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Planeta Giussani

Mayo, mes tumultuoso y seductor, por Laura Giussani Constenla

Esta columna está dedicada a Ignacio Ezcurra, reportero de La Nación, desaparecido y asesinado en Saigón, Vietnam, el 8 de mayo de 1968. Mientras vivimos otro mayo, con otras guerras en donde mueren otros periodistas. Por eso, el 2 de mayo la Unesco le entregó el Premio Mundial a la Libertad de Prensa de 2024, a los periodistas palestinos que cubren los ataques en Gaza. Ya son 26 los periodistas asesinados en ese conflicto. A Ignacio Ezcurra y a ellos, nuestro homenaje.

El diario La Nación nunca averiguó a fondo qué había pasado con su corresponsal

Viajemos pues, un poco en el tiempo.

Mayo de 1968, un mes de impactantes eclipses -como ahora- en el que se entrecruzaron astros y luchas. Quedará en la historia como el mes del Mayo Francés.

Nadie recordaba con exactitud cómo había comenzado todo. ¿La interrupción de una asamblea universitaria? ¿La apertura de un expediente a Daniel Cohn-Bendit? Lo cierto es que el lunes 6 de mayo, los estudiantes de la Universidad de la Sorbonne se apretujaron en el patio central para exigir que reabrieran Nanterre y suspendieran la investigación abierta contra ocho estudiantes ante el consejo de disciplina. Las autoridades de la Universidad llamaron a la policía y el edificio fue desalojado. La chispa que hacía falta.

Fueron días de resistencia, reuniones en cafés, discusiones, manifestaciones espontáneas, represión, gases, balas, idas y venidas, discursos encendidos.

Todos querían detener a los anárquicos jóvenes. El Partido Comunista bramaba contra estos “falsos insurgentes”, a quienes veía como revolucionarios de pacotilla que no admitían disciplina ni orden alguno.

En tanto, Cohn-Bendit desafiaba en las plazas: “Pompidou y todo el resto se quedarían tranquilos si fundáramos un partido que anunciara ‘Esta gente es nuestra’, sabrían con quién entenderse y encontrar la componenda. Ya no tendrían enfrente la anarquía, el desorden, la efervescencia incontrolable”. El filósofo del momento, Herbert Marcuse, asistía extasiado a los episodios parisinos que daban fe de su teoría: la clase obrera había sido asimilada por el capitalismo, ya nada podía esperarse de ella. Todo cambio provendría de los sectores marginales: los estudiantes, las mujeres, los negros, los inmigrantes.

Alrededor de la avenida, a lo largo de las entreveradas callecitas salpicadas por iglesias románicas que conservaban una fragancia mística de incienso, quedaban rastros de la revuelta; por allí habían corrido en desbandada los jóvenes que durante días y noches resistieron a la represión policial.

Cuando la furia daba señales de apaciguarse y el mundo recuperaba su armonía, los turistas, periodistas, señoras y señores burgueses que se habían mantenido al reparo salían como salen lentamente los animales de sus covachas después de una tormenta a husmear qué ha quedado en pie.

Mujeres elegantes, entonces, paseaban coquetos perritos por el Quai des Grands-Augustins, y reían o se sonrojaban al leer los graffiti en sus edificios, “debajo del asfalto está la playa” es uno de los más famosos junto a ‘la imaginación al poder’, pero hubo tantas consignas que conformaban un verdadero manifiesto colectivo: “Van a terminar todos reventando de confort”, “Vivir contra sobrevivir”, “Olvídense de todo lo que han aprendido, comiencen a soñar”, “Abajo el realismo socialista, viva el surrealismo”, “Si lo que ven no es extraño, la visión es falsa”, “La sociedad es una flor carnívora”, “Viva la democracia directa”, “Abramos las puertas de los manicomios y de las prisiones”, “La revolución debe hacerse en los hombres antes de realizarse en las cosas”, “El discurso es contrarrevolucionario”, “Civismo rima con fascismo”, “La barricada cierra la calle pero abre el camino”.

