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Inseguridad al palo, por Hernán López Echagüe

No entiendo de qué hablan cuando hablan de seguridad o de inseguridad. Ahora, sí, de lo que no tengo duda alguna es que esta cuestión de ponerse a vivir es insegura. O, al menos, tratar de hacerlo. La única seguridad que tenemos, desde siempre, es que vamos a morir en algún momento. Quizá, con algo de suerte y, claro, una pizca de cortesía, al cabo de setenta, ochenta años de permanencia insegura. Seguro es el buen pasar de los que sin pausa no hacen más que hacer insegura, a cada instante, la vida de millones de personas. Son, por qué no, los hacedores de la inseguridad. Nos repletan de incertidumbre, de temores, y sin embargo suponen que viven lejos de la sensación de riesgo o peligro que se la pasan instaurando.

La sensación de inseguridad causa una perturbación casi continua. No saber si mañana, o en pocos días más, o tal vez en horas, minutos, algo malo habrá de ocurrir, algo malo, claro, que no podrás evitar. Nadie puede tener certeza de nada. De lo que pueda llegar a ocurrirle en su vida, después de haber escrito de lo que pueda llegar a ocurrirle en su vida. Inseguro es respirar y tomar agua y ponerse a opinar. Inseguro puede llegar a ser bostezar. O aplaudir. También salir a la calle y juntarse. Inseguro es, se me ocurre, crear. Cosas. Cosas de toda naturaleza. Canciones, pensamientos libres de todo amaneramiento. Inseguro es besarse en una esquina. Que mañana te llegue un telegrama de despido. Inseguro es ponerse a gritar que estás podrido y que la maldita Constitución Nacional es un compendio de pareceres e intereses de clase de un puñado de gente improbable al que nos sometemos sin siquiera bufar. Inseguro es gastar el tiempo en reflexiones, en deliberaciones internas. Fumar. Preguntar y responder. Mejor dicho: preguntarse y responderse, o, al menos, tratar de hacerlo. Todas cosas pecaminosas.

Entonces, al cabo de tanta inseguridad, sucede la vulnerabilidad. Aislamiento, por ahí agresividad y arrogancia. Abatimiento. Creer que uno no es más que una mercadería en el medio de un bazar.

Publicada en LCV-Historias de Trabajadores, el 9 de mayo de 2023.

(Se incorpora al Archivo de LCV una nota recién escrita. Inédita. Todo archivo está siempre en formación. Se agradece al autor este regalo)

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El cadáver exquisito, por Ricardo Ragendorfer

Publicado en Caras y Caretas, enero de 2009

El comienzo de aquel trámite judicial fue fijado para las 8.00 de la mañana del viernes 22 de septiembre de 2000. Por esa razón, la vigilancia en el acceso principal del cementerio privado La Pradera, ubicado en Esteban Echeverría, había sido reforzada; tres custodios uniformados y con cara de pocos amigos estaban apostados en ambos extremos de la barrera que cruzaba el portal, mientras otros dos escrutaban el panorama desde una caseta. Al parecer, tenían orden de ser parcos. Uno de ellos simplemente gruñó una negativa, cuando se le preguntó si ya habían llegado los forenses. Y su compañero aclaró, también con un gruñido, que los periodistas tenían absolutamente vedado el ingreso. Entonces el fotógrafo, que yacía tumbado sobre el asiento trasero del auto, bostezó y volvió a reclinar la cabeza para seguir dormitando. Yo consulte mi reloj; ya eran las 8.15 y el asunto aún no tenía visos de empezar.

Una revista de actualidad nos había enviado allí para cubrir un evento poco gratificante: la necropsia de los restos del cantante Rodrigo para extraer muestras de ADN, en el marco del juicio de filiación por su presunto hijo. En realidad, solo teníamos que apuntar la identidad de los verdaderos invitados a tan macabro festín, sacarles fotos al entrar, otras al salir, arrancarles un breve textual y, finalmente, volver a la redacción. No pude imaginar entonces que en esa mañana el destino se torcería irremediablemente.

