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Sobre indultos, héroes y anónimas tumbas, por Oscar Taffetani

N.d.R: Esta nota fue escrita en agosto de 1990 y publicada en el diario Sur, como parte de una campaña contra los indultos anunciados por el entonces presidente Carlos Menem. Dramático momento en el que los genocidas empezaban a estar sueltos e impunes por obra de las “leyes del perdón” votadas durante Alfonsín y ya se preparaban a salir los jerarcas de la dictadura. Por entonces, el colectivo de DDHH sólo pudo protestar mediante “escraches” y con los llamados “juicios de la verdad”. En estos nuevos tiempos de negacionismo, su autor y LCV deciden publicarla por primera vez en versión digital. Una reflexión imprescindible sobre la impunidad que incluye recuerdos familiares del propio Taffetani cuyo tío, Juan G. Franzetti, fue asesinado en 1929. Era apenas un niño cuando conoció el significado perverso de los indultos.

Sobre indultos, héroes y anónimas tumbas

A veces pienso que de todas las historias posibles, las menos posibles entre nosotros parecen ser aquellas en que el “inspector” recoge del suelo una cigarrera, dice: “Ah”, telefonea al laboratorio, viene el juez, se lleva al asesino y lo condena 20 años. Yo también he escrito historias así, pero ahí está la crónica diaria para revelar que las pruebas no significan nada, que se puede opinar sobre una pericia y que, de todas maneras, el asesino sale el mes que viene. (Rodolfo Walsh. Reportaje de Ricardo Piglia, Marzo de 1970)

En 1970, luego de haber incursionado con felicidad en ese género literario que de Truman Capote a esta parte se dio en llamar non-fiction novel (la “novela-verdad”), Rodolfo Walsh se había dado cuenta de que para que un relato policial fuera verosímil, en la Argentina, los asesinos debían quedar en libertad.

Por eso, ¿Quién mató a Rosendo?, Operación Masacre y El caso Satanowsky, tres importantes libros de Walsh, cuentan historias verosímiles. Al margen de las investigaciones y probanzas aportadas, esos relatos —para lectores argentinos— son absolutamente verosímiles. Tan verosímiles son, que los asesinos de Rosendo García. los asesinos de aquella madrugada en José León Suárez y los del abogado Satanowsky nunca fueron juzgados,nunca fueron condenados, nunca fueron privados de su libertad. Tan verosímiles son las historias de Walsh, que esos mismos asesinos volvieron sobre un sobreviviente de José León Suárez (Julio Troxler) para acabar con él. Tan verosímiles son, que un 25 de marzo del año 1977 balearon y secuestraron al mismo Rodolfo Walsh, sin que hasta ahora haya aparecido.

Lo que nunca fue verosímil —para seguir hablando en términos de arte literaria— fue una novela de autor colectivo titulada Nunca Más. Las primeras entregas, en 1983, se alimentaban exclusivamente de ficción: juicio a todos los responsables de la represión ilegal, el terrorismo de Estado y el vaciamiento económico del país.

Las entregas posteriores, ya en 1984, comenzaron a admitir pautas del verosímil argentino: tres niveles distintos de responsabilidad en la represión, ¿justicia militar o justicia civil?, nacionalización y blanqueo de la “deuda ilícita”.

Lo que siguió después, ya se encuadró perfectamente en la non-fiction novel (o novela-verdad): punto final, obediencia debida, probabilidad de in dulto o amnistía general para delitos económicos (vaciamiento, defraudación, evasión de impuestos), delitos contra la persona (secuestro, homicidio, tortura) y delitos contra la patria (traición, negligencia en tiempo de guerra).

En este preciso momento, muchos de los autores de esta gran novela-verdad están evaluando si abandonar el país, para entrar en el código, más benigno, de la non-fiction novel norteamericana; o hacer un gran pozo en la tierra para esconderse de los asesinos y salteadores de los que creyeron se habían librado en los primeros capítulos de la novela.

Como trágica humorada final —y haciendo honor a la verdad, al estilo Walsh—, han propuesto una fe de erratas sobre el título del libro. Donde decía Nunca Más ahora debe decir Otra Vez.

Yo indulto, tú indultas, él está muerto

A quien esto escribe, los códigos del verosímil argentino le fueron transmitidos desde la niñez. La historia merece contarse.

Mientras hojeaba un álbum de recortes periodísticos de familia que tenía su abuela, se detuvo en uno de La Nueva Provincia, diario de Bahía Blanca, fechado el 14 de mayo de 1945. Con el «tulo “Las actividades de Juan G. Franzetti””, el periodista Francisco Pablo de Salvo hacía el obituario de un colega muerto en abril de 1929.

El periodista Juan G. Franzetti, fundador en 1906 de La Hoja del Pueblo, militante socialista que en la madurez había devenido empresario y promotor de cooperativas, fue asesinado por un joven desconocido camino de la localidad de Punta Alta.

Cuenta De Salvo que Franzetti recogió con su automóvil a un joven con aspecto de cazador que le hizo señas. Una vez arriba, el ““cazador” le descargó un escopetazo a Franzetti, quien alcanzó a responder el fuego con un revólver que llevaba. Acto seguido, condujo malherido su automóvil hasta el consultorio de un médico y allí entregó al agresor, para que fuera curado. A la hora de haber salvado la vida de su asesino, él moría desangrado en el hospital de Puerto Belgrano.

Álbum en mano, el niño que era quien hoy esto escribe pidió una ampliación de la historia a su abuela. Ella recordó entonces las últimas palabras de “tío Juan””, como aún lo llama: “Le decía al muchacho que le había disparado: “¿Quién te mandó?, decíme, ¿quién te mandó?”. Y le dijo al médico que lo recibió, antes de desvanecerse: Atienda a este infeliz.”

El infeliz confesó que lo habían mandado, sin dar detalles. El juez lo condenó a cadena perpetua por homicidio alevoso. La abuela le dijo al niño “Cuando les dan cadena perpetua, es para que después los puedan liberar con el indulto”

Otro recorte, pequeñísimo, también pegado en el álbum, registraba que unos pocos años después el asesino de Juan G. Franzetti había sido beneficiado con un “indulto de Navidad”.

Crecido, aquel niño que escuchó la historia tuvo alguna vez la intención de localizar al asesino del tío Juan. Sus propias vivencias, sus propias ““pérdidas irreparables” en estas últimas aciagas décadas de historia nacional lo hicieron desistir. El “caso Franzetti”, recorrido de la mano de una memoriosa abuela, había sido su asignatura de ingreso en la vida argentina, su Introducción a la Impunidad.