En medio de ese paisaje onírico paisaje de una París revolucionada coincidían varios argentinos como Andrés Percivale y Enrique Walker que iban rumbo a Vietnam para seguir los pasos de Ezcurra y quedaron varados en la ciudad luz por el cierre del aeropuerto. Asistían, incrédulos a una rebelión histórica que se parecía a una puesta pop del Instituto Di Tella, suerte de happening revolucionario con una estética que excedía la izquierda y abrevaba en el pop, en donde podían imaginar a la Minujin entre la bruma de los coches quemados—. También rondaba por allí un abogado santiagueño, Mario Roberto Santucho, que leía todos los volantes, fisgoneaba en las asambleas y vociferaba cuando encontraba consignas que decían: “Las armas de la crítica pasan por la crítica de las armas”. No podía creer que pudieran desperdiciar semejante ocasión. Maldecía por el hecho de que un grupo de jóvenes caprichosos estuviese al mando; no sabían dónde se hallaban los objetivos estratégicos ni hacia dónde disparar sus piedras. Con un poco de organización hubiesen podido tomar radios, canales de televisión, en fin, crear un verdadero desequilibrio y llegar hasta el palacio si los vientos lo indicaban, pensaba Santucho en el mayo francés. Y no era el único perplejo ante esos jóvenes revolucionarios raros.

A los partidos de izquierda tradicionales de Francia la situación les provocaba cierto disgusto, pero había adquirido tal dimensión, la represión era tan persistente, que los sindicatos llamaron a la huelga general y el 13 de mayo del 68 marcharon, unidos, obreros y estudiantes, profesores y vecinos y curiosos y todos aquellos que necesitaban expresar de algún modo su desagrado con el mundo.

Decenas de miles avanzaron, tímidos algunos, con carteles coloridos otros, eufóricos los más, por la elegante avenida Champs-Élysées rumbo al Arco del Triunfo. Multitudinaria hilera de personas que cubrían las calles con banderas y carteles, obreros y estudiantes, ciudad sitiada por la multitud que caminaba a paso ligero con rostros desencajados, respirando aires de libertad y con la fantasía de tomar nuevamente la Bastilla.

Fue Vietnam en mayo, y en mayo fue París, y México y Roma y hubo otro mayo un año después, mayo en el sur, mes tumultuoso y seductor, sol pleno, aire fresco, tiempo de siembras; otoño de tibios días y fuertes aguaceros, grises plomizos o cielos azules, mes de contrastes y transiciones. Primero fue un nombre, Juan José Cabral, que estalló en todo el país. Pintadas en los muros, agitación en los claustros, lágrimas en las esquinas. Todo empezó el 15 de mayo del 69 una manifestación estudiantil que marchaba por las calles de Corrientes en contra de la privatización del comedor universitario fue reprimida con ferocidad. Ametrallaron a mansalva, las balas cayeron sobre una multitud de estudiantes indefensos. Dos de ellos recibieron balazos en los brazos y uno en la cabeza. Un día después Cabral, el del tiro en la cabeza, moría. Los jóvenes del país, en el norte o en el sur, supieron que esa bala estaba destinada a ellos. Muerto en medio de un tumulto, de manera casual, Juan José Cabral se convirtió en estandarte; tomaron su vida y la echaron a andar, con potencia, sin límites. Asambleas espontáneas, discusiones, debates, acción.

Y el 29 de mayo del 69 llegaría el Cordobazo, otra vez, como en París, obreros y estudiantes, pero de eso, hablamos en la próxima.

* Laura Giussani Constenla es autora del libro “Cazadores de luces y de sombras: dos periodistas en tiempos de revueltas, guerras y revoluciones”, editado por Edhasa, que reconstruye la vida de Ignacio Ezcurra, desaparecido en Vietnam, y Enrique Walker, enviado por la revista Gente a Saigón, quien luego fundó Nuevo Hombre, se hizo montonero y fue secuestrado por la dictadura militar argentina. La información de esta columna forman parte de ese libro.

