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Thriller leninista, por Ricardo Ragendorfer

La Primera Guerra Mundial desplomó de manera abrupta la edad de oro del capitalismo liberal europeo, el parlamentarismo y el socialismo reformista que habían florecido juntos durante casi medio siglo de paz, interrumpida sólo por escaramuzas bélicas de relevancia secundaria en las colonias y en la periferia balcánica. Ahora, en cambio, buena parte del Viejo Continente era un polvorín y la sangre corría en plano inclinado.

Pero no en Suiza, la patria de los bancos y los relojes cucú, inmune a tal horror por su proverbial neutralidad. De modo que Zúrich, su metrópoli más cosmopolita, con refugiados de diverso origen, situación y calaña, parecía el paisaje idílico de un mundo paralelo.

Corría la gélida noche del 22 de marzo de 1916 en un cuarto del burdel situado frente al parque de la Villa Bleuer, tapizada por la nieve. El cliente, un ruso que decía llamarse Gregori, había elegido una pupila albanesa; su cuerpo, más blanco que la leche, era pequeño, compacto y con nalgas que lo atraían sobremanera. Pero no era muy animada. De hecho, actuó sencillamente como receptáculo del deseo ajeno. Y cuando la apurada unión acabó, el hombre, con medio litro de vodka en el estómago, quedó dormido. Aunque lo hacía apenas por debajo de la línea del subconsciente. Había llevado una vida peligrosa y estaba acostumbrado a no dormirse del todo.

Lo cierto es que estaba en esa ciudad por una razón específica.

La guerra y la paz

Un mes antes, durante el también gélido atardecer de un sábado, el tal Gregori presenciaba en un cafetín del casco viejo de Zúrich una partida de ajedrez. Su atención estaba puesta en el sujeto que jugaba con las piezas negras.

Éste frunció el entrecejo al mover su rival un alfil para desarrollar así la apertura Ruy López. Y su respuesta fue enrocar. Recién entonces su expresión se relajó. La mirada de Gregori continuaba clavada en la calva de ese hombre con ojos rasgados y barbita sólo en el mentón. Se trataba nada menos que de Vladimir Ilich Uliánov, más conocido como Lenin.

A la hora, tras un violento cambio de piezas, únicamente quedaban en el tablero los dos reyes y un peón negro. El otro jugador entonces le extendió la mano al líder revolucionario en señal de capitulación. Gregori lo conocía de vista; era un artista algo extravagante de apenas 20 años; su nombre, Tristán Tzara. También sabía que paraba en el Cabaret Voltaire, un antro de poetas y pintores vanguardistas ubicado a metros de allí, sobre la Spiegelgasse –“Calle del espejo”, en alemán–, junto al modesto edificio donde vivía Lenin con su esposa, Nadia Krupúskaya.

Gregori también estaba al tanto de que la pareja se había mudado allí a comienzos de ese año al llegar desde Berna, donde Lenin se había asilado en 1914 tras un breve arresto en la Galitzia austrohúngara. El interés que sentía hacia su figura parecía el de un típico admirador silencioso; como tal, tampoco ignoraba ciertos aspectos de su profusa actividad política. Con ese fin empezó a nutrirse de comentarios que circulaban entre los exiliados rusos. Y a la vez solía leer artículos suyos en periódicos partidarios, además de sus obras.

Tanto es así que, días antes, Lenin lo había sorprendido en aquel mismo cafetín enfrascado en las páginas de Notas críticas sobre la cuestión nacional, un texto de su autoría publicado en 1913. Entonces le dedicó una sonrisa casi imperceptible, y siguió de largo.

¿Acaso Gregori llegó a saber que Lenin se había establecido en Zúrich con el único propósito de utilizar su biblioteca pública para la redacción de El imperialismo, etapa superior del capitalismo?

