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Sobre indultos, héroes y anónimas tumbas, por Oscar Taffetani

N.d.R: Esta nota fue escrita en agosto de 1990 y publicada en el diario Sur, como parte de una campaña contra los indultos anunciados por el entonces presidente Carlos Menem. Dramático momento en el que los genocidas empezaban a estar sueltos e impunes por obra de las “leyes del perdón” votadas durante Alfonsín y ya se preparaban a salir los jerarcas de la dictadura. Por entonces, el colectivo de DDHH sólo pudo protestar mediante “escraches” y con los llamados “juicios de la verdad”. En estos nuevos tiempos de negacionismo, su autor y LCV deciden publicarla por primera vez en versión digital. Una reflexión imprescindible sobre la impunidad que incluye recuerdos familiares del propio Taffetani cuyo tío, Juan G. Franzetti, fue asesinado en 1929. Era apenas un niño cuando conoció el significado perverso de los indultos.
Sobre indultos, héroes y anónimas tumbas
A veces pienso que de todas las historias posibles, las menos posibles entre nosotros parecen ser aquellas en que el “inspector” recoge del suelo una cigarrera, dice: “Ah”, telefonea al laboratorio, viene el juez, se lleva al asesino y lo condena 20 años. Yo también he escrito historias así, pero ahí está la crónica diaria para revelar que las pruebas no significan nada, que se puede opinar sobre una pericia y que, de todas maneras, el asesino sale el mes que viene. (Rodolfo Walsh. Reportaje de Ricardo Piglia, Marzo de 1970)

En 1970, luego de haber incursionado con felicidad en ese género literario que de Truman Capote a esta parte se dio en llamar non-fiction novel (la “novela-verdad”), Rodolfo Walsh se había dado cuenta de que para que un relato policial fuera verosímil, en la Argentina, los asesinos debían quedar en libertad.
Por eso, ¿Quién mató a Rosendo?, Operación Masacre y El caso Satanowsky, tres importantes libros de Walsh, cuentan historias verosímiles. Al margen de las investigaciones y probanzas aportadas, esos relatos —para lectores argentinos— son absolutamente verosímiles. Tan verosímiles son, que los asesinos de Rosendo García. los asesinos de aquella madrugada en José León Suárez y los del abogado Satanowsky nunca fueron juzgados,nunca fueron condenados, nunca fueron privados de su libertad. Tan verosímiles son las historias de Walsh, que esos mismos asesinos volvieron sobre un sobreviviente de José León Suárez (Julio Troxler) para acabar con él. Tan verosímiles son, que un 25 de marzo del año 1977 balearon y secuestraron al mismo Rodolfo Walsh, sin que hasta ahora haya aparecido.
Lo que nunca fue verosímil —para seguir hablando en términos de arte literaria— fue una novela de autor colectivo titulada Nunca Más. Las primeras entregas, en 1983, se alimentaban exclusivamente de ficción: juicio a todos los responsables de la represión ilegal, el terrorismo de Estado y el vaciamiento económico del país.
Las entregas posteriores, ya en 1984, comenzaron a admitir pautas del verosímil argentino: tres niveles distintos de responsabilidad en la represión, ¿justicia militar o justicia civil?, nacionalización y blanqueo de la “deuda ilícita”.
Lo que siguió después, ya se encuadró perfectamente en la non-fiction novel (o novela-verdad): punto final, obediencia debida, probabilidad de in dulto o amnistía general para delitos económicos (vaciamiento, defraudación, evasión de impuestos), delitos contra la persona (secuestro, homicidio, tortura) y delitos contra la patria (traición, negligencia en tiempo de guerra).
En este preciso momento, muchos de los autores de esta gran novela-verdad están evaluando si abandonar el país, para entrar en el código, más benigno, de la non-fiction novel norteamericana; o hacer un gran pozo en la tierra para esconderse de los asesinos y salteadores de los que creyeron se habían librado en los primeros capítulos de la novela.
Como trágica humorada final —y haciendo honor a la verdad, al estilo Walsh—, han propuesto una fe de erratas sobre el título del libro. Donde decía Nunca Más ahora debe decir Otra Vez.
Yo indulto, tú indultas, él está muerto
A quien esto escribe, los códigos del verosímil argentino le fueron transmitidos desde la niñez. La historia merece contarse.