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Collin y el regreso de Ludd

Si estás desorientado y no sabés qué trole hay que tomar para seguir…es porque estamos atravesando un cambio de era. A no preocuparse, todos nos sentimos más o menos así, aunque algunos disfracen su ignorancia con frases altisonantes. Cuanto más fuerte el grito de una verdad absoluta, más dudosa su razón. Para darle algo de épica a este momento gris, pensemos que nos tocó vivir en un cataclismo de la historia. Cada cual en su bote, a la deriva pero haciendo historia, al fin.

¿Cómo será que se hace historia? Supongo que paso a paso, punto a punto, como un tejido o una costura que va uniendo lazos aquí y allá. Remendando quizás con mayor o menor arte en su costura. Acaso exista un punto atrás para después pegar el salto para adelante de modo resulte más fuerte y resistente. Claro que cada quién pega la puntada en dónde le parece su punto de partida.

Milei, por ejemplo, lo pone en la generación del 80, y estima que esa Argentina de ricos tirando manteca al techo en París mientras los laburantes intentaban sobrevivir ante un mundo hostil es el exacto punto para retomar el rumbo.

Por mi parte, hace rato que imagino que el cambio que vivimos es tan fuerte como fue la revolución industrial y todas las ideologías que por entonces aparecieron. En tiempos revueltos, al menos en esos tiempos, todos se ponían a pensar. Aparecieron los socialistas -más o menos románticos- desde Saint Jean a Proudhon o Rousseau; los anarquistas de Bakunin, los marxistas de Carlitos y los ludditas de un ignoto general Ludd.

La pregunta sería ¿qué hubiera ocurrido si en lugar de mantenerse tan firmes en sus convicciones se hubieran escuchado un poco más y hubiera nacido una síntesis de todos esos pensamientos de izquierda?

En estos días pude leer un interesante artículo que hace unos días Denis Collin publicó en el blog Philosophie et Politique y que llegó a mis manos (perdón a mi computadora que es casi una prolongación de mi cuerpo) gracias a la perseverancia del autor de Infoposta que desde hace décadas se empecina a difundir nuevas ideas en su boletín. https://infoposta.com.ar/notas/13633/el-regreso-de-ludd-o-c%C3%83%C2%B3mo-deshacerse-del-hombre-m%C3%83%C2%A1quina/

La nota tenía el sugestivo título de “El regreso de Ludd” en referencia a los luditas.Para ubicarnos en tema. Los luditas de inicios del ochocientos eran un poco rústicos y viscerales, para decirlo de algún modo. Quedaron tipificados en los libros de sociología como ‘algo imbéciles’. Obreros y artesanos que creían que la industria y el progreso iban contra la clase trabajadora y se dedicaban a destruir las máquinas de las primeras empresas textiles. Pura acción directa vista por muchos como absolutamente inconducente sobre todo por su falta de marco teórico. Dirigidos por un tal general Ludd, un personaje tan imaginario como el escarabajo del sub Marcos o Robin Hood. Fue allá por 1811, cuando los empresarios comenzaron a recibir cartas amenazadoras firmadas por un tal General Ludd. Un líder anónimo, tan individual como colectivo,que evocaba el nombre de un aprendiz de tejedor, Ned Luddlam, que rompió a martillazos el telar de su maestro en 1779. Una de las resistencias más fascinantes de los inicios de la revolución industrial. Obreros en acción que generaron pánico entre los terratenientes y grandes empresarios ingleses, queienes veían al movimiento como un verdadero peligro para sus empresas y sus beneficios. Por supuesto que le declararon la guerra a los insurrectos de la industria y consiguieron aniquilarlos allá por 1816.

Grabado del siglo XIX que representa a dos ludditas rompiendo a martillazos una máquina industrial

Bien, en ese artículo, Denis Collin sale en su defensa a pesar de que ‘durante mucho tiempo, los luditas se convirtieron en un arquetipo de resistencia reaccionaria al progreso industrial.’ ¿Quién podría estar contra el progreso? Sin embargo, nos recuerda Collin, el mismísimo Marx (que fue quien por entonces ganó esa pulseada ideológica y fue venerado en forma dogmática y acrítica por los comunistas), Marx, decíamos, que también era un optimista del avance de la civilización, del progreso, al fin y al cabo, pero con otras características, con una fe hoy insostenible de que la historia avanzaba hacia el bien común, por algo habíamos dejado de ser monos -el evolucionismo tuvo aspectos insospechados-, bueno, el propio Marx consideraba legítima la lucha de los luditas. Cita Collin al autor de El Capital quien en su obra cúlmine dice: “En cuanto el control de la herramienta pasa a manos de la máquina, el valor de cambio de la fuerza de trabajo se extingue junto con su valor de uso. El trabajador se convierte en no comercializable, como el papel moneda que ya no circula.

