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Successión.De cómo Ernestina truchó un testamento, por Juan José Salinas

Investigación realizada por el autor a lo largo del año 2005

Publicada completa por primera vez en su portal pajarorojo.com.ar en el 2011

PARTE I

El testamento que le permitió a Ernestina Herrera heredar el diario Clarín de Roberto Noble, su esposo anciano y convaleciente, presenta tal cúmulo de irregularidades que bien puede definirse como “trucho”, según surge de la demanda judicial que le hizo hace casi 28 años Guadalupe, la única hija de Noble.

Corría abril de 1978, en plena dictadura militar, cuando la joven Guadalupe Noble denunció y demandó a su madrasta Ernestina por “redargución de falsedad; nulidad contra un testamento y simulación”, explicó Ana Elisa Feldman de Jaján, leyendo un escrito.

“Es un testamento trucho por donde lo mirés”, sentenció luego aquella tarde de la primavera del año 2005. Estábamos en el jardín de invierno del amplio departamento de planta baja que los Jaján tenían en la calle Paraná entre la avenida Santa Fe y Paraguay.

Radargüir quiere decir “convertir un argumento contra quien lo levantó”, es decir, reconvertirlo, darlo vuelta, hizo notar Ana Jaján, que pasó largos años de su vida estudiando al Grupo Clarín y sus modus operandi.

Ernestina y Roberto Noble

Durante más de una década, Ana había reunido una ingente cantidad de material y presentado innumerables escritos en los estrados de la Justicia. Por entonces escribía una biografía no autorizada de Ernestina Herrera de Noble, la que registró con el título “Del cabaret al imperio de las comunicaciones” pero que en sus charlas con el abogado, periodista y ex delegado general de Clarín, Pablo Llonto, dijo que quería publicar con el título de “La Apropiadora”, tal como quien escribe le había sugerido.

Libro inédito sobre Ernestina: “Del cabaret al imperio de las comunicaciones”

Ana murió hace ya casi dos años. Su libro permanece inédito en manos de familiares suyos que, por alguna razón, no quieren que se publique.

Engatusado

Pero aquella vez, con una copia de la demanda judicial en la mano, Ana recordó que el abogado Juan Carlos Gentile Pace, en representación de la veinteañera Lupita (como la llamaba su padre para distinguirla de su madre, la mexicana Guadalupe Zapata Timberlake), había impugnado el quinto y último testamento firmado por Roberto Noble.

El engaño había sido organizado por Rogelio Frigerio que temía que si Lupita heredaba el diario terminaría el ferreo control político que el mismo ejercía

El fundador del diario Clarín, dijo Ana, había suscripto ese quinto testamento porque estaba muy disminuido a causa de un ACV. A ella le resultaba evidente que lo habían engatusado.

Noble y su hija Guadalupe en brazos

El engaño, siguió diciendo, había sido organizado por Rogelio Frigerio, el ideólogo y jefe del Movimiento de Integración y Desarrollo (MID), que temía no sin motivos que si Lupita heredaba el diario, terminaría el férreo control político que ejercía sobre el mismo.

Ese testamento, agregó, había contradicho de manera flagrante a los tres anteriores, en los que los que Noble había declarado a su única hija, Lupita, su única heredera.

Martos, un estratega

La demanda por redargución, etc. había sido presentada por Gentile Pace, en el Juzgado Nacional Civil nº 1 (cuya titular era la doctora Montes de Oca), secretaria Berzosa de Naviera, en el marco de los autos caratulados “NOBLE, Roberto Jorge, s/Sucesión testamentaria”.

La jugada había sido minuciosamente planeada por otro abogado, Ramón Martos, amigo del marido de Ana, Emilio Jaján y mentor de Gentile Pace. “Martos era muy pero muy inteligente, un verdadero estratega”, explicó Ana.

Martos, Ernestina, Magnetto y demás directivos-accionistas entraron en pánico ante la perspectiva de perderlo todo a manos de Lupita

“Tal como lo había calculado Martos, Ernestina, Héctor Magnetto y los demás directivos-accionistas de Clarín entraron en pánico ante la perspectiva de perderlo todo a manos de Lupita”, agregó.

Según la demanda cuya copia blandía Ana, Lupita demandó a los titulados escribanos Idelfonso Lázaro José Ingaramo, Alberto Antonio Poch y Tomás García, así como al gerente general de Clarín, Héctor Cabezas y a la mismísima Ernestina, acusándolos de haber intervenido en la gestación del testamento póstumo de Noble.

En cambio, no demandó al quien todo indicaba  había sido el cerebro de la maniobra, el escribano Mario Asconchilo, escribano de Noble y de todas sus empresas. Asconchilo y Noble habían vivido en el mismo edificio de la avenida Santa Fé 1664-68. Noble ocupaba los pisos 11 y 12, Asconchilo, el primero.

La razón por la que Lupita se había abstenido de demandar a Asconchilo era simple: para entonces ya se había muerto. A continuación, una síntesis de la historia tal como la narró Ana, de acuerdo a las notas que el cronista tomó entonces.

En nombre de Lupita, el abogado Manuel Gentile Pace impugnó el quinto testamento de Noble, registrado con el número 224 por Asconchilo, “que se dice otorgado” por él y registrado “en el folio 713, escritura número 238, del día 15 de julio de 1968”.