Mientras hojeaba un álbum de recortes periodísticos de familia que tenía su abuela, se detuvo en uno de La Nueva Provincia, diario de Bahía Blanca, fechado el 14 de mayo de 1945. Con el «tulo “Las actividades de Juan G. Franzetti””, el periodista Francisco Pablo de Salvo hacía el obituario de un colega muerto en abril de 1929.
El periodista Juan G. Franzetti, fundador en 1906 de La Hoja del Pueblo, militante socialista que en la madurez había devenido empresario y promotor de cooperativas, fue asesinado por un joven desconocido camino de la localidad de Punta Alta.
Cuenta De Salvo que Franzetti recogió con su automóvil a un joven con aspecto de cazador que le hizo señas. Una vez arriba, el ““cazador” le descargó un escopetazo a Franzetti, quien alcanzó a responder el fuego con un revólver que llevaba. Acto seguido, condujo malherido su automóvil hasta el consultorio de un médico y allí entregó al agresor, para que fuera curado. A la hora de haber salvado la vida de su asesino, él moría desangrado en el hospital de Puerto Belgrano.
Álbum en mano, el niño que era quien hoy esto escribe pidió una ampliación de la historia a su abuela. Ella recordó entonces las últimas palabras de “tío Juan””, como aún lo llama: “Le decía al muchacho que le había disparado: “¿Quién te mandó?, decíme, ¿quién te mandó?”. Y le dijo al médico que lo recibió, antes de desvanecerse: Atienda a este infeliz.”
El infeliz confesó que lo habían mandado, sin dar detalles. El juez lo condenó a cadena perpetua por homicidio alevoso. La abuela le dijo al niño “Cuando les dan cadena perpetua, es para que después los puedan liberar con el indulto”
Otro recorte, pequeñísimo, también pegado en el álbum, registraba que unos pocos años después el asesino de Juan G. Franzetti había sido beneficiado con un “indulto de Navidad”.
Crecido, aquel niño que escuchó la historia tuvo alguna vez la intención de localizar al asesino del tío Juan. Sus propias vivencias, sus propias ““pérdidas irreparables” en estas últimas aciagas décadas de historia nacional lo hicieron desistir. El “caso Franzetti”, recorrido de la mano de una memoriosa abuela, había sido su asignatura de ingreso en la vida argentina, su Introducción a la Impunidad.
Frente a los indultos siempre habrá quienes se pongan alegres y quienes se pongan tristes. Pero hay quien no se pone ni alegre ni triste, simplemente porque ya no está. Juan, Pachi, Irene o Rodolfo: a todos se los tragó el país de la impunidad.
Quiera Dios, las abuelas memoriosas y la sagrada obstinación de nuestras Madres que nunca se los trague el país de la desmemoria.
Nuevos cuentos de la selva
El jueves pasado el Presidente, utilizando como escenario la centenaria y reconstruida ciudad de Yapeyú, Corrientes, rindió homenaje al Libertador y también a los anónimos héroes cuyos restos descansan en suelo malvinense.
Profusión de citas de San Martín y de Perón aludieron al tema de la reconciliación y de las relaciones entre pueblo y Ejército, abonando el terreno de inminentes y nuevos indultos. Agreguemos aquí algunas citas que no se hicieron en la oportunidad, y contrastémoslas brevemente:
Escribió alguna vez San Martín: “Cada gota de sangre americana que se vierte por nuestros disgustos me llega al corazón”. (No la tuvieron muy en cuenta quienes prepararon una absurda guerra contra Chile, en 1978.) Escribió en otra oportunidad: Mi sable jamás se sacará de la vaina por opiniones políticas, como éstas no sean en favor de los españoles y su dependencia”. (No lo tuvieron muy en cuenta quienes vaciaron económica-
mente la empresa nacional de hidrocarburos, y quienes paralelamente desde el poder— afirmaban que daba lo mismo “fabricar Pucarás o caramelos””.)
Para la época en que esos militares nada sanmartinianos gobernaban el país, Rodolfo Walsh se permitía tener otras “opiniones políticas”, nada favorables a la dependencia. Claro que cometió el “error” de expresarlas, Tuvo el valor de hacer una carta abierta a la junta militar que celebraba el 24 de marzo de 1977 su primer año en el poder.