II

Tras consultar el reloj por enésima vez, se hicieron las 9.00. Y las novedades no habían sido demasiadas. Sólo había ingresado al cementerio un remis que llevaba a una pareja de ancianos, que obviamente nada tenía que ver con la necropsia. Pero después, otro auto se detuvo delante de la barrera y su único ocupante, un hombre obeso y entrado en años, extendió una credencial y deslizó unas palabras a los guardias, quienes diligentemente levantaron la barrera.

Yo observaba la escena desde nuestro auto, que permanecía estacionado en una calle de tierra. También había un móvil de Crónica TV y un puesto de flores, atendido por una mujer que acomodaba su mercadería sin siquiera mirarnos. Y transcurrieron otros diez minutos sin que pasara absolutamente nada. Hasta que la barrera volvió a levantarse, esta vez para franquear el paso de un viejo Falcon con la pintura cascada, y conducido por un tipo muy flaco, de bigote espeso y rasgos macilentos; junto a él iba un sujeto más joven, de expresión reconcentrada y piel cetrina. Ambos exhibieron a los vigiladores unas hojas que, a la distancia, tenían aspecto de oficio judicial. En ese instante el fotógrafo y yo abrimos las puertas al unísono y saltamos de la cabina para correr hacia el portal del cementerio. Pero fue una iniciativa infructuosa; al llegar, el Falcon ya se había escabullido de nuestro alcance. El fotógrafo, sin embargo, le disparó unas fotos. Lo miré, pensando que se trataba de otra iniciativa infructuosa. Y comencé a caminar hacia el mullido microclima de la cabina del auto. Pero me detuve al oír un bocinazo a mis espaldas.

Provenía de una cuatro por cuatro blanca que aminoró la velocidad al pasar junto a mí. Y de inmediato reconocí la inconfundible silueta del hombre que iba al volante; era nada menos que un viejo conocido mío: el Gordo Pierri, que era abogado de la familia del cuartetero muerto. El tipo me guiñaba un ojo y remató ese mensaje con un leve cabeceo. No lo pensé dos veces y trepé a la camioneta como un pistolero a un blindado.

Pierri entonces me miró de soslayo y frenó unos metros más adelante, a la altura del piquete de seguridad. Los guardias lo reconocieron de inmediato y lo saludaron con un solemne “Buen día, doctor”. Pero uno de ellos preguntó por mí. Y Pierri, respondió

–El señor es uno de mis peritos.

Al decir eso no se le movió un sólo músculo del rostro. Y volvió a mirar de soslayo, ahora con picardía.

Luego nos enteraríamos que los de Crónica TV, al ver que me dejaban pasar, también intentaron ingresar al cementerio, pero los guardias bajaron la barrera, reiterando que “la prensa tenía absolutamente vedada la entrada por orden del juez”

– ¡El que va en el otro coche es un cronista!”- bramó un camarógrafo, con un dejo de furia.

–Está equivocado –lo contuvo uno de los guardias– El caballero que acompaña al doctor es un perito de parte.

En tanto, la cuatro por cuatro avanzaba a paso de procesión hacía el depósito del crematorio, ubicado a casi un kilómetro de la entrada. El paisaje, que carecía de bóvedas y cruces, no parecía el de un camposanto; más bien, tenía el aspecto de un parque escaso de árboles e inmaculadamente pulcro. Las parcelas desiertas se extendían hasta recortarse en el horizonte como un fantasmagórico campo de golf. Y el silencio era perturbador. Pero no solo el del ambiente, sino también el de Pierri, a quien se le había disipado la picardía; bajo aquel cielo inoportunamente primaveral y con algunas gotas de sudor corriéndole por las sienes, el Gordo parecía cocinarse en la salsa de su propio pánico.

– Lo que vamos a ver es escalofriante…- farfulló, de pronto, sin apartar los ojos del camino.