Frente a los indultos siempre habrá quienes se pongan alegres y quienes se pongan tristes. Pero hay quien no se pone ni alegre ni triste, simplemente porque ya no está. Juan, Pachi, Irene o Rodolfo: a todos se los tragó el país de la impunidad.

Quiera Dios, las abuelas memoriosas y la sagrada obstinación de nuestras Madres que nunca se los trague el país de la desmemoria.

Nuevos cuentos de la selva

El jueves pasado el Presidente, utilizando como escenario la centenaria y reconstruida ciudad de Yapeyú, Corrientes, rindió homenaje al Libertador y también a los anónimos héroes cuyos restos descansan en suelo malvinense.

Profusión de citas de San Martín y de Perón aludieron al tema de la reconciliación y de las relaciones entre pueblo y Ejército, abonando el terreno de inminentes y nuevos indultos. Agreguemos aquí algunas citas que no se hicieron en la oportunidad, y contrastémoslas brevemente:

Escribió alguna vez San Martín: “Cada gota de sangre americana que se vierte por nuestros disgustos me llega al corazón”. (No la tuvieron muy en cuenta quienes prepararon una absurda guerra contra Chile, en 1978.) Escribió en otra oportunidad: Mi sable jamás se sacará de la vaina por opiniones políticas, como éstas no sean en favor de los españoles y su dependencia”. (No lo tuvieron muy en cuenta quienes vaciaron económica-

mente la empresa nacional de hidrocarburos, y quienes paralelamente desde el poder— afirmaban que daba lo mismo “fabricar Pucarás o caramelos””.)

Para la época en que esos militares nada sanmartinianos gobernaban el país, Rodolfo Walsh se permitía tener otras “opiniones políticas”, nada favorables a la dependencia. Claro que cometió el “error” de expresarlas, Tuvo el valor de hacer una carta abierta a la junta militar que celebraba el 24 de marzo de 1977 su primer año en el poder.

Mientras Ricardo Balbín (q.e.p.d.) dedicaba el número 4 del periódico Adelante a pensar cuál podía ser el aporte de los partidos políticos al Proceso (“sabemos lo que hay que hacer para el éxito de la gestión […] puede estar seguro el señor Presidente que sin ruido ni ostentaciones le llegará nuestra palabra”). Mientras la dirigencia: de los principales partidos políticos, al decir del filósofo y empresario Víctor Massuh, “con su silencio brindó un margen operativo a los hombres de armas”; mientras toda esa vergüenza ocurría, Rodolfo Walsh tuvo el valor de escribir públicamente: “Lo que ustedes llaman aciertos, son errores; lo que reconocen como errores, son crímenes; y los que omiten, son calamidades”.

Walsh denunció que el 24 de marzo de 1977 había en la Argentina 15 mil desaparecidos, 10 mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados. El 25 de marzo de 1977, un día después, él mismo engrosaba la lista de desaparecidos.

Los responsables de su secuestro y desaparición habían hecho tres años antes (Operativo Dorrego) una promesa de reconciliación y unidad con el pueblo. No la cumplieron. Pronto estarán todos en libertad, para cerrar la non-fiction novel como corresponde.

La moral cristiana enseña a perdonar las afrentas. De ser absolutamente consecuentes con ella —sugiere un colega— debería hoy liberarse a todos los presos, cualquiera sea su causa. Y no encerrar a nada ni nadie ni a los pajaritos— por motivo alguno. Tendremos, entonces, una hermosa selva subtropical, llena de vida y color.

En esa selva siempre el pez grande se come al chico, el león al venado y el pájaro a la lombriz. Porque la ley que impera en la selva, es la ley de la selva.

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Esa clase media que no termina de caer, por Oscar Taffetani

El domingo 1 de abril de 1990 (hace 34 años) el diario Nuevo Sur entregaba junto a otros suplementos su“Crónica Sureña” dedicada a un tema nada original y muy recurrente: la caída de la clase media. Mucha agua ysufrimiento y expectativas han corrido bajo los puentes desde entonces, y a la fecha, con un 53% de pobres, uno cae en la tentación de pensar que la clase media argentina ha muerto y que los medios se obstinan en hablar de algo que no existe. Sin embargo, fuertes demandas como la gratuidad de la enseñanza y la ampliación y
financiamiento de las universidades nacionales nos dicenque hay una memoria de clase media que no desaparece, así como hay también una nueva clase media que busca, al modo de los dreamers de América del Norte, el ascenso económico y social. Una relectura de aquella “instantánea” escrita por Taffetani en los ’90 nos permite observar lo que ha cambiado y también lo que permanece.
Un orgullo para La Columna Vertebral publicarla por primera vez en versión digital en su sección Archivos.

Diario Nuevo Sur, 1 abril de 1990, suplemento Crónicas Sureñas

Título original: La caída de la clase media

Por Oscar Taffetani

El sociólogo argentino Sergio Bagú, actualmente radicado en México, publicó hacia 1972, en Chile, una interesante hipótesis sobre la muerte en silencio (es decir, no violenta) de algunas clases. Ya es un lugar común decir que las clases poderosas no se suicidan, o que no abandonan el poder por propia voluntad. Sin embargo, Bagú sostiene que a veces el ocaso se produce en virtud de un proceso que esas mismas clases no están en condiciones de impedir. Asi, por ejemplo, la burguesía terrateniente argentina se fue convirtiendo, en este siglo, en una burguesia de otro tipo, propietaria de empresas urbanas, miembro de corporaciones industriales y financieras, socia del capital transnacional. Murió en silencio. Algún sociólogo o cientista social arderá en deseos de aplicar la hipótesis de Bagú al proceso de pauperización y proletarización de nuestra clase media, acelerado en los últimos años. El veterano profesor le diría que no se apure, que antes de extender el certificado de defunción de una clase es necesario demostrar que esa ha existido alguna vez: es necesario determinar si fue verdaderamente una clase, con intereses y comportamiento de clase, o si se trato de un conglomerado de “grupos de interés” o “grupos profesionales” de diversa y hasta encontrada relación con la producción material y espiritual de la sociedad.

Cuando Bagú presentó su trabajo Evolución de la estratificación social en la Argentina, confesó que habia debido recurrir a indicadores de distinta naturaleza para detectar la presencia de una clase: los datos estadísticos, la literatura de la época, las crónicas periodísticas, las páginas sociales de algunos diarios y otros elementos no convencionales.