Mientras Ricardo Balbín (q.e.p.d.) dedicaba el número 4 del periódico Adelante a pensar cuál podía ser el aporte de los partidos políticos al Proceso (“sabemos lo que hay que hacer para el éxito de la gestión […] puede estar seguro el señor Presidente que sin ruido ni ostentaciones le llegará nuestra palabra”). Mientras la dirigencia: de los principales partidos políticos, al decir del filósofo y empresario Víctor Massuh, “con su silencio brindó un margen operativo a los hombres de armas”; mientras toda esa vergüenza ocurría, Rodolfo Walsh tuvo el valor de escribir públicamente: “Lo que ustedes llaman aciertos, son errores; lo que reconocen como errores, son crímenes; y los que omiten, son calamidades”.
Walsh denunció que el 24 de marzo de 1977 había en la Argentina 15 mil desaparecidos, 10 mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados. El 25 de marzo de 1977, un día después, él mismo engrosaba la lista de desaparecidos.
Los responsables de su secuestro y desaparición habían hecho tres años antes (Operativo Dorrego) una promesa de reconciliación y unidad con el pueblo. No la cumplieron. Pronto estarán todos en libertad, para cerrar la non-fiction novel como corresponde.
La moral cristiana enseña a perdonar las afrentas. De ser absolutamente consecuentes con ella —sugiere un colega— debería hoy liberarse a todos los presos, cualquiera sea su causa. Y no encerrar a nada ni nadie ni a los pajaritos— por motivo alguno. Tendremos, entonces, una hermosa selva subtropical, llena de vida y color.
En esa selva siempre el pez grande se come al chico, el león al venado y el pájaro a la lombriz. Porque la ley que impera en la selva, es la ley de la selva.

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El represor que ganaba premios con fotografías de sus víctimas, por Ricardo Ragendorfer

Por Ricardo Ragendorfer
Orlando González era un laborioso cultor de la fotografía artística. En 1979, esa actividad lo condujo a los umbrales de la consagración, al obtener el Gran Premio de Honor Cóndor de la Federación Argentina de Fotografía (FAF), el más prestigioso del país. Sus obras galardonadas fueron Una luna, una tarde y un viejo amor y La Parca. Ambas aparecerían publicadas en el número 138 de la revista Fotomundo (ver recuadro), junto con un elogioso comentario acerca de la segunda foto, que muestra, en clave difusa, una silueta femenina con una capa, detrás de una calavera. Lo cierto es que el peso misterioso de esa imagen aún hoy perdura, aunque no precisamente por razones estéticas.
A los 32 años, González solía alternar ocasionales changas fotográficas con el ejercicio artístico del asunto.
En cuanto a las changas, hay por lo menos una que merece ser mencionada: en junio de 1979 –cuando esa edición de Fotomundo estaba en los kioscos–, a él se lo vio en la Plaza 18 de Julio, de Montevideo, retratando a una mujer de mediana edad con la estatua de Artigas como fondo, en lo que parecía ser una producción periodística.
En cuanto al ejercicio artístico del asunto, poco después, en septiembre de ese año, se lo vio retratando a otra mujer en alguna isla del Tigre. Al igual que en su consagrada foto La Parca, ella posaba con una capa.
Ahora se sabe la identidad de sus modelos.
La primera: Thelma Jara de Cabezas, quien desde abril permanecía cautiva en la ESMA. Las fotos que González le sacó en la capital uruguaya –a donde la llevaron en un avión de línea– fueron publicadas el 22 de agosto en el diario News World, del reverendo Sun Myung Moon. Ahí ella fue presentada como la “madre de un guerrillero muerto” que se escondía de los montoneros. Otra nota de idéntico talante salió el 10 de septiembre en la revista Para Ti.
La segunda: Lucía Deón, quien desde diciembre de 1978 permanecía cautiva en la ESMA, tras una breve escala por el centro clandestino Olimpo. González la fotografió en la isla El Silencio, una propiedad de la Iglesia Católica sobre el río Chañá Mini, en donde los marinos escondieron a sus prisioneros ante la visita al país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Ambas mujeres sobrevivieron a las mazmorras de la última dictadura.
González, en realidad, era agente de inteligencia de la Armada e integraba el Grupo de Tareas (GT) 3.3.2 de la ESMA. Su nombre de guerra: “Hormiga”.
Ahora, a los 68 años, es uno de los 68 represores de la Armada juzgados por delitos de lesa humanidad cometidos allí contra 789 víctimas.