Lenin había empezado a escribirlo en enero. Alternaba esa tarea con los quehaceres propios de su proyecto insurreccional, cuyos detalles no eran muy secretos puesto que se deslizaban a través de los debates en la ya agonizante Segunda Internacional. Ocurre que el súbito estallido de la Gran Guerra había causado al movimiento obrero una grave crisis que hasta alcanzaba a su propia identidad. Motivos no faltaban

En 1914, los emigrados rusos –con pocas excepciones– apenas pudieron dar crédito a sus ojos al ver a los jefes del socialismo europeo arrojar al tacho de basura todas sus solemnes resoluciones antimilitaristas y las proclamas a favor del internacionalismo para exhortar a sus respectivas bases a combatir por los emperadores y odiar al “enemigo”.

Lenin, desde el momento de su arribo a Berna, comenzó a reunirse con algunos bolcheviques para idear una estrategia ante el conflicto. Su proyecto fue convertir aquella puja armada de carácter imperialista en una guerra civil. La contienda mundial debía servir para acelerar el proceso revolucionarios en la vieja Rusia. Y ya en Zúrich esa tesitura llegó a acercarlo a un antiguo rival, León Trotsky, quien se movía entre Francia, Bélgica y Suiza.

Claro que informes muy minuciosos de tales cuestiones eran enviados por los espías zaristas con suma puntualidad a las autoridades rusas.

Pero, ahora, durante aquel apacible sábado de febrero, Lenin disfrutaba del final de otra lucha, la que acababa de ganar en ese tablero de 64 casilleros.

Y tras despedirse de Tzara, le dedicó a Gregori –en esta ocasión a modo de saludo– otra sonrisa casi imperceptible, como de compromiso. Después se perdió tras la puerta.

Es posible que aquel tipo no haya sido para Lenin más que una sombra empeñosa e insignificante. Tenía 45 años. Era de Rostov, una urbe pegada al rio Don, en la zona occidental del imperio ruso. Alguna vez había pertenecido al Partido Social-Revolucionario, fruto de la unión de varios grupos populistas de comienzos del siglo. Ahora se movía en la periferia de los bolcheviques. Pero Gregori en realidad de llamaba Vlasheslav Smyslov y era un agente de la Ojrana, la policía secreta del régimen zarista.

La juerga imperfecta

¿Acaso la misión de Gregori era asesinar a Lenin? Imposible saberlo. Pero aún así cabe una especulación. Si la respuesta a ese enigma fuera afirmativa, ¿por qué hizo tan extenso su acercamiento hacia él? Y en caso contrario, ¿cuál sería entonces su verdadero propósito? Quizás haya algo de luz al respecto en uno los protocolos que regían la oscura labor de los espías; a saber: “La Seguridad Política debe tender a destruir el movimiento revolucionario en el momento de su mayor actividad y no desviar su trabajo dedicándose a empresas menores.

De manera que el principio es: dejar desarrollarse libremente al movimiento para luego liquidarlo mejor”.

En eso sin duda él estaba concentrado antes de permitirse aquella noche de lujuria en el burdel de Madame Juliette, cuando el vodka lo tumbó.

Pero los párpados se le abrieron de golpe. Y pescó a la albanesa, todavía desnuda, sirviéndose de su abultada billetera.

Su reacción fue estrellarle los nudillos en la cara. La cabeza de la mujer se estrelló con estrépito contra la pared. Y cayó revoleando los ojos, mientras el dinero se escurría de su pequeña mano.

El tipo gruño y empezó a recoger los billetes. Recién cuando terminaba de vestirse se dio cuenta de que algo andaba mal. Se inclinó sobre ese cuerpo inmóvil para sacudirlo por los hombros. Y su única reacción fue un horrendo bamboleo de cabeza. Tenía la nuca rota. No había escapatoria posible.

Tres horas después, ya en manos de las autoridades suizas, el espía ruso Vlasheslav Smylslov fue acusado formalmente de homicidio.

Lenin había salvado su pellejo.