Sin otra intención que la de aportar a los lectores –y, eventualmente, a algún investigador del futuro– una serie de observaciones hechas en días particularmente criticos para la Ilamada clase media argentina, entregamos esta Cronica Sureña elaborada, como es obvio, desde la subjetividad de un periodista, trabajador de ese rubro que alguna vez estuvo reservado a la “clase media alta”, posteriormente a la “clase media baja” y, próximamente, a un hipotético “proletariado cultural” (alternativa que encanta a algunos y horroriza a otros, en tipico pathos de clase media). Un chiste antes de seguir. El Gobierno ha conseguido por fin mostrarle al mundo, en estos días, que el pais conserva una gran movilidad social… descendente

Lo importante es tener la casa propia

Hasta mediados de la década del 70, una pareja de recién casados podía adquirir mediante crédito normal, hipotecario, plan de ahorro o plan de vivienda una casa o departamento. Sindicatos como ATE, bancarios, Supe y otros, con fuerte presencia de la clase media, construyeron barrios propios en distintos puntos del país. A partir de la dictadura militar procesista se intervinieron obras sociales y sindicatos, se detuvieron los planes de edificación en marcha y se expropiaron (mediante el mecanismo de un reajuste exorbitante del precio originalmente pactado) numerosas viviendas, que luego fueron redistribuidas de favor a precios irrisorios. Más tarde, con el instrumento de la Ley 1.050 (indexación de las cuotas) continuaron las expropiaciones. La clase media argentina (y, por supuesto, también la clase obrera) se despedía del crédito social (a largo plazo, con tasas preferenciales). Ni la administración radical (que empleó los escasos recursos disponibles en instituciones como el BHN y el Banco Nación en créditos de favor) ni la administración peronista (que sencillamente ha decidido liquidar esas instituciones) revirtieron la situación. La falta de crédito y la caída progresiva de los salarios reales hizo trizas el sueño de “la casa propia” para las parejas jóvenes. La disponibilidad de vivienda en las grandes ciudades quedó en manos de un reducido grupo de propietarios y firmas inmobiliarias. El precio de alquileres y arriendos creció desde la proporción que se consideraba normal en los 70 (20-25% del salario) hasta el valor de un salario básico, lo que supone, para una joven pareja de la clase media, la necesidad de contar con dos o más fuentes de ingresos para acceder a una vivienda.

Motor a nuevo. Gomas nuevas. Chiche. Joya. Vendo urgente

Pocas cosas de tan alto contenido simbólico para la clase media como el automóvil. Tenerlo es definitivamente ascender un peldaño en la escala social. Con el alto poder de compra de la pequeña burguesía en las décadas del 50, 60 y 70, grandes terminales automotrices como Ford, General Motors y Fiat (más algunas fábricas argentinas como Kaiser y Siam) inundaron el mercado de automóviles medianos y grandes. La demanda por “el cero kilómetro” era fuerte, y dinamizaba la renovación del parque existente. A fin de la década del 70, la primera señal de la “reconversión” comenzada fue el abandono del pais por la firma General Motors y el reciclaje de sus instalaciones. Se abrió la importación de automóviles y las pocas fábricas argentinas que quedaban en pie debieron cerrar. Las terminales extranjeras se fusionaron, concentraron y orientaron su producción a un segmento más restringido de la población (menor cantidad a un precio más alto). El proyecto fracasó en los primeros meses de este año, cuando la suba de los combustibles, el costo de seguro y mantenimiento, y el precio de las unidades provocó una caída del 73,5% en las ventas de febrero (con respecto a enero). Las 2.378 unidades vendidas en ese mes –informó Adefa, cámara de fabricantes– es la más baja de los últimos 20 años. La merma mayor, comparando los períodos enero/febrero de 1989 y 1990, fue registrada en el rubro automóviles (no en utilitarios, pick-ups ni “pasajeros”). Lectura inmediata: la clase media alta, la que todavía podía acceder al “cero kilómetro”, ya no puede. El resto de la clase media, esa que activa y reactiva el mercado “del usado”, siguió pasándole cera a su joya, con la esperanza de que la compre –diría el tango– alguien capaz de mantenerla.

Lo importante es tener un buen empleo.

 El lector asalariado de la clase media argentina, buena parte del cual depende del aparato del Estado, es el que observa la caída más pronunciada de los ingresos en estos últimos años. Un informe del Instituto de Economia de la Uade (que, dicho sea de paso, es una universidad privada) deja ver que el salario medio de un empleado bancario llegó al punto más alto de los últimos cinco años en marzo de 1989 (368,3 dólares), y llegó a su punto más bajo en febrero pasado (93,7 dólares). Para el mismo periodo, en la administración pública la caída fue de 219,8 a 43,4 dólares y en el sector educativo, de 301,9 a 40,8 dólares. Si se examina el detalle de salarios reales devengados, proporcionado por el mismo instituto, se verá que las categorías más altas de los rubros bancario, administración pública y educativo son las más rezagadas en el ajuste, las más perjudicadas con la evolución del salario. Nuevamente los golpes más fuertes son recibidos por la clase media, esa que hasta hace unos años se disputaba los empleos bancarios por su estabilidad y buenos sueldos, o iniciaba la carrera administrativa para tener “un empleo seguro”, o educaba a los niños con la idea de que “lo importante es tener un título”. A su vez, la aplicación compulsiva del decreto 905/90 y la drástica reducción del presupuesto, han echado por tierra el mito de que quedaban en la Argentina empleos seguros, donde la clase media asalariada estaba a salvo de las exaccionnes brucas, practicadas desde el poder.

La crisis

Ya Mafalda decía hace un cuarto de siglo que la crisis argentina debía de tener hormonas, puesto que crecía junto con ella. Peor que eso: en realidad la crisis crecía y ella, condenado personaje de historieta, estaba obligada a verla siempre con los ojos de un niño inteligente. En el imaginario de la clase media argentina, todo tiempo pasado fue mejor: y todo tiempo presente, el peor. Ya no quedan, en 1990, aquellos padres y abuelos que asustaban a los más jóvenes con el recuerdo de la crisis del ‘30, que había sido “la peor de todas”, la inigualable. Ahora, el elemento de contraste es la década el 60, con un país “floreciente”, que ostentaba la mayor tasa de crecimiento bruto en América latina y tenía una mano de obra bien paga, en escalas que sólo conocian Europa y los Estados Unidos. El ’60 es la pesadilla del ’90, una especie de edad de oro, de tiempo feliz al que se tiene la certeza de que no se podrá regresar. La crisis, chivo emisario de la mala administración, los malos gobiernos y los inconfesables pactos celebrados con el capital imperialista, está en boca de todos, en una palabra vaciada de contenido que sustituye, en el discurso dominante, los puntos suspensivos, aquello que no se puede o no se debe decir.