La cuestión de su faceta artística estalló en medio del debate, luego de que un testigo, el sobreviviente Carlos Lordkipanidse, se refiriera a esa vieja nota de Fotomundo –exhibida por el propio “Hormiga” entre los secuestrados– y a los retratos que él le hizo a Lucía Deón en El Silencio. ¿Acaso es posible que González consumara sus obras con personas cautivas? La pregunta ahora flota bajo el techo del tribunal.
EL AUTODIDACTA. Atildado y medido. Así se mostraba “Hormiga” ante la superioridad. El capitán de fragata Guido Paolini, uno de los calificadores de su legajo, tenía de él un excelente concepto y estampó con su puño y letra el siguiente comentario: “Tiene excelentes conocimientos de fotografía, tanto para la toma como para el proceso de revelado y copia.”
Quizás otro capitán de fragata, Luis D’Imperio –el sucesor de Jorge “Tigre” Acosta en la jefatura del GT 3.3.2–, no considerara debidamente tal cualidad, puesto que, con un ejemplar de Fotomundo ante los ojos, bramó: “¡Usted es un pelotudo!” No le había causado demasiado beneplácito que el artículo en cuestión incluyera el nombre verdadero y otros datos personales de alguien que pertenecía a una unidad clandestina de combate antisubversivo. “¡Usted es un pelotudo!”, repitió, sin dar crédito a sus ojos.
Frente a él, González permanecía firme y en silencio.
El tipo, oriundo de la ciudad chubutense de Esquel, había ingresado en la fuerza a los 17 años; ahora, tres lustros después, tenía grado de suboficial mayor, tras desempeñarse en el área de contrainfiltración y, después, como secretario privado de algún jerarca del Servicio de Inteligencia Naval (SIN).
En la ESMA, a donde llegó como auxiliar de inteligencia en 1977, estaba a sus anchas. Tenía un escritorio en un rincón del llamado Salón Dorado, nada menos que el centro de operaciones de ese inframundo. Allí, él se encargaba de las comunicaciones, también ordenaba papeles y hasta tenía a su cargo el envío a reparaciones de picanas con problemas técnicos. Tampoco era inusual su presencia en interrogatorios; allí –según las víctimas– solía administrar dosis eléctricas con una actitud casi deportiva. A la vez cultivaba un trato amable con los prisioneros sometidos a trabajo esclavo; en especial, con las mujeres, a las que insistía en impresionar.
En todo momento hacía gala de sus pretensiones intelectuales. En ello habría una razón de peso: dado su rango subalterno en una estructura elitista como la de la Armada, él se sentía subestimado por sus camaradas de armas. Creía que “estaba para más”, y se lo quería demostrar a sus superiores.
“¡Usted es un pelotudo!”, le repitió D’Imperio por última vez.
Esas cuatro palabras, a través del boca a boca, circularían por los pasillos de la ESMA como un reguero de pólvora.
¿Cómo era la existencia de “Hormiga” fuera de ese lugar? González vivía con su mujer en una casa situada en la calle Tomás Le Bretón, de Villa Urquiza. Los vecinos tenían de él un vidrioso concepto, alimentado por sus idas y llegadas al hogar en vehículos con antenitas y sin identificación. No ocultaba, en cambio, su pasión por la fotografía. Tanto es así que fue muy común verlo en el barrio con su cámara Asahi Pentax K 1000 colgada del cuello. No menos común fue su presencia en el Foto Club Marina, en donde acostumbraba a participar en exposiciones y concursos. Claro que el codiciado premio de la FAF haría de él una celebridad en el pequeño mundillo de la fotografía. No obstante, su estilo no era muy estimado por sus colegas, ya que muchos de ellos consideraban a González un vulgar imitador del famoso fotógrafo ruso Leonid Tugalev. Ello no impidió que su obra maestra, La Parca, se alzara en 1979 con la máxima cucarda del certamen fotográfico más importante del país. Cabe destacar que, en esa ocasión, su gran derrotado fue el mundialmente Pedro Luis Raota. Los detractores de “Hormiga” aseguran que la decisión del jurado estuvo teñida de extrañas presiones. Ello no fue un obstáculo para que la revista Fotomundo le diera su espaldarazo editorial. Al parecer, la hija del director Lorenzo Mangialardi, una joven retratista cuyo nombre era Silvia, le tenía una gran simpatía.