Publicado en Revista Caras y Caretas / Noviembre de 2017

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La bestia pop, por Ricardo Ragendorfer

Era un atardecer primaveral de 2015 cuando subí a un taxi en la esquina de Callao y Paraguay. A las dos cuadras, un semáforo en rojo detuvo su marcha. Entonces advertí que el chofer me observaba a través del espejito. Luego, dijo:

–Disculpe el atrevimiento, usted es…

Y remató la frase con mi apellido mal pronunciado.

Ocurre que el tipo me había reconocido por la foto con mi rostro que aparecía en las crónicas policiales que por esos días yo publicaba en un diario.

Pero, sin darme tiempo a contestar, giró la cabeza hacia mí, y soltó:

–Yo estuve en la banda de “La Bestia” Romero.

No dijo más, como dándome tiempo para asimilar el dato antes de que iniciáramos una conversación al respecto.

En ese lapso de silencio me vino a la mente una añeja historia.

El ángel de la guarda

El 7 de julio de 1983 hubo razzia en el Café Einstein. De modo que la avenida Córdoba, casi llegando a Pueyrredón, estaba cortada por dos patrulleros; otros tres acechaban a metros del mítico tugurio con los parachoques mordiendo el cordón de la vereda. También había un colectivo requisado para trasladar a los detenidos hacia la comisaría 19ª; en su interior ya no cabía ni un alfiler.

Ese jueves acababa de lucirse la Hurlingham Reggae Band, conformada por los integrantes de Sumo. Ahora, Luca Prodan, algo belicoso por la ingesta de ginebra, increpaba en la calle a un sargento obeso, con gesto impávido, que ni siquiera le devolvía la mirada; el tipo simplemente contaba hasta diez antes de prodigarle un cachiporrazo en la cabeza. Pero no llegó a esa cifra porque, de pronto, una oportuna mano se atenazó al cuello de Luca para arrancarlo de la escena. Era una mano inmensa, velluda, con dedos como morcillas de acero. Pertenecía a un sujeto morocho que de casualidad pasaba por allí. Lo cierto es que su tamaño atemorizaba. Sin embargo, exhibía una cara amigable. Un sexto sentido hizo que Luca caminara con él sin chistar.

Ambos terminaron en un piringundín de la calle Anchorena, a metros de la avenida Santa Fe. Allí el gigante era tratado por los mozos con deferencia. Uno de ellos llevó su campera de cuero al perchero. Recién entonces, Luca vio que por detrás de la camisa le asomaba, en el extremo superior del esternón, la cabeza tatuada de un águila, y que en su antebrazo derecho había tres palabras: “Madre, nunca más”. Luca quiso saber qué significaban. La respuesta: “Que a la cárcel no vuelvo”.

Fue la única vez en sus vidas que ellos se encontraron. Luca tardaría 12 meses y una semana en saber quien realmente era su extraño salvador.

Entre las sogas

Durante la tarde del 14 de julio de 1984, el cantante de Sumo ocupaba una mesa de El Británico con el poeta y periodista Tom Lupo. Las otras mesas estaban plagadas por parroquianos muy atentos en el televisor instalado sobre la entrada. La pantalla mostraba un ring con un individuo de smoking rojizo anunciando en el casino de Montecarlo la gran pelea de ese día: el venezolano Fulgencio Obelmejías versus el crédito criollo, César “La Bestia” Romero. El presentador exageró las vocales al declamar ese apellido. Luca observaba a los parroquianos con desprecio, ya que el boxeo no era su deporte favorito. Pero, súbitamente, su mirada se clavó en el televisor. Y se puso de pie, sacudido por un detalle: el púgil argentino tenía un enorme águila tatuado en el tórax.