Sin testigos

Al impugnarlo, el escrito precisó que Ingaramo, Poch y García aparecían como “testigos” de su dictado; Ernestina como “beneficiaria” y Cabezas, que había “desempeñado un rol fundamental en todo lo relativo a la redacción y (conseguir la) firma” de Noble, aparecía como legatario.

La firma de ese testamento por Noble fue el resultado de un ‘plan de acción ejecutado de común acuerdo’ entre Cabezas y el finado Asconchilo

Y es que según el escrito firmado por Gentile Pace y todo indica que pesado si no directamente redactado por Martos, la redacción y firma de ese testamento por Noble fue el resultado de un “plan de acción ejecutado de común acuerdo” entre Cabezas y el finado Asconchilo.

La demanda reputó como absolutamente falso que los supuestos testigos Ingaramo, Poch y García hubieran podido actuar como tales, pues, precisaba, “nunca vieron ni conocieron” a Noble.

Guadalupe ‘Lupita’ Noble, la desheredada

Todo el aspecto formal del supuesto testamento, sostuvo, “es de una escandalosa mendicidad” puesto que ni Roberto Noble compareció ante Asconchilo, “ni es sincera la fecha en que se dice redactado”, ni fue leído, escrito, ratificado y firmado en un solo acto en presencia de Ingaramo, Poch y García, ni éstos vieron al testador –al que por otra parte, como ya se ha dicho, no conocían– en el acto de la escritura, ni, mucho menos, lo oyeron ratificar su contenido. Ni, como es obvio, lo firmó ante ellos.

“Estamos ante una grosera falacia”, el escrito en nombre de Lupita. Y agregó: “Vamos a probar también por qué medios deshonestos la cónyuge se apoderó de la herencia desplazando a la hija” de Noble.

Todo falso

La demanda firmada por Gentile y craneada por Martos sostuvo, en síntesis, que todas las declaraciones que contiene el controvertido quinto testamento “son falsas” como una perla de cristal. Y que Asconchillo, con la colaboración de Cabezas, creó “un testamento falso desde el punto de vista ideológico”, siendo también falsas “las formalidades que se dicen cumplidas para darle validez al acto y que en realidad nunca se cumplieron”.

Por ejemplo las supuestas declaraciones atribuidas al testador que éste jamás realizó, la presencia de los supuestos testigos, etc. Para mayor abundancia se refirió también a su “mendacidad en cuanto a la profesión de los supuestos testigos”. Ingaramo, Poch y García habían declarado ser de profesión escribanos pero lo cierto es que jamás la habían ejercido.

“Profesión”, según el diccionario de la RAE es “Empleo, facultad u oficio que cada uno tiene y ejerce públicamente”, y según el Vocabulario Jurídico de Eduardo J. Couture (pág. 484) la “Dignidad, arte u oficio que ejerce una persona en forma normalmente habitual y pública”.

La demanda pidió que se librara oficio al Colegio de Escribanos de la Capital Federal, lo que permitiría corroborar que aquellos “no ejercían tal profesión a la época de redacción del testamento, ni antes ni después”, sino que “eran simples testaferros” de Asconchilo.

“La declaración de su profesión de escribanos por parte de los tres oculta que eran dependientes del escribano Asconchilo (…) ninguno de ellos ejercía la profesión de escribanos como titulares o adscriptos a registros notariales”, insistió.

Dependientes

Al ser García, Poch e Ingaramo dependientes, como quien dice meros empleados del escribano Asconchilo, se violó el artículo 3037 del Código Civil, que dice que no pueden “ser testigos en los testamentos los parientes del escribano dentro del cuarto grado, los dependientes de su oficina ni sus domésticos”.

El diccionario de la RAE define a “dependiente” como “el que sirve a uno o es subalterno de una autoridad”, y el ya mencionado Vocabulario… afirma que es la “calidad o condición del que está ligado a otro por una relación de subordinación, derivada normalmente de su empleo, y de índole tal que le quita idoneidad para actuar como testigo”.

Ernestina Herrera, la mujer más fuerte del país en tiempos de dictadura.

Parte 2

El modus operandi

La falsedad ideológica del testamento por el que Ernestina Herrera de Noble heredó el diario Clarín de su reciente y anciano esposo parece tan clamorosa como evidente,  y no sólo ni principalmente por las sospechas de que Roberto Noble no estaba en la plenitud de sus facultades mentales, sino, sencillamente, porque ese acto careció de testigos válidos.

Como ya se explicó, los tres testigos necesarios – Idelfonso Lázaro José Ingaramo, Alberto Antonio Poch y Tomás García– se presentaron en dicho testamento como de profesión escribanos, en un pie de igualdad con el  escribano interviniente, Mario Asconchillo, pero resultó que jamás habían ejercido como tales y dependían laboralmente de Asconchilo.

Hasta la sanción de la Ley 15.875 -promulgada en octubre de 1961- recordó la demanda, todos los actos que se realizaban con la intervención de un escribano público requerían por lo menos de dos testigos.

Testigos multifunción

Según los protocolos de la escribanía Asconchilo, puntualizó seguidamente, en las 693 escrituras realizadas en 1960, Poch apareció como testigo en el 98 por ciento, e Ingaramo en el 80 por ciento. No hubo una sola en la que no apareciera  alguno de ellos. “Hay días en que Poch e Ingaramo deben permanecer todo el día en la escribanía, para atestiguar en todas las escrituras que intervienen”, señaló.