No ha surgido aún en la clase media argentina –tan pródiga en políticos y materia gris– alguien capaz de rasgar con un bisturí intelectual el velo que le oculta la realidad; alguien que la invite a liberarse de la ingenua utopía de volver a los 60, alguien que la invite a  reemplazar ese endeble programa del auto, la casa propia y el empleo seguro por el horizonte, mas lejano pero posible, de alcanzar una sociedad solidaria, donde palabras como justicia y libertad recobren el contenido original. Grupos de presión “socialdemócratas” han entablado un duelo con el fantasma neofascista (que históricamente ha acechado y seducido a la clase media). Ella, cual voluble dama, cual bifronte Jano, le hace un guiño a cada uno de los pretendientes. El futuro dirá si la vereda de enfrente a la política oficial contará con el apoyo activo de la clase media. Algunos datos parecen indicarlo.

La única salida: ¿es Ezeiza?

El golpe militar de Videla, en 1976, no habría podido concretarse sin el consenso de la clase media, espantada por el terrorismo político y el rodrigazo. La vuelta de los radicales al gobierno en 1983, no habría sido posible sin el apoyo de la clase media, duramente golpeada por el terrorismo de Estado y defraudada por el poder militar (especialmente, después de Malvinas y del “reajuste” Sigaut-Cavallo). La llegada de Cafiero al gobierno de la provincia de Buenos Aires y la de Menem a la Presidencia de la Nación, en 1989, no habrían sido posibles sin la concurrencia de la clase media. Quien estudie detenidamente los mensajes publicitarios y proselitistas de los tres períodos, verá que están dirigidos muy especialmente a los sectores medios, que son lo formadores de opinión, son los que hablan. La clase obrera, derrotada como nunca –entre otras cosas, por el desmantelamiento de la industria–,y bajo el manto protector de la burocracia sindical, se mantuvo en un letargo del que recién pareció salir en la lucha contra el plan Sourrouille y ahora contra el plan Dromi. En el momento más crítico (debería hablarse de “sensación crítica”) del reajuste, en febrero pasado, se agotaron los pasaportes para salir del país (clase media, ¿qué estabas haciendo tú a esa hora?). Las colas que aún se observan en el Departamento de Policía y ante las embajadas de Canadá, Australia, Suecia e Italia están compuestas, fundamentalmente, por jóvenes técnicos y profesionales argentinos, sin “horizonte laboral” en el país. A la clase

media no le cuesta mucho, ni material ni espiritualmente, mudar de país. Está fresca la memoria del abuelo inmigrante, de aquel que siguió un viejo proverbio latino, ubi bene, ubi patria, donde uno está bien, allí está la patria. Se sabe que la mano de obra calificada, los técnicos y profesionales argentinos (formados en una universidad estatal que no desdeñó la investigación básica ni la formación integral del estudiante) son muy requeridos en el exterior. Sin embargo. la alternativa del emigrado es siempre la misma: o adaptarse al país que lo recibe (es decir, transculturarse) o vivir en tránsito, como aquellos trabajadores-golondrina que en la belle époque del Centenario cruzaban el océano para levantar el trigo y el maíz del granero del mundo y regresaban después a Europa. Si de veras los gobiernos nacionales quisieran evitar que los jóvenes profesionales emigren, deberían limitarse a cumplir con lo que ofrecieron en sus campanas políticas: “Un país que merezca ser vivido”. Pero la clase media argentina no son sólo jóvenes sin horizonte dispuestos a emigrar. La lucha contra la desocupación, el hambre y el cercenamiento de sus históricas conquistas (educación popular, protección social y servicios públicos –oh paradoja– accesibles), lo mismo que la lucha contra la impunidad represiva de los años recientes, hablan de una (¿insensata?) vocación de quedarse en el país de sus amores y desvelos. O, por lo menos. de no morir en silencio.

El invasor invadido

La clase media del 900, la del ‘30, la del ‘50, la del ‘90 ¿es siempre la misma clase media argentina? Sí y no. Todos pueden estar de acuerdo con que hubo un proceso de crecimiento numérico y de ocupación del espacio político que fue progresivo, con hitos como el sufragio universal, el ascenso del radicalismo, la industrialización de entreguerras, el peronismo y el primer ciclo militar posterior al peronismo (de Lonardi a Lanusse, con los interregnos civiles conocidos). Atendiendo a esa acumulación económica y político-cultural, puede decirse que es siempre la misma clase, una pequeña burguesía ligada al sector administrativo e industrial de la economía y a la burocracia del Estado; profesionales, técnicos, docentes, empleados de la administración pública y privada, pequeños empresarios. Atendiendo a las diferencias étnicas y culturales entre el hijo del inmigrante europeo, el inmigrante del interior ascendido en los 40 y la inmigración asiática de los 80 (japoneses, taiwaneses y coreanos), puede decirse que no es la misma clase media, ya que contiene estados, grados de desarrollo y expectativas muy diferentes. En busca de semejanzas, no obstante, hay que señalar que la identidad cultural de la clase media argentina en los 90 está dada por la mezcla y fusión de los dos grandes grupos, el de origen inmigratorio europeo y el migrado desde el interior del país. Una guía infalible para seguir ese proceso es la literatura argentina. Nuestra literatura de este siglo, la mas importante, he sido elaborada y consumida por la clase media argentina. Los encuentros y desencuentros entre los “asentados” y los recién llegados a a clase son egibles en textos como Locos de verano, Jettatore, M’hijo el dotor, Los siete locos, El Sur, Casa tomada, Cabecita negra y Mi madre andaba en la luz. Sus autores pertenecen a distintas fases de la cultura de la clase media argentina. Alguna vez se sintieron intrusos, alguna vez se sintieron invadidos, alguna vez se sintieron parte del mismo cuerpo social. Otro tanto podría leerse a partir del cine argentino y hasta de la televisión argentina, en el exiguo lapso de tres décadas. Aunque muy condicionada por el modelo dominante (las elites nativas y la influencia exterior), la clase media es el gran sintetizador, productor y reproductor de la cultura argentina.

RECUADRO DE CRÓNICA COTIDIANA
Tribulaciones de una ahorrista

Ella le creía al Gobierno y al plan económico. Por eso fue a comprar dólares. Ya no la iban a agarrar como en febrero, con el plazo fijo inmóvil en el banco y llorando la alocada danza del verde en las alturas. Qué derecho tenían, al fin y al cabo, a jugar con sus ahorros, con esos fondos que Ie permitían compensar una jubilación que da vergüenza y una obra social que –como dijo el interventor– está fundida.

Fue a la city, allí donde dicen que está el gobierno paralelo del país. Bancos, casas de cambio, agencias de turismo, arbolitos, financieras, corredores de bolsa, rematadores de hacienda. Un paraíso para el ahorrista.