No respondí de inmediato. Pero sospeché que me había invitado a su vehículo precisamente para no ir solo a una ceremonia tan espeluznante. A mí, en cambio, me envolvía una emoción no menos compleja. Recién ahora tomaba conciencia del espectáculo que nos esperaba. Y me sacudió un escalofrío, pero ya era tarde para volver atrás. Aunque tampoco me hubiera hecho feliz hacerlo, porque sabía que ese viaje al horror contenía un desafío mío. Finalmente dije:

–Si me banco ésta, de acá en más no me como ninguna.

Y la frase sonó como una declaración de guerra.

También recordé una vieja historia protagonizada por Gustavo Germán González, el mítico cronista policial del diario Crítica. En 1925, disfrazado de plomero, se metió en la morgue y develó para el gran público la verdad de un crimen que en esos días conmovía a todos: el del concejal radical Carlos Ray, que supuestamente murió víctima de un asalto, mientras los investigadores creían que quizás había sido envenenado y que luego le dispararon un balazo para fraguar la causa de la muerte, en el marco de un drama amoroso. En la misma tarde de esa autopsia, Crítica salió a la calle revelando el enigma con un explosivo titular: “No hay cianuro”. Ese titular se repitió muchas veces y hasta se puso de moda un tango con dicho nombre. Lo que nunca se repitió desde entonces, pensé, fue la presencia de otro cronista infiltrado en un acto de esa naturaleza. Hasta hoy.

En eso seguía pensando cuando la camioneta se detuvo en el camino lindante a una construcción que parecía una capilla, sólo que en vez de campanario tenía una chimenea. Era el crematorio.

III

El recibidor era amplio y tenía forma hexagonal. Había casi una docena de personas agrupadas en pequeñas tertulias. Entre ellos, dos genetistas, algunos peritos, los abogados que patrocinan al presunto hijo del ídolo y la abuela materna. También estaba el hombre macilento que había llegado a bordo del Falcón. Y su acompañante. Ahora lucían batas de cirugía con mascarillas de oxígeno colgadas del cuello. Eran los forenses. Y comenzaron a pasar revista al instrumental, que incluía dos serruchos. Junto a ellos estaba el gordinflón canoso que al entrar había exhibido una credencial; se trataba del juez Ricardo Sangiorgi, quien tenía a su cargo la causa por la filiación.

– ¿Quién es usted? – me preguntó.

– Perito de parte –contesté, sin mirarle a los ojos.

El gerente del cementerio, envuelto en un impecable traje negro y con el pelo teñido de rubio, pululaba entre la gente como un maestro de ceremonias. A Pierri lo saludó con familiaridad y, tal vez para romper el hielo, se permitió una humorada:

–En un rato llega el servicio de catering.

Poco después entraron tres tipos de aspecto torvo, empuñando martillos y barretas. Y se encaminaron hacia el ataúd de quien en vida fuera Rodrigo Alejandro Bueno, que estaba en un contenedor de fibra de vidrio, depositado en una habitación contigua. Hacia allí convergieron todas las miradas.

El gerente, precavido, había llevado barbijos empapados en vinagre aromático y los distribuyó entre los presentes. Luego profirió una revelación desencarnada:

–El cajón es recuperado…

– ¿Como, recuperado? –quiso saber alguien.

– Si…de segunda mano, o sea, usado. Y los de la funeraria lo cobraron por nuevo –aclaró, enarcando piadosamente las cejas

Entonces se produjo un silencio.

Dentro del ataúd propiamente dicho había otro de metal, cerrado a presión. Los tres hombres comenzaron a martillar para abrirlo. Y, como las válvulas estaban obstruidas, al quedar la tapa separada del resto se dispararon de golpe los gases cadavéricos, ahuyentando a la concurrencia en diferentes direcciones.

Minutos después, el Gordo Pierri extendió hacia mí una pequeña cámara, y, dijo:

– ¿Sacarías unas fotos para el peritaje?