¿Sabía ella su pertenencia el GT de la ESMA? No es improbable; ella era ingeniera naval y poseía un cargo directivo en una revista de Defensa, muy frecuentada por militares y marinos, tanto retirados como en actividad. Además, tenía un cargo ejecutivo en el directorio del astillero Pedro Domecq, muy relacionado con la Armada. Allí, por cierto, trabajaría González unos años después.
CAMARA OCULTA. Lucía Deón, quien en la actualidad vive en una pequeña localidad de Córdoba, atendió la llamada de Tiempo Argentino sin manifestar mucha sorpresa. Y, casi a boca de jarro, reconoció haber sido retratada en El Silencio por “Hormiga”.
–Él presumía de ser fotógrafo, y me hizo posar entre unos arbustos y con una mantilla. “Hormiga” decía que debía representar la muerte.
–¿Acaso dijo “la parca”?
–Creo que sí. Es que pasó mucho tiempo…
–¿Fue voluntaria o forzada su participación en esas fotos?
–Y… ¿a usted que le parece?
La mujer, sin esperar la respuesta, pasó a un comentario:
–Con una de esas fotos hasta ganó un premio muy importante.
Al parecer, las fotos que González le hizo en El Silencio habrían sido casi idénticas a las del premio de la FAF. De hecho, ya se sabe que estas últimas fueron reproducidas por Fotomundo en junio; es decir, tres meses antes. Ella, tras observar una copia enviada por el autor de esta nota, no se reconoció. En consecuencia, persiste el enigma sobre quién fue retratada en la foto galardonada por la FAF. Es muy probable –aseguran sobrevivientes y abogados querellantes– que esa también haya sido una víctima en situación de cautiverio.
En tanto, la vida de “Hormiga” se recicló en la democracia sin contratiempos. Recién se retiró de la Armada en 1992, tras prestar servicios en la agregaduría naval de la embajada argentina en Chile. En el medio, hizo cursos de Derecho en la Universidad de Buenos Aires, fue alumno del prestigioso jurista Roberto Bergalli y obtuvo un título en Criminalística con inmejorables notas. A la vez, trabajó en Tecnipol y Saprán, dos empresas de Alfredo Yabrán, fue gerente de un aserradero en Esquel, y escribió un libro sobre peritajes para seguros, por cuenta de Ediciones Larocca.
El 4 de marzo de 2009 fue detenido en la localidad chubutense de Corcovado por orden del juez Federal Sergio Torres. Desde entonces, su lugar de residencia es el penal de Marcos Paz.
Ahora deberá pagar sus crímenes. Y también sus fotografías.
* Informe: Laura Lifschitz
Trabajar en la sombra, con luz difusa

Por momentos, el artículo de la revista Fotomundo sobre las virtudes artísticas del represor Orlando González no tienen desperdicio. Tanto es así que este –según aclara la revista– considera su fotografía La Parca una obra “casual”. Porque la idea original “fue simbolizar la protección de una mujer hacia un niño. Pero la imagen que logró fue algo dantesca, con esos árboles detrás de ella. Por otro lado, le rondaba la idea de un castillo medieval, con una calavera delante del mismo. De la conjunción de ambas ideas surgió La Parca, una fotografía distinta que González compuso utilizando la mujer y la calavera del castillo”.
Ya de por sí, que alguien se proponga representar una imagen maternal y que termine delineando un estereotipo mortuorio es ya de por sí una curiosidad psiquiátrica. Claro que la revista Fotomundo explica semejante metamorfosis de otra manera: “Una obra de arte implica planificación y trabajo. Es decir que entre la idea del autor y la obra realizada media un extenso camino de errores y aciertos que van construyendo lo que será esa foto final, que va configurando la expresión más cercana de lo que queremos decir y también de lo que somos.”
Más adelante se ampliaría tal concepto: “Este trabajo de planificación, búsqueda, concepción, bocetos, descartes de imágenes, conjunción y encuentro de la expresión buscada, en una fotografía distinta de la inicial, es la “casualidad” de la que habla González. Es lo que otros llaman inspiración, aunque ambos conceptos no aclaren el camino real de la obra de arte, como vimos cuando el autor de La Parca nos describió los pasos que había seguido para darle forma y donde su propio trabajo traspuso los límites de la casualidad. Quizás porque el arte no es sólo un problema de buenas intenciones sino del talento con el que se trabaja.”