O un infierno. La gente camina abstraída, en babia. Sólo tiene números en la cabeza. Mira las pizarras, las carteleras donde señores formales, de camisa y corbata, van cambiando los números. De un pequeño movimiento de la delicada mano de un señor formal, depende el sístole-diástole de otro señor formal que mira desde la calle. Por algo las ambulancias de “emergencia coronaria” están en la city. Palpitaciones, subas de presión arterial, bajas de presión arterial, desmayos y, todas las semanas, algún infarto.

Ella se detuvo en un quiosco de diarios: ¿Ambito financiero o El Cronista Comercial? ¿Cuál es mejor para el pequeño inversor (y la pequeña inversora)? Compró los dos. Parecía uno de esos burreros aficionados que van un día a Palermo y compran la rosa, la celeste, la verde y hasta Crónica y La Razón. No alcanzan a leer nada. Pierden, inexorablemente. “Pst, señora, ¿quiere comprar dólares?” le dice el quiosquero en voz baja. Lo que faltaba, un quiosquero-arbolito. “No, gracias”, dijo instintivamente la señora y se alejó.

Entró a tomar un café en La bicicleta. Oué justo, está en la city y se llama La bicicleta. Está bien puesto el café. Hay jóvenes de saco y corbata, seguramente empleados de las agencias, hay señores canosos con sobrias camperas y capello a cuadros. Ahorristas, como ella, perdón, pequeños inversores, como ella. Ouien diría. docente jubilada, ya abuela, tomando un café en la city.

Años enseñándoles a los chicos que el ahorro es la base de la fortuna; que el que guarda, tiene; que la moneda de un país es una divisa tanto o más importante que la bandera. Años contándoles a sus nietos el cuento de los tres chanchitos, elogiando al chanchito Práctico, que previendo las tormentas hizo su casa de ladrillos. No funcionó. Nada funcionó. Estaba equivocada, la fortuna es la base del ahorro; el que guarda, no tiene; la moneda del país se ha vuelto tanto o más insignificante que la bandera; al chanchito Práctico le entró la Ley 1.050 por la ventana, le sacaron la casa…

El mozo interrumpió sus cavilaciones. La señora pidió un cortado y comenzó a ojear los diarios financieros. “¿Hay remonetización o exceso de emisión?”, “La incertidumbre sobre la crisis en Lituania hizo descender el dólar en Londres y Nueva York”, “Cotización de títulos en los Estados Unidos”, “La Bolsa del mundo”, “¿Bavis o Bonos Conea?”. El mozo-arbolito. Quién lo hubiera dicho, con el chaleco bordó y esa pinta de camarero vienés. “Bueno, gracias”, contestó cortésmente.

¿Seré tan rara? ¿No habrá pequeñas inversoras en la city? ¿Cómo se dan cuenta de que quiero comprar dólares? La señora recordó las advertencias de su hijo: “Mamá, no te despegues de la cartera, que hay muchos descuidistas. No le compres dólares a cualquiera. Te dan un punto más, pero pueden ser falsos y no hay donde reclamar. Mejor andá al banco, o a una casa de cambios. Cuando hayas comprado, tomate un taxi y andá a casa. No tomes el taxi ahí nomás, esos son peligrosos…”

Sería más seguro hacer un depósito en el banco, en dólares. No, mejor no, a ver si se les ocurre congelar las cuentas y otra vez se quedan con mi plata. Además, no es tanta plata. Yo no puedo hacer lo que hizo el hermano del Presidente, que llevó dólares al Uruguay. Dicen que lo desmintió. Debe ser cierto. Si una piensa lo contrario de lo que dicen, siempre acierta. ¡Tendría que haber entendido al ministro aquella vez! Lo que él quería decir era el que apuesta al dólar, gana. Tarde para lamentarse. Pero no me van a agarrar otra vez.

Pagó el café, acomodó los diarios en la cartera, (“¿Habrán visto dónde tengo el dinero?”), y salió con paso rápido hacia la primera casa de cambio. Entró en una donde había mucha gente (“Por algo será que hay mucha gente, esa regla no falla”). Se puso en la desordenada cola que se apretaba contra el mostrador y esperó su turno. Su turno no llegaba nunca; por el costado se metían una suerte de arbolitos (para-arbolitos) que llamaban en voz alta a los que atendían el mostrador. “¡Jorge, te encargo quinientos!”, “¡Miguel, acá el señor tiene pesos chilenos!”.

Estaba como abombada. Cuando la atendieron solo acertó a decir “dólares”. “¿Cuántos?”. Sacó el pequeño fajo de australes, todavía con el sello del banco, y se lo dio al empleado. Sin inmutarse, el empleado rompió la faja de papel y pasó los billetes dos veces por la máquina contadora. “Por este número la van a llamar, señora”. Se retiró un poco del mostrador y miró las pizarras. El dólar había bajado hasta los cinco mil, era un buen momento para comprar. En una semana, de seguir las cosas así, iba a tener una pequeña fortuna, iba a poder ayudar a los chicos, iba a poder hacer un buen regalo a los nietoos.

Le vinieron a la mente historias de ahorristas. El abuelo gallego que guaraba los pesos en un frasco, debajo de una baldosa; los tanos que los escondían bajo el cotín del colchón; su madre, administrando el sueldo de su padre, guardando siempre un resto “por lo que pudiera pasar” en un paquete de yerba; ella misma, pegando estampillas en las libretas de la Caja Nacional de Ahorro Postal, haciendo una inversión para el futuro. Altri tempi.

Cuando cantaron su número se acercó rápido al mostrador. En un sobre le entregaron unos pocos billetes verdes, algunos australes, chirolas de diferencia y la boleta de compra. Salió a la calle y fue caminando despacio hasta la Avenida de Mayo. Tomó un subte y regresó a su casa.

No pasaron ni siete días cuando el empleado de la casa de cambios vio llegar nuevamente a esa señora que había comprado dólares sin contarlos. “Buenos días, vengo a vender”. El empleado tomó el sobre con billetes verdes y la boleta de compra. “Está cuatro mil seiscientoos, señora”. “Sí, sí, no importa, necesito el dinero”.

La señora se marchó a su casa pensando en el hermano del Presidente, en el Presidente y en la madre del Presidente. Su experiencia como pequeña inversora le había dejado, a sus años, una nueva lección: los pobres, hasta cuando apuestan al dólar pierden.

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Alexander Alekhine en jaque, por Ricardo Ragendorfer

Durante mi adolescencia frecuenté el Club Argentino de Ajedrez, situado en una casona sobre la calle Paraguay, a metros de Callao.

Allí, en el segundo piso, dentro de un gran cubo con paneles de vidrio, se exhibía un tesoro histórico: la mesa-tablero y las piezas con las cuales, en 1927, el ruso Alexander Alekhine le arrebató el título mundial al cubano José Raúl Capablanca, luego de 34 partidas. Ese match fue disputado en la primera sede del club, sobre la avenida Carlos Pellegrini 449, frente a la plaza donde diez años más tarde se levantaría el Obelisco.