No hubo modo de negarme. Con los ojos cerrados y la respiración contenida, corrí hacia el féretro, sin poder evitar estrellarme contra ese olor espantoso e insondable. Y ya a pocos centímetros del cuerpo, abrí los ojos para oprimir tres veces el disparador. La expresión facial del finado, atiborrada en formol, conservaba sus rasgos, aunque tenía un color entre azulado y verdoso. Y estaba encogido por la deshidratación. Por último observé que le faltaba un ojo. Entonces aparté la mirada y corrí hacia la salida.

Luego entraron los forenses con sus serruchos. Y se escucharon unas arcadas. Entonces llegaron a la conclusión de que la necropsia no se podía hacer en ese ambiente cerrado y, tras unos cabildeos, el cajón fue llevado a cielo abierto. En ese instante Pierri vio de refilón al muerto. Y palideció, llevándose la mano a la boca. Tuvo que ser retirado.

El trabajo de los forenses se prolongó durante más de una hora. El resto de los presentes intercambiaba opiniones y observaba desde una distancia prudencial como iban cortando partes del cuerpo -un pedazo de fémur, huesos de los dos brazos y seis piezas dentales-, que fueron siendo introducidas en frascos de vidrio y catalogadas. Finalmente se vio como volvían a acomodar las extremidades dentro del ataúd. Al ver eso, la abuela del presunto hijo del ídolo, musitó:

–El nene tiene las manitas como las del padre…

Y rompió en llanto.

Aquel viernes llegué a mi casa poco antes del mediodía. Aún tenía impregnada en la ropa el olor de aquella experiencia. Me desvestí para arrojar las prendas en un balde de agua y, durante más de una hora, permanecí bajo la ducha. Al salir del baño, la mesa ya estaba preparada y mi mujer repartía dos porciones de matambre casero con ensalada rusa.

Ese día no almorcé.

(Título original: El cadáver de Rodrigo)

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Gelman, Gelmanía, Gelmanismo. Por Oscar Taffetani

Publicado en el diario La Razón el 7/9/1986.

La imagen de Ezra Pound sexagenario, encerrado en una jaula de alambre y recibiendo insultos, salivazos y hasta una bolsa de estiércol de parte de los marines norteamericanos y partisanos antifascistas acantonados en Pisa; y la imagen de ese mismo Pound en Washington, unos meses más tarde, esposado, rodeado de agentes del FBI, dejándose declarar “no imputable” –es decir insano, loco- por un tribunal de guerra (ambiguo, cobarde o sabio, aquel tribunal no se atrevió a condenarlo a muerte); ambas imágenes hablando del destino que invariablemente aguarda a los escritores que “se casan” con alguna forma del poder político: el vituperio, el anatema, cuando ese poder está, o cae, en desgracia; los efímeros laureles, la palmada en la espalda, cuando ese poder está en su apogeo (¿siempre la poundiana bolsa de estiércol?).

También están los que “no se casan”, los célibes del poder, los puros. La suerte que corren no es muy distinta: el desprecio, el olvido o la omisión por parte de sus contemporáneos, o el propio remordimiento por no haber bajado (de la torre de marfil) a tirar del carro de la sudorosa y sufriente Humanidad. Pero éste no es el caso de Juan Gelman, poeta exiliado desde 1975.

“¿Intenta comparar entonces a Ezra Pound con Jun Gelman?” asalta un prejuicioso. Y le contestaremos que sí, que hay un aspecto –si no más- en el que esos dos poetas son comparables: ambos tuvieron en determinado momento una militancia política; trabajaron, explícitamente, para una “causa”. Otro, suspicaz, dirá: “siempre trabajan para alguna causa, sean conscientes o no de ello…” Aquí debemos aclarar que nos referimos a poetas que no aceptaron esa (discutible) escisión entre “vida” y “obra”, que no respetaron esa (no menos discutible) frontera entre “pensamiento” y “acción”, que llevaron sus adhesiones políticas o filosóficas al verso de manera ostensible. En otras palabras, que dieron la cara por sus amores, aunque eso les haya costado, históricamente, más bofetadas que caricias.