La revista Fotomundo presenta al represor de la ESMA como un “autodidacta que se vale de toda la información que rescata de las publicaciones especializadas en fotografía. Luego describe las características técnicas del equipo utilizado por el hombre al cual en las catacumbas de la Armada llamaban “Hormiga”. Y, finalmente, aclara: “Las drogas en su gran mayoría son preparadas por él mismo y algo de suma importancia y que merece ser tenido muy en cuenta es que González se vale siempre de la luz natural”.
Al respecto, el propio “Hormiga” explicaría tal asunto con palabras que son en sí mismas una declaración de principios: “Nunca, en ninguna oportunidad he recurrido a la luz artificial. Me gusta la luz natural y muy especialmente trabajo en la sombra, con luz difusa. Aun allí, donde la luz envuelve al sujeto, es posible encontrar sombras y controlar los diferentes contrastes que posee el original”. ¿Qué hubiese dicho el gran Lacan al respecto?
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Posdata. Carta desde el País del Nomeacuerdo, por Hernán López Echagüe

Publicado en la revista Humor, diciembre de 1990
Che, me olvidaba de algo. Hubo una época en que las personas se pusieron a desaparecer, de pronto, de la noche a la mañana. Sin pausa. Cientos y cientos de personas de toda edad que se ponían a no estar nunca más. Y los ojos de los vecinos no percibían nada. Y las bocas de los vecinos parecían bocas sin fundamento, o quizá con fundamento no más que para abrirlas y tragar fideos italianos, galletas alemanas, quesos franceses. ¡Vinos de Portugal por dos mangos! Había mazapán en las venas. ¿Te acordás? ¿Te acordás del general Acdel Edgardo Vilas? Decía el tipo: “Los mayores éxitos los conseguimos entre las dos y las cinco de la mañana, la hora en que el subversivo duerme (…) Yo respaldo incluso los excesos de mis hombres si el resultado es importante para nuestro objetivo”. ¿Te acordás? ¿No? Pero quizá te acuerdes del general Ibérico Saint-Jean que, entre otras cosas, se hizo famoso por su frase: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes y, finalmente, mataremos a los tímidos”. O del general Jorge Rafael Videla: “En la Argentina morirán todos los que sean necesarios para acabar con la subversión”. Años más tarde, ya en democracia, al amparo del indulto que le había obsequiado Menem y en tanto se mojaba el garguero con whisky importado durante una cena de camaradería, Videla celebró la matanza, y, con aires de asesino ocurrente, soltó: “La sociedad argentina tendría que habernos pagado por los servicios prestados”.
Luego, a partir de diciembre de 1983, la historia incontrastable del exterminio selectivo que habían tramado los militares con toda meticulosidad cobró vida a partir de relatos de toda naturaleza: jurídico, periodístico, novelesco, televisivo, cinematográfico. Supongo que te acordarás de La historia oficial, también del Nunca más, y, desde luego, del histórico juicio a las Juntas. Fueron años de dolorosas e interminables reconstrucciones. Que a Esteban se lo llevaron de su lugar de trabajo una tarde, a los golpes; que a Cristina, que estaba embarazada, la sorprendieron en la calle, la ocultaron en alguna catacumba, la asistieron en el parto, le robaron el hijo y después la asesinaron; en la casa de Jon, que de la vida no esperaba más que
recibirse de ingeniero, casarse y tener un par de hijos, el grupo de Tareas se instaló a lo largo de una semana… Y ya no están, nunca más volverán a estar.
A partir de diciembre de 1983 el dolor se transformó en cifras: más de cuatro mil desaparecidos en 1976; trescientos cuarenta y dos por mes; once cada día. Más de tres mil en 1977; doscientos treinta y ocho por día… Cifras y más cifras. Contados cuerpos. Personas que nunca jamás volvieron a aparecer. Y ahora los ojos han vuelto a cerrarse, los oídos a enlodarse, las bocas a callar.
En fin, no era mi propósito amargarte. Pero el País del Nomeacuerdo es hoy una realidad ineluctable.
Otro abrazo.