La figura de Alekhine concitaba mi interés.

–Era un personaje muy complicado –dijo al respecto mi interlocutor, no sin esbozar una sonrisa triste.

A su modo, aquel septuagenario de porte distinguido también era una reliquia del lugar. Se trataba de Luis Piazzini, un antiguo campeón argentino y sudamericano que, en esa época, subsistía dando clases a novatos.

–Era un personaje difícil –insistió, antes de besar su copa de coñac.

Sabía de lo que hablaba.

En este punto es necesario retroceder al invierno de 1939, cuando tuvo lugar en Buenos Aires el Torneo de las Naciones, que congregó a los mejores ajedrecistas del planeta. Alekhine fue el primer tablero del equipo de Francia, país que le había otorgado la ciudadanía.

En tanto, Piazzini integraba el equipo local

Cabe destacar que, en aquellos días, éste tuvo el privilegio de alojarlo al campeón del mundo en una quinta de Adrogué que pertenecía a su familia.

Alekhine ya tenía 47 años y acababa de recuperar el cetro mundial que, en 1935, había quedado en manos del holandés Max Euwe.

Lo cierto es que el carácter huraño de ese hombre, que por las noches se atiborraba con vodka, tornó vidrioso su vínculo con el anfitrión.

Su adición por la bebida también incidió en su desempeño deportivo, ya que los franceses ni siquiera se clasificaron.

Dicho sea de paso, los ajedrecistas del Tercer Reich se alzaron con la competencia. Un hecho menor a la luz de la Historia del siglo XX, puesto que justo en esos momentos estallaba la Segunda Guerra Mundial.

De modo que muchos jugadores europeos decidieron no regresar a sus países; entre ellos, Miguel Najdorf, Jiri Pelikan y Erich Eliskases, quienes, con el tiempo, dejarían su impronta en el ajedrez argentino.

Pero Alekhine volvió a París, algo que sorprendió a sus pares.

–Parece que en la Francia ocupada por los nazis, él no la pasó nada mal –me diría Piazzini 35 años después.

El ruso blanco

En el plano estrictamente ajedrecístico, la leyenda de Alekhine consigna que hubo una partida en la cual estuvo en juego algo mucho más valioso que una corona ecuménica. Su rival era nada menos que León Trotsky.

En el plano estrictamente político, su existencia se vio siempre sacudida por los grandes cataclismos de la Historia.

“Me han destruido las dos guerras”, supo reconocer en un artículo que publicó a los 51 años.

Pero vayamos por partes.

Nacido en 1892 en el seno de una familia perteneciente a la aristocracia rusa (su padre era propietario de tierras y miembro de la Duma Imperial), el joven Alexandre alternó los estudios universitarios –hasta obtener el título de licenciado en Leyes– con la práctica profesional del ajedrez.

La Primera Guerra Mundial lo sorprendió mientras jugaba un torneo en la ciudad alemana de Mannheim. Nada pudo ser más inoportuno. Alexander terminó tras las rejas bajo la carátula de “extranjero hostil”, Y meses después, fue beneficiado por un intercambio con presos prusianos detenidos en Moscú.

Su segunda desgracia fue la Revolución Rusa, la cual confiscó todos los bienes de su familia. Y él, sin interrumpir su pasión por el juego-ciencia, pasó a efectuar tareas de espionaje para la Guardia Blanca, la milicia anticomunista que enfrentó al Ejército Rojo para restaurar la monarquía de los zares.

Esa vez, para él todo también terminó de la peor manera, puesto que fue arrestado en Odessa, donde un tribunal del pueblo lo condenó a muerte.

Pero, en esas circunstancias, hubo un hecho providencial: la aparición de Trotsky en su celda. Es que fundador del Ejército Rojo era un aficionado al ajedrez. Y allí mismo se enfrentaron en el tablero.

En aquella partida, Alekhine le permitió al rival desarrollar una apertura siciliana sin contratiempos, concediéndole –a propósito– cierta ventaja.

Envuelto en un silencio sepulcral, lo medía a Trotsky por el rabillo del ojo, como un cazador agazapado a punto de disparar sobre su presa.

La cuestión es que, ya en el juego medio, contraatacó con una increíble combinación, precipitando en apenas ocho jugadas la derrota de Trotsky. Fue una especie de nocaut.

El líder revolucionario, quien no habría tomado a mal dicho resultado, tuvo el gesto de gestionar su excarcelación.

Hay quienes dicen que, en realidad, Alekhine habría pactado convertirse en soplón del nuevo régimen.

Al poco tiempo obtuvo un visado para jugar torneos en algunos países de Europa. Así fue como, en 1921, viajó a Francia, donde contrajo enlace con la periodista suiza Anneliese Rüegg, quien le llevaba 13 años.

Ella sería la primera de sus cuatro esposas, todas mayores que él y con un muy buen pasar.

Alekhine jamás regresó a la URSS, siendo considerado allí un “traidor”, mientras él empezaba a mostrarse como un abanderado del anticomunismo.

Ya se sabe que, en 1927, le ganó en Buenos Aires a Capablanca. Luego, fue Euwe quien lo despojó del título mundial –en medio de una de sus etapas etílicas más copiosas–, recuperando la corona en 1937. Vale decir que durante ese match se esforzó sobremanera en no tomar una sola gota de alcohol.

Cuatro años más tarde, ya casado con la norteamericana Grace Wishaar, una millonaria de origen judío, se produjo en Francia la ocupación alemana.

Alekhine, entonces, intentó escapar con su esposa a los Estados Unidos, fracasando en su empeño. Así quedó a merced de los invasores.

Pero grande fue su sorpresa cuando el alto mando de las SS se exhibió muy amigable con él, dado su renombre en el universo del ajedrez.

De modo que le ofrecieron un trato que él no pudo rechazar: inmunidad a cambio de su participación en torneos patrocinados por los nazis.

Sin pensarlo dos veces, Alekhine aceptó con beneplácito.

Claro que no era la primera vez que vendía su alma al diablo.

El ajedrecista ario

Su biografía estuvo atada a aquella recurrencia: de ser un espía al servicio de los contrarrevolucionarios rusos, pasó –según una versión nunca desmentida– a fisgón de la Cheká (la primera policía secreta de la URSS), y ya en Francia, se convirtió en un colaboracionista de los invasores nazis.

No es exagerado decir que él fue una estrella deportiva muy apreciada por Joseph Goebbels, el propagandista de Hitler.