Al sonar en Montecarlo la campana, Romero avanzó con pasos firmes al centro del ring. Allí lo esperaba Obelmejías, un nombre prestigioso entre los medio pesados. La Bestia, dueño del séptimo puesto en el ranking mundial, lo madrugó con un golpe feroz en el pómulo derecho. Su público en El Británico lo vitoreaba. Luca se había plegado con todo el alma a tal fervor. Y Lupo, al verlo así, no salía de su asombro.

Al concluir el primer round, Luca le contó los detalles de su breve pero inolvidable cruce con semejante personaje.

César Romero había nacido a comienzos de 1955 en una localidad del partido bonaerense de Merlo llamada Libertad. Casi un chiste para alguien que estaría preso desde los 17 hasta los 23 años. Ese fue el destino del primogénito de don Servano, un trabajador ferroviario que con su esposa, Antonia, tuvo otros siete vástagos. La familia se hacinaba en una vieja casa próxima a la estación y la plata no era suficiente para comer a diario.

En tal contexto, el pequeño César saltó de mandadero por unas monedas y repartidor de soda a malviviente precoz antes de cumplir los 12. Tanto es así que armó una bandita con pibes de su edad abocada al robo de cobre en los talleres del ferrocarril y mármoles en tumbas del cementerio de Santa Mónica. Después, ya adolescente, pasó al asalto a mano armada de comercios; también levantaba coches y hasta tuvo una fugaz incursión en el arte del “escruche”. El “frenteo” a una distribuidora de quesos en Liniers fue su perdición. Aquella aventura le deparó una penosa travesía por los penales de Olmos, Mercedes y Devoto. En tales infiernos, su envoltura corpórea –casi dos metros de altura y 84 kilos– lo convirtió en un convicto respetable. Un prestigio que, por cierto, supo consolidar a las trompadas.

En la cárcel empezó a ser llamado La Bestia. Y allí se hizo boxeador. Su obsesión era dejar la reja con esa salida laboral. Pasaba horas entrenándose. Aporreaba una ojota sostenida por un muchacho del pabellón, practicaba con otros presos, saltaba la soga, hacía abdominales y corría por el patio. Así era su rutina diaria. Y la mantuvo hasta obtener libertad condicional

Último round

La Bestia salió de Devoto en otoño de 1978 con el águila en el pecho y otros 32 tatuajes, incluso uno en el pene. Entonces se hizo estampar el último; o sea, aquella promesa a doña Antonia por escrito.

Se trataba de un juramento con dobleces. Y que en esa velada con Luca, La Bestia completó con una aclaración: “Si se me mete otra vez el diablo en el cuerpo y me toca perder, prefiero que la yuta me haga boleta, o me boleteo yo, pero a la cárcel no vuelvo nunca más”.

Por aquella época, su redención parecía una profecía consumada. Tras prepararse en Pergamino con el “Canga” Bonet se abrió camino en el mundillo amateur. Y debutó como profesional en 1981, ganándole en aquella ciudad por puntos a Víctor Robledo. Otras victorias en Junín, Bahía Blanca y Moreno lo llevaron a peleas de semifondo en el Luna Park con resultados desparejos. Su carrera parecía condenada a combates de cabotaje. Pero la gran oportunidad le llegó al voltear en el segundo round a José María Flores Burlón, un uruguayo que tenía todo arreglado para enfrentar a Michael Spinks por el máximo cetro de la categoría. Seis triunfos más fueron el pasaporte de La Bestia para viajar a Montecarlo. Obelmejías era el paso previo a disputar el título mundial de los medio pesados en Miami por una bolsa de un millón de dólares.

En eso estaba en la noche del 14 de julio.

Sin embargo, el júbilo en El Británico se desinflaba como un globo con pérdida de helio, al igual que el ímpetu inicial de Romero en Mónaco. “Obel” –tal como le decían al venezolano– lo bailó, jugaba con él y al final del quinto round hasta le toco los glúteos para provocarlo. A duras penas La Bestia llegó en píe al último segundo del combate. Su gran sueño había terminado.