El profesor Collin, un filósofo francés contemporáneo que revisita Marx con una mirada transversal con aquellas corrientes de 1800, sin dogmatismo, y las hace dialogar entre ellas, entiende que “La parte de la clase obrera que la maquinaria transforma en población superflua, es decir, en población que ya no es inmediatamente necesaria para la valorización del capital, perece, por una parte, en la lucha desigual de la vieja empresa de tipo artesanal o manufacturero contra la que utiliza máquinas, y, por otra, inunda todas las ramas de la industria más fácilmente accesibles, sumerge el mercado de trabajo y, en consecuencia, hace que el precio de la fuerza de trabajo caiga por debajo de su valor

Imposible no sentir que lo que ocurría entonces es bastante parecido a lo que pasa hoy. Continúa Collin: “Se supone que los trabajadores empobrecidos encuentran un gran consuelo o bien en el hecho de que sus males son sólo «temporales» («un inconveniente pasajero»), o bien en el hecho de que la maquinaria sólo se está apoderando gradualmente de todo un campo de producción, reduciendo así la escala y la intensidad de su acción destructiva. Pero uno de estos dos consuelos abruma al otro. Cuando la máquina se apodera gradualmente de un campo de producción, produce una miseria crónica en la capa de trabajadores que compiten con ella. Cuando la transición tiene lugar rápidamente, produce efectos masivos y brutales.” Y vuelve a citar a Marx: “La historia del mundo no ofrece un espectáculo más horrible que el de la decadencia gradual de los tejedores manuales ingleses de algodón, decadencia que se consumó en 1838, después de decenios. Muchos de estos tejedores murieron de hambre, muchos otros vivieron durante mucho tiempo con sus familias con 2 monedas al día.” (Marx, El Capital, I, cap. XIII).

A esta altura, ya no sabemos si estamos hablando del pasado, del presente o del futuro ¿verdad? Hoy los trabajadores sienten igual amenaza frente e los ordenadores en red que crearon la indefinible Inteligencia Artificial. Hacia allí deriva el artículo de Collin: “La introducción de los llamados dispositivos «digitales» en todas partes, en objetos cotidianos o incluso bajo la piel o en el cerebro, es una amenaza de destrucción de la humanidad, con sobradas razones para ello.”

¿Qué hacer? Se preguntaba Lenín en 1902. Y la pregunta sigue flotando en el aire en el 2024. Empecé hablando del punto atrás como un simple diálogo con la historia, no para volver a ella sino para superarla (¿será ese el significado de dialéctico?). Como verán, mis conocimientos filosóficos son absolutamente rudimentarios. Y no tengo demasiada idea de quien es el buen Dennis Collin cuyo artículo devoré con ganas. Buscando de quién se trataba, encontré una entrevista a él en el que hace una clara advertencia al respecto:

“Es perfectamente justo y natural, ante una serie de decepciones, volver a los orígenes. Por otra parte, no es seguro que todos los socialistas se pongan de acuerdo sobre cuál era el socialismo de los orígenes, del mismo modo que los cristianos no podrían ponerse de acuerdo sobre la doctrina del Mesías.

