los conferenciantes defendió la necesidad de libertad de prensa en la India (pero no en otros países); otro se quejó contra las leyes de la obscenidad en la literatura; el último dedicó su discurso a defender las purgas estalinistas. Los participantes —la mayoría escritores— elogiaron unánimemente la crítica a las leyes contra la obscenidad, pero nadie alzó la voz para denunciar el elogio a la censura política que se había proclamado ante sus narices. Parecía más preocupante no poder escribir «pene» en un texto, que el envío de escritores soviéticos al gulag. Orwell debía mirar el espectáculo con una mueca de horror, pero no de sorpresa, ya que —como el polvo sofocante de los libros, como la decrepitud de los críticos literarios— también había experimentado demasiadas veces como la literatura se sometía, gustosa, a la fusta de la política.

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Booklover’s Corner, Hampstead. Imagen cortesía de Orwell Archive / UCL.

Acabada la Segunda Guerra Mundial, el deseo de libertad entre los intelectuales era cada vez más débil, frente al monstruo —terrible, pero a la vez seductor— del totalitarismo. Derrotado el fascismo, la tentación soviética era el gran reclamo entre los escritores europeos: se sumaban a una ideología que se rebelaba contra el orden establecido y que prometía llevar a un estadio donde la igualdad, la dignidad y la riqueza alcanzaran a todos los ciudadanos. Para llegar a esa situación, los intelectuales solo debían hacer un pequeño sacrificio, que —además, les tranquilizaron— solo sería por un breve período de tiempo: debían dejar de lado su libertad y debían mentir. Los que no se sumaron a este «camino a la libertad» fueron señalados y criticados por sus propios compañeros de letras. Los escritores que no estaban de acuerdo en renunciar a su libertad de opinión (era solo por unos pocos años, el resultado sería magnífico, habría valido la pena, ¿qué les costaba?) eran acusados de «encerrarse en una torre de marfil, o bien de hacer un alarde exhibicionista de su personalidad, o bien de resistirse a la corriente inevitable de la historia en un intento de aferrarse a privilegios injustificados». Una vez que la verdad había sido revelada (Orwell usa la certera comparación entre católicos y comunistas: ¿Qué podemos encontrar más parecido a las purgas estalinistas que la Inquisición medieval?) todo aquel que se opusiera a ella era, o un «idiota» y «romántico» por no entenderla, o un «egoísta» y «traidor» por no querer renunciar a sus privilegios burgueses. Todos aquellos que opinen distinto a nosotros «no pueden ser honrados e inteligentes al mismo tiempo».

¿Qué sucedía cuando un escritor renunciaba a su libertad? Que la literatura se iba apuñalando a ella misma. Por un lado, se escondía a la «verdad», ya que esta podía ser «inoportuna» en las condiciones existentes (más adelante se podría decir la verdad libremente, ¿qué importaba retrasarlo solo un poco?) y, por otro lado, el conocimiento y la difusión de según qué hechos podía «hacer el juego» al enemigo y beneficiarlo. Pero no solo se trataba de encerrar en cuarentena a la verdad, sino que también se debía poner en duda la existencia de la verdad de los hechos. Ante una verdad espiritual (las órdenes del Partido), la verdad de la experiencia, la verdad objetiva, es dudosa o, incluso, inexistente. Como consecuencia, si los hechos no son verdaderos o falsos, las mentiras no son grandes ni pequeñas: tiene el mismo sentido decir que una tela no es roja a que miles de campesinos ucranianos no están muriendo por culpa de la hambruna. Son hechos objetivos, por tanto, discutibles: pueden ser abordados más tarde.

Esta genuflexión de la realidad a la ilusión era el gran enemigo de Orwell, un hombre de acción. Su vida y su obra se habían alimentado de la experiencia, y a partir de ella juzgaba la realidad. Él había vivido con los proletarios, él había luchado contra el fascismo, él había sido señalado por el totalitarismo: fundó su pensamiento a partir de la reflexión de la experiencia, no de grandes teorías. Era partidario de la «moral del hombre común», esa que nos avisa de que matar es malo o que ayudar a una viejecita con los paquetes de la compra es bueno. Algo extraño en tiempos en los que la moral era visto como algo secundario o un vestigio de «pensamiento burgués».

La aceptación de la mentira por parte de los intelectuales no solo afectaba a los ensayos o novelas que trataban temas «políticos», sino a todo tipo de literatura. Según Orwell, el peor pecado de una novela es que no sea sincera. Debemos ahondar en nuestra mente y, usando las palabras lo mejor que podamos, transmitir nuestros sentimientos y experiencias. Pero los tentáculos del totalitarismo llegan hasta allí: nos dicen qué debemos amar, ante qué debemos sentir asco, qué nos debe parecer hermoso, qué nos debe entristecer y alegrar. Ante la falta de sinceridad, las palabras pierden su brillo y se marchitan, y Orwell lo sabía. La «ortodoxia» totalitaria quería (como quería con todos los ámbitos de la vida) someter la estética a la política. Orwell no niega que toda obra sea política, pero eso no significa que la belleza, la experiencia y los sentimientos tengan que adaptarse a ella y dejar de ser individuales. Por eso Orwell, que veía a Dalí como un hombre perverso que había triunfado en la vida gracias a la maldad, considera que sería absolutamente injusto decir que no es un gran pintor. La gran trampa estaba en afirmar: «no estoy de acuerdo con lo que escribes, por tanto eres un mal escritor».

En Orwell percibimos una vida grande y activa, aunque siempre rodeada de cierto halo de pesimismo. Era un escritor que veía como sus camaradas de letras tenían miedo de defender su valor más preciado, la libertad, e incluso contemplaba como algunos clamaban fuertemente contra ella. En sus ensayos, Orwell advierte que el totalitarismo puede estar presente en las democracias, cuando se debilita la tradición liberal. Vemos y veremos a mucha gente apropiarse del mensaje de Orwell, hablar de la perversión del lenguaje, de cómo vamos hacia una sociedad totalitaria, de los enemigos de la libertad. Es fácil hacerlo, y queda bonito y rimbombante. Pero hay una enseñanza en Orwell, la más incómoda, que resume su amor por la libertad: fue un hombre plenamente de izquierdas que no usó su pluma para atacar al enemigo, al fascismo, sino a los suyos, al comunismo, a los que luchaban por sus mismos ideales. Orwell se planteó un combate contra sí mismo, defendiendo el derecho de sus enemigos a tomar la palabra y el derecho a decir a la gente lo que no quiere oír. Una lucha contra el miedo a rebatir a un amigo, a dar la razón a un enemigo, a ser insultado y despreciado por no comulgar con ortodoxias propias y ajenas. Encender algo de luz en la oscuridad, aún a riesgo de quemarnos y arder.

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George Woodcock, Mulk Raj Anand,George Orwell,William Empson, Herbert Read y Edmund Blunden en el estudio de grabación. Imagen: BBC.

Este texto está basado, principalmente, en los ensayos de Orwell Recuerdos de un libreroConfesiones de un crítico literarioLa libertad de prensa La destrucción de la literatura. Si me permiten un consejo, les recomiendo disfrutar de los ensayos completos, donde descubrirán interesantes reflexiones políticas, cómo era el hospital más deprimente de Francia, los castigos a los que era sometido el pequeño Eric cuando se hacía pipí en la cama, o cómo hacer una buena taza de té.

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