En ese mismo instante, Luca se despidió de Lupo con una sonrisa triste y salió del bar en silencio.

Casi una semana y media después, Lupo lo fue a buscar a una sala de ensayo del centro con un ejemplar de Crónica en la mano. Luca palideció al ver una fotografía de La Bestia en la tapa. El boxeador yacía sobre la vereda, boca arriba, con los ojos bien abiertos y los brazos en cruz. Esta vez lo había nockeado la metralla policial. Fue luego de asaltar con otros siete hampones una terminal de colectivos en la localidad de Isidro Casanova. Junto al cadáver resaltaba su FAL

Luca entonces comprendió que La Bestia había cumplido su promesa.

La elección de las armas

–Cuarenta y cinco minutos duró el tiroteo, macho –precisó el taxista, durante ese atardecer de 2015, cuando ya atravesábamos la avenida Las Heras.

También dijo que la “gorra” los había emboscado, ya que ese “achaco” estaba batido”, y que, junto a La Bestia, cayó su hermano mayor y otros dos cómplices, además de tres policías. Y que el resto de la banda logró huir con el botín: dos millones y medio de pesos (30 mil dólares de entonces).

Desde aquel fatídico hecho ya habían transcurrido más de tres décadas, pero aún persistía un enigma: ¿qué extraño resorte del destino habría incidido en que, a solo nueve días de pelear en Montecarlo, César Romero optara por salir “de caño”? Porque alguna poderosa circunstancia debió ocurrir para que –parafraseándolo– “el diablo se le metiera otra vez en el cuerpo”.

Al respecto corría un rumor, alentado por algunos periodistas deportivos de la época: su representante –y dueño del Luna Park–, Juan Carlos Lecture, le retaceaba el pago de su bolsa por el combate con Obelmejías: unos ocho mil dólares (de haber vencido, hubiese cobrado doce veces más). ¿Aquella habría sido la razón de su regreso al cuadrilátero del delito?

Antes de bajar del taxi, me permití saciar dicha curiosidad.

Entonces, el conductor giró la cabeza y, enarcando las cejas, dijo:

–Aquello fue un verso. Lecture le pagó hasta el último peso. Y con esa guita, ¿sabés qué? compramos las armas.

Publicada originalmente el 6 de junio de 2023 por la Agencia Télam

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“Monocracia y democidio”, por Oscar Taffetani

La nota que sigue fue publicada en la agencia Pelota de Trapo (PPe) y replicada el 26/9/2007 en el sitio de la CTA (Central de los Trabajadores Argentinos). Habida cuenta de lo acontecido en el país, de 2007 a esta parte, merece una relectura. El Archivo LCV sigue sumando notas de selección para tratar de entender porqué estamos como estamos.

MONOCRACIA Y DEMOCIDIO

En los manuales escolares de otras épocas se traducía el aristotélico término democracia como “el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo”.

Al bueno de Aristóteles ya le faltaban, reconozcamos, algunas páginas en su libro (por ejemplo, una que dijera que los seres humanos esclavizados también eran -y son- sujetos de derecho).

Y de Aristóteles a esta parte, mucha agua (y sangre) ha corrido bajo los puentes, hasta llegar al presente, cuando oscuros poderes se han adueñado de territorios y países, usando el prestigio, cada vez más devaluado, de la palabra democracia.

Un término que acuñaron los constructores de autopistas -colectoras- le sirve al nuevo Establishment argentino para justificar su modo pragmático de juntar votos. Por derecha o por izquierda, por arriba o por abajo, juntar votos. Sólo votos, sin otro contenido que un par de nombres en una boleta. Y sin programa. Y sin compromiso de nada. Como un cheque en blanco firmado a un representante que será -si gana- “el representante de todos” (o sea: el representante de nadie).