La demanda presentada en nombre de Lupita por el abogado Manuel Gentile Pace y pergeñada por el estratega Martos ofrece ejemplos incontrastables: Ingaramo y Poch llegaron a firmar nueve escrituras el 1 de febrero de 1960, ocho el 16 de marzo de ese mismo año, seis el 11 de febrero y también el 2 de marzo, y cinco el 7 de enero, el 10 de febrero y el 28 de marzo.

Precisamente, la Ley 15.875 eliminó los testigos de las escrituras públicas con excepción de los testamentos “para poner coto definitivo a una corruptela de los escribanos”. Al fundamentar la necesidad de la reforma del Código Civil mediante esta ley, el diputado Héctor Angaromi (UCRP) dijo respecto a los testigos de aquellos actos que:

“Es difícil obtener su concurrencia, tan difícil que ya no se busca su presencia, sino que se procura la ulterior firma, como si su asistencia hubiera sido cierta. Ajustados a lo verídico, es absurdo que se mantenga una exigencia legal para hacer valer afirmaciones de testigos que, no estando presentes, digan presuntamente verdad cuando en realidad dicen mentira”.

Mentiras a repetición

La reforma no alcanzó al artículo 3654 del Código Civil que dispone que “El testamento por acto público debe ser hecho ante escribano público y tres testigos” por cuanto no hay contraparte, explicó el escrito. “Al ser actos de última voluntad del testador, se producen con posterioridad a su fallecimiento, con lo que queda descartada cualquier posibilidad de que aquel los controle”.

En este contexto, Asconchilo continuó con el régimen corrupto anterior a la Ley 15.875 usando casi invariablemente como testigos a Poch, Ingaramo y García en los testamentos que registra su protocolo a partir de 1962.

Hay casos en que en un solo día se han redactado y firmado siete testamentos, con la intervención complaciente de los ‘testigos’

Un registro a vuelo de pájaro sobre dicho protocolo permite ver que en dos testamentos refrendados por  Asconchilo en 1962 aparecen como testigos Ingaramo y Poch, y en uno Poch y García. El 3 de septiembre, y también el 22 de octubre,  Poch e Ingaramo llegaron a intervenir en  9 (nueve) escrituras de protesto. En el primer tomo del protocolo correspondiente al año 1963 se abre con un record que se diría imposible de igualar: el 2 de enero este dúo interviene en 15 (quince) escrituras de protesto. En ese tomo hay 147 escrituras, de las que 96 corresponden a protestos de págares, y en todas intervienen Poch e Ingaramo.

Único testigo

Saltemos tres años para evitar el agobio de una incesante repetición. En julio y agosto de 1966, sobre cuatro testamentos registrados, en todos aparece como testigo Ingaramo, y en una revocatoria de testamento, los hacen Ingaramo y García. Durante ese año, Asconchilo registra nueve testamentos y en todos aparecen como testigos Ingaramo y Poch. Ambos también aparecen en los cuatro testamentos registrados en agosto de 1967.

“Puede decirse así que, si no en todos, en la inmensa mayoría de los testamentos refrendados por el escribano Asconchilo el único testigo es él mismo”, sintetizó la demanda. “Hay casos en que un solo día se ha redactado y firmado siete testamentos, por supuesto con la intervención complaciente de los ‘testigos’ Ingaramo, Poch, García y el inefable portero de la casa de departamentos de Avenida de Mayo 953”, Manuel Rodríguez Días, agregó.

Parte del inventario

Antes y después de la sanción de aquella ley, Ingaramo y Poch “forman parte del activo fijo como las máquina de escribir, los folios del protocolo, las mesas y mostradores de los empleados, la tinta, los lapiceros, etc., que constituyen el conjunto de bienes muebles” de la escribanía Asconchilo, se regodea el escrito de Gentile-Martos. El dúo era parte del inventario “hasta el punto de que a veces Poch e Ingaramo protestaban pagarés de Agea”, lo que vuelve evidente que lo hacían en nombre de Asconchilo.

Además del quinto testamento de Noble, en 1968 el escribano Asconchilo registró otros cinco testamentos en los que aparecen como testigos Ingaramo, Poch y Rodríguez Dias. Y en 1969 registró siete testamentos en los que aparecen como testigos aquellos tres y también García.

Cabezas, el hombre de confianza 

La demanda de Lupita negó que su padre hubiera comparecido en la escribanía Asconchilo para dictar su último testamento, protocolizado el 3 de agosto de 1967. “Nunca, por ningún concepto”, sostiene, Noble había concurrido a la escribanía y ademáss resultaba obvio que “el trámite de la firma no estuvo a cargo del escribano”, sino que Asconchilo “le entregó el protocolo, como habitualmente lo hacía  con otras escrituras” a Cabezas, “quien lo llevó al Dr. Noble y lo hizo firmar”.

Y es que Cabezas –precisó la demanda– era para Noble “la persona de su más absoluta confianza”, al punto de que, al morir Noble “la totalidad del paquete accionario  de Agea se encontraba en una caja de seguridad de La Caja Obrera de Montevideo a su nombre.

El ataque le sobrevino a Noble en medio de una feroz pelea con Ernestina

Al morir Noble y abrirse la sucesión –sostuvo el escrito–, se hizo un arqueo del tesoro de Agea en busca de dichas acciones, las que fueron aportadas al juzgado por Cabezas luego de ir a buscarlas a Montevideo. Está información surge del escrito presentado a fojas 139-142 del juicio sucesorio con el título “Denuncia bienes”, escrito que firmaron ambas partes. La abogada Carmen F. Cruz de Giordano Romero lo hizo con el patrocinio letrado de sus colegas Gerardo C. Giordano Romano y Manuel J.P. Cruz en representación de Ernestina,  y Martos –con el patrocinio letrado de Gentile Pace– en representación de Lupita.