Está visto que llegar a un acuerdo, a una síntesis, no es cosa fácil. Pero ¿vale la pena intentarlo? Hemos visto las similitudes que nos atraviesan, a los trabajadores del ochocientos como a los del 2000. Destaco una diferencia: el siglo XIX fue uno de los más fértiles en ideas que se convertían en actos, y viceversa. Todo estaba en discusión, un nuevo mundo asomaba y tenían conciencia de que había llegado la hora de tomar el destino en nuestras manos. Hoy, ese entusiasmo se ha convertido en una sensación de derrota. Es el progreso, estúpido, parece decirnos una voz desde el más allá. Como si nada pudiéramos hacer para cambiar de rumbo. Imagino que han existido tiempos estériles en pensamientos, sociedades feudales o monárquicas en las que no se alzaban tantas voces y durante siglos las personas vivieron creyendo en que esa realidad era inevitable. Tiempos grises. Secos. En los que, sin embargo, algo también se estaba gestando. Porque lo único cierto es que la historia no para. No siempre mejora ni empeora, simplemente no para. Porque la historia la hacemos nosotros. Para bien o para mal. Y los que pensamos la historia también somos nosotros, no hay artificios digitales que puedan modificar eso. A pensar, que se acaba el mundo.

No encuentro otro modo de terminar esta columna que no sea escuchando a Francesco De Gregori quien me enseñó en la adolescencia que ‘La historia somos nosotros’

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LCV

Nadie, nada, nunca

Semana tras semana nos encontramos en éste planeta. Mi planeta, nuestro planeta. Y, a modo mío, les cuento lo que ando pensando, sintiendo, recordando. Por lo general, todo empieza con una idea, y tengo que encontrar las palabras justas para decirla. Esta semana fue al revés. Todo empezó con tres palabras, indescifrables, inconexas, que se conjugaban de manera perfecta. Durante varios días se aparecían como un mantra involuntario. Estaban allí, escondidas, con ganas de decir algo. Ellas, yo no. En realidad, yo no sabía que querían expresar.

Esas tres palabras eran: Nadie, nada, nunca. Sí, cómo el título de la novela de Juan José Saer. Novela que no leí. Quiero decir, no era Saer quien me llamaba, eran esas tres palabras exactas, potentes, devastadoras. La negación en su máxima expresión. Una opacidad que no llegaba a ser tristeza, apenas la revelación de un estado de ánimo en el que la ausencia prevalecía.

Nadie.

Nadie se hace responsable la patética realidad que nos toca vivir. Nadie votó a nadie, pero, sobre todo: nadie gobernó, nadie menospreció a la Patria, sí, ese que era el Otro, y en tanto Otro tenía sus propias ideas, porque la Patria era el Otro ¿o no?. Por otro lado, nadie deseó que ese otropatria se muriera de una vez porque era un bueno para nada.

Nada.

Nadie es responsable de nada. Ni presidentes ni ministros. Mucho menos funcionarios o empresarios. Ni qué decir de periodistas o intelectuales. Pasamos de ‘La Patria es el Otro’ a ‘La culpa es del Otro’. Quedamos a la deriva. En especial los pichis que nunca le creímos mucho a nadie y andabamos de centrifugado en centrifugado, intentando sobrevivir a tanta Patria y a tanto Otro. Los que supimos ser nada, tanto para los unos como para los otros. Los nadies o los nadas. Y así seguimos. Nada que hacer ¿Impotencia? ¿madurez? ¿depresión?

¿Quién sabe? Ganas de quedarse callado. Conciencia de que todo lo que hagas o digas puede ser usado en tu contra. Nada que decir. Shhh. Silencio. Las palabras nada importan. Si ganaste una pelea, si luchaste y conseguiste tu objetivo…shhh, no lo digas. Silencio. A menos que quieras que la voz del amo te castigue por bocón. Shhh. ¿Qué hacer, entonces? No alardees, no hagas olas. Que nadie se entere. Prohibido avivar giles.

Nunca pasó ésto. Ignoramos si ese silencio, esa sensación de impotencia, ese aislamiento servirá para algo. Nunca lo sabremos. Aunque imaginamos que de esta forma nunca cambiaremos nada, con suerte sobreviviremos, sí. En grupitos silenciosos. Tiempos de terrorismo de la imagen y el silencio.

Nadie, nada, nunca. ¿Qué querría decir Saer? ¿De qué habla su novela?