Hace unos días, el diputado José Luis Manzano (PJ) deslizó en un discurso: “Juan Gelman es quizás el mayor poeta argentino viviente…”

Sin abrir juicio sobre la justeza de esa apreciación (que provisionalmente deberá colocarse en el mismo estante que los telegramas gubernamentales a la muerte de Borges o Cortázar), señalaremos que Manzano tuvo el valor (y el olfato) de tocar un tema que la mayoría de los políticos oficialistas u opositores, prefiere evitar.

Gelman, que vive desde hace once años fuera del país, ha ido convirtiéndose, ya para los jóvenes que accedieron a él por alguna punta de su vasta obra poética, ya para los que recuerdan su brillante trabajo periodístico para el primer diario La Opinión o la primera revista Crisis, en un símbolo de la “generación del 60” (tan sartreana que ya no sabemos si hablamos de generación política, histórica o literaria).

Hay muchos poetas argentinos en el exilio, -que no es estrictamente forzoso, pero tampoco absolutamente voluntario-; poetas como Szpunberg, Trejo, Romero, Hedman, por citar algunos. Sin embargo, Gelman es el exiliado, el que sufre la desaparición de su hijo, nuera y nieto; el que no ha dejado de nombrar, obsesivamente, en sus poemas de exilio, a sus compañeros muertos y a su tierra argentina.

No pretendemos aquí sostener la “inocencia” de Gelman en cuanto a su comportamiento civil. El poeta eligió, en el anteúltimo tramo de su evolución política, incorporarse a la organización armada FAR-Montoneros, junto con Francisco Urondo, Rodolfo Walsh y otros escritores hoy en su mayoría muertos o desaparecidos.

Actualmente, la organización está en una semi-legalidad, ya que la mayoría de sus dirigentes tiene captura recomendada por la justicia argentina.

Gelman, si hacemos memoria, se separó de Montoneros hacia 1978, pesando sobre su cabeza –y sobre las de los que lo acompañaron- una condena a muerte dictada por la jefatura de ese grupo armado (Rodolfo Galimberti a revista Siete Días, 5/4/83).

Si añadimos a ésta la situación antes señalada, tendremos dos pedidos de captura de calidad y naturaleza diferentes (por no decir enfrentadas) recayendo sobre la misma persona (a la sazón, poeta).

Declarando nuestra incompetencia en un asunto que, realmente, poco tiene que ver con la poesía, nos detendremos un poco más en el análisis del fenómeno –o más rigurosamente, del mito- que representa Gelman en importantes sectores de la joven poesía argentina.

Para los que accedieron a sus textos hacia fines de los ’60 y principios de los ’70 –entre los que este redactor se incluye- Gelman fue una conjunción de energías dispersas, de líneas hasta ese momento desconectadas de la literatura y de la cultura en general.

Estaba naciendo una generación de “coloquialistas”, de poetas que conversaban con el lector, de poetas que contenían o aplacaban toda exaltación en favor de una actitud más reflexiva y una mirada más serena sobre las cosas; de poetas que evitaban, so pena de excomunión, caer en el hermetismo, en el cripticismo o en la retórica neomodernista del “Parnaso criollo”.

Gelman fue parte de ese movimiento y fue, a la vez, un transgresor a sus postulados (así como Raúl González Tuñón, padre de los “poetas populares” de los ’60, fue un transgresor a los hijos y costumbres de la escuela en que se había formado, convirtiéndose, finalmente, en un “floriboedista”).

¿Cuál fue la transgresión de Gelman? Para decirlo con una metáfora: romper la botella y poner a navegar efectivamente el barquito de Tuñón; llevarlo a conocer a César Vallejo o a los surrealistas franceses, por ejemplo. Y repetimos la palabra conocer, que no significa solamente leer, sino también recrear.

A partir de Cólera buey y de Traducciones III, Gelman suelta amarras, rompe, en la poesía, con lo que vagamente puede llamarse su generación. Ahora, mirando hacia atrás, vemos que sólo unos pocos (Bayley, Huasi, algún otro) han podido romper, a su vez, con aquella nueva retórica del coloquialismo).