Baldado y afásico

Si era falso que Noble hubiera concurrido personalmente a la escribanía Asconchilo para dictar testamento –continuó la demanda–, también lo era que lo hubiera hecho de viva voz, puesto que padecía una lesión cerebral que se lo impedía.

Y es que cuando en enero de 1967 Noble se encontraba en su estancia cordobesa de La Loma, había sufrido un derrame cerebral “que lo había dejado baldado, y que entre otros estropicios le afectó el centro del habla.”

Ana Jaján decía saber de fuentes directas que el ataque le sobrevino a Noble en medio de una feroz pelea con Ernestina, y que así lo narraba en su inédita biografía no autorizada de Ernestina..

Una notable merma de intelecto

Como fuera, a causa de sus limitaciones físicas, desde entonces Noble tuvo como residencia habitual a su estancia cordobesa –si bien realizó esporádicos viajes a Buenos Aires, y uno al extranjero– hasta que sufrió un nuevo ataque cerebral. Dos años después falleció  de un infarto.

El primer ataque –destacó la demanda de Lupita– le causó a su padre “una pronunciada incapacidad en la dicción” de la que no se recuperó hasta el día de su muerte, además de “una notable merma en su capacidad intelectiva y otras secuelas” que permiten asegurar que “no volvió jamás a adquirir la plena lucidez mental”.

Imposibilitado de poder hablar de corrido y “poseído de un profundo complejo de  inferioridad por tal padecimiento –siguió exponiendo– se excluyó tanto de la dirección del diario como de la vida política y social” hasta su muerte.

Relegado

Prueba de ello –señaló la demanda– fue que “ni en 1967 ni en 1968 Noble concurrió a lo que él mismo había calificado en numerosas oportunidades como el acto más trascendental de su vida: los aniversarios de la fundación de Clarín”.

Efectivamente: desde el 28 de agosto de 1945, Noble estuvo siempre presente en los fastos celebrados en la redacción del diario. En su defecto, el diario informaba a los lectores que Noble no había podido estar presente por encontrarse en el extranjero.

Pero en los aniversarios de 1967 y 1968 Clarín nada informó sobre el paradero de su fundador.

La demanda le sirvió al trío Lupita-Gentile Pace-Martos para negociar nuevas y mejores prebendas por parte de Ernestina, Magnetto & Co.  Obtenidas las cuales, se la retiró.

Pero nunca nadie refutó que las cosas que en ella se afirmaron fueran verdaderas.

Continuará…

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El cadáver exquisito, por Ricardo Ragendorfer

Publicado en Caras y Caretas, enero de 2009

El comienzo de aquel trámite judicial fue fijado para las 8.00 de la mañana del viernes 22 de septiembre de 2000. Por esa razón, la vigilancia en el acceso principal del cementerio privado La Pradera, ubicado en Esteban Echeverría, había sido reforzada; tres custodios uniformados y con cara de pocos amigos estaban apostados en ambos extremos de la barrera que cruzaba el portal, mientras otros dos escrutaban el panorama desde una caseta. Al parecer, tenían orden de ser parcos. Uno de ellos simplemente gruñó una negativa, cuando se le preguntó si ya habían llegado los forenses. Y su compañero aclaró, también con un gruñido, que los periodistas tenían absolutamente vedado el ingreso. Entonces el fotógrafo, que yacía tumbado sobre el asiento trasero del auto, bostezó y volvió a reclinar la cabeza para seguir dormitando. Yo consulte mi reloj; ya eran las 8.15 y el asunto aún no tenía visos de empezar.

Una revista de actualidad nos había enviado allí para cubrir un evento poco gratificante: la necropsia de los restos del cantante Rodrigo para extraer muestras de ADN, en el marco del juicio de filiación por su presunto hijo. En realidad, solo teníamos que apuntar la identidad de los verdaderos invitados a tan macabro festín, sacarles fotos al entrar, otras al salir, arrancarles un breve textual y, finalmente, volver a la redacción. No pude imaginar entonces que en esa mañana el destino se torcería irremediablemente.

II

Tras consultar el reloj por enésima vez, se hicieron las 9.00. Y las novedades no habían sido demasiadas. Sólo había ingresado al cementerio un remis que llevaba a una pareja de ancianos, que obviamente nada tenía que ver con la necropsia. Pero después, otro auto se detuvo delante de la barrera y su único ocupante, un hombre obeso y entrado en años, extendió una credencial y deslizó unas palabras a los guardias, quienes diligentemente levantaron la barrera.

Yo observaba la escena desde nuestro auto, que permanecía estacionado en una calle de tierra. También había un móvil de Crónica TV y un puesto de flores, atendido por una mujer que acomodaba su mercadería sin siquiera mirarnos. Y transcurrieron otros diez minutos sin que pasara absolutamente nada. Hasta que la barrera volvió a levantarse, esta vez para franquear el paso de un viejo Falcon con la pintura cascada, y conducido por un tipo muy flaco, de bigote espeso y rasgos macilentos; junto a él iba un sujeto más joven, de expresión reconcentrada y piel cetrina. Ambos exhibieron a los vigiladores unas hojas que, a la distancia, tenían aspecto de oficio judicial. En ese instante el fotógrafo y yo abrimos las puertas al unísono y saltamos de la cabina para correr hacia el portal del cementerio. Pero fue una iniciativa infructuosa; al llegar, el Falcon ya se había escabullido de nuestro alcance. El fotógrafo, sin embargo, le disparó unas fotos. Lo miré, pensando que se trataba de otra iniciativa infructuosa. Y comencé a caminar hacia el mullido microclima de la cabina del auto. Pero me detuve al oír un bocinazo a mis espaldas.