De hecho, sus funciones iban más allá del simple acto de ganar partidas en nombre de la raza superiora. Por lo pronto, hubo dos memorables artículos de tinte antisemita publicados con su firma en el Pariser Zeitung, el periódico para las tropas nazis con asiento en París. Sus títulos lo dicen todo: “El ajedrez judío” (al que consideraba débil, cobarde y oportunista) y “El ajedrez ario” (al que no dudó en calificar como vigoroso, valiente y lleno de inteligencia).

¿Acaso sus deberes hacia los nazis también incluían alguna delación?

Eso precisamente se rumoreaba entre los integrantes de la resistencia francesa, quienes se la tenían jurada.

No obstante, Alekhine se sentía en esa época a sus anchas. Hasta fines de 1943, tras recibir amenazas por parte de la organización de Francotiradores y Partisanos Franceses (FTPF), que reportaba al Partido Comunista. Entonces, con la venia de los alemanes, se estableció en España al amparo del régimen de Francisco Franco.

Planeaba regresar a París ni bien se aquietara su situación.

Pero la Historia le depararía otro golpe: la derrota del Tercer Reich. Así fue como el pobre Alekhine quedó nuevamente pedaleando en el aire.

A los 53 años, y sin haberse recuperado de las secuelas provocadas por una virulenta escarlatina, debía poner otra vez los pies en polvorosa.

Para entonces, en lo personal, había fracasado en otros dos matrimonios. Y en el contexto de la posguerra, con gran parte de Europa en ruinas, su título de campeón del mundo –que pudo conservar solamente por la parálisis de la Federación Internacional de Ajedrez durante el conflicto– valía menos que un billete de tres dólares.

En Madrid comenzó a sentirse perseguido. Atribulado por una paranoia regada con ingestas maratónicas de vodka, creía que lo seguían; veía agentes de la KGB en cada esquina. De manera que escapó a Portugal, gobernada por António de Oliveira Salazar, otro dictador filonazi.

Allí se alojó en un pequeño hotel de Estoril, de donde casi no salía. Su manía persecutoria crecía en proporción geométrica, al punto de entrar y salir a hurtadillas, sin que nadie lo viera.

Al anochecer del 24 de marzo de 1946, un camarero le dejó la cena en su habitación. A la mañana siguiente, ese mismo camarero le golpeó la puerta para retirar la bandeja. Pero Alekhine no respondió.

Recién al mediodía la policía volteó la puerta.

El campeón del mundo estaba tumbado en su silla, como dormitando; lo curioso es que vestía un grueso sobretodo.

Ante sí, sobre la mesa, había un plato de sopa que no llegó a tomar y un tablero de ajedrez con las piezas debidamente ordenadas.

Un uniformado intentó despertarlo. Fue inútil. Alekhine ya tomaba sus primeras lecciones de arpa.

Una última burla del destino sellaría la existencia de aquel individuo: su fallecimiento fue certificado por un veterinario.

Luego, la autopsia determinó que la muerte le sobrevino al atragantarse con un pedazo de carne.

¿Acaso el cuerpo de alguien que muere por asfixia, con la desesperación que ello supone, termina en una posición tan –diríase– abúlica?

Esa fue la pregunta que el maestro Piazzini se hizo, casi tres décadas y media después, mientras remataba el último sorbo de coñac.

Luego, simulando un tono confidencial, dijo:

–Alekhine fue un tipo difícil hasta para morir.

Y se retiró con pasos lentos.

Publicada originalmente el 26 de enero de 2024 por la agencia Télam

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Archivo

“A Teresa la mató la policía”, por Hernán López Echagüe

El sábado 8 de junio, a los 89 años, falleció Miguel Rodríguez, el padre de Teresa Rodríguez, asesinada por una bala de la policía provincial en 1997 durante la represión de uno de los primeros piquetes contra el menemismo en Cutral Có, Neuquén. Sus padres lucharon toda la vida para obtener justicia. Murieron sin tenerla. Flor, su mamá, murió en el 2021. En este relato, las razones por las que fue asesinada Teresa Rodríguez quien se convirtió desde entonces en una bandera de lucha.

En su memoria, y la de todos los argentinos, Hernán López Echagüe comparte con el Archivo LCV un capítulo de su libro “La Política está en otra parte”.

Lunes 17

“El Cutralcazo fue fundamental”, me dice Juan al tiempo que, en vano, intenta sintonizar una estación de radio. “Podría decirse que muchos de los nuevos movimientos del país lo tomaron como ejemplo de lucha”. No sé cómo diablos agradecerle semejante gentileza; ha trabajado toda la noche, hasta las seis de la mañana, y ahora, las once ya, está a mi lado, garboso, lleno de energía, conduciéndome en su auto hacia Cutral-Có, ciudad que, suficiente fue anoche comentárselo al descuido, quería conocer, por su historia y con la idea de hacerme una escapada a la casa de los padres de Teresa Rodríguez. Pasamos por Plottier, luego Senillosa; la ruta es una infinita alameda de especies encumbradas y raquíticas tras la cual se extienden miles de manzanos quemados por la helada. Durante el viaje sólo hablamos acerca de las sucesivas puebladas que han signado la historia de los últimos años de la ciudad. El primer Cutralcazo, en junio de 1996, espontánea reacción de los pobladores que resolvieron ganar las calles enterados de que el gobernador Sapag pretendía derogar un acuerdo con la empresa canadiense Agrium para establecer una fábrica de fertilizantes; los piqueteros lograron no ya expulsar a los gendarmes, también la restitución de los servicios de gas y energía eléctrica a los desocupados y cientos de subsidios de desempleo. La pueblada de abril de 1997, cuando docentes, desocupados, estudiantes y coordinadoras de padres ocuparon las rutas y cortaron puentes a lo largo de tres días; la Gendarmería y la policía provincial, aleccionadas por la derrota anterior, acrecentaron de manera inaudita el número de la tropa y, no conformes con el desalojo de la ruta, irrumpieron en la ciudad a la caza de piqueteros; el pueblo no lo toleró; más de quince mil personas salieron de su hogar para hacer frente a la demencial invasión; al cabo de la indiscriminada represión, y más allá de decenas de heridos, en el asfalto de la ruta 17 quedó tendido el cuerpo de Teresa Rodríguez, mujer de veinticinco años, casada, tres hijos, empleada doméstica, víctima del balazo que le disparó un agente de la policía. De todas las semillas confiadas a la tierra, escribió Balzac, la que mayores y más poderosos frutos rinde es la sangre vertida por los mártires. El asesinato de Teresa Rodríguez ha sido un cabal ejemplo, pues el simple grito de su nombre, no sólo en Cutral-Có, sino en todos los cantos del país, adquirió una magnitud impensada.