(Foto de portada Revista Anfibia)
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El secuestro que no fue, por Ricardo Ragendorfer

El 1º de mayo de 1976 clareó al cumplirse cinco semanas y media del golpe de Estado. Pero la Junta Militar no estaba muy acostumbrada a la celebración de efemérides como la de aquella fecha; especialmente, luego de que un asesor le hiciera saber al presidente, Jorge Rafael Videla, que el Día de los Trabajadores había sido instaurado en 1889 por la Segunda Internacional, tras la ejecución en Chicago de siete militantes anarquistas que reclamaban la jornada laboral de ocho horas.
De modo que, a fines de abril, el triunvirato gobernante hasta contempló la posibilidad de abolir tal feriado. Videla supo volcarse por aquella opción; en cambio, el jerarca de la Armada, Emilio Eduardo Massera, discrepaba, y el cabecilla de la Fuerza Aérea, Orlando Ramón Agosti, se mostraba neutral.
Para destrabar aquel empate fue convocado a la Casa Rosada el ministro de Trabajo, Horacio Tomás Liendo, quien propuso una solución salomónica: mantener el cese total de actividades, pero vaciándolo de contenido, como si fuera –según sus propias palabras– el “Día del Arquero”.
Claro que, con el propósito de aclarar los tantos ante la opinión pública, el ministro se apuró a poner en funciones –el 28 de abril– al interventor militar de la CGT, coronel Carlos Alberto Pita.
Ese miércoles –fiel a su objetivo de inmovilizar a la clase trabajadora y perseguir al sector sindical combativo para que las reformas estructurales del ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, se aplicaran sin ninguna clase de contratiempos– Liendo habló para la posteridad:
– Hemos venido, señores, a restaurar la libertad y la seguridad familiar e individual de empresarios y trabajadores.
Dicho esto, la atención del país quedó solamente circunscripta al clásico del domingo entre San Lorenzo y Huracán, los punteros del Metropolitano.
El represor extravertido
Ese partido era el eje de la tertulia que, ya al filo de la medianoche del viernes, animaba a los pocos parroquianos que aún había en la confitería Anchorena, sobre la avenida Santa Fe al 2700. De hecho, el mozo acababa de cerrar con llave la puerta vidriada. El feriado estaba a minutos de su comienzo, al igual que una historia digna de ser evocada.
Su primer signo fue un golpeteo en esa puerta. Detrás del cristal había dos siluetas que el mozo rápidamente reconoció. Por esa razón, llave en mano, fue presurosamente a franquearles el ingreso.
Se trataba de “Pajarito” y “Tucho”, quienes pertenecían la brigada de la comisaría 19ª, situada a la vuelta, sobre la calle Charcas. Uno era esmirriado y narigón, pero su peligrosidad le brillaba en los ojos; el otro era grandote, tosco y de pocas palabras. Ambos eran asiduos concurrentes a ese establecimiento. Allí, incluso, se sabía sus nombres: Luis Cantos y Carlos Libstron. El primero era oficial ayudante –e hijo de un comisario–, y su secuaz, sargento. Tampoco era un secreto parte de sus trayectorias: desde octubre de 1974 –cuando en la rectoría de la Universidad de Buenos Aires (UBA) fue designado el dirigente fascista, Alberto Ottalagano– hasta marzo de 1976, ellos integraron el Servicio Facultades de la Policía Federal (con sede en la 19ª), cuyo trabajo consistía en amedrentar al activismo estudiantil.
Durante aquel lapso, Pajarito solía relatar a viva voz, desde la barra del Anchorena, ciertas anécdotas de su paso por tales claustros.
El golpe de Estado lo hizo más introvertido, pero no del todo.
De manera que existían ciertos indicios de que reportaban a la peligrosa Superintendencia de Seguridad Federal –el brazo político de la fuerza–, pero se ignoraba que eran parte de un Grupo de Tareas subordinado a la Jefatura II de Inteligencia del Ejército. Y nadie aún imaginaba que en aquella seccional funcionaba un Centro Clandestino de carácter transitorio; o sea, para alojar a personas secuestradas que luego terminarían en Campo de Mayo.
El mozo ya empezaba a subir las sillas en las mesas, cuando los recién llegados ordenaron sendas medidas de JB.
–Mañana no abrimos –dijo el adicionista, como para romper el silencio.
–Nosotros laburamos –replicó Tucho, de mala gana.
Pajarito, entonces, quiso saber:
– ¿El “Sabalero” anduvo por acá?