Provenía de una cuatro por cuatro blanca que aminoró la velocidad al pasar junto a mí. Y de inmediato reconocí la inconfundible silueta del hombre que iba al volante; era nada menos que un viejo conocido mío: el Gordo Pierri, que era abogado de la familia del cuartetero muerto. El tipo me guiñaba un ojo y remató ese mensaje con un leve cabeceo. No lo pensé dos veces y trepé a la camioneta como un pistolero a un blindado.

Pierri entonces me miró de soslayo y frenó unos metros más adelante, a la altura del piquete de seguridad. Los guardias lo reconocieron de inmediato y lo saludaron con un solemne “Buen día, doctor”. Pero uno de ellos preguntó por mí. Y Pierri, respondió

–El señor es uno de mis peritos.

Al decir eso no se le movió un sólo músculo del rostro. Y volvió a mirar de soslayo, ahora con picardía.

Luego nos enteraríamos que los de Crónica TV, al ver que me dejaban pasar, también intentaron ingresar al cementerio, pero los guardias bajaron la barrera, reiterando que “la prensa tenía absolutamente vedada la entrada por orden del juez”

– ¡El que va en el otro coche es un cronista!”- bramó un camarógrafo, con un dejo de furia.

–Está equivocado –lo contuvo uno de los guardias– El caballero que acompaña al doctor es un perito de parte.

En tanto, la cuatro por cuatro avanzaba a paso de procesión hacía el depósito del crematorio, ubicado a casi un kilómetro de la entrada. El paisaje, que carecía de bóvedas y cruces, no parecía el de un camposanto; más bien, tenía el aspecto de un parque escaso de árboles e inmaculadamente pulcro. Las parcelas desiertas se extendían hasta recortarse en el horizonte como un fantasmagórico campo de golf. Y el silencio era perturbador. Pero no solo el del ambiente, sino también el de Pierri, a quien se le había disipado la picardía; bajo aquel cielo inoportunamente primaveral y con algunas gotas de sudor corriéndole por las sienes, el Gordo parecía cocinarse en la salsa de su propio pánico.

– Lo que vamos a ver es escalofriante…- farfulló, de pronto, sin apartar los ojos del camino.

No respondí de inmediato. Pero sospeché que me había invitado a su vehículo precisamente para no ir solo a una ceremonia tan espeluznante. A mí, en cambio, me envolvía una emoción no menos compleja. Recién ahora tomaba conciencia del espectáculo que nos esperaba. Y me sacudió un escalofrío, pero ya era tarde para volver atrás. Aunque tampoco me hubiera hecho feliz hacerlo, porque sabía que ese viaje al horror contenía un desafío mío. Finalmente dije:

–Si me banco ésta, de acá en más no me como ninguna.

Y la frase sonó como una declaración de guerra.

También recordé una vieja historia protagonizada por Gustavo Germán González, el mítico cronista policial del diario Crítica. En 1925, disfrazado de plomero, se metió en la morgue y develó para el gran público la verdad de un crimen que en esos días conmovía a todos: el del concejal radical Carlos Ray, que supuestamente murió víctima de un asalto, mientras los investigadores creían que quizás había sido envenenado y que luego le dispararon un balazo para fraguar la causa de la muerte, en el marco de un drama amoroso. En la misma tarde de esa autopsia, Crítica salió a la calle revelando el enigma con un explosivo titular: “No hay cianuro”. Ese titular se repitió muchas veces y hasta se puso de moda un tango con dicho nombre. Lo que nunca se repitió desde entonces, pensé, fue la presencia de otro cronista infiltrado en un acto de esa naturaleza. Hasta hoy.

En eso seguía pensando cuando la camioneta se detuvo en el camino lindante a una construcción que parecía una capilla, sólo que en vez de campanario tenía una chimenea. Era el crematorio.

III

El recibidor era amplio y tenía forma hexagonal. Había casi una docena de personas agrupadas en pequeñas tertulias. Entre ellos, dos genetistas, algunos peritos, los abogados que patrocinan al presunto hijo del ídolo y la abuela materna. También estaba el hombre macilento que había llegado a bordo del Falcón. Y su acompañante. Ahora lucían batas de cirugía con mascarillas de oxígeno colgadas del cuello. Eran los forenses. Y comenzaron a pasar revista al instrumental, que incluía dos serruchos. Junto a ellos estaba el gordinflón canoso que al entrar había exhibido una credencial; se trataba del juez Ricardo Sangiorgi, quien tenía a su cargo la causa por la filiación.

– ¿Quién es usted? – me preguntó.

– Perito de parte –contesté, sin mirarle a los ojos.

El gerente del cementerio, envuelto en un impecable traje negro y con el pelo teñido de rubio, pululaba entre la gente como un maestro de ceremonias. A Pierri lo saludó con familiaridad y, tal vez para romper el hielo, se permitió una humorada:

–En un rato llega el servicio de catering.