También está el caso de los llamados surrealistas argentinos (Molina, Madariaga, etcétera), pero ellos constituyeron una línea separada, autónoma, a la que jamás se presentó el problema de quebrar el molde conversacional (mirando también retrospectivamente, vemos que ellos han conseguido al fin su propia retórica).

La segunda transgresión –fundamental- que opera Gelman, es la de lo político (¡otra vez lo político!). Lo político entendido como materia de elaboración poética.

Leyendo sus libros y con auxilio de lagunas referencias extraliterarias, es posible no sólo reconstruir la ideología del autor, sino también sus sucesivas adhesiones políticas (y rupturas): comunismo, guevarismo, maoísmo, peronismo, etcétera (¿etcétera?), como se advertirá, “ismos” no totalmente excluyentes entre sí, apuesta que hizo toda una generación política argentina y que si bien ofrece un amplio costado reivindicable (contrastando con la apatía cibernética de las actuales), tuvo momentos de supina incoherencia y contradicción. Como, por ejemplo, cuando uno afirmó, categóricamente, que Borges era un buen escritor inglés (sic) y párrafos más adelante, que siempre era preferible un poeta como Robert Desnos, francés, resistente antinazi, a otro como Celedonio Flores, argentino, fascista y reaccionario (Gelman a Mario Benedetti, Marcha, 1973).

Con respecto a los más jóvenes -y a juzgar por lo que se lee en revistas subterráneas o se comenta en círculos marginales-, la figura de Gelman aparece como lo “prohibido” o “vedado” (es decir, lo bello), como alguien que ha escapado al anquilosamiento, que ha evitado los dobleces y las concesiones de otros “grandes” de la poesía, cada vez más apoltronados en los sitiales de la nueva “Academia” o en las páginas de un conocido suplemento literario dominical. Circunstancia que no va en desmedro de la aproximación natural que esos jóvenes han hecho a los textos del poeta ni de la calidad intrínseca de esos textos.

Hay que reconocer, asimismo, el papel importante que cumplió el músico Juan Cedrón en la difusión de la poesía de Gelman. Las obras, que involuntariamente debieron distribuirse en la Argentina como discos de vinilo extranjeros, o en ediciones “pirata” en su mayor parte, reforzaron la aureola de “maldito” que la censura o la omisión cómplice de muchos medios masivos le crearon.

También han surgido imitadores o –para no ser crueles- gente que ha incorporado tanto las enseñanzas de Gelman que ha comenzado a escribir una especie de poesía subsidiaria, una poesía que no parece valerse por sí misma. No los nombraremos (el escarnio no es negocio de poetas), pero les recordaremos aquella enseñanza del clásico: “si quieres seguirme, no me imites”.

Estas reflexiones un tanto apresuradas que incluimos –con derecho- en esta informal visita a los poetas con que se abre el suplemento, preludian, como tantas veces, un hecho editorial. En los próximos días Libros de Tierra Firme lanzará Interrupciones II, uno de los dos volúmenes en que se reúne la totalidad de la producción poética de Juan Gelman en el exilio, producción a la que se accedió hasta el momento, por ediciones parciales españolas (Lumen/Visor) o mexicanas (Hacia el Sur).

En esa oportunidad, realizaremos una crítica estrictamente literaria –si acaso fuera posible tratándose de Gelman- de los textos publicados.

Por el momento, valga la presentación, pertinente y no tanto, de este notable poeta argentino que alguna vez escribió, como leyendo el futuro:

estos poemas esta colección de papeles esta
manada de pedazos que pretenden respirar todavía
estas palabras suaves ásperas ayuntadas por mí
me van a costar la salvación (…)

y no me quejo ya que
ni oro ni gloria pretendí yo escribiéndolas
ni dicha ni desdicha
ni casa ni perdón

En realidad, no estaba leyendo su futuro, sino, simplemente, su presente, la realidad cotidiana de los poetas, de los que saben que haber elegido la poesía es siempre haber elegido una forma del exilio.