La busco, recorro rápidamente sus páginas en busca de alguna respuesta y encuentro un párrafo al azar que parece hablar de nuestra realidad, de cómo nos sentimos. Dice así:

“Una sensación vagamente enfermiza, irreal, donde todos los personajes están paralizados por un horror que no les ataca directamente. Donde flota un halo de desconfianza y de estupor, como si se temiera que los animales sacrificados sean símbolos o incluso preámbulos. Se repiten párrafos, frases, descripciones, las veces que haga falta para obtener el efecto preciso. Un efecto mísero y miserable. Turbio e inquietante. Los bidones semienterrados, los neumáticos tirados en el suelo, a nadie le preocupa esa estampa. Nadie quiere manifestarse ni dar un paso adelante, todos parecen querer ampararse en el anonimato antes que hacerse notar, para peor.”

Vivimos una era de silencio repleta de palabras huecas. Puro ruido, ninguna idea.

También es cierto que existe un mundo subterráneo. El mundo real, en donde hay derrotas, tristezas, desesperación, angustia, pero también victorias, alegrías y esperanzas. Pero de esas, mejor no hablar. Un día, estallará el silencio.

Columna de Laura Giussani Constenla, emitida el 19 de agosto de 2024 en La Columna Vertebral-Historias de Trabajadores, por larz.com.ar

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Historias de trabajadores

Oda al Pan

Al pan pan, y al vino, vino. El pan nuestro de cada día es también una comunión entre iguales. La enorme simbología del pan nos evoca la sencillez de los básico. Algo tan elemental como el aire para respirar pero con una diferencia esencial: es producto del trabajo humano. Pan es Todo en griego y ‘pasto, grano, alimento’ en Latín. Pan, en definitiva, es Todo lo que necesitamos. Como el amor, la música o la poesía. Así lo describía el poeta Pablo Neruda:

PAN
con harina, agua y fuego te levantas,
espeso y leve, recostado y redondo,
repites el vientre de la madre,
equinoccial germinación terrestre.

Pan,
qué fácil y qué profundo eres.(…)

Ahora, intacto,
eres acción de hombre,
milagro repetido, voluntad de la vida.
Oh pan de cada boca,
no te imploraremos,
los hombres no somos mendigos
de vagos dioses o de ángeles oscuros:
del mar y de la tierra haremos pan,
plantaremos de trigo,
la tierra y los planetas,
el pan de cada boca, de cada hombre,
En cada día llegará porque fuimos
a sembrarlo y a hacerlo.
No para un hombre sino para todos.
El pan, el pan para todos los pueblos.
Por eso, pan,
si huyes de la casa del hombre,
si te ocultan, te niegan,
si el avaro te prostituye,
si el rico te acapara,
si el trigo no busca surco y tierra,
pan, no rezaremos,
pan, no mendigaremos,
lucharemos por ti con otros hombres,
con todos los hambrientos,
por todos los ríos y el aire
iremos a buscarte,
toda la tierra la repartiremos
para que tú germines.

Y con nosotros avanzará la tierra:
el agua, el fuego, el hombre
lucharán con nosotros.(…)
Todos los seres tendrán
derecho a la tierra y la vida.
Y así será el pan de la mañana,
el pan de cada boca,
sagrado, consagrado,
porque será el producto
de la más larga dura lucha humana.

No tiene alas la victoria terrestre:
tiene pan en sus hombros,
y vuela valerosa liberando la tierra.
Como una panadera
conducida en el viento.

Por eso hoy, mientras una multitud marcha por las calles reclamando Pan, Paz y Trabajo, elijo contarles ésta historia.

Juan, el panadero

Había una vez un panadero que dejó huellas con ese bello oficio que hace levitar una masa que huele a rico y sacia los deseos con una corteza crujiente y un corazón blando. Un panadero compañero. Compañero, hermosa palabra que quiere decir, según su etimología “compartir el pan”.

Todavía hoy existe en la provincia de Salta la panadería Riera en Av. Independencia 885, que tuvo otras sedes anteriores en la calle Pellegrini 515, y Lerma 830, hasta llegar a su ubicación actual. No sólo se horneaba el pan, también política y cultura.

Cuenta la leyenda que por allí pasaron el Cuchi Leguizamón junto al Dúo Salteño, Juan Carlos Dávalos y su hijo Jaime. También el poeta español León Felipe aprovechó una visita a Salta para conocer la casa de Riera y el mismísimo Che Guevara fue hasta allí atraído por la entrañable historia del local.