Poco después entraron tres tipos de aspecto torvo, empuñando martillos y barretas. Y se encaminaron hacia el ataúd de quien en vida fuera Rodrigo Alejandro Bueno, que estaba en un contenedor de fibra de vidrio, depositado en una habitación contigua. Hacia allí convergieron todas las miradas.

El gerente, precavido, había llevado barbijos empapados en vinagre aromático y los distribuyó entre los presentes. Luego profirió una revelación desencarnada:

–El cajón es recuperado…

– ¿Como, recuperado? –quiso saber alguien.

– Si…de segunda mano, o sea, usado. Y los de la funeraria lo cobraron por nuevo –aclaró, enarcando piadosamente las cejas

Entonces se produjo un silencio.

Dentro del ataúd propiamente dicho había otro de metal, cerrado a presión. Los tres hombres comenzaron a martillar para abrirlo. Y, como las válvulas estaban obstruidas, al quedar la tapa separada del resto se dispararon de golpe los gases cadavéricos, ahuyentando a la concurrencia en diferentes direcciones.

Minutos después, el Gordo Pierri extendió hacia mí una pequeña cámara, y, dijo:

– ¿Sacarías unas fotos para el peritaje?

No hubo modo de negarme. Con los ojos cerrados y la respiración contenida, corrí hacia el féretro, sin poder evitar estrellarme contra ese olor espantoso e insondable. Y ya a pocos centímetros del cuerpo, abrí los ojos para oprimir tres veces el disparador. La expresión facial del finado, atiborrada en formol, conservaba sus rasgos, aunque tenía un color entre azulado y verdoso. Y estaba encogido por la deshidratación. Por último observé que le faltaba un ojo. Entonces aparté la mirada y corrí hacia la salida.

Luego entraron los forenses con sus serruchos. Y se escucharon unas arcadas. Entonces llegaron a la conclusión de que la necropsia no se podía hacer en ese ambiente cerrado y, tras unos cabildeos, el cajón fue llevado a cielo abierto. En ese instante Pierri vio de refilón al muerto. Y palideció, llevándose la mano a la boca. Tuvo que ser retirado.

El trabajo de los forenses se prolongó durante más de una hora. El resto de los presentes intercambiaba opiniones y observaba desde una distancia prudencial como iban cortando partes del cuerpo -un pedazo de fémur, huesos de los dos brazos y seis piezas dentales-, que fueron siendo introducidas en frascos de vidrio y catalogadas. Finalmente se vio como volvían a acomodar las extremidades dentro del ataúd. Al ver eso, la abuela del presunto hijo del ídolo, musitó:

–El nene tiene las manitas como las del padre…

Y rompió en llanto.

Aquel viernes llegué a mi casa poco antes del mediodía. Aún tenía impregnada en la ropa el olor de aquella experiencia. Me desvestí para arrojar las prendas en un balde de agua y, durante más de una hora, permanecí bajo la ducha. Al salir del baño, la mesa ya estaba preparada y mi mujer repartía dos porciones de matambre casero con ensalada rusa.

Ese día no almorcé.

(Título original: El cadáver de Rodrigo)

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Gelman, Gelmanía, Gelmanismo. Por Oscar Taffetani

Publicado en el diario La Razón el 7/9/1986.

La imagen de Ezra Pound sexagenario, encerrado en una jaula de alambre y recibiendo insultos, salivazos y hasta una bolsa de estiércol de parte de los marines norteamericanos y partisanos antifascistas acantonados en Pisa; y la imagen de ese mismo Pound en Washington, unos meses más tarde, esposado, rodeado de agentes del FBI, dejándose declarar “no imputable” –es decir insano, loco- por un tribunal de guerra (ambiguo, cobarde o sabio, aquel tribunal no se atrevió a condenarlo a muerte); ambas imágenes hablando del destino que invariablemente aguarda a los escritores que “se casan” con alguna forma del poder político: el vituperio, el anatema, cuando ese poder está, o cae, en desgracia; los efímeros laureles, la palmada en la espalda, cuando ese poder está en su apogeo (¿siempre la poundiana bolsa de estiércol?).

También están los que “no se casan”, los célibes del poder, los puros. La suerte que corren no es muy distinta: el desprecio, el olvido o la omisión por parte de sus contemporáneos, o el propio remordimiento por no haber bajado (de la torre de marfil) a tirar del carro de la sudorosa y sufriente Humanidad. Pero éste no es el caso de Juan Gelman, poeta exiliado desde 1975.

“¿Intenta comparar entonces a Ezra Pound con Jun Gelman?” asalta un prejuicioso. Y le contestaremos que sí, que hay un aspecto –si no más- en el que esos dos poetas son comparables: ambos tuvieron en determinado momento una militancia política; trabajaron, explícitamente, para una “causa”. Otro, suspicaz, dirá: “siempre trabajan para alguna causa, sean conscientes o no de ello…” Aquí debemos aclarar que nos referimos a poetas que no aceptaron esa (discutible) escisión entre “vida” y “obra”, que no respetaron esa (no menos discutible) frontera entre “pensamiento” y “acción”, que llevaron sus adhesiones políticas o filosóficas al verso de manera ostensible. En otras palabras, que dieron la cara por sus amores, aunque eso les haya costado, históricamente, más bofetadas que caricias.

Hace unos días, el diputado José Luis Manzano (PJ) deslizó en un discurso: “Juan Gelman es quizás el mayor poeta argentino viviente…”

Sin abrir juicio sobre la justeza de esa apreciación (que provisionalmente deberá colocarse en el mismo estante que los telegramas gubernamentales a la muerte de Borges o Cortázar), señalaremos que Manzano tuvo el valor (y el olfato) de tocar un tema que la mayoría de los políticos oficialistas u opositores, prefiere evitar.