Un complemento para las colectoras (especie de ley de lemas que ni siquiera respeta las formas de la ley de lemas), son otros notables inventos argentinos: la borocotización (comprar a un diputado y darlo vuelta, cuando ya ha sido elegido) y la doble candidatura (una mezcla de ensoñación y realismo, expresada en la consigna: “vóteme para presidente, que quiero ser diputado”).

Los no representados


A partir de la crisis política incubada en los últimos años del menemismo -crisis que estalló y se manifestó en toda su magnitud durante el gobierno de la Alianza- hemos podido ver colectivos (es decir, conjuntos humanos) muy diversos, con dolores y demandas y aspiraciones que no habían sido recibidas ni escuchadas ni satisfechas por la política tradicional, ni por las instituciones tradicionales.

Obreros y empleados, por ejemplo, a los que un decretazo, una ley amañada o un per saltum de la Corte Suprema los había dejado, de la nochea la mañana, sin “su” empresa, sin “su” fábrica, sin trabajo ni casa ni lugar en el mundo.

O jóvenes argentinos del color de la tierra -otro ejemplo- legítimos habitantes de las selvas y los bosques del Noroeste, súbitamente arrojados al otro lado de una alambrada, empujados por perros guardianes (y por guardianes perros) lejos de su hábitat, obligados a mendigar, a hurtar naranjas y a caminar por los márgenes de una ciudad siempre hostil.

¿Quién representa a esos argentinos de Cutral-Có, de Tartagal, de Villa Diamante y Ciudad Oculta, a los de “Fuerte Apache” y “Los Hornos”?

(¡Hasta los nombres nos hablan de su orfandad!).

Nadie los representa, nos respondemos. Se representan a sí mismos, cuando pueden. Y como pueden.

Un ex presidente se jacta, en su libro de Memorias, de haber “apagado el incendio”, es decir, no de haber ayudado a los pobres a salir de su pobreza, sino, simplemente, de haber neutralizado su protesta.

Una candidata a presidente sale de gira por el mundo a decirle a los mismos lobos y buitres de siempre que la Argentina es un país “con grandes oportunidades de negocios”.

Ninguno de los candidatos con chance de ser gobierno, en este baile de las colectoras, se anima a prometer (¡siquiera a prometer!) que va a terminar con el hambre en el granero del mundo, o que recorrerá las calles y caminos en persona, para dar techo a los sin techo y trabajo a los que no lo tienen.

No. En estas elecciones, los candidatos con chance, los favoritos de las encuestas, ya ni siquiera se molestan en hacer promesas. Ellos sólo esperan el cheque en blanco que venga de las colectoras. Como si fuera un trámite administrativo. Como obtener una licencia para gobernar.

El gobierno emergido en esas condiciones, ya no será del pueblo por el pueblo y para el pueblo, como pide la antigua fórmula aristotélica. Es decir: ya no será, cabalmente, democrático.

¿Y qué será, entonces? No lo sabemos. Se nos ocurren variantes extrañas. Formas aún no conocidas. Nuevas argentinadas. Monocracia y democidio, por ejemplo.

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Carta desde el País del Nomeacuerdo, por Hernán López Echagüe

Esta semana, el Archivo LCV incorpora una nota publicada en la revista Humor, publicación que funcionó como un faro en tiempos de dictadura, y fue crítica con el menemismo. Conviene recordar el marco dentro del cual HLE escribía una serie de cartas a un amigo imaginario

En 1989 , Carlos Menem indultó a todos los jefes militares procesados que no habían sido beneficiados por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida; a líderes y miembros de organizaciones armadas revolucionarias (algunos de ellos ya desaparecidos); a los ‘carapintadas’ que se rebelaron contra la democracia en la Semana Santa de 1987 y en 1988; y, finalmente, a los integrantes de la Junta de Comandantes condenados por los delitos cometidos durante la guerra de Malvinas.