Así le decían a Alberto Centeno, un estudiante santafecino de Medicina que vivía en una pensión de la calle Ecuador, a una cuadra y media de allí.
–Sí. Se fue hace un rato a dormir –fue la respuesta.
Pajarito lo miró a Tucho, antes de pedir prestado el teléfono para llamar a la comisaría, mientras liquidaba su whisky de un trago.
La comunicación telefónica, en voz muy baja, fue breve y concisa.
Y tras cortar, informó a los presentes:
–El Sabalero anda en la joda. A la madrugada se lo van a llevar. Por eso nosotros no estamos de franco.
El elixir escocés le había soltado la lengua.
Tucho lo codeó para que cierre el pico. Pero Pajarito se había permitido esa confidencia dada la calaña de sus interlocutores; a saber: don Rubén (un prefecto retirado de 69 años), el profesor Pedro Schiller (un docente que solía manifestar su simpatía por el “Proceso”) y el “Negro” Camarotta, el “cafiolo” del barrio, un morocho giboso que explotaba a dos trabajadores del night club de la calle Anchorena. Además, estaba el mozo y el adicionista, que tributaban a la “taquería” para evitar problemas. Pajarito estaba seguro de que sus dichos no saldrían de allí.
A continuación, los dos policías se fueron sin pagar.
Al minuto, Camarotta hizo lo propio, mientras Schiller y don Rubén se ponían sus impermeables. Afuera había empezado a llover.
Perdidos en la noche
Horas después, en medio de aquella tormentosa madrugada, el encargado de la pensión despertó sacudido por un alboroto que provenía de la calle Ecuador.
Su impresión inicial fue que se trataba de una riña entre varias personas. Pero descartó tal hipótesis al entornar la ventana; entonces vio una imprecisa cantidad de sujetos armados hasta los dientes.
Proferían alaridos incomprensibles y pateaban la puerta. Esa faena era comandada por un sujeto de mediana edad y anteojos espejados. Más atrás se encontraban Pajarito y Tucho.
Un certero culatazo hizo que la cerradura cediera.
Uno de los intrusos advirtió la presencia del encargado. Y blandiendo su ametralladora, le sugirió que se esfumara.
La patota sabía cuál era el cuarto de Centeno.
Seguidamente, reventaron la puerta en cuestión. Entonces se oyó otro griterío, aunque con el inconfundible matiz del desconcierto: en la cama del hombre buscado solo había almohadas cubiertas con una frazada.
Al encargado lo arrancaron a patadas de su habitación. Los datos que proporcionó entre, cachetazo y cachetazo, se resumen del siguiente modo: el Sabalero se retiró de manera súbita pasada la medianoche, luego de recibir la visita de un hombre de tez oscura y espalda encorvada.
Es posible que, en ese instante, Pajarito haya palidecido. Y que Tucho le haya dedicado una mirada furibunda.
La siguiente escala de la patota fue el night club de la calle Anchorena. Allí las “pupilas” de Camarotta proporcionaron su dirección.
El tipo vivía en un departamentito de la calle Agüero, casi en la esquina con Santa Fe. De allí los policías también se fueron con las manos vacías.
Lo cierto es que desde entonces hubo en aquel barrio dos prófugos que jamás fueron atrapados por sus perseguidores.
Desde el alba de ese 1º de mayo flota allí un interrogante: ¿qué extraña pulsión habría empujado a un tipo como el Negro Camarotta hacia semejante acto de dignidad? Un enigma que persiste, ya que de él nunca más se supo.
Luis Cantos fue asesinado a fines de 1982 en confusas circunstancias.
A Carlos Libstron se lo vio trabajando, en 1987, como acomodador de un cine en la calle Lavalle. Nunca fue juzgado por sus crímenes.
Ambos figuran en los listados de la Conadep (legajo Nº 6157).
A don Rubén lo fulminó un infarto en 1984. Y al profesor Schiller lo mató una motocicleta dos años después.
La confitería Anchorena bajó definitivamente sus cortinas en 1987.
Alberto Centeno, quien fuera militante de la Juventud Peronista (JP), se exilió en México y, luego, en Suecia. Allí se recibió de médico. Actualmente tiene 65 años y sigue residiendo en Estocolmo.
Publicado en Agencia Télam, 1º de mayo de 2021