Gelman, que vive desde hace once años fuera del país, ha ido convirtiéndose, ya para los jóvenes que accedieron a él por alguna punta de su vasta obra poética, ya para los que recuerdan su brillante trabajo periodístico para el primer diario La Opinión o la primera revista Crisis, en un símbolo de la “generación del 60” (tan sartreana que ya no sabemos si hablamos de generación política, histórica o literaria).

Hay muchos poetas argentinos en el exilio, -que no es estrictamente forzoso, pero tampoco absolutamente voluntario-; poetas como Szpunberg, Trejo, Romero, Hedman, por citar algunos. Sin embargo, Gelman es el exiliado, el que sufre la desaparición de su hijo, nuera y nieto; el que no ha dejado de nombrar, obsesivamente, en sus poemas de exilio, a sus compañeros muertos y a su tierra argentina.

No pretendemos aquí sostener la “inocencia” de Gelman en cuanto a su comportamiento civil. El poeta eligió, en el anteúltimo tramo de su evolución política, incorporarse a la organización armada FAR-Montoneros, junto con Francisco Urondo, Rodolfo Walsh y otros escritores hoy en su mayoría muertos o desaparecidos.

Actualmente, la organización está en una semi-legalidad, ya que la mayoría de sus dirigentes tiene captura recomendada por la justicia argentina.

Gelman, si hacemos memoria, se separó de Montoneros hacia 1978, pesando sobre su cabeza –y sobre las de los que lo acompañaron- una condena a muerte dictada por la jefatura de ese grupo armado (Rodolfo Galimberti a revista Siete Días, 5/4/83).

Si añadimos a ésta la situación antes señalada, tendremos dos pedidos de captura de calidad y naturaleza diferentes (por no decir enfrentadas) recayendo sobre la misma persona (a la sazón, poeta).

Declarando nuestra incompetencia en un asunto que, realmente, poco tiene que ver con la poesía, nos detendremos un poco más en el análisis del fenómeno –o más rigurosamente, del mito- que representa Gelman en importantes sectores de la joven poesía argentina.

Para los que accedieron a sus textos hacia fines de los ’60 y principios de los ’70 –entre los que este redactor se incluye- Gelman fue una conjunción de energías dispersas, de líneas hasta ese momento desconectadas de la literatura y de la cultura en general.

Estaba naciendo una generación de “coloquialistas”, de poetas que conversaban con el lector, de poetas que contenían o aplacaban toda exaltación en favor de una actitud más reflexiva y una mirada más serena sobre las cosas; de poetas que evitaban, so pena de excomunión, caer en el hermetismo, en el cripticismo o en la retórica neomodernista del “Parnaso criollo”.

Gelman fue parte de ese movimiento y fue, a la vez, un transgresor a sus postulados (así como Raúl González Tuñón, padre de los “poetas populares” de los ’60, fue un transgresor a los hijos y costumbres de la escuela en que se había formado, convirtiéndose, finalmente, en un “floriboedista”).

¿Cuál fue la transgresión de Gelman? Para decirlo con una metáfora: romper la botella y poner a navegar efectivamente el barquito de Tuñón; llevarlo a conocer a César Vallejo o a los surrealistas franceses, por ejemplo. Y repetimos la palabra conocer, que no significa solamente leer, sino también recrear.

A partir de Cólera buey y de Traducciones III, Gelman suelta amarras, rompe, en la poesía, con lo que vagamente puede llamarse su generación. Ahora, mirando hacia atrás, vemos que sólo unos pocos (Bayley, Huasi, algún otro) han podido romper, a su vez, con aquella nueva retórica del coloquialismo).

También está el caso de los llamados surrealistas argentinos (Molina, Madariaga, etcétera), pero ellos constituyeron una línea separada, autónoma, a la que jamás se presentó el problema de quebrar el molde conversacional (mirando también retrospectivamente, vemos que ellos han conseguido al fin su propia retórica).

La segunda transgresión –fundamental- que opera Gelman, es la de lo político (¡otra vez lo político!). Lo político entendido como materia de elaboración poética.

Leyendo sus libros y con auxilio de lagunas referencias extraliterarias, es posible no sólo reconstruir la ideología del autor, sino también sus sucesivas adhesiones políticas (y rupturas): comunismo, guevarismo, maoísmo, peronismo, etcétera (¿etcétera?), como se advertirá, “ismos” no totalmente excluyentes entre sí, apuesta que hizo toda una generación política argentina y que si bien ofrece un amplio costado reivindicable (contrastando con la apatía cibernética de las actuales), tuvo momentos de supina incoherencia y contradicción. Como, por ejemplo, cuando uno afirmó, categóricamente, que Borges era un buen escritor inglés (sic) y párrafos más adelante, que siempre era preferible un poeta como Robert Desnos, francés, resistente antinazi, a otro como Celedonio Flores, argentino, fascista y reaccionario (Gelman a Mario Benedetti, Marcha, 1973).