Seis decretos firmados en diciembre de 1990 indultaron, finalmente, a todos los miembros de las Juntas Militares condenados en tiempos de Alfonsín (1985) y otros genocidas con proceso abierto. Quedaron afuera: Videla, Massera, Agosti, Viola, Lambruschini, Camps, Suárez Mason, Ovidio Richieri, Martínez de Hoz. También indultó en ese diciembre a Firmenich y Norma Kennedy.

Hoy recuperamos para el Archivo LCV, una nota publicada en la revista Humor de Hernán López Echagüe. Por entonces, un joven apenas retornado del exilio que iniciaba sus primeros pasos en periodismo. Llevábamos siete años de democracia y los indultos de Menem eran una marcha atrás de todas las conquistas en Derechos Humanos. Hoy Carlos Menem es el único presidente del siglo XX que tiene su retrato en el Salón de los Próceres de la Casa Rosada.

Carlos Menem, presidente 1989-1999

Carta desde el País del Nomeacuerdo

Publicado en la revista Humor, diciembre de 1990.

Che, me olvidaba de algo. Hubo una época en que las personas se pusieron a desaparecer, de pronto, de la noche a la mañana. Sin pausa. Cientos y cientos de personas de toda edad que se ponían a no estar nunca más. Y los ojos de los vecinos no percibían nada. Y las bocas de los vecinos parecían bocas sin fundamento, o quizá con fundamento no más que para abrirlas y tragar fideos italianos, galletas alemanas, quesos franceses. ¡Vinos de Portugal por dos mangos! Había mazapán en las venas. ¿Te acordás? ¿Te acordás del general Acdel Edgardo Vilas? Decía el tipo: “Los mayores éxitos los conseguimos entre las dos y las cinco de la mañana, la hora en que el subversivo duerme (…) Yo respaldo incluso los excesos de mis hombres si el resultado es importante para nuestro objetivo”. ¿Te acordás? ¿No? Pero quizá te acuerdes del general Ibérico Saint-Jean que, entre otras cosas, se hizo famoso por su frase: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes y, finalmente, mataremos a los tímidos”. O del general Jorge Rafael Videla: “En la Argentina morirán todos los que sean necesarios para acabar con la subversión”. Años más tarde, ya en democracia, al amparo del indulto que le había obsequiado Menem y en tanto se mojaba el garguero con whisky importado durante una cena de camaradería, Videla celebró la matanza, y, con aires de asesino ocurrente, soltó: “La sociedad argentina tendría que habernos pagado por los servicios prestados”.

Luego, a partir de diciembre de 1983, la historia incontrastable del exterminio selectivo que habían tramado los militares con toda meticulosidad cobró vida a partir de relatos de toda naturaleza: jurídico, periodístico, novelesco, televisivo, cinematográfico. Supongo que te acordarás de La historia oficial, también del Nunca más, y, desde luego, del histórico juicio a las Juntas. Fueron años de dolorosas e interminables reconstrucciones. Que a Esteban se lo llevaron de su lugar de trabajo una tarde, a los golpes; que a Cristina, que estaba embarazada, la sorprendieron en la calle, la ocultaron en alguna catacumba, la asistieron en el parto, le robaron el hijo y después la asesinaron; en la casa de Jon, que de la vida no esperaba más que recibirse de ingeniero, casarse y tener un par de hijos, el grupo de Tareas se instaló a lo largo de una semana… Y ya no están, nunca más volverán a estar.

A partir de diciembre de 1983 el dolor se transformó en cifras: más de cuatro mil desaparecidos en 1976; trescientos cuarenta y dos por mes; once cada día. Más de tres mil en 1977; doscientos treinta y ocho por día… Cifras y más cifras. Contados cuerpos. Personas que nunca jamás volvieron a aparecer. Y ahora los ojos han vuelto a cerrarse, los oídos a enlodarse, las bocas a callar.

En fin, no era mi propósito amargarte. Pero el País del Nomeacuerdo es hoy una realidad ineluctable.

Otro abrazo.

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