NOTA: En el matutino La Razón, creación de Jacobo Timerman, no se podía publicar nada sobre Juan Gelman, quien estaba proscripto junto con otros dirigentes del PPM (Partido Peronista Montonero) que habían firmado la llamada Declaración de Roma. Este artículo “colado” en un suplemento tuvo el mérito de quebrar esa censura impuesta por la dictadura y continuada durante el primer gobierno de Alfonsín. Nadie conocía el rostro de Gelman en el exilio y el dibujante Daniel Brandimarte se valió de una vieja imagen a la que “envejeció” y agregó bigotes. No estaba muy lejos de lo que fue la imagen verdadera del poeta, al volver del exilio.










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Archivo | Mirando con Bioy el show de Benny Hill, por Ricardo Ragendorfer

Publicado el 15 de septiembre de 2014 en el portal Infonews.

Lo conocí a mediados de 1983, mientras esperábamos ser atendidos en un almacén de Recoleta. Ese encuentro se vio favorecido debido a que yo, por alguna maniobra del azar, llevaba un gastado ejemplar de La invención de Morel, que él observó de soslayo con un deleite casi infantil.

         No recuerdo las primeras palabras que cruzamos, pero sí que no tardé en pedirle una entrevista para una publicación de cine que editaba un amigo mío; el ímpetu de mis 25 años parecía divertirlo. Adolfo Bioy Casares aceptó. Y fijamos una cita para la tarde siguiente.

         Éramos vecinos; yo vivía a una cuadra, en un pequeño departamento que se divisaba desde el ventanal del mítico cuarto piso del edificio de la calle Posadas 1650, descripto en tantas crónicas.

         Bioy, tras recibirme, se dejó caer en desvencijado sillón; de a ratos, inclinaba la mirada hacia los cristales para contemplar la plaza San Martín de Tours, en cuya loma correteaban algunos perros de raza. Prendí el grabador mientras una criada servía dos tazas de té.

El dueño de casa era preciso en sus respuestas y, a la vez, expansivo; pasaba del cine a sus escritores favoritos, daba saltos en el tiempo y remataba sus dichos con una risita que le iluminaba el rostro. Parecía redactar todo lo que salía de sus labios. Como excusándose, admitió que al ver Oblomov, el filme de Nikita Mijalkov, se durmió en la butaca; en cambio, había disfrutado con Pretty Baby, de Louis Malle. Confesó que de joven solía enamorarse de las actrices que veía en la pantalla; especialmente, de la ya olvidada Louise. Brooks. Y no ocultó el pánico que le causaban los guionistas que pretendían adaptar sus obras.

Tampoco fue benévolo con los críticos literarios; entonces denostó con notable énfasis a una tal Ana María Barrenechea, calificándola como “menos inteligente que simpática, y eso que tenía un carácter no muy agradable”.

Adolfo Bioy Casares y los extraterrestres

Al concluir la entrevista, Bioy consultó de soslayo un reloj de bolsillo y, sorprendentemente, dijo:

–Con Silvina vamos a ver por televisión El Show de Benny Hill. Lo invito a que nos acompañe.

En rigor a la verdad, esa entrevista jamás fue publicada. Pero a partir de entonces, todos los jueves por la noche acudía a lo de Bioy para ver a Benny Hill. Hasta noviembre, cuando la tira inglesa fue remplazada por un ciclo con Graciela Dufau, que ni siquiera nuestra incipiente amistad justificaba.

El 4 de abril de 1984 yo desayunaba en la confitería La Rambla, situada en la esquina de Posadas y Ayacucho, cuando advertí que Bioy pasaba por la puerta; él también me vio y, entonces, entró. En aquellos días se desarrollaba la Feria del Libro en un predio aledaño al Italpark, por lo que no fue extraño que de pronto apareciera Manuel Mujica Láinez, quien se sentó con nosotros. Y también se sumó el actor José María Vilches, célebre por su obra teatral El Bululú.