En el acceso a Plaza Huincul me distrae la figura de un colosal dinosaurio, verdadera mole construída con varillas de hierro. Al pie, un gran cartel: “Plaza Huincul, cuna del dinosaurio más grande del mundo”. Veinte kilómetros más adelante, llegando a la plaza central de Cutral-Có, nos encontramos con Albino Tricanao, militante de Izquierda Unida que ha vivido la cruda experiencia del Cutralcazo y forma parte de un MTD. Innecesario es que refiera su ascendencia mapuche; el pelo azabache, liso y brillante, el tono de su voz y los rasgos de su cara se encargan de comunicármelo. Le sorprende mi visita. “Después de la pueblada vinieron todos. Hebe de Bonafini, los partidos de izquierda, todos; ahora es como que no hay nadie, se han olvidado, y la desocupación ya alcanza a doce mil personas, hay mucha bronca contenida, porque además hay cientos de procesados; cada dos semanas me citan a los tribunales, por atentado a la autoridad en una, otra por no dejar desenvolver normalmente el funcionamiento del municipio; me han allanado la casa, pero nunca me han detenido”. Albino tiene 33 años, diez hermanos, y nació en una familia de “crianceros”, es decir, gente que se ocupa de la cría de animales en el campo; con amargura cuenta que de la cultura mapuche a sus padres sólo les ha quedado la sabiduría para el telar. “Al menos tengo el apellido, que significa `caminante´, y buen honor le hago”. Al igual que Mosconi, Cutral-Có y Plaza Huincul son pueblos que florecieron, y posteriormente se difuminaron, a la sombra de YPF, razón por la cual todos los jóvenes cursaban estudios en escuelas técnicas, como Albino lo hizo, con la esperanza de conseguir empleo en la empresa todavía estatal. “La privatización acabó con todo, el éxodo de gente fue grande, la desocupación increíble. Fueron los años en que el Movimiento Popular Neuquino se dedicó más que nunca al clientelismo. ¿Vos querías una vivienda? Tenías que afiliarte. ¿Querías entrar al municipio, tener un empleo público? Tenías que afiliarte”. No le guarda respeto a político alguno, y, como personajes de la historia que algún tipo de influjo han tenido en su formación, menciona, con gravedad, a Marx, Freud, el Che y Piaget. “Son hombres que han pegado su ladrillo en la pared que nos sirve a nosotros para agarrarnos y ver qué hay del otro lado del muro”, dice y entonces lo asalta la exaltación. “En el país no hay una dirección que capitalice el descontento; hay que romper los sectarismos, no tenemos que delegar el poder a nadie, tenemos que hacerlo nosotros, como ha hecho Zanon; hay que amasar el pan con las propias manos. Hoy la gente empieza a decir: dame la harina que lo voy a hacer yo. La dinámica del 19 y 20 de diciembre no se detuvo, no es una foto, continúa, estamos construyendo, y nos tropezamos, y nos caemos, pero seguimos”. Juan nos interrumpe con elegancia; está preocupado, se ha hecho tarde, debe regresar a Neuquén en dos horas. Albino, el caminante, se ofrece para guiarnos hasta la casa de los padres de Teresa Rodríguez.

Miguel y Sol, los padres de Teresa Rodríguez

Don Miguel Segundo Rodríguez nos atiende en la puerta de su casa, una construcción pequeña e inconclusa; es un hombre entrado en años, de mediana estatura, cuerpo huesudo y magro. Al parecer, hemos llegado en el momento oportuno; acaba de almorzar, todavía no se había echado a siestear, de modo que le resultará un placer conversar con nosotros. Nos sentamos a una mesa de la cocina, donde aún persiste un espeso aroma a salsa de tomates, acaso guiso de carne; en una de las paredes laterales hay un gran retrato de Teresa, y en la habitación lindera veo uno de Che Guevara. Quiere saber qué estamos haciendo por allí. Le cuento brevemente el proyecto del libro, lo hago con recato pues temo que esté harto de visitas y por tanto me mande al demonio. No. Sonríe, casi gratificado; justamente anda ofendido con el periodismo porque han dejado de investigar el asesinato de su hija. “Hicieron puro amarillismo, pero yo sigo, no voy a parar hasta aclararlo”. Arrima la cabeza, acortando la distancia con mi oreja: “Podemos hablar claro, ¿no? Porque imagino que acá somos todos compañeros. Bueno, esta justicia no existe. No hacen nada. El poder, ese señor Sobisch esconde todo. A Teresa la mató un policía, y ya me le estoy acercando. Esa gente, el poder, se cree intocable, y yo voy a seguir hasta tocarlos”. Las palabras han sonado con férrea convicción; su fuerza de ánimo es mayúscula. De repente entra la mujer, una señora de semblante satinado y mirada cálida, con un album de fotografías que apoya en la mesa. “Muchas felicidades”, nos dice mientras da un rodeo por la mesa para besarnos a cada uno en la mejilla. “No sé si son padres, pero igual no les pregunto porque por ahí son y no lo saben”. Don Miguel suelta una risotada. “Cierto, me había olvidado”, dice. “Hoy festejé como siempre; comí fideos, vinieron todos mis nietos, estuve con Teresa”. Enseguida nos cuenta que su vida, luego del asesinato de su hija, cambió por completo; antes era un hombre huraño, callado, poco afecto a la charla con los vecinos. “Ahora no, voy y vengo, hablo con uno y con otro, organizo actividades en el barrio, si me llaman de Buenos Aires para algo, voy sin problema, siempre que me paguen el pasaje, claro”. Nos entrega el volante de un taller de teatro popular llamado “Tren-Ten”. “Esto lo organizamos con mi señora, es un homenaje para Teresa”. La mujer, que se ha quedado parada a sus espaldas, los brazos cruzados sobre el pecho, asiente con satisfacción. “Ya no me gusta la gente que no se mete, la gente que no se preocupa por el prójimo”, continúa don Miguel, la vista clavada en una vieja fotografía de Teresa adolescente, una hermosa muchacha de ojos redondos, “porque esto lo arreglamos entre todos los que somos compañeros o no lo arregla ni Dios”. Nuestra visita, pese a mi presagio, lejos de importunarlo le ha causado una inocultable alegría que no está en sus planes echar por tierra. Vamos, quédense a tomar unos mates, media horita más, dice una y otra vez. No, no podemos, nos encantaría, se lo agradecemos profundamente, pero debemos irnos. Nos acompaña hasta el auto. Me palmea el hombro: “Póngalo en su libro, ponga que no voy a parar hasta tocarlos donde más les duele”. Me toma del antebrazo: “Ah, y espero que me traiga un libro, porque las cosas están difíciles”.

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