Con respecto a los más jóvenes -y a juzgar por lo que se lee en revistas subterráneas o se comenta en círculos marginales-, la figura de Gelman aparece como lo “prohibido” o “vedado” (es decir, lo bello), como alguien que ha escapado al anquilosamiento, que ha evitado los dobleces y las concesiones de otros “grandes” de la poesía, cada vez más apoltronados en los sitiales de la nueva “Academia” o en las páginas de un conocido suplemento literario dominical. Circunstancia que no va en desmedro de la aproximación natural que esos jóvenes han hecho a los textos del poeta ni de la calidad intrínseca de esos textos.

Hay que reconocer, asimismo, el papel importante que cumplió el músico Juan Cedrón en la difusión de la poesía de Gelman. Las obras, que involuntariamente debieron distribuirse en la Argentina como discos de vinilo extranjeros, o en ediciones “pirata” en su mayor parte, reforzaron la aureola de “maldito” que la censura o la omisión cómplice de muchos medios masivos le crearon.

También han surgido imitadores o –para no ser crueles- gente que ha incorporado tanto las enseñanzas de Gelman que ha comenzado a escribir una especie de poesía subsidiaria, una poesía que no parece valerse por sí misma. No los nombraremos (el escarnio no es negocio de poetas), pero les recordaremos aquella enseñanza del clásico: “si quieres seguirme, no me imites”.

Estas reflexiones un tanto apresuradas que incluimos –con derecho- en esta informal visita a los poetas con que se abre el suplemento, preludian, como tantas veces, un hecho editorial. En los próximos días Libros de Tierra Firme lanzará Interrupciones II, uno de los dos volúmenes en que se reúne la totalidad de la producción poética de Juan Gelman en el exilio, producción a la que se accedió hasta el momento, por ediciones parciales españolas (Lumen/Visor) o mexicanas (Hacia el Sur).

En esa oportunidad, realizaremos una crítica estrictamente literaria –si acaso fuera posible tratándose de Gelman- de los textos publicados.

Por el momento, valga la presentación, pertinente y no tanto, de este notable poeta argentino que alguna vez escribió, como leyendo el futuro:

estos poemas esta colección de papeles esta
manada de pedazos que pretenden respirar todavía
estas palabras suaves ásperas ayuntadas por mí
me van a costar la salvación (…)

y no me quejo ya que
ni oro ni gloria pretendí yo escribiéndolas
ni dicha ni desdicha
ni casa ni perdón

En realidad, no estaba leyendo su futuro, sino, simplemente, su presente, la realidad cotidiana de los poetas, de los que saben que haber elegido la poesía es siempre haber elegido una forma del exilio.

NOTA: En el matutino La Razón, creación de Jacobo Timerman, no se podía publicar nada sobre Juan Gelman, quien estaba proscripto junto con otros dirigentes del PPM (Partido Peronista Montonero) que habían firmado la llamada Declaración de Roma. Este artículo “colado” en un suplemento tuvo el mérito de quebrar esa censura impuesta por la dictadura y continuada durante el primer gobierno de Alfonsín. Nadie conocía el rostro de Gelman en el exilio y el dibujante Daniel Brandimarte se valió de una vieja imagen a la que “envejeció” y agregó bigotes. No estaba muy lejos de lo que fue la imagen verdadera del poeta, al volver del exilio.










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Inseguridad al palo, por Hernán López Echagüe

No entiendo de qué hablan cuando hablan de seguridad o de inseguridad. Ahora, sí, de lo que no tengo duda alguna es que esta cuestión de ponerse a vivir es insegura. O, al menos, tratar de hacerlo. La única seguridad que tenemos, desde siempre, es que vamos a morir en algún momento. Quizá, con algo de suerte y, claro, una pizca de cortesía, al cabo de setenta, ochenta años de permanencia insegura. Seguro es el buen pasar de los que sin pausa no hacen más que hacer insegura, a cada instante, la vida de millones de personas. Son, por qué no, los hacedores de la inseguridad. Nos repletan de incertidumbre, de temores, y sin embargo suponen que viven lejos de la sensación de riesgo o peligro que se la pasan instaurando.

La sensación de inseguridad causa una perturbación casi continua. No saber si mañana, o en pocos días más, o tal vez en horas, minutos, algo malo habrá de ocurrir, algo malo, claro, que no podrás evitar. Nadie puede tener certeza de nada. De lo que pueda llegar a ocurrirle en su vida, después de haber escrito de lo que pueda llegar a ocurrirle en su vida. Inseguro es respirar y tomar agua y ponerse a opinar. Inseguro puede llegar a ser bostezar. O aplaudir. También salir a la calle y juntarse. Inseguro es, se me ocurre, crear. Cosas. Cosas de toda naturaleza. Canciones, pensamientos libres de todo amaneramiento. Inseguro es besarse en una esquina. Que mañana te llegue un telegrama de despido. Inseguro es ponerse a gritar que estás podrido y que la maldita Constitución Nacional es un compendio de pareceres e intereses de clase de un puñado de gente improbable al que nos sometemos sin siquiera bufar. Inseguro es gastar el tiempo en reflexiones, en deliberaciones internas. Fumar. Preguntar y responder. Mejor dicho: preguntarse y responderse, o, al menos, tratar de hacerlo. Todas cosas pecaminosas.

Entonces, al cabo de tanta inseguridad, sucede la vulnerabilidad. Aislamiento, por ahí agresividad y arrogancia. Abatimiento. Creer que uno no es más que una mercadería en el medio de un bazar.

Publicada en LCV-Historias de Trabajadores, el 9 de mayo de 2023.

(Se incorpora al Archivo de LCV una nota recién escrita. Inédita. Todo archivo está siempre en formación. Se agradece al autor este regalo)

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