Dos días después, la portada del diario Crónica informó acerca de la muerte de “Manucho” por un paro cardíaco en su estancia de Alta Gracia; más abajo, otro título daba cuenta de la muerte de Vilches, ocurrida a su vez en un accidente rutero camino a Mar del Plata. Quedé estupefacto. Y decidí aliviar esa impresión tomando un whisky en el mismo lugar donde había estado con esos dos hombres por primera y última vez.

La casualidad hizo que a mitad de camino me cruzara con Bioy, quien también estaba conmocionado. Sus únicas palabras, antes de seguir cada uno su camino, fueron:

–Vio que desafortunada nuestra mesa del otro día.

Desde entonces evitábamos La Rambla como lugar de encuentro y, de tanto en tanto, yo lo llamaba y él me invitaba a su casa o nos citábamos alguna mañana en La Biela, que él frecuentaba antes del almuerzo en Lola. Una vez allí se le acercó un hombre con un saludo exageradamente ceremonioso, que Bioy retribuyó con sorprendida cortesía; era Jorge Asís, quien por entonces ya había comenzado a emigrar del café La Paz a los bares de Recoleta.

Luego, en tono confidencial, Bioy comentó:

–Un librero amigo me dijo que el material de este muchacho se vende sólo para regalo.

Adolfo Bioy Casares: la ficción seductora – Lecturas Sumergidas

 En el atardecer del 14 de junio de 1986, los noticieros comenzaron a informar sobre la muerte de Jorge Luis Borges, ocurrida en la lejana Ginebra.

Poco después llegó “Cachi” a mi casa. Se trataba de un psicólogo algo extravagante, que desde hacía años corregía un ensayo suyo sobre las Eddas. Se lo veía exaltado. Yo, como al pasar, le mencioné con cierta pesadumbre lo de Borges. Y ese era justamente el motivo de su exaltación.

–Me lo acabo de cruzar a Bioy y le comenté el asunto –alcanzó a decir, atragantándose con las palabras–. Por la cara que puso, me di cuenta de que el pobre no sabía nada. Fui yo el que le dio la noticia.

En sus Diarios íntimos, compilados por Daniel Martino y publicados en 2001, Bioy se refiere a semejante episodio con las siguientes palabras: “Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre las Eddas que me mandaron hace unos meses, me saludó y me dijo, como disculpándose: ‘Hoy es un día muy especial’. Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: ‘¿Por qué?’. ‘Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra’. Seguí mi camino, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges”.

Con el tiempo, nuestros encuentros se hicieron más espaciados. Bioy ya no invitaba a casi nadie a su hogar, tal vez por pudor de exhibir el deterioro de Silvina Ocampo, quien ya sufría un avanzado mal de Alzheimer. Bioy mismo lucía más viejo y encorvado.

Una noche, a fines de 1990, me invitó a comer a Lola. Allí, una señora lo confundió con el escritor Marco Denevi, y eso distrajo su alicaído ánimo.

Ella, pese al calor, comía sin haberse sacado su tapado de visón, y Bioy me confió al oído:

–Esta mujer hace de la peletería una milicia.

Después, por pura formalidad, le pregunté cómo estaba Silvina.

Su respuesta fue demoledora:

–A veces está bien. Pero otras veces cree que está en un barco. Es muy desagradable…

Entonces, hizo una pausa, antes de continuar:

– ¿Leyó usted alguna vez aquel poema de Walt Wittman, que dice: “El movimiento que articula un dedo logra superar a la mejor máquina inventada por el hombre”? Bueno, la miro a Silvina, recuerdo ese poema idiota y pienso que sólo a Dios se le puede ocurrir una máquina con hueso, sangre, carne y grasa”

Aquella fue la última vez que lo vi.

Ahora, que ya no está entre nosotros, pienso que haberlo conocido fue un extraño y maravilloso beneficio.

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