Una historia que comenzó con Juan Riera, quien nació en Ibiza, España, y en 1910 desembarcó con 14 años en el puerto de Buenos Aires. Partió primero a Tucumán en donde fue vendedor callejero de pan y masitas. Luego probó suerte en Salta para trabajar como carpintero en las obras del Ferrocarril Transandino Salta-Antofagasta. Allí se unió a los movimientos obreros que pedían pan y no le daban, conoció a otros inmigrantes anarquistas que fueron expulsados de la provincia por revoltosos.

En 1921 recaló en el ingenio azucarero de San Martín de Tabacal mientras seguía denunciando la mísera situación de los trabajadores tal como lo confirma un informe suyo publicado en el periódico Despertar, periódico anarquista de Salta Capital. La nota le provocó más persecusiones pero ese año tuvo también recompensa: conoció a su compañera Augusta Estanislada Caballerone con quien tuvo diez hijos para finalmente casarse 40 años después, en 1960.

Juan Riera tuvo una larga trayectoria libertaria, participando de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) y a la Federación Obrera Local Salteña (FOLS), agitando en los ingenios y nutriéndose de los textos publicados por las publicaciones Ideas, El Coya o La Antorcha. Trabajó para la creación de un gremio de panaderos y fue parte de los miles de anarquistas que se movilizaron por la liberación de Sacco y Vanzetti.

Sobrevivió a la cacería de los años 30, luego del Golpe de Uriburu, trasladándose de una ciudad a otra, hasta que logró instalar a su familia en Tartagal. Junto con otro anarquista de apellido Sánchez, Riera recorrió desde la ciudad de Tartagal hacia el sur de la provincia montado en una zorra tranviaria que le facilitaron trabajadores ferroviarios que conocían su trabajo en el Huayquitina. De este modo, recorrieron varias entidades gremiales y colaboraron con su reorganización tras el final de la dictadura militar. En este viaje además trabó contacto con el panadero anarco-comunista Nicolás Moskalenko, un militante ucraniano que afirmaba haber conocido al mismísimo Kropotkin y quien incorporó a Riera de inmediato a trabajar en su panadería de la localidad de Ledesma, labor que alternó con otros empleos.

A fines de 1932 se encontraba instalado nuevamente en la ciudad capital de Salta junto a su familia y a partir de allí se desempeñó continuamente como panadero donde formó parte de la Sociedad de Resistencia de Obreros Panaderos. Fundada en 1887 por el anarquista Ettore Mattei, cuyos estatutos, redactados por Errico Malatesta sirvieron de modelo para otras sociedades de resistencia creadas por anarquistas, como los zapateros, los zingueros, los mecánicos o los carpinteros.

Por entonces estuvo una semana detenido por interrumpir una obra teatral cantando el himno anarquista “Hijos del pueblo”. Solidario con los presos sociales, los domingos vendía sus panificados cerca de la cárcel de la ciudad de Salta, donde regalaba masas a los parientes de los presos políticos y las envolvía con el periódico La Protesta, para que de esta manera los confinados tuvieran acceso a la prensa anarquista.

Sus hijos mantuvieron viva su memoria y también sufrieron la persecusión de diversas dictaduras. En 1972 fuerzas militares irrumpieron en su casa durante la noche y dos de sus hijos, Juan Jose Riera y Floreal Riera, fueron detenidos e incomunicados por varias semanas. En 1976 su hijo Floreal Riera fue nuevamente secuestrado durante casi dos meses. Gracias a la gran presión social generada por su familia, Floreal fue liberado, pero falleció 8 años después por las consecuencias psicológicas de la tortura a la que había sido sometido.

Su padre, el anarquista Juan Riera había fallecido dos años antes, en 1974. Ya era una leyenda, gracias a ésta cancón que le dedicó el Cuchi Lequizamón: Juan, el panadero.

Columna de Laura Giussani Constenla leída el 6 de agosto de 2024 en LCV-Historias de Trabajadores (larz.com.ar lunes, de 18 a 20)

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